—Bueno —dijo Michael Moon, con un timbre de voz muy curioso— de todos modos será mejor que todos pasen adentro, está oscureciendo y refrescando bastante. Tenemos por lo menos dos reliquias del señor Smith; su prometida y su baúl.
— ¿Por qué quiere que entremos? —preguntó Arthur Inglewood, en cuya frente encendida y alborotado pelo castaño la contrariedad parecía haber llegado al límite extremo.
—Quiero que entren los otros —dijo Michael con voz clara— porque necesito todo este jardín para hablarle a usted.
Había una atmósfera de duda irracional; estaba realmente refrescando y un viento nocturno había empezado a mecer los dos o tres árboles en el crepúsculo. Pero el doctor Warner habló con voz que no acusaba el menor vestigio de indecisión.
—Rehusó escuchar semejante propuesta —dijo—; usted ha dejado escapar a este bandido y yo lo tengo que encontrar.
—Yo no le pido que escuche propuesta alguna —contestó tranquilamente Moon—. Yo sólo le pido que escuche. —Impuso silencio con la mano, e inmediatamente el ruido silbador que se había perdido por las oscuras calles a un costado de la casa se percibió otra vez desde un punto completamente nuevo hacia el otro lado. Por el nocturno laberinto callejero el ruido crecía con increíble rapidez, y al instante siguiente los cascos voladores y las ruedas relampagueantes habían llegado como un vértigo hasta el portón azul, su punto de partida. El señor Smith bajó de su percha con aire distraído y, volviendo al jardín, se detuvo en el mismo en la actitud elefantina de antes.
—¡Entren, entren! —exclamó Moon muerto de risa con el ademán de quien espanta una colección de gatos—. Vamos, vamos, ¡rápido! ¿No les dije que tenía que hablarle a Inglewood?
Explicar después cómo todos fueron efectivamente de nuevo arreados hasta la casa, hubiera sido cosa difícil. Habían llegado ya hasta el punto de no poder resistir a tanta incongruencia, como la gente que en un sainete se enferma de tanto reír, y el vivo aumento de la tormenta entre los árboles parecía un último gesto de las cosas en general. Inglewood se fue quedando detrás, mientras decía con cierta amigable exasperación:
—Diga, ¿de veras me quiere hablar?
—Quiero —dijo Michael—, y con mucho empeño.
La noche había llegado como generalmente llega, con mayor rapidez de lo que parecía prometer el crepúsculo. Mientras el ojo humano percibía aún el cielo de un color gris claro, una luna muy grande y muy reluciente, al aparecer bruscamente por encima de un bulto de tejados y de árboles, probó por contraste que el cielo, en realidad, era de un gris sumamente oscuro. Un montón de hojas secas sobre el césped, un montón de nubes desgarradas por el cielo, parecieron arrastradas por aquel mismo viento fuerte pero fatigoso.
—Arthur —dijo Michael— yo empecé con una intuición; pero ahora estoy seguro. Usted y yo vamos a defender a su amigo ante la bendita Corte del Faro, y lo vamos a dejar limpio… limpio tanto de crimen como de demencia. Escúcheme solamente mientras le predico un ratito.
Empezaron a pasearse por el jardín que se iba oscureciendo, mientras Michael proseguía.
—¿Puede usted —preguntó Michael— cerrar los ojos y ver algunos de aquellos curiosos viejos jeroglíficos estampados sobre paredes blancas en los viejos países cálidos? ¡Qué duros eran en la forma y sin embargo, qué vistosos en el colorido! Piense en algún alfabeto de figuras arbitrarias, seleccionadas en rojo y negro o blanco y verde, con alguna vieja muchedumbre semita de antepasados de Nariguetita Gould contemplándolos y trate de discurrir para qué los puso ahí la gente.
El primer instinto de Inglewood fue pensar que su desconcertante amigo realmente había perdido por fin la razón; parecía haber una incongruencia tan enteramente deshilvanada y sin ton ni son entre aquellas pintadas paredes tropicales que se le pedía imaginara y el jardín suburbano gris, algo destemplado, azotado por el viento, en el cual él, de hecho, se hallaba a la espera. Cómo podía encontrarse mejor en este cuadro por imaginarse aquel otro, no lo podía concebir. Ambas cosas (en sí mismas) eran desagradables.
—¿Por qué todo el mundo repite adivinanzas —continuó bruscamente Moon— aunque no recuerde la solución? Las adivinanzas son fáciles de recordar porque son difíciles de solucionar. Así aquellos viejos símbolos rígidos en negro, rojo o verde eran fáciles de recordar porque había sido difícil interpretarlos. Sus colores eran sencillos, sus formas sencillas. Todo era sencillo, menos el significado.
Inglewood estaba por abrir la boca en son de amistosa protesta, pero Moon continuó, paseándose cada vez más rápidamente a lo largo del jardín y fumando con más y mayores ansias: —Los bailes también —dijo—; los bailes no eran frívolos. Los viejos bailes eran tiesos, ceremoniosos, de vivo colorido, pero silenciosos. ¿No ha notado usted una cosa rara en Smith?
—Bueno, de veras —exclamó Inglewood plantándose como en una crisis de humorismo— ¿he notado en él alguna cosa que no sea rara?
—¿Ha notado usted esto en él —preguntó Moon con inalterada persistencia—, que ha hecho tantas cosas y hablado tan extremadamente poco? Cuando apenas había llegado, habló, pero en forma entrecortada, espasmódica, como si no estuviera acostumbrado a hacerlo. Todo lo que realmente hizo fueron actos: pintar flores rojas en trajes negros, o arrojar valijas amarillas sobre el césped. Yo le digo que esa gran figura verde tiene sentido figurado, como cualquiera de las figuras verdes que hacen cabriolas en alguna blanca pared oriental.
—Mi querido Michael —exclamó Inglewood con creciente irritación que arreciaba proporcionalmente con el viento—, a usted le está dando por las fantasías absurdas.
—Pienso en lo que acaba de suceder —dijo firmemente Michael—. El hombre durante horas no ha hablado palabra; y sin embargo, ha estado hablando todo el tiempo. Disparó tres tiros de un revólver de seis balas y después nos lo entregó cuando nos podía haber dejado tiesos donde estábamos. ¿Cómo expresar mejor su confianza en nosotros? Quería ser juzgado por nosotros. ¿Cómo manifestarlo más a las claras que quedándose quieto y dejándonos discutirlo? Quería mostrarnos que se quedaba ahí por su voluntad y que podía, si quería, escaparse. ¿Cómo probarlo más eficazmente que escapándose en el coche y volviendo? Innocent Smith no es un loco: es un ritualista. Quiere expresarse, no con la lengua, sino con brazos y piernas, “con mi cuerpo te rindo culto” como dice el ritual del matrimonio
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. Empiezo a comprender las antiguas comedias y autos sacramentales y cortejos espectaculares. Veo por qué los mudos en los entierros eran mudos. Veo la razón de ser de los mimos de toda aquella momería.
Significaban algo
; y Smith también significa algo. Todas las demás bromas —las chanzas, mejor dicho— han de ser ruidosas, como las chocarrerías, por ejemplo, de Narigueta Gould. Las únicas bromas silenciosas son las propiamente tales, las prácticas, las vividas. El pobre Smith, bien mirado, es un bromista alegórico. Lo que realmente ha hecho en esta casa ha sido frenético como una danza guerrera, pero silencioso como un cuadro.
—Supongo que usted querrá decir —repuso el otro con tono de duda— que tenemos que descubrir lo que significaban todos esos crímenes, como si fueran otros tantos jeroglíficos policromados. Pero aun en el caso de que realmente signifiquen algo… ¡Caray! ¡Dios nos asista!…
Al dar la vuelta al jardín con toda naturalidad había levantado los ojos hacia la luna, a esas horas grande y luminosa, y había visto una enorme figura semihumana sentada en la pared del jardín. Estaba tan nítidamente recortada sobre el fondo de la luna que, en la primera impresión repentina, era difícil estar seguro hasta de que era humana. La espalda arqueada y el pelo parado le daban más bien el aspecto de un gato colosal. Parecía gato también porque, al ser sorprendido, se incorporó de un salto y corrió con fácil movilidad por el borde de la pared. Al correr, sin embargo, los hombros pesados y la cabeza chica agachada sugerían más bien un gran mono. En el momento en que llegó al alcance de un árbol dio un brinco, efectivamente como de mono, y se perdió entre las ramas. La ráfaga que al mismo tiempo sacudía cada arbusto del jardín bacía aun más dificultosa la identificación, puesto que amalgamaba los movedizos miembros del fugitivo con los movedizos miembros del árbol.
—¿Quién está ahí? —gritó Arthur—. ¿Quién es? ¿Es Innocent?
—No del todo. No del todo inocente —contestó una voz velada entre las hojas—. Una vez te estafé respecto a un cortaplumas.
El viento en el jardín había cobrado bríos y agitaba el árbol en todas las direcciones, con el hombre oculto en la parte más tupida, lo mismo que aquella tarde alegre y dorada de su llegada.
—Pero ¿eres Smith? —preguntó Inglewood en agonía.
—Casi —contestó la voz desde el árbol sacudido.
—Pero usted tiene que tener algún nombre verdadero —gritó Inglewood desesperado—. Tiene que llamarse algo.
—¿Llamarme algo? —tronó el oscuro árbol convulsionado, de modo que sus diez mil hojas parecían estar hablando a la vez—. Yo me llamo Rolando Oliverio Isaías Carlomagno Arturo Hildebrando Homero Dantón Miguelángel, Shakespeare "Brakespeare".
—¡Pero hombre! —empezó Inglewood exasperado— en mi vida…
—¡Eso es!, ¡eso es! —salió como un rugido, del árbol zarandeado—;
¡Hombre! ¡Vida!
Ése es precisamente mi nombre verdadero: Hombrevida. —Y quebró una rama, y una o dos hojas de otoño cruzaron, revoloteando, el disco de la luna.
El comedor de las Duke fue preparado para la Corte del Faro con algo de improvisada pomposidad que lo hacía en cierto modo más confortable. La pieza grande había sido, por así decirlo, fraccionada en piezas chicas, con paredes que le llegaban a uno a la cintura, la clase de separaciones que hacen los niños cuando juegan a los almacenes. Esto había sido hecho por Moses Gould y Michael Moon (los dos miembros más activos de esa notable inquisición) con los muebles ordinarios del local. Al final de la larga mesa de caoba estaba erigido el único enorme sillón de jardín, al que formaba dosel la vieja carpa, o paraguas, que el mismo Smith había indicado podía servir para palio de coronación. Dentro de esa armazón se percibía la rolliza figura de la señora Duke, entre almohadones, y con una fisonomía que ya amenazaba sueño. En la otra punta aparecía sentado el acusado Smith, en una especie de brete; porque estaba cuidadosamente encerrado en un cuadro de livianas sillas de dormitorio, cualquiera de las cuales él hubiera podido arrojar por la ventana con el dedo grande del pie. Había sido provisto de plumas y papel, y con este último hacía botes, flechas y muñecos a entera satisfacción durante todo el curso de los procedimientos. No habló ni alzó los ojos una sola vez, sino que parecía tan ajeno a ellos como un niño sentado en el suelo de un cuarto de juguetes.
Sobre una fila de sillas, colocadas en alto encima de un largo canapé, estaban las ti—es señoritas, de espaldas a la ventana, Mary Gray en el medio; resultaba una cosa intermedia entre el palco de un jurado y el sitial de la Reina de la Belleza en un torneo. A lo largo del centro de la mesa, Moon había levantado una baja barrera con los ocho tomos encuadernados de “Palabras Buenas” para simbolizar la pared moral que dividía a los partidos litigantes. A la derecha estaban sentados los dos abogados del proceso, el doctor Pym y el señor Gould, detrás de una barricada de libros y documentos, especialmente (en el caso del doctor Pym) sólidos volúmenes de criminología. Del otro lado, Moon e Inglewood, para la defensa, estaban también fortificados con libros y papeles; pero como estos incluían varios volúmenes viejos y amarillos de Ouida y Wilkie Collins, la mano del señor Moon parecía haber estado algo descuidada y tolerante. En cuanto a la víctima y demandante, doctor Warner, Moon pretendió al principio tenerlo completamente oculto detrás de un biombo alto en un rincón, alegando la falta de delicadeza que implicaba su aparición en la Corte, pero asegurándole privadamente un permiso extraoficial de asomarse por arriba de tanto en tanto. El doctor Warner, sin embargo, no alcanzó a apreciar la hidalguía de tal procedimiento, y después de cierto revuelo y discusiones, se lo acomodó en un asiento a la derecha de la mesa, en línea con sus consejeros legales.
Delante de ese tribunal sólidamente establecido, el doctor Cyrus Pym, después de pasarse la mano por el pelo color miel sobre cada oreja, se puso de pie para abrir la causa. Su declaración fue clara e incluso moderada, y el vuelo de imágenes que desplegó llamó la atención tan sólo por cierta indescriptible brusquedad, no infrecuente entre las flores de la elocuencia norteamericana.
Plantó sobre la caoba las puntas de sus diez frágiles dedos, cerró los ojos y abrió la boca.
—Ha pasado la época —dijo— en que el homicidio podía ser considerado como un acto moral e individual, importante quizá para el homicida, quizá para la víctima. La ciencia ha… —aquí se detuvo sosteniendo en el aire el índice y el pulgar apretados, como si estuviera reteniendo muy fuertemente por la cola una idea que se le quería escapar, frunció luego los ojos, dijo
modificado
, y la largó— ha modificado profundamente nuestro concepto sobre la muerte. En la edad de las supersticiones se la miraba como la terminación de la vida, catastrófica y aun trágica, y muchas veces se la rodeaba de solemnidad. Han amanecido, sin embargo, días más luminosos, y ahora vemos la muerte como universal e inevitable, como parte de aquella gran servidumbre que remueve el alma y levanta el corazón, y que, por razón de conveniencia, llamamos el orden de la naturaleza. De la misma manera hemos venido a enjuiciar el homicidio en su aspecto social. Elevándonos por encima de los meros sentimientos particulares de un hombre a quien violentamente se lo priva de la vida, tenemos el privilegio de contemplar el homicidio como un inmenso todo, de ver la rica rotación del cosmos, trayendo, así como trae la siega de rubias espigas y los segadores de rubias barbas, la vuelta sin fin de los victimarios y de los victimados.
Bajó los ojos, algo afectado por su propia elocuencia, emitió una leve tos, atajándola con cuatro puntiagudos dedos de acuerdo con los finos modales de Boston, y continuó:
—Un solo resultado de este punto de mira más feliz y más humano puede tener relación con el miserable que se encuentra en nuestra presencia. Es aquel que deja totalmente dilucidado un facultativo de Milwaukee, nuestro gran Sonnenschein, descubridor de secretos, en su gran obra
El tipo destructivo
. No denunciamos a Smith como un asesino, sino más bien como un hombre de tendencia asesina. El tipo es tal que su misma vida, yo diría su misma salud, reside en matar. Algunos sostienen que no es una aberración propiamente dicha, sino una criatura más nueva y aun más elevada. Mi antiguo querido amigo, el doctor Bulger, que criaba hurones… — (aquí Moon de repente dejó escapar un estrepitoso
¡hurra!
, pero reasumió tan instantáneamente su expresión trágica que la señora Duke miró en todas las otras direcciones para inquirir el origen del sonido); el doctor Pym continuó con cierta severidad—: que criaba hurones por interés científico, sostenía que la ferocidad de aquel animal no tenía fin utilitario, sino que era absolutamente un fin en sí misma. Sea como fuere en el caso de los hurones, es así ciertamente en el caso del detenido. En sus otras iniquidades podrá encontrarse la astucia del insano; mas sus hechos de sangre tienen casi la simplicidad de la cordura. Pero es la espantosa cordura del sol y de los elementos, una cordura cruel, maléfica. Antes podrá usted detener las cataratas rebosantes de arco iris en nuestro virgen Oeste que poner dique a aquella fuerza natural que lo impele a matar. Ningún ambiente, por científico que fuere, lo hubiera podido suavizar. Coloque usted a aquel hombre en la silenciosa pureza de plata del más pálido monasterio y producirá algún acto de violencia aun con el báculo y el alba. Edúquelo entre juegos, en un alegre jardín de infantes, en medio de nuestra niñez anglosajona de frente despejada y tersa, y encontrará él la manera de estrangular a alguno con la cuerda de saltar, o de desparramar a otros los sesos con un minúsculo ladrillo de juguete. Las circunstancias podrán ser favorables, admirable la educación, lisonjeras las esperanzas pero la enorme hambre elemental de sangre de Innocent Smith estallará como una infalible bomba de tiempo, cuando le llegue la sazón.