Manalive (3 page)

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Authors: Gilbert Keith Chesterton

Tags: #Clásico, otros

BOOK: Manalive
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“¿No es el amor, acaso, un Hércules

que trepa todavía a los árboles

en el jardín de las Hespérides?”

Hasta el inconmovible hombre de ciencia tuvo la viva y desconcertante sensación de que la Máquina del Tiempo había dado una enorme sacudida y se había adelantado con rechinante rapidez.

No estaba, sin embargo, del todo preparado para lo que sucedió a continuación. El hombre de verde, cabalgando en la frágil rama superior como una bruja en un palo de escoba muy peligroso, alcanzó el sombrero negro y lo arrebató de su aéreo nido de gajos. Se había roto contra una rama pesada en la primera explosión de su travesía; una maraña de frondas lo había rasgado agujereado y arañado en todas direcciones, un golpe de viento y de follaje lo habían hecho acordeón; tampoco pudo decirse que el comedido caballero de aguda nariz demostrara con su estructura consideración adecuada alguna en el momento en que, por último, lo desenganchó de su sitio. Sea como fuere, cuando lo hubo encontrado, su proceder fue singularmente considerado por algunos. Lo agitó con ruidosa algazara triunfal e inmediatamente pareció caerse hacia atrás del árbol, al cual, sin embargo, quedó sujeto por las largas y robustas piernas, como un mono que se columpiara colgado de la cola. Pendiente así, cabeza abajo, sobre el despojado Warner, procedió con cierta gravedad a dejar caer el maltrecho cilindro de felpa sobre sus sienes.

—Todo hombre es rey —explicó el filósofo de posición invertida—; luego, todo sombrero es corona. Pero esta es una corona caída del cielo.

Y otra vez intentó la coronación de Warner, el cual, sin embargo, se alejó en forma muy abrupta de la suspensa diadema; y, cosa asaz extraña, demostrando no desear su antigua decoración en el estado actual.

— ¡Es un error, un error! —exclamó con hilaridad el comedido—. Use siempre uniforme, aunque sea uniforme deshilachado. Los ritualistas pueden andar desaliñados siempre. Vaya a un baile con hollín en la pechera; pero vaya con pechera. El cazador usa chaqueta vieja, pero chaqueta vieja colorada. Use sombrero de copa aunque no tenga copa. Lo que vale es el símbolo, viejo gallo. Tome un sombrero, porque al fin y al cabo es su sombrero, con toda la felpa raspada por la corteza, queridos míos, y el ala ni siquiera rizada; pero, por respeto a antiguos respetos, es todavía, queridos míos, el sombrero rígido más noble del mundo.

Así hablando, con desatinada familiaridad, instaló o aplastó la informe galera de felpa sobre la frente del conturbado médico y cayó de pie entre los otros hombres, siempre conversando, radiante y falto de respiración.

— ¿Por qué no se inventan más juegos con el viento? —preguntó con cierto entusiasmo—. Están muy bien los barriletes, pero ¿por qué serán ellos sólo barriletes? Lo que es a mí se me ocurrieron otros tres juegos para días ventosos mientras me trepaba a ese árbol. Vean uno: se toma un montón de pimienta…

—A mí me parece —interrumpió Moon con mansedumbre sardónica— que sus juegos son ya suficientemente interesante. Permítame preguntarle si es usted un acróbata profesional en gira o un aviso ambulante de Sunny Jim
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. ¿Cómo y por qué hace usted este despliegue de energía para saltar paredes y escalar árboles en nuestros suburbios melancólicos, aunque al menos racionales?

El desconocido pareció tornarse confidencial, hasta donde era capaz de serlo persona tan estrepitosa.

—Bueno, es una habilidad mía, personal —confesó ingenuamente—. Lo hago por el hecho de tener dos piernas.

Arthur Inglewood, que en esa escena de locura había retrocedido a segundo plano, se adelantó de repente y clavó la vista en el recién llegado, fruncidos los ojos miopes y un poco más acentuados los subidos colores:

—Me parece que eres Smith —exclamó con su voz fresca casi de niño; y, después de un instante de mirada fija—, pero no estoy seguro.

—Creo que tengo una tarjeta —dijo el incógnito con desconcertante solemnidad—, una tarjeta con mi nombre auténtico, mis títulos, mis oficios, y mi verdadero propósito sobre esta tierra.

Sacó lentamente de un bolsillo superior del chaleco una cartera roja, y también lentamente extrajo de ella una tarjeta muy grande. En ese mismo instante les pareció que tenía una forma rara, parecía distinta de las tarjetas que acostumbraban llevar los caballeros. Pero estuvo ahí un momento tan sólo; porque al pasar de sus dedos a los de Arthur, el uno o el otro la dejó escapar. La ráfaga estridente y arrolladora de aquel jardín se llevó consigo la tarjeta del desconocido para agregarla a los desordenados desechos del universo; y aquel vendaval del oeste sacudió toda la casa, y pasó.

CAPÍTULO SEGUNDO: El equipaje de un optimista

Todos recordamos aquellos cuentos de hadas de nuestra infancia, en los cuales se jugaba con la suposición de que los animales grandes podían saltar en la misma proporción que los diminutos. Si un elefante fuera tan fuerte como una langosta, podría (supongo yo) saltar limpiamente desde el Jardín Zoológico y descender trompeteando sobre Primrose Hill. Si una ballena fuese capaz de dar brincos fuera del agua como una trucha, quizás la gente podría mirar hacia arriba y ver a alguna planeando sobre Yarmouth como la alada isla de Laputa
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.

Esa energía natural, aunque sublime, no dejaría por cierto de tener dificultades: muchos de esos inconvenientes acompañaban la alegría y las buenas intenciones del hombre vestido de verde. Para todo era demasiado grande, porque además de grande era vivaz. Por una afortunada providencia física, la mayoría de las criaturas muy voluminosas son también tranquilas; y las pensiones de mediana categoría en los barrios mediocres de Londres no están calculadas para un hombre de las proporciones de un buey con el entusiasmo de un gatito.

Cuando Inglewood siguió al recién llegado al interior de la pensión, lo encontró hablando en serio (y, a su modo de ver, en privado) a la incapaz Sra. Duke. Aquella gorda y lánguida señora no atinaba más que a alzar tamaños ojos redondos, a modo de pez moribundo, hacia el enorme caballero nuevo, que se ofrecía cortésmente como huésped, con vastos ademanes del ancho sombrero blanco en una mano y del maletín amarillo en la otra. Felizmente la sobrina y socia de la Sra. Duke, más eficiente, estaba allí para completar el contrato; porque, en verdad, toda la gente de la casa se había congregado no se sabe cómo, en la habitación. Este hecho era realmente típico de todo el episodio. El visitante creaba una atmósfera de crisis cómica; y desde el momento en que entró a la casa hasta el momento en que la dejó logró en cierto modo hacerse rodear y seguir por los huéspedes (aunque en son de burla) así como los niños rodean y siguen a un teatro ambulante de títeres.

Una hora antes y durante cuatro años hasta entonces, esas personas habían estado eludiéndose aun cuando se tenían verdadera simpatía. Se habían escabullido por piezas lóbregas y desiertas buscando determinados periódicos o alguna labor manual privada. Aun ahora todos llegaron fortuitamente como por intereses diversos, pero todos llegaron. Allí estaba el tímido Inglewood, todavía una especie de sombra roja; ahí también el nada tímido Warner, una sustancia pálida pero sólida. Ahí estaba Michael Moon ofreciendo como un acertijo el contraste de la tosquedad caballuna de su ropa con la sombría sagacidad de su rostro. Lo acompañaba su aún más cómico compinche Moses Gould. Fanfarroneando sobre sus cortas piernas, con una ampulosa corbata violeta, era el más alegre de los perritos infieles; pero como un perro también en eso; por más que bailara y coleara de gozo, los dos ojos oscuros a cada lado de su nariz protuberante, relucían lúgubremente como botones negros. Ahí estaba Rosamund Hunt, todavía con el hermoso sombrero blanco formando marco a su cuadrada cara jovial, y todavía con su aire innato de estar vestida para una fiesta que no llegaba jamás a realizarse. Ella, como el Sr. Moon, tenía una nueva compañera, nueva tan sólo con respecto a esta narración, pero en realidad una antigua amiga y protegida. Era esta mujer joven, menuda, de gris oscuro, con nada más notable que una masa de cabello rojo opaco cuyo arreglo daba en cierto modo a su cara pálida aquel aspecto triangular, casi en pico, que resultaba del tocado y la rica golilla de las beldades isabelinas. Su apellido era, según parece, Gray, y la Srta. Hunt le decía Mary con ese tono indescriptible que sólo se aplica a una antigua subalterna que prácticamente se ha convertido en amiga. Llevaba una crucecita de plata sobre su serio traje gris y era el único miembro del grupo que iba a la iglesia. Por último —pero no la última, sino todo lo contrario—, allí estaba Diana Duke, estudiando al recién llegado con ojos de acero y escuchando con cuidado cada palabra idiota que pronunciaba. En cuanto a la Sra. Duke, alzaba hacia él la faz sonriente, pero ni siquiera soñaba en escucharlo. Nunca había escuchado de veras a ser alguno en su vida: razón por la cual, no faltó quien lo dijera, seguía sobreviviendo.

Sin embargo, a la Sra. Duke le complacía esa concentración cortés del nuevo huésped sobre su persona. Porque nadie le había hablado jamás en serio, así como ella a nadie había escuchado en serio jamás. Y casi resplandecía, mientras el desconocido, con ademanes explicativos cada vez más amplios, poco menos que giratorios, sin dejar el sombrero y el maletín enormes, pedía disculpa por haber entrado por la pared en vez de hacerlo por la puerta de calle. Se interpretó que lo achacaba a una malhadada tradición familiar de prolijidad y cuidado de la ropa.

—Mi madre era un poco estricta en ese punto, a decir verdad —dijo, bajando la voz, a la Sra. Duke—. Nunca le gustó que perdiera la gorra en la escuela. Y cuando a un hombre se le ha enseñado a ser ordenado y prolijo, eso se le queda pegado.

La Sra. Duke boqueó débilmente que sin duda habría tenido una madre muy buena; pero su sobrina parecía tener ganas de sondear más el asunto.

—Tiene usted una idea rara de la prolijidad —dijo—, si la hace consistir en saltar paredes y escalar árboles. No sé bien cómo puede un hombre treparse a un árbol ordenadamente.

—Puede franquear una pared con limpieza —dijo Michael Moon—; yo se lo vi hacer.

Smith parecía estar mirando a la muchacha con genuino asombro.

—Mi querida joven —dijo—, yo estaba ordenando el árbol. No le querría usted ver con sombreros del año pasado así como no querría verlo con hojas del año pasado, ¿no es así? El viento sacó las hojas, pero no pudo con el sombrero; ese viento, supongo, ha ordenado hoy bosques enteros. Extraña idea es esa de que el orden es una especie de cosa tímida y tranquila; el orden es faena para gigantes. Usted no puede arreglar nada sin desarreglarse usted misma; mire un poco mis pantalones. ¿No sabe usted eso? ¿Nunca ha hecho una limpieza de primavera?
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—Cómo no, señor —dijo la Sra. Duke casi ansiosamente—. Todas esas cosas las encontrará lo más bien. —Por primera vez había oído dos palabras que podía entender.

La señorita Diana Duke parecía estar estudiando al desconocido en una especie de espasmo de cálculo; luego cerró sus ojos negros de golpe y dijo que, si quería, se le podría dar un dormitorio privado en el piso alto: y el silencioso y sensible Inglewood que había estado en ascuas durante esos despropósitos, se ofreció afanoso a acompañarlo a la pieza. Smith subió la escalera de cuatro en cuatro, y cuando se dio la cabeza contra el último techo, Inglewood tuvo una curiosa sensación de que el alto edificio era mucho más bajo que antes.

Arthur Inglewood siguió a su antiguo amigo, o a su nuevo amigo, porque no sabía claramente cuál de las dos cosas era. Por momentos la cara parecía muy semejante a la de su ex condiscípulo y por momentos muy distinta. Y cuando Inglewood se apartó de su innata cortesía hasta el punto de decir de pronto: — ¿Usted se llama Smith?—, recibió la nada aclaratoria respuesta de: —Perfectamente; perfectamente. Muy bueno. ¡Excelente!— lo cual a Inglewood, al reflexionar, le pareció más el lenguaje de un recién nacido al aceptar un nombre que el de un adulto que recibe el suyo.

A pesar de tales dudas sobre su identidad, el infeliz Inglewood se quedó mirando al otro que deshacía su equipaje, mientras él mismo daba vueltas por el dormitorio en todas las actitudes impotentes del amigo varón. El Sr. Smith sacaba sus prendas con la misma clase de precisión vertiginosa con que trepaba a un árbol, arrojando las cosas fuera de la valija como si fuesen basura, pero logrando con todo distribuirlas simétricamente en el suelo a su alrededor.

Al hacerlo, continuaba hablando en la misma forma entrecortada (había subido los escalones de a cuatro, pero aun sin esto el estilo de su habla era falto de aliento y fragmentario), y sus observaciones seguían siendo una cadena de cuadros más o menos significativos pero muchas veces disgregados.

—Como el día del juicio —dijo, arrojando una botella de manera que, no se sabe cómo, cayó balanceándose sobre el extremo que correspondía—. La gente dice universo vasto… infinitud y astronomía; problemático… me parece que las cosas están demasiado amontonadas… empaquetadas; para viajar… las estrellas demasiado cerca en realidad… vaya, el sol es una estrella, demasiado cercana para que se pueda ver bien; la tierra es una estrella, demasiado cercana para que se vea ni poco ni mucho… demasiadas piedritas en la playa; todas merecían engarzarse en anillos; demasiadas hojitas de hierba para estudiar… plumas en un pájaro que marean los sesos; espere que se vacíe la valija… entonces todos seremos colocados en nuestro lugar correspondiente.

Aquí se detuvo, literalmente por la falta de respiración, arrojando una camisa al otro extremo de la pieza, y luego un frasco de tinta, de modo que vino a caer detrás con toda limpieza. Inglewood paseó la vista por ese extraño desorden semimetódico con una duda creciente.

En efecto, cuando más se exploraba el equipaje de vacaciones del Sr. Smith, tanto menos se sacaba en limpio al respecto. Una de sus peculiaridades era que todo parecía estar allí por el motivo que no le correspondía. Lo que para todo el mundo resultaba secundario, era primario para él. Envolvía en papel madera un cacharro; y el inadvertido ayudante descubría luego que el cacharro carecía de valor y aun innecesario, y que lo realmente precioso era el papel madera. Extrajo dos o tres cajas de cigarros y explicó con sencilla e intrigante sinceridad que él no fumaba pero que, la madera de las cajas de cigarros era con mucho la mejor para calar. Exhibió también unas seis botellitas de vino, blanco y tinto; e Inglewood, fijándose casualmente en un Volnay que él sabía excelente, supuso al principio que el forastero era un epicúreo en bebidas. Le sorprendió, pues, ver que la botella siguiente contenía un vil clarete falsificado de las colonias, que ni siquiera beben los mismos colonos (hagámosles justicia). Sólo entonces observó que las seis botellas tenían brillantes sellos metálicos, de varios tonos, y parecían haber sido elegidas únicamente porque daban los tres colores primarios y los tres secundarios: rojo, azul y amarillo; verde, violeta y anaranjado. Se apoderó de Inglewood una sensación casi espeluznante de la verdadera puerilidad de aquella criatura. Porque Smith era realmente, hasta donde puede serlo la psicología humana, inocente. Tenía las sensualidades de la inocencia. Le encantaba lo pegajoso de la goma, y cortaba la madera blanca ávidamente como quien corta un bizcochuelo. Para este hombre el vino no era una cosa dudosa que podía ser defendida o atacada; era un jarabe de curiosos colores, como los que ve un niño en una vidriera. Hablaba con autoridad y sin miramientos de la situación social; aunque no lo hacía haciendo valer sus derechos, como un superhombre en una comedia moderna. Sencillamente se olvidaba de sí mismo, como un chiquillo en una fiesta. Había dado, quién sabe cómo, un paso gigantesco desde la primera infancia a la edad viril, salteándose esa crisis de juventud en la cual la mayoría envejecemos.

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