Matrimonio de sabuesos (17 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: Matrimonio de sabuesos
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—¿A Whitechapel? Nuevo movimiento de la cabeza.

—¿Y dice que encontró allí quinientas libras?

—No, yo no —corrigió—. Ella. A mi me dejaron fuera. En la calle. Como siempre.

—¿Sabría volver a ese sitio?

—¡Claro! Hank Ryder nunca olvida su rumbo. Tommy se lo llevó casi a empellones, lo metió en el coche y salió a toda prisa en dirección al Este. El aire fresco de la noche pareció reanimarle. Después de haber permanecido unos instantes recostado sobre el hombro de Tommy se irguió con la cabeza despejada.

—Eh, joven, ¿dónde estamos? —preguntó.

—En Whitechapel. ¿Fue aquí donde usted vino esta noche con mistress Laidlaw?

—Si, sí; el sitio me es familiar —admitió Ryder mirando a su alrededor—. Me parece que torcimos a la izquierda en una de esas calles. Ah, sí, en aquélla.

Tommy obedeció mientras Ryder continuaba dando sus instrucciones.

—Sí, ésta es. Ahora a la derecha. ¡Uf, qué peste hace aquí! Siga usted y pare en la esquina que hay después de esa taberna. Tommy se apeó y ayudó a Ryder a hacer lo propio. Después avanzaron a lo largo de un oscuro callejón a cuya izquierda daban las traseras de una fila de ruinosas viviendas, la mayor parte de las cuales tenían puertas que comunicaban con el pasadizo. Mister Ryder se detuvo frente a una de ellas.

—Aquí es —declaró sin titubear—. Me acuerdo perfectamente.

—Es extraño, porque todas me parecen iguales —dijo Tommy—, y me trae a la memoria el cuento del soldado y la princesa. ¿Recuerda que tuvieron que marcar con una cruz la puerta para poder reconocerla después? ¿Qué le parece si hiciéramos ahora lo mismo?

Riéndose sacó una tiza del bolsillo e hizo lo que acababa de sugerir. Después se puso a observar una hilera de pequeñas sombras que se paseaban en lo alto de los muros lanzando escalofriantes maullidos.

—Parece que abundan los gatos por esta localidad —comentó.

—Por lo visto —respondió Ryder—. ¿Qué? ¿Entramos?

—Sí, pero adoptemos las debidas precauciones. Miró primero a ambos lados del callejón y se encontraron frente a un oscuro patio que Tommy inspeccionó unos instantes con ayuda de una linterna eléctrica que previsoramente se había echado al bolsillo.

—Parece que oigo pasos en el callejón —dijo Ryder retrocediendo de pronto.

Tommy permaneció inmóvil unos segundos, y al no ver confirmadas las sospechas de Ryder, prosiguió su camino atravesando el patio hasta llegar a otra puerta, ésta ya de comunicación con el interior y que, como la primera, nadie, por lo visto, se había tomado la precaución de cerrar con llave.

La abrió suavemente y una vez dentro volvió a detenerse escuchando con atención.

De pronto sintió que unos brazos le envolvían y le arrojaban al suelo con violencia.

Al encenderse un pequeño mechero de gas, Tommy vio cuatro caras patibularias que le miraban amenazadoras.

—Ah, vamos —dijo complacido después de haber echado una rápida ojeada a su alrededor—; por lo visto, me encuentro en el cuartel de los excelentes artistas de la imprenta.

—Cierre el pico —aulló uno de sus feroces aprehensores.

La puerta se abrió tras Tommy y una voz harto conocida dijo:

—Conque por fin le habéis echado el guante, ¿eh? Vaya, vaya. Ahora, señor polizonte, se dará cuenta de la tontería que ha cometido al venir aquí.

—¡Caramba! ¡Si es mi simpático amigo, mister Hank Ryder! ¡Esto sí que es una sorpresa!

—No se esfuerce en convencerme. Le creo. ¡Si supiera lo que me he reído viéndole venir aquí como un cordero! Conque tratando de engañarnos, ¿eh? Yo supe quién era usted desde el primer momento, y, sin embargo, le dejamos incluso alternar con nuestro grupo. Pero cuando se le ocurrió sospechar seriamente de la linda Marguerite, me dije: «Creo que ya es tiempo de darle una pequeña lección». Me temo que esta vez sus amigos tardarán bastante tiempo en tener noticias de usted.

—¿Planean acaso liquidarme?

—No, por Dios. Somos enemigos de procedimientos radicales. Nos limitaremos a retenerlo en nuestro poder el tiempo que creamos conveniente.

—¿Ah, sí? Pues no sabe usted lo que me molesta el que me retengan contra mi voluntad.

Mister Ryder sonrió displicentemente mientras de lo lejos llegaba el melancólico eco de un concierto de voces gatunas.

—¿Está usted especulando sobre el resultado que le ha de dar la cruz que dibujó en la puerta trasera? —le dijo—. No se preocupe. Yo también conozco la historia del soldado y la princesa, y cuando volví al callejón hace un rato, lo hice sólo para representar el papel de un enorme perro con los ojos tan grandes como ruedas de carro. Si pudiese salir un momento vería que todas las puertas están marcadas con una cruz idéntica a la que puso en la nuestra. Tommy dejó caer la cabeza con desaliento.

—Se creyó usted muy listo, ¿no es verdad? —preguntó Ryder.

Acababa de pronunciar estas palabras cuando se oyó fuera una fuerte conmoción, un ruido desacostumbrado.

—¿Qué es eso? —preguntó asustado. Un asalto simultáneo se estaba verificando a ambos lados de la casa. La puerta trasera cedió sin gran esfuerzo y a los pocos instantes la figura del inspector Marriot apareció en el umbral de la habitación ocupada por Ryder y sus secuaces.

—Acertó usted, Marriot —dijo Tommy—. Éste es el distrito. Aquí tengo el gusto de presentarle a mister Hank Ryder, que al parecer conoce unas historias muy interesantes para Scotland Yard.

»Como usted ve, mister Ryder —prosiguió—, yo también tenía mis sospechas acerca de usted. Albert, mi mensajero, no sé si le conocerá, tenia órdenes de seguirme en motocicleta si a mí se me ocurría la idea de salir de paseo en su compañía. Y mientras ostentosamente, y para llamar su atención, marcaba con una cruz blanca la puerta del patio, no se dio usted cuenta que derramaba en el suelo el contenido de un frasco que llevaba escondido en la mano. Era esencia de valeriana, que, aunque no huele muy bien, es un manjar para los gatos, e hizo que todos los de la vecindad se congregaran frente a esta casa, dando así su posición exacta para cuando llegara la policía.

Contempló unos instantes al sorprendido mister Ryder y después se puso en pie.

—Prometí, «Crujidor», que caería usted en mis manos —dijo—, y he cumplido mi palabra.

—¿De qué demonios está usted hablando? —preguntó Ryder—. ¿Qué quiere usted decir con Crujidor?

—Lo sabrá cuando salga el próximo diccionario de criminología —contestó Tommy—. Etimología dudosa.

Miró a su alrededor con cara radiante de felicidad y añadió:

—Buenas noches, Marriot. Debo marcharme al dulce hogar, donde generalmente terminan los cuentos. No hay recompensa como el amor de una buena mujer, y ésta es la que a mí me espera en casa. Vamos, me lo figuro, porque en estos tiempos modernos no puede uno fiarse de nada ni de nadie. Ésta ha sido una misión un poco peligrosa para mí, Marriot. ¿Conoce usted al capitán Jimmy Fauikener? ¡Baila maravillosamente, y en cuanto a su gusto por los combinados...! Le repito, Marriot, ha sido una misión demasiado peligrosa para mí.

Capítulo XV
-
El misterio de Sunningdale

Sabes dónde vamos a ir a comer hoy, Tuppence?

Mistress Beresford reflexionó unos instantes.

—¿Al Ritz? —respondió.

—Vuelve a pensar.

—¿A aquel rinconcito del Soho?

—No —dijo Tommy dándose importancia—. Si te he de decir la verdad, a una de las tiendas del ABC. A esta misma que aquí ves, para ser más exacto.

La condujo diestramente al interior del establecimiento y se sentaron frente a una mesa de mármol situada en un apartado rincón.

—Como ves, el lugar es inmejorable —dijo Tommy con satisfacción—. ¿Se puede pedir algo mejor?

—Oye, oye —preguntó su esposa—. ¿Cómo te ha entrado tan de repente ese amor por la simplicidad?

—Tú sabes ver, Watson, pero no observar. Ahora quisiera saber si alguna de esas altivas damiselas se digna fijar su atención en nuestras humildes personas. Ah, si, veo que una se dirige hacia aquí. Parece angustiada, pero estoy seguro de que en su subconsciente siguen bullendo las ideas de los huevos fritos y de los potes de té. Señorita, tenga la bondad de traer unas chuletas con patatas fritas para mí y una taza grande de café, un panecillo, mantequilla y una ración de lengua para la señora.

La camarera empezó a repetir desdeñosamente la orden, pero fue interrumpida por la voz de Tuppence, que le dijo:

—No, no, nada de chuletas con patatas fritas. Al caballero tráigale una tarta de queso y un vaso de leche.

—Una tarta de queso y un vaso de leche —repitió la camarera en tono más desdeñoso aún que la vez anterior.

—No era absolutamente preciso que me pusieras en ridículo —observó fríamente Tommy.

—Ya lo sé, pero no me negarás que tengo razón. ¿No has dicho que ahora eres «el viejo del rincón»? ¿Dónde tienes el pedazo de cuerda?

Tommy sacó de uno de sus bolsillos un enmarañado cordón e hizo dos nudos en él.

—Como ves, completo hasta el último detalle —murmuró.

—Sin embargo, cometiste un pequeño error al ordenar tu comida.

—Las mujeres sois tan literales en vuestro modo de discernir... —añadió Tommy—. Si hay algo que odio en este mundo es la leche y las tartas de queso. Las dos cosas tienen la virtud de revolverme la bilis.

—Sé un artista, Tommy, y contémplame cómo ataco a este plato de fiambre. No cabe duda de que la lengua es estupenda. Bien, ahora ya me tienes dispuesta a hacer el papel de Polly Burton. Haz otro nudo algo más grande y empieza.

—Antes de nada —dijo Tommy—, y hablando estrictamente en el terreno no oficial, permíteme que haga unas pequeñas divagaciones. El negocio no anda muy bien últimamente, y si éste no viene a nosotros, tendremos que ser nosotros quienes vayamos a él. Fijemos nuestras mentes en uno de los grandes misterios públicos del momento; en el Sunningdale, pongo por caso.

—¡Ah! —exclamó Tuppence con profundo interés—. ¡El misterio de Sunningdale!

Tommy sacó del bolsillo un arrugado recorte de periódico y ]o extendió sobre la mesa.

—Éste es el último retrato del capitán Sessle tal como apareció en el
Daily Leader
. Muy borroso, por cierto. Y al llamarle antes «misterio» me equivoqué. Debía haber dicho el presunto misterio de Sunningdale. Quizá lo sea para la policía, no lo niego, pero no para una persona que se precie de inteligente.

—Vuelve a tejer otro nudo —le aconsejó Tuppence.

—No sé hasta qué punto recordarás el caso —prosiguió reposadamente Tommy.

—Me lo sé de memoria —replicó sonriente Tuppence—. Pero no quiero interrumpir tu elucubración.

—Hará poco más de tres semanas —empezó a relatar Tommy— que tuvo lugar el fúnebre hallazgo en las pistas de un famoso club de golf. Dos miembros del mismo se hallaban jugando a primera hora de la mañana, cuando de pronto se detuvieron horrorizados ante el cuerpo de un hombre que yacía boca abajo en el séptimo
tee
[1]
. Aun antes de darle la vuelta habían reconocido en él al capitán Sessle, figura bien conocida de todos y que siempre llevaba una llamativa chaqueta de brillante color azul.

»Era frecuente ver al capitán Sessle practicando en las pistas a primera hora de la mañana y la creencia original fue que había muerto instantáneamente, víctima de una afección cardiaca. Pero un examen detenido del doctor reveló el hecho siniestro de haber sido asesinado, apuñalado en el corazón con un estilete muy significativo, el alfiler de un sombrero de mujer. También se comprobó que llevaba muerto más de doce horas.

»Esto dio un aspecto completamente diferente a la cuestión; no tardaron en aparecer nuevos datos que arrojaron un poco más de luz sobre el asunto. Prácticamente la última persona que vio con vida al capitán Sessle fue mister Hollaby, su amigo, y socio en la Compañía de Seguros Porcupine, que relató la historia de la forma siguiente:

»Sessle y él habían jugado juntos una ronda completa horas antes del suceso. Después de tomar el té, aquél sugirió la idea de jugar unos cuantos agujeros más antes de que oscureciese, cosa a la que Hollaby accedió. Sessle parecía de excelente humor y estaba en magnífica forma para el juego. Hay una vereda pública que cruza las pistas y se hallaban ya en la sexta meseta cuando Hollaby se dio cuenta de la presencia en ella de una mujer que se encaminaba en dirección al lugar en que ellos se encontraban. Era alta y vestía un traje de color marrón. Era todo cuanto podía recordar, ya que, a su juicio, ni él ni el capitán prestaron gran atención a su persona.

»La vereda en cuestión cruza frente al séptimo
tee
—continuó Tommy—. La mujer había pasado de largo y se detuvo a cierta distancia como en actitud de espera. El capitán Sessle fue el primero en llegar al
tee
, pues Hollaby se había dirigido al agujero a reponer este espigón. Cuando este último se dirigió al
tee
se sorprendió al ver que Sessle y la mujer discutían animadamente. Cuando se encontró más cerca, ambos se volvieron de pronto y Sessle chilló por encima del hombro: "Estaré de vuelta dentro de un minuto".

»Dice que a continuación se alejaron caminando juntos y enfrascados en una acalorada conversación. La vereda deja allí el terreno de juego y pasando por entre dos estrechos setos que bordean unos jardines viene a salir al camino de Windiesham.

»Fiel a su promesa y con gran satisfacción de Hollaby, reapareció el capitán Sessle en el momento en que otros dos nuevos jugadores se acercaban tras él y la visibilidad iba haciéndose cada vez menor. Reanudaron el juego y al punto Hollaby se dio cuenta de que algo grave debió haber ocurrido a su compañero. No sólo fallaba lamentablemente las tiradas, sino que en su cara se manifestaban síntomas de una fuerte inquietud y apenas si se dignaba contestar a las observaciones que con toda la buena fe se dignaba hacerle su compañero.

»Completaron el séptimo y octavo agujero y después el capitán Sessle declaró de modo brusco que no veía y que deseaba retirarse a su casa. Del sitio en que entonces se hallaba partía una especie de atajo que conducía directamente a la carretera de Windiesham, y Sessle lo tomó para llegar antes a su pequeña residencia. Hollaby habló con el comandante Barnard y mister Lecky, que eran los otros dos jugadores a quienes antes he hecho referencia, y les mencionó el súbito cambio que se había operado en su amigo. También éstos le habían visto hablar con la mujer del vestido color marrón, pero no estuvieron lo suficientemente cerca para poder verle la cara. Como aquél, se preguntaban qué motivos podría haber tenido Sessle para haberse trastornado de aquel modo tan incomprensible como radical.

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