Read Matrimonio de sabuesos Online
Authors: Agatha Christie
—Esto que dice usted es muy interesante. Ahora lo veo claro. Ese calco que usted dice es sin duda el plano de alguna importante defensa costera, robado, sin duda, por esa mujer. Debió temer que alguien siguiera su pista, y no atreviéndose a esconderlo entre sus propias prendas, buscó un sitio que se acomodara más a las circunstancias. Más tarde consiguió apoderarse del maletín, sólo para encontrar que el misterioso papel había desaparecido. ¿Lo trae usted consigo, miss March? La muchacha movió la cabeza negativamente.
—Está en mi establecimiento. No sé si sabrá usted que tengo un instituto de belleza en la calle Bond. En realidad soy agente en exclusiva de los productos Cyclamen, de Nueva York. Ésa es la razón de que tuviera que hacer un viaje allí. Creí que el papel era importante y decidí guardarlo en la caja fuerte hasta mi vuelta. ¿No cree usted que deberíamos ponerlo en conocimiento de Scotland Yard?
—Sin duda alguna.
—Entonces lo mejor será que nos vayamos a mi tienda, lo saquemos y lo llevemos inmediatamente a jefatura.
—Tengo mucho trabajo esta tarde —dijo Tommy adoptando la clásica postura y consultando su reloj—. El obispo de Londres me espera para tratar de la desaparición de ciertos ornamentos religiosos de gran valor, no sólo intrínseco, sino extrínseco.
—En ese caso —contestó miss March, levantándose—, iré yo sola.
Tommy levantó una mano en señal de protesta.
—No me ha dejado usted acabar. Iba a decir que el obispo no tendrá más remedio que esperar. Dejaré unas cuantas líneas a Albert. Estoy seguro, miss March, que hasta que el papel no esté a salvo en las oficinas de Scotland Yard, corre usted un gravísimo riesgo.
—¿Cree usted eso? —preguntó la muchacha dudando. —No es que lo crea, es que estoy seguro. Permítame un instante.
Escribió unas cuantas palabras en el bloque de papel que había frente a él, separó la hoja y se la entregó a Albert dándose aire de gran señor.
—Me llaman para un caso muy urgente —dijo—. Explícaselo así a Su Ilustrísima, si es que se decide a venir. Aquí están mis instrucciones para miss Robinson.
—Muy bien, señor —contestó Albert, siguiendo el Juego—. ¿Y qué hay de las perlas de la duquesa? Tommy agitó airadamente ambas manos.
—Eso también puede esperar —chilló. En la mitad del tramo de la escalera se encontró con Tuppence, a quien dijo con brusquedad y sin detenerse.
—¡Otra vez tarde, miss Robinson! He de salir para un caso urgente.
Tuppence se quedó mirando cómo se alejaban. Después enarcó las cejas y prosiguió su marcha ascendente.
Al llegar la pareja a la calle, un taxista se acercó solícito a ofrecer sus servicios. Tommy, casi a punto de tomarlo, pareció cambiar de opinión.
—¿Le gusta a usted andar, miss March? —preguntó quedándose serio de pronto.
—Sí, pero mejor sería que tomásemos un taxi, ¿no le parece? Llegaríamos más aprisa.
—Es cierto, pero... ¿no se ha fijado usted en el taxista ese? Acaba de rehusar un pasajero poco antes de acercarnos nosotros. Por lo visto nos esperaba. Mucho cuidado, miss March. Sus enemigos vigilan y creo que lo más prudente es que caminemos hasta la calle Bond. No se atreverán a intentar un golpe en un lugar tan concurrido como éste.
—Bien —asintió la muchacha.
Como había dicho Tommy, las calles de aquel sector estaban abarrotadas de gente. El avance era lento. De pronto se detuvo, y apartando a un lado a la muchacha, la miró unos instantes com-pungido.
—Lleva aún impresas en la cara las huellas del susto que acaba de pasar —le dijo—. ¿Qué le parece si entráramos aquí un momento y nos tomásemos una buena taza de café? Y hasta una copita de coñac, ¿eh?
—No, no, coñac no.
—Bien. Entonces café. Yo creo que en este establecimiento no corremos el riesgo de que nos envenenen.
Tomaron lo pedido con toda calma y a continuación reanudaron la marcha, esta vez a paso más rápido que el anterior.
—Estoy absolutamente seguro de que hemos acabado por despistar a nuestros seguidores —comentó Tommy después de haber echado una rápida mirada a su alrededor por encima del hombro.
Cyclamen, Compañía Limitada era un pequeño establecimiento enclavado en la calle Bond, con cortinas de tafetán de un rosa pálido y uno o dos tarros de pasta facial y una pastilla de jabón como adorno para el escaparate.
Allí entró Cicely March seguida de Tommy. El interior era de lo más diminuto que podía darse. A la izquierda había un mostrador con preparados de tocador y tras él una mujer de mediana edad, pelo gris y cutis de adolescente que acogió la entrada de Cicely March con una leve inclinación de cabeza antes de proseguir la conversación con la cliente a quien estaba atendiendo.
La parroquiana era una mujer baja y morena a la que, por su posición de espaldas, no podía vérsele la cara. Hablaba el inglés con gran dificultad. A la derecha había un sofá, dos sillas y una mesa en la que aparecían esparcidas unas cuantas revistas. Las sillas estaban ocupadas por dos hombres, dos aburridos y resignados maridos, sin duda, en espera de sus respectivas esposas.
Cicely March cruzó la diminuta estancia y desapareció por una puerta que había al fondo y que mantuvo entreabierta a fin de que Tommy pudiese seguirla. Al ir a entrar éste la parroquiana exclamó: «¡Ah, pero si es un amigo mío!», y corrió tras ellos insertando su pie en la abertura para evitar que la puerta volviese a cerrarse. Al mismo tiempo los dos hombres se pusieron en pie. Uno pasó a la trastienda mientras el otro se dirigía a la empleada y le tapaba la boca con una de sus manos para sofocar un grito de sorpresa y terror que estuvo a punto de brotar de su garganta.
Mientras tanto, en el interior los acontecimientos se sucedieron con sorprendente rapidez. Al pasar Tommy sintió que un trapo empapado en sofocante narcótico era aplicado con fuerza contra su cara obligándole a aspirar su emanación. Un instante después un agudo chillido de la muchacha hizo que el asaltante abandonara precipitadamente su presa.
Tommy tosió repetidas veces mientras trataba de hacerse cargo de la situación. A su derecha estaba el misterioso personaje que poco antes arrojara de la oficina, y a su lado, entregado a la rutinaria tarea de sujetarle unas esposas, uno de los «aburridos maridos» que poco antes viera sentados en la tienda. Frente a él, Cicely March hacía esfuerzos desesperados por librarse de la tenaza que los brazos de la parroquiana habían logrado echar alrededor de su cintura. Al volverse ésta y despren-derse el velo que cubría su cara, Tommy reconoció al instante las inconfundibles facciones de su adorado tormento.
—Bien hecho, Tuppence —dijo adelantándose—. Déjame que te ayude. Yo en su lugar abandonaría la lucha, miss 0'Hara, ¿o prefiere usted que siga llamándola miss March?
—Éste es el inspector Graves, Tommy —explicó Tuppence—. Tan pronto como leí la nota que dejaste, telefoneé a Scotland Yard, que me envió al inspector Graves y a uno de sus agentes.
—Me alegro de haber podido echar el guante a este caballerete —añadió el inspector—. Hacía tiempo que le andábamos buscando, pero vamos, jamás se nos había ocurrido pensar que tuviese algo que ver con el establecimiento. Creíamos que se trataba de un verdadero instituto de belleza.
—Y ahora se explica —prosiguió Tommy—, el porqué esos señores tuviesen tanta prisa en recuperar el maletín que, durante dos horas, había estado entre los efectos personales del embajador. ¡Claro! Sabían perfectamente que el equipaje de un diplomático no está sujeto, como los otros, al denigrante proceso de una inspección aduanera. ¿Motivo del cambio? Contrabando. Pero, ¿contrabando de qué? De algo que no abultase. Y al instante pensé en los estupefacientes. Después, aquella pintoresca comedia que tuvo lugar en mi despacho. Habían leído mi anuncio y pensaron en amedrentarme, o en apelar a procedimientos más drásticos si fracasaban en su intento. Pero dio la circunstancia de que me fijé en el espanto que se reflejó en los hermosos ojos de esa señorita cuando Albert se le ocurrió hacer aquella exhibición de su destreza en e] manejo del lazo. Esto, por lo visto, no había entrado en sus cálculos. El ataque de este pistolero de opereta se hizo con el solo objeto de asegurar mi con-fianza en ella. Yo desempeñé el papel de crédulo polizonte, hice ver que me tragaba su descabellada historia e hice que me trajera aquí después de haber dejado instrucciones precisas a Tuppence sobre el modo de resolver la situación. Valiéndome de varios pretextos, retrasé mi llegada para darles a todos tiempo sobrado de llegar aquí antes que yo.
Cicely March lo estaba mirando fijamente con expresión de esfinge.
—Está usted loco —dijo—. No sé qué es lo que va a encontrar aquí.
—Recordando que Richards vio una lata con sales para el baño, ¿qué le parece, inspector, si comenzáramos por examinar éstas?
—Que no es mala idea —contestó el aludido. Tomó una y vació su contenido sobre la mesa. La muchacha se echó a reír.
—Cristales genuinos, ¿verdad? —dijo Tommy—. Sin embargo, nada tan mortífero como el carbonato de sosa.
—Busquen en la caja fuerte —sugirió Tuppence.
Había una de éstas en uno de los rincones con la llave puesta en la cerradura. Al abrirla, Tommy no pudo reprimir un grito de satisfacción. El fondo de la caja se abría a su vez, dando acceso a una cámara excavada en el muro y llena de las mismas elegantes latas de sales que había en el primer compartimiento. Tomó una y levantó la tapa. Bajo una delgada capa de cristales rosa apareció un polvo blanco. El inspector dejó escapar una sonora interjección.
—Creo que hemos encontrado lo que tanto buscábamos —dijo—. Apuesto diez contra uno a que esa lata está llena de cocaína pura. Sabíamos que había alguien que se dedicaba a la distribución de esa droga en el West End, pero jamás pudimos localizarle. Buen golpe el suyo, mister Beresford.
—¡Más bien un buen golpe de los brillantes detectives de Blunt! —susurró Tommy al oído de Tuppence después que hubieron salido a la calle—. Es una gran cosa esto de estar casado. Tus persistentes lecciones me han enseñado al fin a reconocer el peróxido sobre todo cuando éste se aplica al cabello de una mujer. Hoy no hay rubia postiza que me la pegue a mí.
Y ahora, vamos a redactar una carta para el embajador diciéndole que su asunto ha quedado resuelto satisfactoriamente. Después... ¿qué te parece, Tuppence, si nos fuéramos a tomar una buena taza de té acompañada de tostadas bien untadas de mantequilla?
Tommy y Tuppence estaban encerrados con el jefe en el despacho privado de éste. Su elogio había sido caluroso y sincero.
—Han llevado el caso admirablemente —dijo—. Gracias a ustedes hemos conseguido atrapar a no menos de cinco importantes personajes y obtenido una valiosísima información. Pero debo advertirles que por fuentes fidedignas nos hemos enterado de que en el cuartel general de malhechores en Moscú hay una gran alarma por la falta de noticias de sus agentes. Creo que, a pesar de todas nuestras precauciones, han empezado a sospechar que algo raro ocurre en lo que pudiera llamarse su centro de distribución, las oficinas de mister Theodore Blunt. La oficina internacional de detectives.
—Bien —respondió Tommy—; era de esperar que tarde o temprano acabarían por darse cuenta de ello.
—Así es, era de esperar. Pero estoy un poco inquieto por su esposa, Tommy.
La contestación del matrimonio fue rápida y simultánea.
—Yo me ocuparé de ella —dijo él; y ella—: Soy capaz de cuidarme a mí misma.
—jHummm! —gruñó mister Cárter—. El exceso de confianza en sí mismos ha sido siempre la característica de ustedes dos, y si su inmunidad hasta este momento se ha debido a la suerte o a su gran capacidad y tacto, es cosa que aún no me he parado a considerar. No olviden que la fortuna es veleidosa y que... en fin, no insisto más. Del extenso conocimiento que tengo sobre mistress Beresford deduzco que será completamente inútil pedirle que se mantenga al margen de los acontecimientos durante las dos o tres próximas semanas.
El silencio de ésta le dio a entender que no se había equivocado en su disposición.
—Entonces, lo único que me resta por hacer es darles cuanta información tengo sobre el particular. Tenemos motivos para creer que un agente especial ha salido de Moscú en dirección a este país. No sabemos ni el nombre bajo el cual viaja, ni cuándo llegará. Lo único que sabemos es que nos dio mucho quehacer durante la guerra y que es un sujeto con el don, al parecer, de la ubicuidad, puesto que siempre aparece donde menos se le espera. Es ruso de nacimiento y un acabado lingüista que le permite adoptar seis nacionalidades distintas, incluyendo la suya. Es también un experto en el arte de la caracterización. Y tiene talento. Fue él quien ideó esa clave con el número dieciséis.
»Cuándo aparecerá, no lo sé, pero no ha de tardar. Lo único cierto es que no conoce personalmente a míster Blunt. Probablemente se presentará en su oficina bajo cualquier pretexto y tratará de identificarle mediante el uso de santos y señas previamente convenidos. El primero de ellos, y como ustedes no ignoran, es la mención del número dieciséis, que debe ser contestada con otra frase en la que asimismo aparezca dicho número. El segundo, del que hace sólo unos días nos hemos enterado, será el de inquirir si han pasado ustedes el Canal. A esto deberá contestar: "Estuve en Berlín el trece del mes pasado". Y creo que eso es todo. Sugiero que para ganar su confianza, conteste usted lo más correctamente que pueda. Prolongue la farsa cuanto tiempo sea preciso y aunque le vea dudar aparentemente, manténgase en guardia. Nuestro amigo es muy astuto y sabe hacer el doble juego tan bien o mejor que cualquiera de nosotros. De todos modos espero que no ha de tardar en caer en el garlito. Desde hoy he decidido adoptar medidas especiales. Un micrófono fue instalado ayer noche en sus oficinas para que uno de mis hombres pueda oír desde abajo cuanto ocurre en su despacho. De esta forma yo estaré en constante contacto con él y podría acudir en su auxilio a la menor indicación de peligro.
Después de unas cuantas instrucciones adicionales y de una discusión general sobre tácticas, partió la joven pareja y se encaminó rápidamente en dirección a la oficina de los brillantes detectives de Blunt.
—Es tarde —dijo Tommy consultando su reloj—. Las doce. Hemos estado mucho tiempo con el jefe. Bien, creo que no habrá quedado descontento de nuestra actuación.