De todos modos, una vez que ella se hubo retirado de nuevo al aposento interior, aquel hombre extraordinario vertió su apología y su autobiografía junto con el vino que al mismo tiempo iba mermando.
Había sido enviado a Cambridge con miras a una carrera matemática y científica, más bien que clásica y literaria. Un nihilismo sin estrellas era entonces la filosofía de las escuelas; y esto desarrolló en él una lucha entre los miembros y el espíritu, lucha en la cual tenían razón sus miembros. En tanto su cerebro aceptaba él tenebroso credo, su mismo cuerpo se le sublevaba. Su mano derecha (según explicaba él) le había enseñado cosas terribles. Según lo explicaban, por desgracia, las autoridades de la Universidad de Cambridge, su mano derecha había impartido esa enseñanza blandiendo un arma de fuego bien cargada en la misma cara de un sabio distinguido, obligándolo a escabullirse por la ventana y a abrazarse a un caño. Él lo había hecho únicamente porque él pobre sabio profesaba en teoría preferir la no existencia. Por usar un género de argumentos tan poco académico, fue expulsado. Asqueado por ese pesimismo que había temblado bajo su pistola, se había hecho una especie de fanático del gozo de vivir. Se entremetía en todas las asociaciones de hombres pensantes. Era alegre, pero de ninguna manera descuidado. Sus bromas prácticas eran ejecutadas más en serio que las verbales. Aunque no era un optimista en el sentido absurdo de sostener que la vida no es más que cerveza y juego de bolos, parecía, sí, afirmar que la cerveza y el juego de bolos son su parte más seria. ¿Qué cosa hay más imperecedera —solía exclamar— que el amor y la guerra? Tipo de todo deseo y goce: la cerveza. Tipo de toda batalla y conquista: el juego de bolos.
Había algo en él que el mundo antiguo llamaba la solemnidad de las fiestas profanas, ruando hablaba de celebrar solemnemente una mera mascarada o un banquete de bodas. Sin embargo, no era un simple pagano, como tampoco era un simple bromista. Sus excentricidades brotaban de un hecho estático de fe, místico en sí mismo y hasta infantil y cristiano.
—No niego —dijo— que deba haber sacerdotes para recordar a los hombres que algún día han de morir. Sólo digo que en ciertas épocas extrañas, es necesario que exista otra clase de sacerdotes llamados poetas, para recordar efectivamente a los hombres que todavía no están muertos. Los intelectuales entre quienes yo actuaba ni siquiera tenían bastante vida para temer la muerte. Les faltaba la sangre necesaria para poder ser cobardes. Mientras no se les plantaba el caño de un revólver en las mismas narices, ni siquiera sabían que habían nacido. Para los siglos enfrentados hacia una perspectiva eterna podrá ser verdad que la vida es un aprendizaje para la muerte. Pero no es menos verdad que para aquellas ratitas anémicas la muerte era la única manera posible de aprender a vivir.
Que su credo de maravilla era cristiano, se demostraba en esta infalible piedra de toque: que él mismo lo sentía escapársele de entre las manos, tanto como a los demás. Guardaba también para sí el revólver, según dijo Bruto del puñal. Continuamente corría riesgos absurdos, en alturas vertiginosas o carreras desenfrenadas, para mantener viva la mera convicción de que estaba vivo. Atesoraba detalles triviales pero locos, que alguna vez le habían recordado la imponente realidad subconsciente. Cuando contempló al sabihondo suspendido del tubo de piedra, la vista de sus largas piernas colgando en el aire, vibrando como alas en el vacío, despertó, quién sabe cómo, la desnuda sátira de la vieja definición del hombre: un bípedo implume. El desgraciado profesor se había puesto en peligro por causa de su cabeza, que tan elaboradamente había cultivado, y sólo se había puesto en salvo por las piernas que había tratado con frialdad y abandono. A Smith no se le ocurría otra manera de anunciar o dejar constancia de esto sino haciendo un telegrama a un antiguo amigo de colegio (ya completamente alejado y, a esas horas, un extraño en absoluto) para decirle que acababa de ver un hombre con dos piernas y que el hombre estaba vivo.
El surtidor de su optimismo liberado estalló en estrellas como un cohete el día en que, de repente, se enamoró. Fue en circunstancias en que saltaba en una canoa un dique alto de caída vertiginosa, con el fin de probarse a sí mismo que estaba vivo; y pronto se encontró envuelto en ciertas dudas sobre la persistencia del hecho. Para peor, halló que había puesto en el mismo peligro a una dama inofensiva, sola en un bote de remos, la cual jamás había provocado la muerte con profesión alguna de negaciones filosóficas. Pidió disculpa en locas boqueadas durante todos sus locos y acuáticos esfuerzos por sacarla a la orilla, y cuando al fin lo consiguió, parece que se le declaró en la costa. Sea como fuere, con la misma impetuosidad con que casi se mató con ella, se casó del todo con ella; y esa era la señora de verde a quien yo acababa de dar las buenas noches.
Se habían instalado en una de estas casas altas y angostas cerca de Highbury. Pero quizá no sea esta precisamente la palabra adecuada. En sentido estricto, podría decirse que Smith se había casado, que era muy feliz en el matrimonio, que no sólo no le interesaba mujer alguna fuera de su esposa, sino que tampoco parecía interesarle lugar alguno fuera de su casa; con todo, difícilmente quizá se podría decir que se había instalado. —Soy un tipo muy de hogar —explicaba gravemente— y muchas veces he entrado a casa rompiendo un vidrio, por no llegar tarde a tomar el té.
Daba a su alma latigazos de risa para impedir que se le durmiera. Hizo perder a su esposa una serie de sirvientas excelentes por llamar a la puerta como un perfecto desconocido, preguntando si vivía ahí un tal señor Smith y qué clase de individuo era. La sirvienta londinense de todo servicio no está acostumbrada a que el dueño de casa se permita tan trascendentales ironías. Y resultó imposible explicarle que él lo hacía con el fin de sentir por sus propios asuntos el mismo interés que sentía siempre por los asuntos de los demás.
Yo sé que hay un tipo llamado Smith —decía con ese su modo un tanto misterioso— que vive en una de las casas altas de esta terraza. Sé que es feliz de veras, y sin embargo, nunca lo puedo sorprender in fraganti.
Algunas veces le daba repentinamente por tratar a su mujer con una especie de cortesía paralizada, a la manera de un joven desconocido herido de amor a primera vista. Otras veces hacía extensivo ese temor poético a los mismos muebles; parecía pedir disculpa a la silla en que se sentaba y trepaba por la escalera con la cautela de un alpinista, para renovar en sí mismo él sentido de su esqueleto de realidad. Decía que toda escalera era una escalera de mano y todo banquito una pierna. Y había veces también en que hacía él papel de desconocido, exactamente en sentido contrario, y entraba por otro lado para sentirse ratero y ladrón. Solía asaltar y violar su propio domicilio, como esa noche lo había hecho conmigo.
Ya era casi de día cuando pude arrancarme de esta curiosa confidencia del Hombre Que No Quería Morir, y, al darle la mano en la puerta de calle, la última capa de niebla se levantaba y grietas de luz de aurora revelaban aquél escalonamiento irregular de calles que parecía los confines del mundo.
Para muchos bastará afirmar que pasé la noche con un loco. ¿Qué otro término —se dirá— puede aplicarse a semejante ser? ¡Un hombre que se recuerda a sí mismo que es casado, haciendo creer que no es casado! ¡Un hombre que trata de codiciar sus propios bienes, en vez de los bienes ajenos! Sobre esto tengo una sola cosa que decir, y siento que mi honor me obliga a ello, aunque nadie la entienda. Creo que el loco era uno de esos seres que no vienen meramente, sino que son enviados; enviados como un gran viento sobre las naves por Aquél que hizo a sus ángeles vendavales y a sus mensajeros fuego abrasador. Esto, por lo menos, lo sé con certeza. Sea que estos hombres hayan reído o llorado, nosotros nos hemos reído de su risa lo mismo que de su llanto. Sea que hayan bendecido o maldecido al mundo, nunca han calzado en él. Es cierto que los hombres han evitado siempre instintivamente la mordedura de una víbora. Pero es idénticamente cierto que los hombres huyen del abrazo de un gran optimista lo mismo que del abrazo de un oso. Nada atrae tantas maldiciones como una bendición verdadera. Porque la bondad de las cosas buenas, como la maldad de las cosas malas, es un prodigio que no puede expresarse con palabras; puede más bien pintarse que decirse. Habremos penetrado más hondo que la hondura del cielo, y habremos envejecido más que los ángeles más viejos, antes de que sintamos, aun en sus primeras tenues vibraciones, la eterna violencia de aquella dobló pasión con que Dios odia y ama al mundo.
Lo saluda muy atentamente.
Percy Raymond”
—¡Oh, santo, santo, santo! —dijo el señor Moses Gould.
Al instante de hablar él, todos los demás se dieron cuenta de que habían estado en una disposición casi religiosa de sumisión y asentimiento. Algo los había unido a todos; algo en la sagrada tradición de las dos últimas palabras de la carta; algo también en la conmovedora cortedad de muchacho con que Inglewood las había leído, porque él tenía toda la delicada reverencia del agnóstico.
Moses Gould era, a su modo, el tipo más bueno que jamás haya vivido; mucho más bondadoso para con su familia que los tipos paseanderos más refinados, sencillo y firme en MUS admiraciones, un animal perfectamente nano y un carácter perfectamente genuino. Pero dondequiera hay un conflicto, surgen momentos críticos en que cualquier alma, personal o racial, vuelve inconscientemente la más detestable de sus cien caras al mundo. La reverencia inglesa, el misticismo irlandés, el idealismo norteamericano, alzaron los ojos y vieron en la cara de Moses cierta sonrisa. Era esa sonrisa del Cínico Triunfante que ha sido el toque a rebato para más de un motín sangriento en aldeas rusas o ciudades medievales.
—¡Oh, santo, santo, santo! —dijo Moses Gould.
Al darse cuenta de que eso no había caído bien, dio explicaciones, mientras en sus oscuras y exuberantes facciones la exuberancia se acentuaba…
—Siempre es divertido ver a un zopenco tragarse una avispa, mientras ésta se come una mosca —dijo con buen humor.
—¿No ven que, de todos modos, lo han reventado al pobre Smith? La historia de ese pastor es un primor; entonces el caso de Smith se pone feo. Se pone bastante feo. Lo encontramos fugándose con la señorita Gray (mis respetos, señorita) en un coche. Muy bien. Y ¿qué hay entonces de esa señora Smith, de quien nos habla el pastor con ese famoso rubor combinándose con una viveza del dominio? Lo que es la señorita Gray no ha demostrado mucha viveza que digamos, pero calculo que rubor, sí, va a tener.
—No sea bestia —gruñó Michael Moon.
Nadie pudo alzar los ojos para mirar a Mary; pero Inglewood echó una mirada hacia la punta de la mesa donde estaba Smith. Seguía éste inclinado sobre sus juguetes de papel y tenía en la frente una arruga que podía ser de disgusto o también de vergüenza. Cuidadosamente estiró una puntita de un complicado barco de papel, y la plegó en otro sentido; entonces desapareció la arruga, y pareció aliviado.
Pym se puso de pie con sincera turbación; porque era norteamericano y su respeto por las damas era real, de ninguna manera científico.
—Pasando por alto —dijo— las delicadas y notablemente caballerescas protestas provocadas por el nativo sentido oratorio de mi colega, y pidiendo disculpas a todos aquellos en cuya opinión nuestra despiadada búsqueda de la verdad parece no cuadrar a las grandiosas ruinas de una tierra feudal, considero todavía que la pregunta de mi colega no está destituida en modo alguno de oportunidad. El último cargo que se hizo al acusado fue de robo con violación de domicilio; la acusación que viene anotada a continuación es de bigamia y abandono del hogar. De aquí aparece, sin disputa posible, que la defensa, al querer rechazar la acusación anterior, ha admitido realmente la siguiente. O pesa todavía sobre Innocent Smith un cargo de conato de robo con violación de domicilio, o se ha rechazado eficazmente dicho cargo; pero ya lo tenemos bastante bien fichado para un cargo de conato de bigamia. Todo depende de cómo encaremos la carta alegada del cura Percy. En estas circunstancias, siento que es justo que yo, a mi vez, reclame mi derecho a formular preguntas. ¿Podría decírseme cómo se apoderó la defensa de la carta del cura Percy? ¿Provino directamente de manos del detenido?
—Nada hemos recibido directamente de manos del detenido —dijo tranquilamente Moon—. Los pocos documentos que la defensa garantiza nos han venido por otro conducto.
—¿Por qué conducto? —preguntó el doctor Pym.
—Si da de insistir —contestó Moon—, diré que los recibimos de la señorita Gray.
El doctor Cyrus Pym se olvidó completamente de cerrar los ojos; antes por el contrario, los abrió desmesuradamente.
—¿Quiere usted decir, de veras, que la señorita Gray estaba en posesión de este documento que comprueba la existencia de una señora Smith anterior?
—Exactamente —dijo Inglewood, y se sentó.
El doctor murmuró algo en voz baja y dolorida acerca de enamoramientos que hacen perder el juicio, y luego, con visible dificultad, continuó sus palabras de introducción.
—Lamentablemente, la verdad trágica revelada por la relación del cura Percy está por demás confirmada en otros escandalosos documentos que obran en nuestro poder. De éstos el principal y el más seguro es la declaración del jardinero de Innocent Smith, que presenció el más dramático y sorprendente de sus muchos actos de infidelidad marital. Señor Gould: el jardinero, hágame el favor.
El señor Gould con su incansable jovialidad, se puso de pie para presentar al jardinero. Aquel funcionario explicó que había servido al señor Innocent Smith y a su esposa cuando tenían una casita en las afueras de Croydon. Por el cuento del jardinero, con sus muchas alusiones detallistas, Inglewood llegó a la seguridad de que había visto el lugar. Era uno de esos rincones de ciudad o de campo que no se olvidan, porque parecen una frontera. El jardín estaba suspendido a una altura muy grande del nivel de la calle, y su terminación era muy empinada, y aguda como una fortaleza. Más allá había una extensión ondulada de campo verdadero, un camino blanco trepándolo desaliñadamente, y las raíces, troncos y ramas de grandes árboles grises, retorciéndose y contorciéndose contra el cielo. Pero, para dejar establecido que la calle en sí era suburbana, se destacaban vivamente, contra aquel paisaje ascendente gris y accidentado, un farol pintado de un típico verde amarillento y un buzón rojo, colocados ambos exactamente en la esquina. A Inglewood no le cabía duda acerca del lugar; veinte veces había pasado por ahí en sus higiénicas giras de ciclista; siempre había sentido vagamente que era un sitio en que algo podía ocurrir. Pero le dio positivamente un escalofrío darse cuenta de que el rostro de su espeluznante amigo o enemigo Smith hubiera podido, en cualquier momento, asomarse allá arriba, por encima de los arbustos del jardín. La narración del jardinero, contrariamente a la del cura, estaba completamente desprovista de adjetivos decorativos, cualquiera hubiera sido el número de los pronunciados privadamente al escribirla. Dijo con sencillez que, una determinada mañana, salió al jardín el señor Smith y empezó a entretenerse con un rastrillo, como a menudo solía. A veces lo usaba para hacer cosquillas en la nariz a su hijo mayor (tenía dos hijos) ; a veces enganchaba el rastrillo a la rama de un árbol y se izaba él mismo, con horribles sacudidas gimnásticas, como una rana gigante en su última agonía. Jamás, por lo visto, se le ocurrió aplicar el rastrillo a sus usos propios, y el jardinero, por lo tanto, trataba sus acciones con frialdad y concisión. Pero el jardinero estaba seguro de que, en una determinada mañana de octubre, él (el jardinero), al acercarse por detrás de la casa con la manga de regar, había visto al señor Smith de pie sobre el césped, con una chaqueta a rayas rojas y blancas (que era quizá chaqueta de fumar, pero lo mismo parecía de pijama), y que allí mismo y en ese mismo instante le había oído gritar a su mujer, que estaba asomada a la ventana del dormitorio las siguientes frases, muy decididas y sonoras: