Arthur Inglewood lanzó una rápida mirada de curiosidad hacia la colosal criatura en la punta de la mesa que colocaba un tricornio de papel a un monigote de papel y miró después hacia el doctor Pym que concluía en tono más tranquilo.
—Sólo nos resta —decía— aducir pruebas positivas de sus anteriores atentados. Por un acuerdo ya establecido con la corte y con los que conducen la defensa, se nos permite dar a conocer cartas auténticas de testigos oculares de estas escenas, las cuales pueden ser examinadas libremente por la defensa. De entre varios casos de tales atropellos hemos decidido seleccionar uno, el más claro y el más escandaloso. Procederé pues, sin más demora, a invitar a mi actuario el señor Gould a que lea dos cartas: una del vicerregente y otra del portero del Colegio Brakespeare en la Universidad de Cambridge.
Gould saltó como un muñeco de resorte, con un papel de aspecto académico en la mano y en el rostro una fiebre de importancia. Empezó con voz fuerte, penetrante y el acento característico del bajo pueblo londinense:
—Señor: Soy el Vicerregente del Colegio Brakespeare, Cambridge…
—¡Dios nos asista! —murmuró Moon retrocediendo con el movimiento instintivo que provoca un tiro de fusil.
Soy el Vicerregente del Colegio Brakespeare, Cambridge —proclamó el intransigente Moses—, y puedo avalar la descripción que usted hace de la conducta del desventurado Smith. No fue solamente, por desgracia, mi deber el reprender muchas de las violencias menores cometidas durante su período de estudiante, pero fui de hecho testigo de la última iniquidad que terminó ese período. Era en la circunstancia en que yo pasaba debajo de la casa de mi amigo el Regente de Brakespeare, la cual está parcialmente separada del edificio del Colegio y toca al mismo tan solo por medio de dos o tres arcos o puntales muy antiguos, a manera de puentes sobre un canal muy estrecho que se comunica con el río. Con grave asombro de mi parte, vi a mi eminente amigo suspendido en el aire, asido a una de esas construcciones, indicando por el semblante y la actitud que estaba bajo el influjo de la más intensa aprehensión. Después de breve rato, oí dos tiros muy estrepitosos y distinguí claramente al desgraciado estudiante Smith con medio cuerpo fuera de la ventana del Regente, y apuntándole insistentemente con un revólver. Al verme, Smith estalló en ruidosas carcajadas (en las cuales la impertinencia se unía a la insania), y pareció desistir. Mandé buscar una escalera con el portero del Colegio y él consiguió desprender al Regente de su dolorosa situación. Se expulsó a Smith. La fotografía que adjunto es la del grupo de premiados en el Club Universitario del Rifle y lo muestra tal como era cuando estaba en el Colegio. Quedo de usted S. S.
Amos Boulter.
—La otra carta —continuó Gould con fervor triunfal— es del portero, y su lectura no llevará mucho tiempo.
Estimado Señor: Es perfectamente cierto que yo soy portero del Colegio Brakespeare y que yo ayudé al Regente a bajarse cuando el joven le estaba disparando tiros, como dijo en su carta el señor Boulter. El joven que tiraba era el señor Smith, el mismo que está en el retrato que envía el señor Boulter. Lo saluda con el mayor respeto.
Samuel Barker.
Gould pasó las dos cartas a Moon que las examinó. Salvo algunas divergencias vocales debidas a la clásica y acentuada pronunciación popular londinense del lector, la carta del Vicerregente era exactamente igual a como Gould la había transmitido: y ambas, tanto ésta como la del portero, eran visiblemente auténticas. Moon, a su vez, se las pasó a Inglewood, quien las devolvió en silencio a Moses Gould.
—En lo que se refiere a este cargo de continuo conato de homicidio —dijo el doctor Pym, incorporándose por última vez—, este es el caso que yo presento.
Michael Moon se puso de pie para la defensa con un aire de depresión que de entrada dio pocas esperanzas a los que simpatizaban con el detenido. No se proponía, dijo, seguir al doctor en las cuestiones abstractas. —No sé lo suficiente para ser un agnóstico —dijo con cierto cansancio—, y en tales controversias, sólo puedo dominar los elementos conocidos y admitidos. En cuanto a la ciencia y a la religión, los elementos conocidos son pocos y bastante sencillos. Todo lo que dicen los clérigos es cosa no probada. Todo lo que dicen los médicos es cosa desprobada. Ésa es la única diferencia que ha existido siempre y que siempre existirá entre la ciencia y la religión. Con todo, estos nuevos descubrimientos me conmueven en cierto modo —dijo, bajando tristemente la vista hacia sus botines—. Me recuerdan a una querida tía abuela que solía gozarlos en su juventud. Se me llenan los ojos de lágrimas. Me parece que veo el viejo balde junto al cerco del jardín y la línea de álamos luminosos detrás…
—¡Chist! ¡Oiga! Pare un momento el ómnibus —exclamó el señor Moses Gould, levantándose y como transpirado—. Queremos dar a la defensa una oportunidad en toda ley, como caballeros, ¿sabe?; pero cualquier caballero pone punto final antes de llegar a álamos luminosos.
—¡Y bueno, que se vaya todo al diablo! —dijo Moon con aire ofendido—, si el doctor Pym puede tener un viejo amigo con hurones ¿por qué no he de poder yo tener una vieja tía con álamos?
—Seguro —dijo la señora Duke irguiéndose con algo que era casi una temblorosa autoridad—, el señor Moon puede tener todas las tías que quiera.
—Bueno, en cuanto a quererla —empezó diciendo Moon—, yo… pero, quizá, como ustedes dicen, ella no llega a ser el centro de la cuestión. Repito que no es mi intención seguir las especulaciones abstractas. Pues, en efecto, mi respuesta al doctor Pym es sencilla y severamente concreta. El doctor Pym ha tratado un solo aspecto de la psicología del asesinato. Si es verdad que hay un tipo de hombre que tiene una tendencia natural hacia el asesinato ¿no es igualmente verdad —aquí bajó la voz y habló con aplastante serenidad e intención—, no es igualmente verdad que hay un tipo de hombre que tiene una tendencia natural a hacerse asesinar? ¿No es por lo menos una hipótesis que puede abrirse camino el sostener que el doctor Warner es hombre de este tipo? Yo no hablo sin estar documentado en libro sólido, ni más ni menos que mi sabio amigo. Toda la materia está expuesta en la obra monumental del doctor Mondschein
El Médico Destructible
, con diagramas, ilustrando las diversas maneras en que una persona como el doctor Warner puede ser reducido a sus elementos constitutivos. A la luz de estos hechos…
—¡Chist! ¡Pare el ómnibus, pare! —gritó Moses incorporándose de un salto y gesticulando con gran excitación—. ¡Mi jefe tiene algo que decir! ¡Mi jefe quiere hablar un poco!
En efecto, el doctor Pym estaba de pie, pálido y con expresión malévola.
—Yo me he ceñido estrictamente —dijo con voz gangosa— a libros que se pueden consultar de inmediato. Tengo aquí sobre la mesa
El Tipo Destructor
de Sonnenschein, por si la defensa lo quiere examinar. ¿Dónde está esa obra maravillosa sobre destructibilidad de que nos habla el señor Moon? ¿Existe? ¿Puede él sacarla a luz?
—¡Sacarla a luz! —exclamó el irlandés con sabroso desprecio—. La saco a luz en una semana si ustedes me pagan el papel y la tinta.
—¿Tendría mucha autoridad? —dijo el doctor Pym, sentándose de nuevo.
—¡Bah!, ¡autoridad! —dijo con ligereza Moon; —eso depende de la religión de cada uno.
El doctor Pym volvió a incorporarse de un brinco: —Nuestra autoridad está basada sobre montones de detalles precisos. Corresponde a una región en que las cosas pueden ser manipuladas y probadas. Mi opositor admitirá por lo menos que la muerte es un hecho que cae bajo la experiencia.
—No bajo la mía —dijo Moon sacudiendo melancólicamente la cabeza—. Jamás he experimentado semejante cosa en toda mi vida.
—Bueno, realmente… dijo el doctor Pym y se sentó de golpe entre crujidos de papeles.
—Vimos, pues, —dijo Moon volviendo a tomar el hilo de su discurso—, que un hombre como el doctor Warner está, en el misterioso obrar de la evolución, condenado a tales ataques. El asalto de mi cliente, aunque haya ocurrido, no es único. Yo tengo en mi poder cartas de varias relaciones del doctor Warner a quienes aquel hombre notable ha afectado en la misma forma. Siguiendo el ejemplo de mis sabios amigos, leeré tan sólo dos de ellas. La primera es de una matrona honrada y trabajadora que vive en el barrio de Harrow Road.
Don Migel Mon, Sebor: Sí que le tiré con la caserola y que ay con eso? Hera lo húnico que tenía amano porque todas las cosas blandas estaban Hempejadas, y si a su dotor Warner no le hagrada que le tiren con caserólas que no se quede con el Sombrero puesto en el Comedor de una señora Desente y dígale que dege de aser sonrrisitas o que esplique el chiste. —Su serbidora
Ana Miles
La otra carta es de un facultativo de Dublín de cierta importancia con quien el Doctor Warner tuvo una vez una consulta. Escribe como sigue:
“De mi mayor aprecio: El incidente a que Ud. alude es tal que, aunque lo lamento, nunca me lo he podido explicar. Mi especialidad en medicina no es el ramo mental; y me gustaría tener la opinión de un especialista en tales enfermedades sobre mi acto singular, momentáneo y casi automático. Decir que le tiré de la nariz al doctor Warner es, sin embargo, inexacto en un sentido que se me ocurre importante. Que le di una trompada en la nariz debo admitirlo francamente (no necesito decir cuánto lo siento); pero la palabra “tirar” me parece que implica una forma determinada de manipuleo realizada concretamente en un objeto, de lo cual no me puedo acusar. Comparado con esto el acto de propinar una trompada era un gesto exterior, instantáneo y hasta natural. Lo saluda muy atte.
Burton Lestrange
—Tengo innumerables carta además de éstas —continuó Moon—, todas atestiguan este sentimiento tan difundido hacia mi eminente amigo; y opino por lo tanto que el doctor Pym debió haber admitido este aspecto de la cuestión en estudio. Estamos en presencia, como con tanta verdad lo afirma el doctor Pym, de una fuerza natural. Antes podrá usted detener las cataratas de las Obras Sanitarias y Aguas Corrientes de Londres que poner dique a la gran tendencia del doctor Warner a ser asesinado por alguien. Coloque usted a ese hombre en una reunión de cuákeros, entre los cristianos más pacíficos, y de inmediato lo apalearán hasta dejarlo por muerto con barras de chocolate. Colóquelo entre los ángeles de la Nueva Jerusalén y morirá apedreado con piedras preciosas. Las circunstancias podrán ser hermosas y maravillosas, el término medio podrá ser estimulante, el segador podrá ser de barbas rubias, el doctor podrá ser descubridor de secretos; la catarata, rebosante de arco iris; el infante, anglosajón, de frente despejada y tersa; pero, en contra de y por encima de todos estos prodigios, la grandiosa y simple tendencia del doctor Warner a ser asesinado proseguirá su camino hasta que, feliz y triunfalmente, alcance por último su fin.
Pronunció esta perorata con las apariencias de una intensa emoción. Pero emociones aún más intensas se estaban manifestando del otro lado de la mesa. El doctor Warner había inclinado su voluminoso cuerpo cruzando por completo la figurita reducida de Moses Gould y hablaba al doctor Pym en excitados susurros. Aquel experto asintió muchas veces con la cabeza, y finalmente se puso en pie de un salto, con sincera expresión de severidad.
—Señoras y señores —exclamó indignado—, como ha dicho mi colega, nos sería gratísimo darle cualquier margen a la defensa, si defensa hubiere. Pero el señor Moon parece creer que él está ahí para hacer chistes, muy buenos chistes tal vez, pero en manera alguna adecuados para ayudar a su cliente. Zahiere la ciencia.
Zahiere la popularidad social de mi cliente. Zahiere mi estilo literario, que no parece coincidir con su altisonante gusto europeo. Pero todo este zaherir ¿en qué afecta al resultado final? Este Smith ha zaherido materialmente dos veces el sombrero de mi cliente y con una pulgada de mejor puntería le hubiera zaherido materialmente la cabeza. Todos los chistes del mundo no cerrarán esas heridas, ni servirán en sentido alguno para la defensa.
Inglewood bajó la vista con cierta perplejidad y turbación, como tambaleando ante la evidente razón del contrario, pero Moon todavía miraba a su opositor con mirada soñadora. — ¿La defensa? —dijo vagamente— ¡ah! no la he empezado todavía.
—Por cierto que no la ha empezado —dijo Pym con calor, entre un murmullo de aplausos a su lado, que en el otro lado no tuvo eco—. Quizá, si tiene usted defensa alguna, lo cual desde el principio ha sido dudoso…
—Ya que está de pie —dijo Moon en el mismo estilo casi soñoliento—, quizá le podría yo hacer una pregunta.
—¿Una pregunta? Ciertamente —dijo Pym con tiesura—. Quedó explícitamente convenido entre nosotros que, como no podíamos interrogar a los testigos, podríamos, en forma supletoria, interrogarnos mutuamente. Estamos en situación de poder invitar a que se nos pregunte cuanto se desee al respecto.
—Creo que usted dijo —observó Moon distraídamente— que ninguno de los tiros del detenido hirieron realmente al doctor.
—Afortunadamente no, para bien de la ciencia —exclamó el complaciente Pym.
—Y, sin embargo, fueron disparados desde unos pocos pies de distancia.
—Sí; desde unos cuatro pies, más o menos.
—¿Y ningún tiro hirió al regente, aunque se dispararon también desde escasísima distancia?
—Así es —dijo con gravedad el testigo.
—Creo —dijo Moon, reprimiendo un leve bostezo—, que su vicerregente mencionó que Smith era uno de los premios de la Universidad en materia de tiro.
—Bueno, en cuanto a eso… —empezó Pym después de un instante de silencio.
—Una segunda pregunta —continuó Moon con relativa brevedad—. Usted dijo que había otros casos en que el acusado intentó matar gente. ¿Por qué no tiene usted pruebas de esos casos?
El norteamericano plantó de nuevo sobre la mesa las yemas de los dedos. —En esos casos —dijo con precisión— no había testimonio de terceros como en el caso de Cambridge, sino tan sólo la declaración de las propias víctimas.
—¿Por qué no se procuró usted el testimonio de ellas?
—En el caso de las propias víctimas —dijo Pym— había cierta dificultad y repugnancia, y …
—Quiere usted decir que ninguna de las propias víctimas quiso declarar contra el acusado.
—Eso sería exagerado… —comenzó a decir el otro.
—Una tercera pregunta —dijo Moon, tan bruscamente que todos pegaron un salto—. Usted tiene el testimonio del vicerregente que oyó unos tiros; ¿dónde está el testimonio del regente mismo contra quien se dispararon? El regente de Brakespeare vive; es un caballero en muy buena situación.