Read Matrimonio de sabuesos Online
Authors: Agatha Christie
—Bien, volviendo a lo de la banda —dijo Tommy—. A pesar de mis muchas obligaciones con duquesas, millonarios y lo más selecto del gremio de cocineras, quizá me decida a echarle una mano. No me gusta ver a Scotland Yard en apuros. Usted dirá. —Como dije antes, pueden seguir divirtiéndose. El asunto es el siguiente: hay en este momento una cantidad enorme de billetes falsos de la Tesorería en circulación, millares de ellos. Y además verdaderas obras de arte. Aquí tiene usted uno de ellos. Sacó del bolsillo un billete de una libra y se lo entregó a Tommy.
—¿Verdad que parece bueno? Tommy examinó el billete con gran interés. —Nunca hubiese sospechado que este billete fuera falso —exclamó.
—Y a muchos les ha ocurrido lo mismo. Ahora compárelo usted con este otro, que es genuino. —Parecen idénticos.
—Yo le diré la diferencia que hay entre ambos. Es casi insignificante, pero aprenderán a conocerla sin dificultad. Tome usted esta lente de aumento.
Cinco minutos de adiestramiento bastaron para convertir a Tommy y a Tuppence en dos verdaderos expertos en la materia.
—¿Y qué quiere usted que hagamos, inspector? —preguntó Tuppence—. ¿Esperar a que algunos de esos billetes lleguen a nuestras manos?
—Algo más mistress Beresford. Tengo fe en ustedes y sé que sabrán llegar con éxito al fondo de este escabroso asunto. Hemos descubierto que estos billetes salen a la circulación procedentes del West End. Alguien que por lo visto se mueve en las altas esferas es quien se encarga de su distribución y posiblemente de hacerlos pasar también al otro lado del Canal. Hay una persona que nos interesa muy especialmente. Un tal comandante Laidlaw, quizás hayan oído ya mencionar su nombre.
—Me parece que sí —contestó Tommy—. ¿No es alguien muy relacionado con las carreras de caballos?
—El mismo. Su nombre parece muy familiar en todos los hipódromos. Nada tenemos en realidad contra él, pero existe la impresión general de que se las ha pasado de listo en dos o tres transacciones de carácter un tanto dudoso. Personas que al parecer están al corriente de ellas, sonríen significativamente al oír pronunciar su nombre. Nadie sabe con certeza quién es ni de dónde viene. A su esposa, una linda francesita, se la ve en todas partes acompañada siempre de una cohorte de admiradores. Estos Laidlaw parecen gastar mucho dinero, y Scotland Yard tiene interés por saber de dónde procede.
—Posiblemente de esta cohorte de admiradores que acaba usted de citar —sugirió Tommy.
—Ésa es la idea general. Particularmente no estoy muy seguro de ello. Quizá sea una mera coincidencia, pero un buen número de billetes parecen proceder de un elegante club de juego que suele ser muy frecuentado por el matrimonio y su camarilla.
—¿Y que quiere usted que hagamos?
—Lo siguiente. Tengo entendido que son ustedes muy amigos de Mr. y Mrs. Saint Vincent. Éstos, a su vez, están en buenas relaciones, o al menos lo estaban no hace mucho, con la pareja Laidlaw. No les será difícil, a través de ellos, entrar en buenas relaciones con ese grupo; en cambio a ninguno de nosotros nos seria posible intentarlo sin despertar las correspondientes sospechas. No creo que con ustedes ocurra lo mismo.
—¿Y qué es exactamente lo que nosotros hemos de averiguar?
—De dónde consiguen ese dinero, si es que en realidad son ellos los que lo hacen circular.
—Entendido —dijo Tommy—. Mister Laidlaw sale con una maleta vacía. Al regresar, ésta viene llena hasta los topes de billetes de la Tesorería. ¿Cómo se verifica el milagro? Eso es lo que precisa averiguar. ¿No es así?
—Más o menos. Pero no descuiden a la mujer, ni al padre de ésta, mister Heroulade. Recuerden que los billetes circulan a ambos lados del Canal.
—¡Mi querido mister Marriot! —exclamó Tommy en tono de reproche—. Los brillantes detectives de Blum desconocen el significado de la palabra «descuidarse». El inspector se levantó.
—Buena suerte —dijo, y abandonó la estancia.
––¡Oh, Tommy! —aulló, entusiasmada. Tuppence—. ¡Por fin tenemos un caso a lo Edgar Wallace!
—Y que lo digas. Estamos tras las huellas del Crujidor y hemos de dar con él, pese a quien pese.
—¿Crujidor? ¿Qué palabra es ésa?
—Una nueva palabra que he inventado yo. que describe a la persona que pone en circulación billetes falsos. ¿No cruje el billete cuando se le manosea? Pues eso, el que lo hace crujir, es un crujidor.
—No está mal, pero a mi me hubiera gustado más el de «Buscavidas». Es más gráfico y si quieres hasta mucho más siniestro.
—No —dijo Tommy—. Yo dije primero «El Crujidor» y ése es el que vale.
—Como quieras. ¡Ay, cómo me voy a divertir, Tommy! ¡Figúrate! ¡Clubes nocturnos a montones! ¡Y bebidas! Tendré que comprarme rimel para las pestañas.
—¡Pero si las tienes ya suficientemente negras! —objetó Tommy.
—No importa, así lo estarán más. ¡Ah y una barra de labios color cereza! ¡La clase más brillante, la mejor!
—¡Tuppence! —dijo su marido—. Eres una descocada. Menos mal que has tenido la suerte de casarte con un hombre sobrio y de experiencia como yo.
—Ya veremos lo que te dura la sobriedad cuando hayas estado unas cuantas veces en el Club Python.
Tommy sacó de un aparador botellas, copas y un mezclador de combinados.
—Pues empecemos ahora mismo —dijo—. Vamos tras de ti, Crujidor—añadió—; conque, ¡prepárate!
Trabar conocimiento con los Laidlaw fue lo más sencillo del mundo. Tommy y Tuppence, jóvenes, bien trajeados, ansiosos de vivir y aparentemente con dinero que gastar, pronto se hicieron amigos de todas las camarillas frecuentadas por los Laidlaw.
El comandante Laidlaw era un hombre alto y rubio, de apariencia típicamente inglesa y modales desenvueltos. Sin embargo, la dureza y las líneas que bordeaban sus ojos y una mirada inquieta y aviesa, no acababan de combinar con su supuesta personalidad.
Tenía fama de ser un habilísimo jugador de cartas, y Tommy observó que rara vez, en especial si las apuestas eran elevadas, se levantaba perdiendo de la mesa.
Marguerite Laidlaw era algo totalmente diferente. Una criatura encantadora, grácil como las ninfas de los bosques y una cara digna de un Greuze. Su exquisito chapurreo del inglés añadía un nuevo encanto a los muchos que ya poseía. No era, pues, de extrañar que la mayor parte de sus admiradores se convirtiesen gustosos en sus esclavos. Parecía haber sentido, desde el principio, una viva simpatía por Tommy, quien, fiel a su consigna, no vaciló en adherirse al numeroso grupo de ardientes se-guidores.
—Mi querido Tommy —solía decir—. Positivamente no puedo estar sin mi querido Tommy. Su pelo es del color de una puesta de sol, ¿no les parece?
Su padre, en cambio, era una figura que tenía algo de siniestra. Muy correcto, muy estirado, con su barba negra y recortada y ojos cerrados y observadores.
Tuppence fue la primera en registrar una victoria. Se acercó a Tommy con diez billetes de una libra en la mano.
—Échale un vistazo a esto. Son falsos, ¿no es verdad? Después de examinarlos, Tommy confirmó el diagnóstico de Tuppence.
—¿De dónde los has sacado?
—Del joven Jimmy Fauikener. Marguerite Laidlaw se los dio para que apostara por ella en una de las carreras de caballos. Le dije que yo necesitaba billetes pequeños y se los cambié por uno de diez.
—Todos nuevos y crujientes —dijo Tommy pensativamente—. Se ve que no han pasado por muchas manos. Supongo que el joven Fauikener está a salvo de toda sospecha.
—¿Quién, Jimmy? Es un encanto de muchacho y somos ya los más grandes amigos.
—Sí, ya lo he visto —respondió fríamente Tommy—. ¿Crees tú que se necesita tanta aproximación?
—Oh, esto no es oficial, Tommy —replicó alegremente Tuppence—. Esto es mero entretenimiento. Es muy bueno y estoy contentísima de librarle de las garras de esa mujer. No tienes idea del dinero que le está costando.
—Me da la impresión de que se está convirtiendo en un pegote, Tuppence.
—Hay veces que hasta a mí se me ocurre lo mismo, pero, ¿qué quieres? Es siempre agradable el saber que una es todavía joven y atractiva, ¿no te parece?
—Tuppence, tu sentido moral es deplorablemente bajo. Miras estas cosas desde un punto de vista equivocado.
—Hace tantos años que no me divierto, Tommy —añadió ella con tono de descaro—; y de todos modos, ¿qué has de decir de ti? Me paso los días enteros viéndote pegado, como lo estás, a las faldas de Marguerite Laidlaw.
—Es mi trabajo —replicó secamente Tommy.
—Pero no me negarás que es atractiva.
—No es mi tipo.
—¡Embustero! —dijo Tuppence riendo—. De todos modos creo que me casaría antes con un embustero que con un loco.
—Supongo —contestó Tommy— que no es imprescindible que un marido haya de ser ninguna de las dos cosas.
Entre el séquito de admiradores de mistress Laidlaw había un sencillo pero opulento caballero. Se llamaba Hank Ryder.
Mister Ryder venía de Alabama, y desde el primer momento se mostró dispuesto a hacer de Tommy su gran amigo y confidente.
—Es una mujer estupenda, caballero —dijo Ryder siguiendo a Marguerite con ojos embelesados—. No se puede con
la gaie France
. Cuando estoy cerca de ella me parece que el resto del mundo no existe ya para mí.
Al compartir Tommy cortésmente con él sus sentimientos, Ryder se creyó obligado a ampliar su información.
—Es una vergüenza que una criatura así haya de tener inquietudes de carácter monetario.
—¿Acaso cree usted que las tiene?
—¿Que si lo creo? Estoy seguro. Tiene miedo a su marido. Ella misma me lo ha dicho. Ni siquiera se atreve a ponerle al corriente de sus pequeñas cuentas.
—¿Está usted seguro de que son pequeñas?
—¡Cuando yo se lo digo! Después de todo, a una mujer le gusta lucir vestidos, y no es justo que ande por ahí con modelos de la temporada anterior. La suerte tampoco parece acompañarle en el juego. Anoche perdió conmigo cincuenta libras esterlinas.
—Pero había ganado doscientas de Fauikener la noche anterior —añadió Tommy.
—¿Ah, sí? Entonces eso sirve para tranquilizar un tanto mi conciencia. Y a propósito, parece que hay un gran número de billetes falsos circulando por su país en estos momentos. Ingresé un fajo de ellos en el banco esta mañana y el cajero me informó que veinticinco eran falsos.
—Una cantidad bastante elevada, ¿no le parece? ¿Sabe usted si eran nuevos?
—Recién salidos de la imprenta. Y si no me equivoco eran del montón que recibí anoche de mistress Laidlaw. Posiblemente vendrían de alguna de las ventanillas de pago del hipódromo.
—¿Sí? Muy probablemente —contestó Tommy.
—Sepa usted, mister Beresford, que esto es algo completamente nuevo para mí. Puede decirse que hace sólo unos días que conozco a todas estas personas. Vine a Europa con el único objeto de disfrutar de esta clase de vida tan llena de atractivos.
Mientras tanto, y por segunda vez, Tommy tuvo la prueba de que los billetes circulaban en sus propias narices y de que Marguerite Laidlaw era, sin duda, una de las encargadas de su distribución.
La noche siguiente hubo una selecta reunión en el lugar mencionado por Marriot. Aunque el pretexto era el baile, la verdadera atracción la constituían dos grandes salas de juegos veladas al público por regios cortinajes y en las que grandes sumas cambiaban diariamente de manos con prodigiosa celeridad.
Marguerite Laidlaw, levantándose para salir de ellas, pasó a Tommy un montón de billetes de pequeña cuantía.
—Por favor, Tommy —dijo—, tenga la bondad de cambiármelos por uno grande. Fíjese. No caben en mi pequeño bolso.
Tommy le entregó el billete de cien libras que le pedía. Después, en un solitario rincón, examinó detenidamente el lote. Como esperaba, más del veinticinco por ciento eran falsos.
¿De dónde sacaría aquella mujer esta morralla?, se preguntó sin lograr encontrar respuesta satisfactoria. ¿Del comandante Laidlaw? Imposible. Albert vigilaba sus más insignificantes mo-vimientos y nada encontró en él que pudiera dar lugar a tal sospecha.
Tommy pensó a continuación en el melancólico mister Heroulade. Éste hacía frecuentes viajes al continente. ¿Qué trabajo le costaría traerse cada vez un buen cargamento de billetes con los baúles y maletas? ¿Cómo? Un discreto doble fondo y...
Salió del club absorto en estos pensamientos, cuando algo inesperado distrajo su atención. En la calle, y en un estado que ciertamente no podía calificarse de sobrio, estaba mister Hank P. Ryder tratando de colgar su sombrero en el radiador de un coche.
—Esta condenada percha, esta condenada percha —decía en tono lastimero—, no es como las que tenemos en los Estados Unidos. Allí puede uno colgar su sombrero todas las noches, sí, señor, todas las noches. ¡Hombre! ¿Por qué lleva usted dos sombreros?
—Seguramente porque tendré también dos cabezas —respondió gravemente Tommy.
—Pues es verdad —replicó Ryder—. Es la primera vez que veo a un hombre con dos cabezas. Bueno, vamos a tomarnos un combinado. Cualquiera. El que más rabia le dé. De coñac, de ginebra, de vermut... Los mezclamos todos en una jarra de cerveza... y ¡adentro! ¿Qué? ¿Cree usted que yo no puedo? Pues le apuesto...
Tommy le interrumpió tratando de calmarle.
—No, no; le creo, pero, ¿qué le parece si nos fuéramos a casa?
—Yo no tengo casa —dijo Ryder echándose a llorar.
—Bueno, ¿en qué hotel se hospeda?
—Yo no puedo ir a casa —prosiguió Ryder—. He de ir a la caza del tesoro. Buena ocupación, ¿verdad? Pero no soy yo. Es ella quien la hace. En Whitechapel, ¿sabe usted?
—Bien, bien, dejemos eso —interrumpió nuevamente Tommy—. ¿Dónde quiere usted...?
Ryder pareció resentirse por la poca atención que Tommy prestaba a sus palabras. Se irguió de pronto y con un milagroso y perfecto dominio de sus palabras, añadió:
—Joven, escuche usted lo que le digo. Fue Marguerite quien me llevó. En su coche. A la caza del tesoro. Todos los de la aristocracia inglesa lo hacen. Está bajo unos guijarros. Quinientas libras. ¿Lo oye? Se lo digo porque ha sido bueno para mí y quiero que participe de este gran hallazgo. Nosotros los estadounidenses...
—¿Qué es lo que ha dicho? —preguntó Tommy poco ceremoniosamente—. ¿Que mistress Laidlaw le llevó en su coche?
El estadounidense movió la cabeza afirmativamente, con la solemnidad de un búho.