Moon se sometió a la fórmula de mirar los papeles. Sabía que los acusadores no podían haber inventado un documento tan pesado; que Moses Gould, por lo pronto, no podía saber escribir como un canónigo anglicano, así como tampoco acertara a leer como tal. Después de devolverlo, se puso de pie para abrir la defensa de la acusación, de robo con violación de domicilio.
—Deseamos —dijo Michael— dar a la acusación todas las facilidades razonables; especialmente porque hará ganar tiempo a toda la Corte. Con el fin, pues, que acabo de expresar, pasaré por alto una vez más todos esos puntos teóricos, a que tan inclinado es el doctor Pym. Sé cómo se elaboran. El perjurio es una variedad de afasia que lleva a un hombre a decir una cosa por otra. La falsificación es una especie de calambre de escribiente que impele a un hombre a escribir el nombre de su tío en vez del propio. La piratería en alta mar es probablemente una forma de mareo. Pero no es innecesario investigar las causas de un hecho que negamos. Innocent Smith jamás cometió delito alguno de robo con violación de domicilio.
—Quisiera reclamar el derecho que nos cedió el convenio anterior, y plantear a la acusación dos o tres preguntas.
El doctor Pym cerró los ojos para indicar asentimiento cortés.
—En primer lugar —continuó Moon— ¿tienen ustedes la fecha de la última vez que el canónigo Hawkins vio a Smith y a Percy trepando paredes y tejados?
—¡Sí, la tenemos! —exclamó muy orondo Gould—: 13 de noviembre de 1891.
—¿Han identificada ustedes —continuó Moon —las casas en Hoxton por las cuales treparon?
—Tiene que haber sido la Terraza Ladysmith sobre la calle real —contestó Gould con la misma prontitud mecánica.
—Bueno —dijo Michael, y lo miró arqueando bruscamente una ceja—, ¿hubo algún robo aquella noche en aquella terraza? Eso lo podían haber averiguado, sin duda.
—Bien pudo haberse efectuado —dijo repulidamente el doctor— un robo frustrado que no condujo a formalidad legal alguna.
—Otra pregunta —prosiguió Michael—: el canónigo Hawkins, con su modo impetuoso, juvenil, abandonó la escena en el momento de palpitante interés. ¿Por qué no presentan ustedes la declaración del otro pastor que siguió positivamente al ladrón y que, según es de todo punto presumible, fue testigo presencial del delito?
El doctor Pym se puso de pie y aplicó las puntas de los dedos a la superficie de la mesa como hacía cuando tenía especial confianza en la claridad de su respuesta.
—Hemos fracasado totalmente —dijo— en dar con la pista del otro pastor, que parece haberse esfumado en el éter después que el canónigo Hawkins lo vio ascender por caños, canaletas y chapas. Me hago cargo plenamente de que esto impresionará a muchos como cosa singular, pero creo que, con un poco de reflexión, ha de resultar bastante natural a cualquier pensador despierto. Hay que admitir que este señor Raymond Percy es, según la declaración del canónigo, un ministro anglicano de costumbres excéntricas. Su vinculación con la flor y nata de Inglaterra no parece impedir en él una afición por la clase realmente baja. Por otra parte, el detenido Smith es, según consenso general, un hombre de fascinación irresistible. Yo no tengo la menor duda de que Smith indujo al Reverendo Percy a una complicidad en el delito y lo forzó a esconder la cabeza entre la clase realmente delincuente. Eso explicaría plenamente su no aparición y el fracaso de todas las medidas tomadas para dar con su pista.
—¿Es imposible entonces seguirle la pista?— preguntó Moon.
—Imposible —repitió el especialista cerrando los ojos.
—¿Está seguro de que es imposible?
—¡Basta, de una vez, Michael! —gritó Gould, irascible—. Lo habríamos encontrado, si hubiéramos podido; usted está harto de saber que él vio el asalto. No se ponga usted a buscarlo. Busque su propia cabeza en el cajón de la basura. Esa sí la encontrará, después de un rato —y la voz se le fue ahogando en un rezongo.
—Arthur —ordenó Michael Moon, sentándose de nuevo—, tenga la bondad de leer a la Corte la carta del señor Raymond Percy.
—Deseando, como ha dicho el señor Moon, abreviar lo más posible el acto —empezó Inglewood—, no leeré la primera parte de la carta que nos ha sido enviada. Es de estricta justicia, debida a los demandantes, el admitir que la relación dada por el segundo pastor ratifica totalmente, en lo que a los hechos se refiere, aquella dada por el primero. Concedemos, pues, la historia del canónigo como tal. Esto necesariamente será de valor para el demandante y conveniente para la Corte. Empiezo, pues, la carta del señor Percy desde el punto en que los tres hombres se encontraron sobre el muro del jardín:
Mientras observaba a Hawkins fluctuando sobre el muro, formé el propósito de no fluctuar. Sobre mi cerebro se cernía una nube de ira como la nube de neblina cobriza sobre las casas y jardines en derredor. Mi decisión fue violenta y sencilla; sin embargo, los pensamientos que me condujeron a ella fueron tan complicados y contradictorios que no podría ahora retomarles el hilo. Sabía que Hawkins era un señor bondadoso e inocente; y hubiera pagado diez libras esterlinas por él placer de hacerlo rodar por la calle a patadas. Que Dios permitiese que personas buenas fueran tan bestialmente imbéciles… la idea me acometía como una blasfemia colosal.
En Oxford me había atacado en forma bastante grave el temperamento artístico; y a los artistas les encanta que se les pongan límites. Me gustaba la iglesia a la manera de un dibujo afiligranado; la disciplina era mera decoración. Me deleitaba en las simples divisiones del tiempo; me gustaba comer pescado los viernes. Pero es cierto que me gustaba el pescado; y el ayuno se ha hecho para los hombres a quienes gusta la carne. Vine luego a Hoxton y me encontré con hombres que habían ayunado quinientos años; hombres que tenían que roer pescado porque no podían comer carne… y las espinas solas cuando no podían comprar pescado. Así como hay hartos oficiales británicos que tratan al ejército como si fuera una parada, así yo había tratado a la Iglesia Militante como si fuera la Iglesia Solemnizante. Eso lo cura Hoxton. Me di cuenta entonces de que, durante mil ochocientos arios, la Iglesia Militante no había sido una pompa sino un motín, un motín sofocado. Allí, viviendo todavía en Hoxton, estaba la gente a quien las tremendas promesas habían sido hechas. Frente a eso tenía que hacerme revolucionario, si había de continuar siendo religioso. En Hoxton no se puede ser conservador sin ser al mismo tiempo ateo… y pesimista. Nadie, a no ser él diablo, podría querer conservar Hoxton.
’’Sobre todo esto, llueve Hawkins. Si él hubiera maldecido a todos los hombres de Hoxton, si los hubiera excomulgado y les hubiera dicho que se iban al infierno, yo más bien lo habría admirado. Si hubiera mandado quemar a todos en la plaza pública, todavía habría tenido yo esa paciencia con que todo buen cristiano soporta los males infligidos a los demás. Pero no hay aptitud sacerdotal en Hawkins, ni aptitud alguna de ningún género. Es tan perfectamente incapaz de ser sacerdote como lo es de ser carpintero o cochero o jardinero o yesero. Es un perfecto caballero; he ahí su mal. No impone su credo, sino simplemente su clase. No pronunció una sola palabra de religión en todo su malhadado discurso. Dijo sencillamente todas las cosas que hubiera dicho su hermano, el mayor del ejército. Una voz del cielo me asegura que tiene hermano, y que ese hermano es mayor del ejército.
Cuando este inútil aristócrata hubo encarecido la limpieza del cuerpo y el buen orden del alma a gente que apenas podía mantener unidos alma y cuerpo, empezó el ataque contra nuestro estrado. Yo tomé parte en su inmerecido salvataje, yo seguí a su oscuro libertador hasta que (como he dicho) nos encontramos juntos sobre el muro, encima de los barrosos jardines que ya se iban entoldando de niebla. Miré entonces al cura y al ladrón, y decidí en un arranque de inspiración que, entre los dos, era mejor hombre el ladrón. El ladrón no parecía ser un ápice menos bondadoso y humano que el cura, y era, además, valiente y seguro de sí mismo, condiciones que el cura no tenía. Sabía que no había virtudes en la clase alta, porque yo mismo pertenezco a ella; sabía que no había muchas en la clase baja, porque había vivido con ella mucho tiempo. Muchos textos antiguos sobre los despreciados y perseguidos me vinieron a la memoria, y pensé que bien podían los santos esconderse en la clase delincuente. Más o menos al mismo tiempo que Hawkins se descolgó por la escalera, yo estaba gateando por un techo de pizarra azulada, bajo e inclinado, detrás del hombrón que iba brincando delante de mí como un gorila.
Esta trepada ascendente fue breve, y pronto nos encontramos caminando a lo largo de una ancha avenida de tejados chatos, más ancha que muchas grandes calles, con chimeneas acá y allá que en la bruma parecían abultarse como pequeños fuertes. La asfixia que producía la niebla parecía aumentar la ira, en cierto sentido hinchada y morbosa, que me oprimía el cerebro y el cuerpo. El cielo y todas esas cosas que generalmente se ven claras parecían dominados por espíritus siniestros. Altos espectros con turbantes de vapores parecían descollar por encima del sol y de la luna, eclipsando a ambos. Pensé vagamente en ilustraciones de Las Mil y una Noches sobre él papel marrón con ricas tintas sombrías, donde se ven los genios congregándose alrededor del Sello de Salomón. Y, a propósito, ¿qué era el Sello de Salomón? Supongo que no tenía nada que ver con lacre; pero mi embarullada fantasía sentía las gruesas nubes como si fuesen de aquélla pesada y pegajosa sustancia de fuerte color opaco, derramadas desde ollas hirvientes y selladas con monstruosos emblemas.
El primer efecto de los altos vapores a modo de turbantes era ese aspecto descolorido de sopa de arvejas o de café con leche de que hablan generalmente los londinenses. Pero la escena, al familiarizarse uno con ella, se hizo más sutil. Estábamos más arriba que la generalidad de las azoteas, y veíamos algo de la cosa llamada humo que, en las grandes ciudades, crea la extraña cosa llamada niebla. Debajo de nosotros se alzaba una selva de chimeneas. Y sobre cada chimenea, como si hubiera sido una maceta, se levantaba un pequeño arbusto o un árbol esbelto de vapor coloreado. Los colores del humo eran diversos; porque algunas chimeneas eran de hogares y otras de fábricas, y ciertas otras de meros montones de basura. Y, sin embargo, aunque todos los tintes eran variados, todos parecían preternaturales como las emanaciones de una olla de bruja. Era como si las formas vergonzosas y feas, volviéndose informes en la caldera, despidiesen una por una su vaho en columna separada, coloreado según él pescado o la carne consumidos. Aquí, encendidas desde abajo, se veían nubes de rojo oscuro, tales como podían exhalarse de sombríos jarros de sangre sacrificial; allí el vapor era de tono gris índigo cargado, al modo de largas cabelleras de brujas empapadas en el caldo infernal. En alguna otra parte el humo era de un espantoso amarillo marfil opaco, tal cual pudiera ser la desencarnación de una de sus viejas y leprosas imágenes de cera. Pero cruzándolo de lado a lado corría una línea brillante, siniestra, de verde sulfúrico, clara y torcida como escritura árabe..
El señor Moses Gould intentó una vez más parar el ómnibus. Se entendió quería sugerir que el lector abreviase las formalidades suprimiendo todos los adjetivos. La señora Duke, que acababa de despertar, observó que no le cabía duda de que todo era muy lindo, y la decisión fue anotada por Moses con lápiz azul y por Michael con lápiz colorado. Inglewood entonces reanudó la lectura del documento.
Entonces leí la escritura del humo. El humo era como la ciudad moderna que lo hace; no es siempre opaca o fea, pero es siempre perversa y vana.
La moderna Inglaterra era como una nube de humo; podía llevar en sí todos los colores, pero no podía dejar más rastro que una mancha. Nuestra debilidad, no nuestra fuerza, ponía en el cielo un rico desperdicio. Estos eran los ríos de nuestra vanidad, desembocando en el vacío. Nos habíamos apoderado del círculo sagrado del torbellino, y lo habíamos contemplado como un remolino visto desde la altura. Y luego lo habíamos usado como cloaca. Era un símbolo adecuado de mi propia rebelión mental. Solamente nuestras peores cosas iban al cielo. Solamente nuestros delincuentes podían ascender todavía como ángeles.
Mientras tales emociones ofuscaban mi cerebro, el guía se detuvo junto a una de las chimeneas que surgían como faroles a trechos fijos, a lo largo de aquel camino real elevado y aéreo. Puso encima la pesada mano, y por el momento pensé que tan solo se apoyaba en ella, fatigado por él escambroso trepar y la larga caminata a través de la cima de la terraza. En cuanto era posible calcular por los abismos llenos de niebla a derecha e izquierda, y por las veladas luces de tono rojo marrón y oro viejo que de cuando en cuando brillaban al trasluz, estábamos encima de una de esas largas filas sucesivas de casas elegantes, que todavía se encuentran, irguiéndose por encima de barrios más pobres, y que son restos de algún delirio de optimismo de antiguos constructores, negociantes. Era bastante probable que estuviesen completamente desocupadas u ocupadas sólo por grupitos de pobres, como esos que vemos también congregarse en los viejos palacios desmantelados de Italia. En efecto, un rato después, cuando la niebla se despejó un tanto, descubrí que caminábamos por un semicírculo o media luna que, debajo de nosotros, iba afirmándose sobre plazas chatas o, si se quiere, sobre calles anchas, sobrepuestas a modo de peldaños de una gigantesca escalera, en una forma no desconocida en la excéntrica arquitectura de Londres, y que producía la impresión de constituir las últimas capas de la tierra. Pero una nube ocultaba todavía la escalera gigantesca.
Mis reflexiones filosóficas acerca de los taciturnos celajes fueron interrumpidas por una cosa tan inesperada como hubiese sido la luna cayéndose del cielo. Mi ladrón, sin retirar la mano de la chimenea en que se afirmaba, se apoyó en ella con algo más de fuerza, y toda la chimenea giró como la tapa de un tintero. Yo me acordé de la escalerita arrimada al muro bajo, y sentí la seguridad de que él había planeado su delictuoso asalto con mucha anticipación.
El vuelco de la gran chimenea debería de haber marcado la culminación de mis sentimientos caóticos; pero, a decir verdad, me produjo una repentina sensación de algo cómico y aun confortante. No podía recordar qué era lo que ligaba este acto abrupto de asalto doméstico a ciertas fantasías curiosas y al mismo tiempo simpáticas. Entonces recordé las deliciosas y alborotadas escenas de tejados y chimeneas en las arlequinadas de mi infancia, y me sentí oscura e irracionalmente consolado por la irrealidad de la escena, cual si las casas fueran de lata y pintura y cartón, y se hubieran hecho únicamente para que corretearan por ellas policías y bufones. La infracción de mi compañero parecía no sólo seriamente excusable, sino hasta cómicamente excusable. ¿Quién era toda esa gente pomposa y ridícula, con sus porteros y sus felpudos y sus chimeneas y sus galeras (chimeneas ellas también) para impedir que un pobre payaso les hurtase salchichas si le hacían falta? Uno creería que la propiedad era una cosa seria. Yo, por decirlo así, había llegado a un nivel más alto que aquella montaña de visiones vaporosas, al cielo de una loca alegría superior.
Mi guía había bajado de un salto a la oscura cavidad descubierta por el desplazamiento de la chimenea. Debió de haber aterrizado en un plano considerablemente inferior, porque, con la estatura que tenía, sólo le quedó visible la cabeza impresionantemente despeinada. De nuevo, algo lejano, y sin embargo familiar, me agradó en su manera de invadir las viviendas de los hombres. Pensé en deshollinadores niños y en el cuento de
Los Niños del Agua
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; pero llegué a la conclusión de que no ero eso. Luego pude recordar qué era lo que me hacía ligar tan descabelladla infracción con ideas totalmente opuestas al concepto de delito. La Nochebuena, por supuesto, y el viejo Santa Claus bajando por la chimenea.
Casi al mismo tiempo la peluda cabeza desapareció por el agujero negro; pero oí una voz que me llamaba desde abajo. Uno o dos segundos después la cabeza \peluda reapareció; se veía oscura contra el fondo más encendido de la neblina, y nada podía colegirse de su expresión, pero su voz me invitaba a seguirlo con esa impaciencia entusiasta que sólo se usa entre antiguos amigos. De un salto me hundí en la sima, a ojos cerrados, ni más ni menos que Marco Curcio
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, porque todavía estaba recordando a Santa Claus y a la tradicional virtud de aquella entrada vertical.
En toda casa de caballero bien ordenada —reflexioné— existe la puerta de calle, al frente, para el caballero, y la puerta lateral para los proveedores; pero también la puerta de arriba para los dioses. La chimenea es, por decirlo así, el pasaje subterráneo entre la tierra y el cielo. Por este túnel estrellado Santa Claus consigue, cual la alondra, ser fiel a dos puntos afines: el cielo y el hogar. Más aún: debido a ciertos convencionalismos y a una falta de valor vastamente generalizada, esta puerta ha sido poco usada quizá; pero la entrada de Santa Claus resulta realmente la principal: la puerta que se abre al universo.
Pensaba en esto mientras tanteaba un camino por la negra buhardilla o altillo, debajo del tejado, y bajaba gateando por la corta escalera que nos conducía a una buhardilla inferior, más amplia todavía. Solo cuando me hallé en la mitad de esa escalera me detuve de improviso y pensé por un instante desandar todo lo andado como lo había hecho mi compañero desde el comienzo del muro del jardín. El nombre de Santa Claus me había vuelto de repente el sentido. Recordé por qué venía Santa Claus y por qué era bienvenido.
Yo había sido educado en la clase de los propietarios, con todo su horror a los delitos contra la propiedad. Había oído todas las eternas denuncias contra los robos, formuladas con razón o sin ella; había leído cien veces el Decálogo en la iglesia. Y a esa hora y en ese sitio, a la edad de treinta y cuatro años, por la mitad de una escalera, en un cuarto oscuro, en el acto material de un asalto nocturno, vi de repente por vez primera que el robo, al fin y al cabo, es realmente ilícito.
Ya era tarde, sin embargo, para echarme atrás, y seguí las pisadas extrañamente suaves de mi enorme compañero por la buhardilla más baja y más grande, hasta que él se arrodilló sobre una parte del piso desnudo y, después de unos esfuerzos hechos a tientas, levantó una labia, o puerta de escape. Esto dio entrada a una luz desde abajo, y nos hallamos mirando hacia una sólita iluminada por una lámpara, una de esas habitaciones que en las casas grandes muchas veces son salida de un dormitorio y le están contiguas. La luz, que así irrumpió debajo de nuestros pies a modo de explosión silenciosa, mostró que la puerta de escape que se acababa de alzar estaba atestada de tierra y suciedad y sin duda alguna había estado mucho tiempo sin usarse hasta él advenimiento de mi amigo emprendedor. Pero no me detuve mucho a mirar esto, porque la vista de la brillante habitación, debajo de nosotros tenía una a tracción casi irreal. Penetrar en un interior moderno desde un ángulo tan extraño, por una puerta tan olvidada marcaba época en la propia psicología. Era como haber encontrado una cuarta dimensión.
Mi compañero se dejó caer de la abertura a la habitación tan repentina y silenciosamente, que yo no pude hacer otra cosa que seguirlo; aunque por falta de práctica en el delito, de ninguna manera resulté silencioso. Antes de que se hubiera acallado el eco de mis botines, el gran ladrón se había dirigido rápidamente a la puerta, la había abierto a medias, y se había quedado mirando escaleras abajo y escuchando. Luego, dejando la puerta semiabierta todavía, volvió al centro de la habitación y paseó los vagabundos ojos azules por sus muebles y adornos. El cuarto estaba cómodamente forrado de libros en esa forma cálida y humana que hace que las paredes parezcan vivas. Era una biblioteca grande y llena, pero desarreglada, del tipo de las que son constantemente asaltadas en la búsqueda de lectura para la cama. Una de esas estufas alemanas que parecen atrofiadas, como duendecillos rojos, ocupaba un rincón, en compañía de un aparador de nogal, cerrado en la parte inferior. Había tres ventanas altas, pero angostas. Después de echar en derredor una segunda mirada, mi ladrón abrió a tirones las puertas de nogal del aparador y empezó a revolver dentro. Por lo visto, nada encontró allí, excepto un frasco sumamente hermoso de cristal cortado que parecía contener oporto. No sé cómo, la vista del ladrón, volviendo con ese lujo insignificante y ridículo en la mano, despertó en mí de nuevo toda aquella revelación y repugnancia que había sentido arriba.
—¡No lo haga! —exclamé en forma completamente incoherente—. Santa Claus…
—¡Ah! —dijo el ladrón, poniendo él frasco sobre la mesa y deteniéndose a mirarme—, ¿a usted también se le ha ocurrido eso ?
—Yo no puedo expresar ni la millonésima parte de lo que se me ha ocurrido —exclamé—, pero es algo como esto… ¿no se da cuenta, caramba? ¿Por qué los chicos no le tienen miedo a Santa Claus, aunque venga de noche como un ladrón? Se le tolera el secreto, la infracción, la traición casi… porque donde ha entrado, hay más juguetes después. ¿Qué sentiríamos si hubiese menos? ¿Desde qué chimenea del infierno bajaría el duende que arrebatase pelotas y muñecas a los niños mientras duermen? ¿Podría una tragedia griega ser más gris y cruel que aquél amanecer y despertar? Robos de perros, robos de caballos, robos de hombres… ¿puede usted imaginar algo más bajo que el robo de juguetes?
El ladrón, como distraído, sacó de su bolsillo un gran revólver y lo colocó sobre la mesa, al lado del frasco, pero tenía todavía fijos en mi cara sus ojos azules reflexivos.
—¡Hombre! —dije— todo robo es robo de juguetes. Por eso es verdaderamente ilícito. Los bienes de los desgraciados hijos de los hombres deben ser respetados por su falta de valor precisamente. Ya sé que la viña de Nabot es tan pintada como el arca de Noé. Ya sé que el cordero de Natán es realmente uno de esos lanuditos que hacen ‘ba—a’ sobre una peanita de madera. Por eso es que yo no los podría quitar. No le daba tanta importancia, mientras pensaba en las cosas de los hombres en cuanto constitutivas de sus valores; pero no me atrevo a poner la mano en sus vanidades.
Después de un momento añadí en forma abrupta: —Solamente se podrían robar cosas a los santos y sabios. A ellos se les puede desvalijar y saquear; pero no así a la pobrecita gente mundana las cosas que constituyen su pobrecito orgullo.
Él sacó dos vasos de la alacena, llenó ambos, y alzó uno a sus labios con un saludo.
—¡No lo haga! —exclamé—. Podría ser la última botella de alguna vendimia de porquería o qué sé yo. El dueño de esta casa podría estar orgulloso de ella. ¿No ve usted que hay algo de sagrado en la estupidez de estas cosas?
—No es la última botella —contestó con calma mi delincuente—; hay muchas más en la bodega.
—¿Usted conoce, entonces, la casa? —dije.
—Demasiado —contestó con una tristeza que resultaba extraña hasta el punto de haber en ella algo que erizaba—. Siempre estoy tratando de olvidar lo que conozco… y de encontrar lo que no conozco —sorbió su vaso—. Además —añadió— a él le va a hacer bien.
—¿Qué cosa le va a hacer bien?
—El vino que estoy bebiendo —dijo el curioso personaje.
—¿Bebe él excesivamente, entonces? —pregunté.
—No —contestó—; no si no bebo yo.
—¿Quiere decir —pregunté— que el dueño de esta casa aprueba todo lo que usted hace?
—¡Dios no lo permita! —contestó—; pero tiene que hacer lo mismo que hago yo.
La cara cadavérica de la niebla, asomándose a cada una de las tres ventanas, aumentó irracionalmente la sensación de enigma, y hasta de terror, que producía esta casa alta y angosta, a la cual habíamos entrado desde el firmamento. Una vez más me sentí bajo la impresión de los genios gigantescos aquellos. .. me imaginaba que enormes caras egipcias, de tintes rojos y amarillos muertos de Egipto, miraban fijamente por cada una de las ventanas de nuestro cuartito alumbrado por la lámpara, cual a un iluminado escenario de títeres. Mi compañero seguía jugando con la pistola que tenía delante, y hablando en el mismo tono confidencial algún tanto espeluznante.
—Siempre estoy tratando de encontrarlo… de tomarlo desprevenido. Entro por claraboyas y puertas de escape, para hallarlo; pero siempre que lo encuentro… está haciendo lo que hago yo.
Yo me incorporé con un escalofrío de terror: Viene alguien —exclamé, y mi exclamación tenía algo de alarido.
No desde abajo, por la escalera, sino a lo largo del pasillo, desde el aposento interior (que no sé por qué lo hacía resultar más alarmante) se oían pasos cada vez más próximos. Me es absolutamente imposible explicar qué misterio, o qué monstruo, o qué combinación de las dos cosas, esperaba yo ver, cuando la puerta se abrió desde adentro. Sólo estoy completamente seguro de que no esperaba ver lo que vi.
En el marco de la puerta abierta, con aire de gran serenidad, apareció una mujer joven, más bien alta, vestida de un modo definido aunque indefinible: él traje, color primavera, y el cabello, color hojas de otoño; su cara, aunque todavía relativamente joven, sugería experiencia al mismo tiempo que inteligencia. Todo lo que dijo fue: —No los oí entrar.
—Entré por otro lado —dijo el Penetrador un poco vagamente—; dejé en casa la llave de la puerta de calle.
Yo me puse de pie con una mezcla de cortesía y de trastorno mental: —Lo siento en el alma —exclamé—. Sé que mi situación es irregular. ¿Tendrían la bondad de decirme de quién es esta casa?
—Mía —dijo él ladrón—. Permítame que le presente a mi esposa.
Algo indecisa y lentamente volví a mi asiento, y no salí de él hasta que casi había amanecido. La señora Smith (tal era el prosaico nombre de esa nada prosaica familia) se detuvo un momento con nosotros, hablando poco, pero en forma agradable. Dejó grabada en mí la impresión de cierta combinación original de rubor y viveza: la de que conocía bien el mundo, pero le tenía todavía un poco de inofensivo temor. Quizá la posesión de un marido tan saltarín y desconcertante la había tornado algo nerviosa.