—Queridita mía, ¿qué otra cosa se puede hacer? —razonó el irlandés—. ¿Qué otra ocupación existe para un hombre activo en este mundo sino casarse con usted? ¿Qué alternativa queda fuera del matrimonio, excepción hecha del sueño? No la libertad, Rosamund. Si usted no se casa con Dios, como hacen nuestras monjas en Irlanda, usted tiene que casarse con el hombre, vale decir, conmigo. La tercera y única posibilidad que a uno le queda es la de casarse consigo mismo… vivir consigo mismo… consigo mismo, consigo mismo, consigo mismo… el único compañero que nunca está satisfecho… y nunca satisface.
—Michael —dijo la señorita Hunt con voz muy suave—, si no habla tanto, me caso con usted.
—No es hora de hablar —exclamó Michael Moon—; cantar es lo único que cabe. ¿No podría usted buscar ese mandolín suyo, Rosamund?
—Vaya usted a buscarlo —dijo Rosamund con autoridad seca y brusca.
El señor Moon, el holgazán, quedó por medio segundo azorado; luego cruzó de una disparada el césped como si calzara los alados coturnos de la leyenda griega. De un tirón saltó tres varas y quince margaritas, a fuerza de sentirse liviano; pero al llegar a la distancia de una o dos varas de las ventanas abiertas del comedor, las alas de sus pies cayeron como plomo y tornó a su manera acostumbrada. Dio media vuelta y regresó despacio, silbando. Los sucesos de aquella tarde encantada no habían terminado.
Dentro del oscuro salón donde Moon tuvo una vislumbre había acontecido algo curioso, casi un instante después de la salida destemplada de Rosamund. Fue algo que al ocurrir en aquel comedor oscuro, le pareció a Arthur Inglewood que el cielo y la tierra daban una vuelta de carnero, quedando de techo el mar y de suelo las estrellas. No hay palabras que puedan expresar cuánto le asombró, como les pasa a todos los hombres sencillos cuando lo ven suceder. Pero el más tieso estoicismo femenino no parece estar separado de tal cosa más que por el grosor de una hoja de papel o de una hoja de acero. No implica entrega alguna, mucho menos condolencia alguna. La mujer más rígida o menos compasiva puede echarse a llorar, lo mismo que el hombre más afeminado puede dejarse crecer la barba. Es un poder sexual independiente que no prueba nada en un sentido ni en otro, en lo que a la fortaleza de carácter se refiere. Pero a los jóvenes que no conocen a las mujeres, como Arthur Inglewood, ver a Diana Duke llorar fue como ver a un automóvil derramar lágrimas de nafta.
Jamás hubiera podido (aunque su modestia realmente varonil se lo habría permitido) expresar la más remota idea de lo que hizo cuando vio aquel prodigio. Procedió como proceden los hombres cuando se incendia un teatro, es decir, de una manera muy diferente de la que ellos se hubieran imaginado, ya sea mejor o peor. Vagamente recordó ciertas explicaciones semisofocadas de que la heredera era en realidad la única huésped que pagaba y que se iría ella y en consecuencia vendrían los agentes de policía; pero, después de eso, ya no se dio cuenta de su propia conducta sino por las protestas que provocó.
—Déjeme, déjeme, señor Inglewood; ese no es modo de ayudar.
—Pero la puedo ayudar —dijo Arthur con seguridad aplastante—; puedo, puedo, puedo…
—¡Pero si usted dijo —exclamó la joven— que era mucho más débil que yo!
—Sí que soy más débil —dijo Arthur con una voz que fue vibrando a través de todas las cosas— pero en este momento, no.
—¡Suélteme las manos! —gritó Diana— no quiero que se aproveche.
En un punto era él mucho más fuerte que ella: en humorismo. Surgió en él de repente y se rio diciendo:
—Pues ya es tacaña usted. Sabe perfectamente que, durante todo el resto de mi vida, usted se aprovechará de mí. Podría tolerar a un hombre el único instante de su vida en que le es permitido aprovecharse.
Era tan extraordinario que él se riera como que ella llorara, y por primera vez desde su infancia Diana fue tomada desprevenida.
—¿Significa que quiere casarse conmigo? —dijo.
—Pues, ¡hay un coche a la puerta! —gritó Inglewood y, con un salto de inconsciente energía, abrió de golpe las puertas de cristales que daban al jardín.
Al conducirla hacia afuera, de la mano, se dieron cuenta, por primera vez en cierto modo, de que la casa y el jardín estaban colocados a una empinada altura sobre Londres. Y no obstante, aunque sentían la elevación del sitio, sentían también su secreto: era como un tapiado jardín circular en la punta de un torreón del cielo.
Inglewood paseó en derredor una mirada soñadora, y sus ojos pardos devoraron toda suerte de detalles con absurdo deleite. Notó por primera vez que la verja del portón más allá de los arbustos del jardín, estaba moldeada en forma de puntitas de lanza y pintada de azul. Notó que una de las lanzas azules estaba floja y colgaba para un lado; y esto casi lo hizo reír. Le pareció, quién sabe por qué, exquisitamente inofensivo y cómico que la verja estuviera torcida; le pareció que le gustaría saber cómo había sucedido eso, quién lo había hecho, y cómo le iba al hombre que lo había hecho.
Después de dar unos pasos por aquel césped de fuego advirtieron que no estaban solos. Rosamund Hunt y el excéntrico señor Moon, quienes habían sido vistos la última vez sumergidos en el humor más negro de mutuo desvío, estaban de pie juntos sobre el césped de una manera que no tenía nada de particular, y, sin embargo, con cierto aspecto de personajes de libro.
—¡Qué aire tan lindo! —dijo Diana.
—Ya sé —le respondió de lejos Rosamund con un placer tan positivo que resonó como una queja—. Se parece a aquella porquería efervescente que me dieron y que me traía una sensación de felicidad.
—¡Qué! No se parece sino a sí mismo —contestó Diana respirando hondo—. Es todo frío y sin embargo da la impresión de fuego.
—Bálsamo… es el término que usamos en Fleet Street
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: especial para irse a la sesera—.Y se abanicó innecesariamente con su sombrero de paja. Rebosaban todos de palpitaciones y latidos propios de una energía alada y sin objeto. Diana movió y estiró rígidamente los largos brazos, como crucificada, en una especie de torturante reposo; Michael se quedaba quieto durante intervalos largos con los músculos encogidos, giraba luego como un juguete de cuerda, y se quedaba quieto otra vez. Rosamund no tropezaba porque las mujeres no tropiezan nunca si no es cuando se caen de narices, pero golpeaba el suelo con el pie como al compás de una inaudible pieza de baile; e Inglewood, recostado en silencio contra un árbol, se había asido inconscientemente a una rama y la había sacudido con violencia creadora. Esos gestos gigantes del Hombre, que producen altas estatuas y golpes de guerra, sacudían y atormentaban los miembros de todos. Por más que se paseaban y se detenían en silencio, estaban estallando como baterías, a fuerza de magnetismo animal.
—Y ahora —gritó Moon en forma muy repentina, estirando una mano hacia cada lado—; bailemos alrededor de ese arbusto»
—Pero, ¿a qué arbusto se refiere? —preguntó Rosamund con radiante brusquedad. —A la planta que no está —dijo Michael—: a la Morera
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.
Se habían dado la mano, riendo a medias y de manera ritual; y antes de que pudieran desconectarse de nuevo, Michael los hizo girar, como un demonio que juega al trompo con el mundo. Cuando el circulo del horizonte voló instantáneamente en derredor suyo, Diana sintió una lejana sensación etérea de la cadena de sierras más allá de Londres a las que había trepado de niña; casi le parecía oír las cornejas graznando en los viejos pinos de Highgate, o ver las luciérnagas juntándose y encendiéndose en los bosques de Box Hill.
El círculo se rompió, como se rompen fatalmente esos círculos, por su absoluta inconsistencia, y largó a su autor, Michael, volando como por fuerza centrífuga hacia lo lejos, contra las rejas azules del portón. Al llegar allí, tambaleante, prorrumpió de repente en gritos y más gritos de carácter nuevo y perfectamente dramáticos.
—¡Pero si es Warner! —voceó, agitando los brazos— ¡nuestro simpático Warner con galera de felpa nueva y los bigotes de felpa viejos!
—¿Es el doctor Warner? —exclamó Rosamund, precipitándose hacia adelante en una explosión de recuerdo, diversión y apuros—. ¡Ay, cuánto lo siento! ¡Ay, dígale por favor que no hay nada!
—Démonos la mano para comunicárselo —dijo Michael Moon. Porque, en efecto, mientras hablaban, otro coche de plaza se había colocado a toda prisa detrás del que esperaba, y el doctor Herbert Warner, dejando a un acompañante en el coche, se había posado cuidadosamente sobre la vereda.
Ahora bien, cuando usted es un facultativo eminente, y es llamado telegráficamente por una heredera para un caso de demencia peligrosa, y cuando, al entrar usted en la casa por el jardín, la heredera y su dueña de casa y dos de los señores pensionistas se dan las manos y bailan en torno de usted en rueda gritando:
¡No hay nada, no hay nada!
, usted se siente propenso a conturbarse y aun a disgustarse. El doctor Warner era una persona plácida, pero no precisamente apacible. Las dos cosas no son lo mismo en absoluto; y aun cuando Moon le explicó que él, Warner, con su sombrero de copa y esbelta, sólida figura, era justamente una columna tan clásica que en su torno debía bailar una rueda de risueñas doncellas en alguna antigua y áurea costa de Grecia, aun entonces pareció no poder alcanzar el motivo preciso del regocijo general.
—¡Inglewood! —exclamó el doctor Warner, clavando en su sitio con la vista a su ex discípulo—, ¿está usted loco?
Arthur se puso rojo hasta la raíz de su pelo castaño, pero contestó con relativa soltura y calma; —Ahora no. La verdad es, Warner, que acabo de hacer un descubrimiento médico bastante importante, muy de su renglón.
—¿Qué quiere decir? —preguntó el gran médico con tiesura— ¿qué descubrimiento?
—He descubierto que la salud es positivamente contagiosa, como la enfermedad —contestó Arthur.
—Sí; la cordura ha estallado y está cundiendo —dijo Michael danzando un
pas seul
con aire pensativo—. Veinte mil casos nuevos en los hospitales; enfermeras de servicio día y noche.
El doctor Warner estudió el rostro grave de Michael y sus piernas levemente movedizas con asombro ilimitado: —¿Y es esta —preguntó—, la cordura que está cundiendo?
—Tiene que perdonarme, doctor Warner —exclamó Rosamund cordialmente—. Ya sé que me he portado mal con usted; pero todo fue un error. Yo estaba de un humor espantoso cuando lo mandé buscar, pero ahora todo parece un sueño… y… el señor Smith es la cosa más rica, más deliciosa, más sensata, más simpática que ha existido jamás, y puede casarse con quien le dé la gana… excepto conmigo.
—Yo propondría a la señora Duke —dijo Michael.
La seriedad se acentuó en la cara del doctor Warner. Sacó una hojita de papel rosado del bolsillo del chaleco, con los ojos azul pálido fijos silenciosamente todo el tiempo en el semblante de Rosamund. Habló con una frialdad glacial por cierto bien excusable.
—Realmente, señorita Hunt, usted no me tranquiliza mucho. Me envió, hace apenas media hora, este telegrama:
“Venga inmediatamente, a ser posible, con otro médico. Hombre Innocent Smith enloqueció en casa y hace cosas espantosas. ¿Sabe usted algo de él?”
. Fui inmediatamente en busca de un distinguido colega mío, un médico que es también investigador privado, una autoridad en materia de demencia criminal; ha venido conmigo y está esperando en el coche. Ahora me dice usted que este demente criminal es una cosa simpatiquísima y altamente deliciosa y añade ditirambos que me dan mucho que pensar acerca de esas definiciones que dan ustedes de la cordura. No acierto a comprender el cambio.
—Y ¿cómo puede uno explicar un cambio en el sol y la luna y el alma de todo el mundo? —gritó Rosamund desesperada—. ¿He de confesar que nos habíamos puesto neurasténicos hasta el punto de creerlo loco por el mero hecho de querer casarse, y que ni siquiera sabíamos que era solamente porque nosotros mismos nos queríamos casar? Nos humillaremos, si quiere, doctor. Nos basta la felicidad que tenemos.
—¿Dónde está el señor Smith? —preguntó Warner a Inglewood muy cortante.
Arthur se acordó de golpe; había olvidado completamente a la figura central de su farsa, que desde hacía una hora o más no estaba visible. —Me… parece que está del otro lado de la casa cerca del cajón de la basura —dijo.
—Aunque esté en viaje a Rusia —dijo Warner—; hay que encontrarlo. —Y se alejó, desapareciendo tras una esquina de la casa, por el lado de los mirasoles.
—Espero —dijo Rosamund— que no se meterá con el Sr. Smith.
—¡Que se meta con su abuela! —dijo Michael con un bufido— no se puede encerrar a un hombre por el hecho de enamorarse. Por lo menos, espero que no.
—No; me parece que ni un médico sería capaz de sacar de él una enfermedad. Echaría lejos tanto al médico como a la enfermedad. Se me ocurre que es el caso de una especie de pozo santo. Creo que Innocent Smith es sencillamente inocente y que por eso resulta tan extraordinario.
Era Rosamund la que hablaba, trazando, inquieta, círculos sobre el césped con la punta del zapato blanco.
—A mí me parece —dijo Inglewood— que Smith no tiene nada de extraordinario. Resulta cómico sólo por ser tan asombrosamente común. ¿No saben ustedes lo que para un muchacho que vuelve a casa de vacaciones significa formar parte de un solo círculo de familia con tías y tíos? Esa valija sobre el coche es la canasta de un colegial. Este árbol aquí en el jardín no es sino la especie de árbol al que cualquier colegial se hubiera trepado. Sí, eso es lo que nos ha llamado la atención a todos en él, lo que no encontrábamos palabra para definir. Será o no será mi antiguo condiscípulo, pero por lo menos representa a todos mis antiguos condiscípulos. Es el eterno animal
come-bollos
y
tira-pelotas
que todos hemos sido.
—Ustedes nomás, muchachos ridículos —dijo Diana—. Yo no creo que jamás haya habido colegiala tan pava y estoy segura de que nadie ha sido más feliz, excepto. .. —y se detuvo.
—Yo les diré la verdad sobre Innocent Smith, —dijo Michael Moon en voz baja—. El doctor Warner ha ido en vano a buscarlo. No está. ¿No se han fijado en que no lo hemos visto más desde el momento en que nos encontramos a nosotros mismos? Era una criatura astral nacida de los cuatro; no era sino nuestra renacida juventud. Mucho antes de que el pobre Warner se descolgara de su coche, la cosa que llamábamos Smith se había disuelto en rocío y luz sobre este césped. Una o dos veces más, por misericordia de Dios, podremos sentir la cosa, pero al hombre jamás lo veremos. En un jardín primaveral, antes del desayuno, oleremos el olor llamado Smith. En el crujir de bulliciosas ramitas en pequeñas hogueras, oiremos un ruido llamado Smith. En todo lo insaciable e inocente de las hierbas que devoran la tierra como chiquillos en un festín de bollos, en las blancas mañanas que parten el cielo como un muchacho parte leña blanca, podremos sentir un instante la presencia de una pureza impetuosa; pero su inocencia era demasiado vecina de la inconsciencia de las cosas inanimadas para no deshacerse al más ligero toque en mansos cercos vivos y en celajes; él…