Read Matrimonio de sabuesos Online
Authors: Agatha Christie
—¿Sabes a qué hora pasa el próximo tren para Londres, Bulger? Tenemos que salir sin pérdida de tiempo. ¿Cuánto hay de aquí a la estación?
—Diez minutos a pie. Pero no tengas prisa. Son las seis menos veinte y el próximo no pasará hasta las seis treinta y cinco. Acabamos de perder uno.
—¿Por dónde se va a la estación?
—Primero tomas a la izquierda y después... espera, sí, lo mejor es que vayas por la avenida Morgan...
—¿La avenida Morgan? —interrumpió miss Glen con violencia y mirándole con ojos espantados.
—Ya sé en lo que piensa —dijo Estcourt, riendo—. En el fantasma. La avenida Morgan linda por uno de sus lados con el cementerio y existe la leyenda de que un policía que falleció de muerte violenta sale de su tumba y monta su guardia como de costumbre a lo largo de la avenida Morgan. Será una ridiculez, pero lo cierto es que hay muchas personas que juran haberlo visto.
—¿Un policía? —preguntó miss Glen estremeciéndose—. Pero, ¿es que hay todavía quien crea en semejante tontería?
A continuación se levantó y se despidió dando un vago y general adiós.
Durante toda la conversación había hecho caso omiso de Tuppence, y al marcharse ni siquiera se dignó echar una mirada en su dirección.
Al llegar a la puerta se tropezó con un hombre alto, de cabellos grises y cara arrebolada, que lanzó una exclamación de sorpresa al verla. Posó una mano sobre el brazo de la actriz y ambos salieron, charlando animadamente.
—Hermosa criatura, ¿no te parece? —dijo Estcourt—. Pero con menos sesos que un mosquito. Corre la noticia que va a casarse con lord Leconbury. Ese con quien precisamente acaba de encontrarse.
—No es ningún tipo como para enloquecer a nadie —observó Tuppence. Estcourt se encogió de hombros.
—No, pero tiene un título y es rico por añadidura —comentó—. ¿Qué más puede pedir una mujer así? Nadie conoce su pasado ni a qué clase social pertenece. Hay quien supone que viene del arroyo. Su presencia en este lugar es un tanto misteriosa. No se hospeda en el hotel y al preguntarle yo dónde lo hacía, me contestó con modales propios de una verdulera, por lo visto los únicos que ella ha aprendido. ¡Que me maten si la entiendo!
Estcourt se encogió de hombros. Consultó su reloj y lanzó una exclamación.
—Tengo que marcharme. Vaya, me alegro de haberos visto y espero que volvamos a encontrarnos una noche en la ciudad. ¡Hasta pronto!
No hizo más que despedirse, cuando se presentó un botones con una bandeja y un sobre en ella. No llevaba dirección alguna.
—Es para usted, señor —dijo a Tommy—. De parte de miss Gilda Glen. Tommy lo rasgó y leyó con curiosidad su contenido. Decía
No estoy segura de ello, pero creo que podría ayudarme. Ya que va usted camino de la estación, ¿sería tan amable de pasar por la Casa Blanca de la avenida Margan a las seis y diez? Su afectísima,
GILDA GLEN
Tommy hizo una señal afirmativa al botones, que partió. Después pasó la nota a Tuppence.
—Extraordinario —comentó ella—. Quizá siga creyendo que eres un sacerdote.
—No —dijo Tommy pensativamente—. Yo creo que es precisamente porque ha adivinado que no lo soy. ¡Hombre! ¿Quién es éste?
«Éste» era un joven de cabellos rojizos, mentón firme y contraído, aspecto belicoso y vestimenta deplorablemente descuidada y sucia. Había entrado en el salón y se paseaba de arriba abajo, murmurando entre dientes palabras ininteligibles.
De pronto se dejó caer sobre una silla que había junto a la joven pareja y la contempló fijamente durante unos instantes.
—¡Al cuerno con todas las mujeres! —exclamó mirando ferozmente a Tuppence—. ¡Sí, señora, lo digo yo! ¿Tiene usted algo que objetar? ¿Por qué no llama a un camarero y dice que, me echen del hotel? No seria la primera vez que lo han hecho. ¿Acaso no ha de poder uno decir nunca lo que piensa? ¿Por qué hemos de ser unos meros autómatas y hablar siempre como hablan los demás? ¿Por qué tratar de parecer cortés y afable cuando mi mayor satisfacción ahora sería la de agarrar a alguien por el cogote y oprimírselo hasta que exhalara su último suspiro? Se detuvo.
—¿Se refiere usted a cualquiera o a alguien en particular? —le preguntó sonriente Tuppence.
—A alguien en particular —respondió el Joven con mirada torva.
—Eso me suena a algo interesante —insistió Tuppence—; ¿por qué no nos dice algo más de lo que pasa?
—Me llamo Reilly —prosiguió el malhumorado muchacho—, James Reilly. Quizás hayan oído ustedes hablar de mí. Escribí un pequeño volumen de poemas pacifistas, no del todo malos, aunque me esté mal el decirlo.
—¿«Poemas pacifistas»? —interrogó Tuppence.
—Sí, ¿por qué no? —interrogó agresivamente mister Reilly.
—¡Oh, no, no, por nada...! —se apresuró a contestar Tuppence.
—He sido siempre partidario de la paz —añadió mister Reilly con fiereza—. ¡Al demonio con todas las guerras! ¡Y con las mujeres también! ¡Mujeres! ¿Vio usted una muchacha que no hace mucho salió por esta puerta? Dice llamarse Gilda Glen. ¡Gilda Glen! ¡No sabe usted cómo he querido a esa mujer! Y ella a mí, se lo aseguro. Si le queda un solo vestigio de corazón, ha de ser mío por fuerza, y como intente vendérselo a ese mamarracho de Leconbury le juro que la mato, como me llamo Reilly.
Al acabar de decir estas palabras volvió a levantarse y abandonó el salón de la misma forma como había entrado. Tommy enarcó las cejas.
—¡Vaya un caballero más excitable! —murmuró—. Bueno, Tuppence, ¿nos vamos?
Al salir del hotel, una densa bruma iba extendiéndose lentamente por todos los alrededores. Siguiendo las instrucciones de Estcourt, se dirigieron a la izquierda, y a los pocos minutos llegaron a un cruce con un poste indicador que decía: «Avenida Morgan». Al lado izquierdo de la avenida se alzaban los altos muros del cementerio. A su derecha, una hilera de pequeñas casas seguidas por un crecido seto que se perdía en la niebla.
—Tommy —dijo Tuppence—, empiezo a estar nerviosa. ¡Esa neblina y este silencio...! Me hace el efecto de que estamos en un desierto.
—No te preocupes —le contestó Tommy—. Es consecuencia de no poder ver con claridad.
Tuppence asintió con un ligero movimiento de cabeza.
—¿Qué es eso? —preguntó de pronto.
—¿El qué?
—Me pareció oír unos pasos detrás de nosotros.
—Como no contengas esos nervios, no tardarás en ver el alma del policía ese que nos contaba Bulger. Cálmate, mujer. ¿Temes acaso que se presente y te agarre de pronto por la espalda?
Tuppence emitió un agudo chillido.
—¡Por lo que más quieras, Tommy, no vuelvas a mencionar a ese fantasma!
Volvió la cabeza tratando de penetrar el espeso sudario que en blandos jirones parecía amenazar envolverles.
—¡Otra vez los pasos! —susurró como temerosa de oír el sonido de su propia voz—. No, ahora los oigo por delante. ¡Oh, Tommy, no me digas que tú no los oyes!
—Sí, sí que los oigo; pero no delante, sino detrás. Quizás alguien que, como nosotros, vaya camino de la estación. Me gustaría...
Se paró de pronto, escuchando atentamente, mientras Tuppence sofocaba el grito que estuvo a punto de salírsele de la garganta.
La cortina de bruma que había frente a ellos se abrió de pronto como por arte de encantamiento y a seis metros apareció la gigantesca figura de un policía. Después, y a medida que iba acentuándose el desgarro producido en el blanco velo, pudieron ver a la derecha los vagos contornos de una casa pintada de blanco.
—Vamos, Tuppence —dijo Tommy—. Como ves, no hay nada que temer.
Pero al ir a ponerse en movimiento, un nuevo rumor de pasos les obligó a prolongar su quietud unos instantes. Un hombre pasó de largo no lejos del lugar en que ellos se encontraban, abrió la verja de hierro de la casa blanca, subió los pocos escalones que conducían hasta la puerta y la golpeó ruidosamente con la aldaba que colgaba de ella. Le fue permitida la entrada en el momento que el matrimonio llegaba junto al policía que, al parecer, había también observado con curiosidad la escena.
—El caballero, por lo visto, tiene mucha prisa —comentó el agente de la ley.
Hablaba con voz reposada, como si encontrase dificultad en coordinar sus pensamientos.
—Sí, es de esos que parecen llegar siempre tarde a todas partes —observó Tommy.
La mirada del policía, lenta y suspicazmente, fue a posarse en la cara de Tommy.
—¿Amigo suyo, por casualidad? —preguntó con intención.
—No —respondió aquél—. No es amigo mío, pero da la circunstancia de que le conozco. Se llama Reilly.
—¡Ah! —exclamó el policía—. Bien, voy a continuar mi ronda.
—¿Puede usted decirme primero cuál es la Casa Blanca?
—Esa misma —dijo acompañando las palabras con un gesto de la cabeza—. La casa habitada por mistress Honeycott.
Se detuvo y añadió, evidentemente con la idea de dar una valiosísima información:
—Es una neurasténica. Siempre soñando con ladrones y pidiéndome que vigile la casa. Cuando las mujeres llegan a cierta edad se vuelven insoportables.
—¿Dice usted que de cierta edad? ¿Y no sabe usted si hay alguna joven con ella?
—¿Una joven? —contestó el policía, reflexionando unos instantes—. No..., no recuerdo a ninguna en este momento.
—Quizá no vive aquí, Tommy —interpuso Tuppence—. De todos modos, es posible que no haya llegado todavía. Salió del bar casi al mismo tiempo que nosotros.
—¡Ah! —dijo de pronto el policía—. Ahora que me acuerdo... Sí, una joven entró hace poco por esa puerta. La vi en el preciso momento en que tomé esta dirección. Hará de esto unos tres o cuatro minutos.
—¿Recuerda usted si llevaba unas pieles de armiño? —preguntó Tuppence con ansiedad.
—Sí, llevaba algo así como una piel de conejo blanco alrededor del cuello.
Tuppence se echó a reír. El policía se alejó por donde había venido y la pareja se dispuso a franquear la verja de hierro de la Casa Blanca.
De pronto se oyó un apagado grito que partía del interior de la casa y casi inmediatamente después se abrió la puerta y apareció Reilly, que bajó apresuradamente los escalones que daban acceso a la misma. Tema las facciones desencajadas y un extraño fulgor brillaba en sus pupilas.
Pasó tambaleándose junto a Tommy y Tuppence, al parecer sin verles, y mascullando asustado para sí:
—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Dios mío!
Se apoyó unos instantes en la verja y después, como impulsado por un súbito terror, echó a correr en la dirección que tomara antes el policía.
Tommy y Tuppence se miraron, sorprendidos.
—Algo ha sucedido en esa casa —dijo Tommy— para haberse asustado de ese modo nuestro amigo Reilly.
Tuppence pasó distraídamente un dedo por los barrotes de la verja.
—Ha debido mancharse la mano con pintura encarnada en alguna parte —observó.
—¡Hum! —gruñó Tommy—. Creo que lo mejor será que entremos inmediatamente. No me gusta nada ese asunto.
En la puerta de la casa una sirvienta con blanca cofia permanecía muda de indignación.
—¿Ha visto usted una cosa semejante, padre? —estalló con furia en el momento que Tommy ascendía los escalones—. Ese hombre viene aquí, pregunta por la señorita y, sin esperar a que le dieran permiso, se lanza escaleras arriba. De pronto, oímos un grito, ¿qué otra cosa podía haber hecho la pobre niña al ver a un lunático así?; y vemos que baja de nuevo, esta vez pálido como un difunto. Que Dios me castigue si entiendo lo que significa todo esto.
—Aquí está la señora —anunció inmediatamente Ellen. Se hizo a un lado y Tommy se encontró frente a frente con una mujer de mediana edad, cabellos grises, ojos azules e inexpresivos y cuerpo enjuto vestido de negro, salpicado de abalorios del mismo color.
—Mistress Honeycott —dijo Tommy—, he venido a ver a miss Glen.
Mistress Honeycott miró primero a Tommy y después a Tuppence, a ésta con más detenimiento y como tomando buena nota de los detalles de su apariencia personal.
—¿Ah, sí? —respondió—. Entonces tengan la bondad de pasar. Les condujo a lo largo del vestíbulo hasta una habitación situada en la parte posterior de la casa. Daba al jardín y, aunque de tamaño mediano, parecía más pequeña debido al número de mesas y sillas esparcidas en ella. Un gran fuego ardía en la chimenea. El papel que cubría las paredes era de color gris con un festón de rosas que circundaba su parte posterior. Una gran cantidad de grabados y cuadros colgaban de las paredes.
Era una salita imposible de asociar con la lujosa personalidad de miss Gilda Glen.
—Siéntense —indicó mistress Honeycott—. Comenzaré diciendo que no me sorprende la presencia de un sacerdote en mi casa, sobre todo en estos momentos. Gilda, falta quizá de sólidos principios, ha escogido un mal camino. Dios ilumine su cerebro.
—Tengo entendió, mistress Honeycott, que miss Glen está aquí.
—Así es. Tenga presente que yo no apruebo su conducta. Un casamiento es un casamiento y el marido es siempre el marido. Y quien siembra vientos, acabará tarde o temprano por recoger tempestades.
—No comprendo bien lo que me dice —replicó Tommy un tanto confuso.
—Me lo figuro. Por eso les hice pasar a esa habitación. Podrá usted ir a ver a Gilda después de que les haya puesto en antecedentes. Vino a mí, ¡figúrese, después de tantos años!, y me pidió que la ayudara. Quería que yo fuese a ver a ese hombre y le convenciera sobre la necesidad de aceptar un divorcio. Le dije, sin embargo, que nada tenía yo que ver con esa cuestión. El divorcio es un pecado. Sin embargo, era mi hermana y no pude por menos que recibirla en mi casa.
—¿Su hermana? —exclamó Tommy.
—Sí. ¡Gilda es mi hermana! ¿No se lo ha dicho acaso? Tommy se quedó con la boca abierta. La cosa parecía fantásticamente imposible. Después recordó que aquella belleza angélica de Gilda Glen había estado en boga durante un buen número de años. Él mismo había sido llevado a verla cuando aún era un niño. Sí, era posible. Pero ¡qué contraste! ¿De modo que era de esta sencilla, pero respetable, familia de donde Gilda procedía? ¡Qué bien había sabido guardar el secreto!
—Aún no entiendo claramente lo que acaba de decir —dijo Tommy—. ¿Dice usted que su hermana está casada?
—Se escapó para casarse cuando aún no había cumplido los diecisiete —explicó sucintamente mistress Honeycott—. Un muchacho vulgar muy por debajo de su condición. ¡Y teniendo por padre, como tenía, un pastor! ¡Una verdadera desgracia! Después abandonó el domicilio conyugal para dedicarse a las tablas. ¡Una cómica! ¡Qué vergüenza! No recuerdo haber pisado un teatro en mi vida. Y ahora, después de transcurridos tantos años, quiere divorciarse del hombre a quien volunta-riamente escogió como compañero para casarse, según dice, con uno de esos vejancones de la nobleza. Pero el marido sigue firme en sus trece. No se aviene a componendas de esa clase y no seré yo quien trate de disuadirle de su determinación. Al contrario; se lo apruebo.