— ¿Para qué serviría el oro —decía— si no reluciera? ¿Para qué querríamos una libra esterlina negra, ni un sol negro al mediodía? Un botón negro serviría lo mismo para el caso. ¿No ven ustedes que todo en este patio parece una joya? Y ¿quieren ustedes tener la bondad de decirme para qué diablos queremos una joya sino para que parezca una joya? ¡Déjense de comprar y vender y empiecen a mirar! Abran los ojos y amanecerán en la Nueva Jerusalén.
Todo aquello que reluce,
Todo aquello es oro:
Aquel árbol y esta torre
Y esos bronces, todo.
Aire de oro vespertino
Rueda en césped de oro.
Dad a Jericó el aviso:
¡Vendo un áureo lodo!
Oro es todo lo que brilla,
Porque el brillo es oro.
—¿Y quién escribió eso? —preguntó, divertida, Rosamund.
—Nadie lo escribirá jamás —contestó Smith, y salvó de un brinco alado las piedras.
—De veras, —dijo Rosamund a Michael Moon— habría que mandarlo a un manicomio. ¿No le parece?
—Perdón. ¿Qué me decía? —preguntó Michael con aire algo sombrío; su cabeza larga y morena se dibujaba oscura contra el poniente, y, sea por casualidad o por estado de ánimo, tenía el aspecto de algo aislado y aun hostil en medio de la extravagancia social del jardín.
—Sólo decía que el señor Smith debía ir al manicomio, —repitió la dama.
El rostro descarnado parecía alargarse más y más, porque Moon, sin duda alguna, se estaba mofando.
—No, —dijo—. Me parece completamente innecesario.
—¿Qué quiere decir? —preguntó rápidamente Rosamund—. ¿Por qué?
—Porque, actualmente, está en un manicomio, —contestó Michael Moon con voz tranquila pero desagradable—. ¿Qué?, ¿no lo sabía?
— ¿Cómo? —exclamó la joven— y se le cortó el habla; porque la cara del irlandés y su voz eran en realidad casi espeluznantes. Con su figura oscura y sus frases oscuras en la plena luz de aquel sol, parecía el demonio en el paraíso.
—Lo siento mucho —continuó con una especie de agria humildad—. Naturalmente, no lo comentamos mucho… pero yo creí que todos lo sabíamos en realidad.
—¿Sabíamos qué?
—Pues, —contestó Michael—, que la Casa del Faro es cierta especie de casa bastante singular… una casa con los tornillos flojos, diremos. Innocent Smith no es sino el médico que nos hace una visita; ¿no estaba usted presente la última vez que nos visitó? Como la mayor parte de nuestras enfermedades son melancólicas, es natural que tenga que estar superalegre. La cordura, por supuesto, nos parece una cosa muy petulante y excéntrica. Saltar una pared, trepar un árbol, he ahí su sistema terapéutico.
—¿Se atreve usted a decir semejante cosa? —gritó Rosamund hecha una fiera—. ¿Se atreve a sugerir que yo…?
—No más que yo, —dijo Michael, apaciguado—; no más que todos los otros. ¿No ha reparado usted en que la señorita Duke nunca se queda quieta? Un síntoma notorio. ¿Nunca se ha fijado en que Inglewood siempre se está lavando las manos? Un indicio conocido de enfermedad mental. Yo, por supuesto, soy un dipsómano.
—No lo creo —prorrumpió su compañera no sin agitación—. He oído decir que usted tiene algunas malas costumbres.
—Todas las costumbres son malas —dijo Michael con calma mortal—. La locura no viene por el hecho de romper la línea sino por el hecho de ceder; por el hecho de establecerse en algún círculo vicioso pequeño y sucio de ideas, por el hecho de amansarse; usted se enloqueció respecto al dinero, porque es una heredera.
—¡Mentira! —gritó Rosamund con furia—. Nunca fui mezquina en materia de dinero.
—Fue peor, —dijo Michael en voz queda, pero violenta—. Usted pensó que lo eran los demás. Creyó que cada hombre que se le acercaba tenía que ser un cazador de fortunas; usted no podía emanciparse de esa idea y sanarse; y ahora está loca y yo estoy loco, y bien merecido lo tenemos. 4
—¡Qué bestia! —dijo Rosamund, completamente lívida—. ¿Y es cierto eso?
Con una crueldad intelectual de que es capaz el celta cuando sus abismos están sublevados, Michael guardó silencio durante unos segundos, y luego dio un paso atrás con un saludo irónico.
—No literalmente cierto, por supuesto, —dijo— pero realmente cierto. Una alegoría, digamos. Una sátira social.
—Y yo detesto y desprecio sus sátiras, —exclamó Rosamund Hunt, soltando como un ciclón toda su pujante personalidad femenina y articulando cada palabra con el fin de herir—. Las desprecio como desprecio su fétido tabaco, y sus antipáticos modales de haragán, y sus gruñidos, y su radicalismo, y su ropa vieja, y su diarucho de porquería, y su fracaso en todo, caramba. No me importa que lo llame usted esnobismo o como quiera; a mí me gusta la vida y el éxito y cosas lindas, alegres para recrear la vista, y me gusta la acción. No me va a asustar usted con Diógenes; prefiero a Alejandro.
—Victrix causa deae
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—dijo Michael con voz tétrica, y esto le dio a ella más rabia porque, al no saber qué quería decir, imaginó que era chiste.
—Sí, sí, supongo que ha de saber griego, —dijo con alegre inexactitud—; tampoco ha conseguido con eso gran cosa, que digamos. —Y atravesó el jardín en pos de los desaparecidos Innocent y Mary.
Al hacerlo, se cruzó con Inglewood que volvía lentamente a la casa con la frente nublada y pensativa. Era uno de esos hombres que son perfectamente inteligentes, pero el reverso de rápidos. Cuando volvía del jardín lleno de sol poniente al comedor lleno de crepúsculo, Diana Duke se levantó a toda prisa y empezó a guardar las cosas del té. Pero antes Inglewood ya había sorprendido un cuadro instantáneo tan único que bien lo podía haber atrapado en su eterna máquina. Porque Diana había estado sentada frente a su trabajo inconcluso con el mentón en la mano, mirando en línea recta por la ventana, sumida en pensamientos puramente impensados.
—Está ocupada usted —dijo Arthur, extrañamente violento por lo que había visto y deseando ignorarlo.
—No hay tiempo para soñar en este mundo —contestó la joven dándole la espalda.
—Últimamente he estado pensando —dijo Inglewood en voz baja— que no hay tiempo para despertar.
Ella no contestó, y él se dirigió a la ventana y miró hacia el jardín.
—Yo ni fumo ni bebo ¿sabe? —dijo sin que viniera al caso—, porque me parece que son drogas. Y, sin embargo, supongo que todas las manías, como mi fotografía y mi bicicleta, son drogas también. Meterme debajo de un paño negro, meterme en un cuarto oscuro, es meterme de cualquier modo en un agujero. Drogarme con velocidad y sol y fatiga y aire puro. Darle a los pedales de la máquina tan rápidamente que me convierto en una máquina yo mismo. Eso nos pasa a todos. Estamos demasiado ocupados para despertarnos.
—Bueno —dijo rotundamente la muchacha— ¿y qué cosa hay a la cual debamos despertarnos?
—¡Tiene que haber! —exclamó Inglewood girando con excitación singular—. Tiene que haber algo para lo cual valga la pena despertarse. Todo lo que hacemos son preparativos: su limpieza y mi cultivo de la salud y las aplicaciones científicas de Warner. Siempre nos estamos preparando para algo, algo que no se realiza nunca. Yo ventilo la casa y usted limpia la casa; pero ¿qué va a suceder en la casa?
Ella lo miraba silenciosamente, pero con ojos muy brillantes, y parecía estar buscando alguna forma de palabras que no podía encontrar.
Antes de que pudiera hablar, la puerta se abrió de golpe y la barullera Rosamund Hunt con su radiante sombrero blanco, boa y sombrilla, quedó encuadrada en el marco. Estaba sofocada y en su cara franca trasuntaba una expresión de azoramiento infantil.
—¡Buena está la cosa! —dijo jadeante— ¿qué tendré que hacer ahora?, pregunto. He telegrafiado al Dr. Warner; es lo único que se me ocurre.
—¿Qué pasa? —preguntó Diana un poco bruscamente, pero adelantándose como quien está acostumbrado a que se le pida auxilio.
—Es María —dijo la heredera—, mi dama de compañía, Mary Gray: ese cretino amigo de ustedes llamado Smith se le ha declarado en el jardín, a las diez horas de conocerla, y ahora quiere irse con ella a solicitar una licencia especial de matrimonio.
Arthur Inglewood caminó hacia los ventanales abiertos y miró al jardín, todavía de oro en la luz de la tarde. Nada allí se movía, a no ser alguno que otro pajarito saltando y piando; pero más allá del cerco y de las rejas, en la calle, del otro lado del portón, esperaba un coche de plaza, con el maletín amarillo.
Diana Duke pareció estar inexplicablemente irritada por la entrada y el anuncio repentinos de la otra muchacha.
—Bueno —dijo brevemente—, supongo que la señorita Gray lo podrá rechazar, si no quiere casarse con él.
—¡Pero es que
quiere
casarse con él! —exclamó Rosamund con exasperación—. Es una idiota salvaje y perversa, pero no voy a separarme de ella.
—Puede ser —dijo Diana, fría como un témpano—; pero no veo, realmente, qué podemos hacer.
—Pero el hombre está
chiflado
, Diana, —razonó iracunda su amiga— ¡No puedo permitir que mi buena institutriz se case con un hombre que es chiflado! Usted o alguien
tiene
que evitarlo. Señor Inglewood, usted es hombre; vaya y dígales que sencillamente no pueden…
—Lamentablemente, me parece que sencillamente pueden —dijo Inglewood con aire deprimido—. Yo tengo mucho menos derecho a intervenir que la señorita Duke, además de tener, por supuesto, mucho menos fuerza moral que ella.
—Ninguno de los dos tiene suficiente —exclamó Rosamund, y cedieron los últimos frenos de su genio formidable—. Me parece que iré a otro lado en busca de un poquito de sentido común y de valor. Me parece que conozco a alguien que por lo menos me ayudará más que ustedes… es una bestia feroz, pero es hombre y tiene cabeza, y lo sabe… —y se lanzó al jardín con las mejillas encendidas y la sombrilla girando como una rueda de Santa Catalina.
Encontró a Michael Moon debajo del árbol del jardín mirando hacia— el otro lado del cerco, encorvado como un ave de rapiña, con la gran pipa colgándole sobre el largo mentón azulado. La misma dureza de su expresión le agradó, tras el absurdo del nuevo compromiso y la indecisión de sus otros amigos.
—Siento mucho haberme enojado, señor Moon —dijo francamente—. Lo detesté por cínico; pero he tenido mi castigo, porque ahora me hace falta un cínico. He tenido mi hartazgo de sentimiento. Estoy hastiada. El mundo se ha enloquecido, señor Moon; todos menos los cínicos, me parece. Ese demente Smith quiere casarse con mi amiga Mary, y ella… ella… parece que no tiene inconveniente.
Al mirar su atenta cara y verlo que seguía fumando sin inmutarse, agregó con viveza:
—No es broma; ese coche que está ahí afuera es del señor Smith. Jura que se la va a llevar ahora a lo de su tía y va a tramitar una licencia especial. Deme, por favor, algún consejo práctico, señor Moon.
El señor Moon se sacó la pipa de la boca, la tuvo un momento en la mano, reflexionando, y luego la arrojó al otro lado del jardín.
—El consejo práctico que le doy es este —dijo—: Deje que tramite esa licencia especial, y pídale que consiga otra para usted y para mí.
—¿Es uno de sus chistes? —preguntó la joven—. Diga, por favor, lo que quiere decir de veras.
—Quiero decir que Innocent Smith es un hombre de negocios —dijo Moon con ponderada precisión— un hombre sencillo, práctico; un hombre de empresa; un hombre de hechos y de la luz del día. Ha dejado caer de repente sobre mi cabeza veinte toneladas de ladrillos sólidos y, por suerte, me han despertado. Nos echamos a dormir hace un momento sobre este mismo césped, en este mismo sol. Hemos echado una siestita más o menos de cinco años; pero ahora nos vamos a casar, Rosamund, y no veo por qué aquel coche…
—En verdad —dijo Rosamund con fiereza— no sé qué quiere decir.
—¡Qué mentira! —gritó Michael, avanzando sobre ella con ojos brillantes—. Soy muy amigo de mentiras, por lo general; ¿pero no ve usted que esta noche no sirven? Hemos vagado hasta llegar a un mundo de hechos, querida. Ese césped que crece, y ese sol que se pone, y ese coche en la puerta son hechos. Usted solía atormentarse y disculparse diciéndose que yo iba detrás de su dinero y que no la amaba de veras. Pero si yo, aquí, ahora, le dijera que no la amaba… usted no me creería: porque en este jardín está la verdad esta noche.
—Realmente, señor Moon… —dijo Rosamund más débilmente.
El mantenía fijos en el rostro de ella dos grandes y azules ojos magnéticos.
—¿Mi nombre es Moon? —preguntó—. ¿El suyo es Hunt? Palabra de honor que me parecen tan raros y lejanos como nombres de pieles rojas. Es como si su nombre fuera “nadar” y el mío “madrugada”. Pero nuestros verdaderos nombres son Esposo y Esposa como eran cuando nos quedamos dormidos.
—Es inútil —dijo Rosamund, con lágrimas verdaderas en los ojos—; uno no puede retroceder.
—Yo puedo ir a donde me dé la maldita gana —dijo Michael— y la puedo llevar a usted al hombro.
—¡Pero, fuera de bromas, Michael, fuera de bromas, usted debe detenerse a pensar! —exclamó seriamente la muchacha—. Usted me podría alzar en peso, cuerpo y alma, me parece, pero podría resultar un mal asunto y muy amargo a pesar de todo. Estas cosas hechas con ese atropello romántico como lo del señor Smith… estas cosas atraen, sí, a las mujeres, no lo niego. Atrajeron a la pobre Mary, por lo pronto. Me atraen a mí, Michael. Pero el hecho frío sigue en pie: los casamientos imprudentes conducen positivamente a la desgracia y a la desilusión. .. Usted se ha acostumbrado a sus bebidas y a sus cosas… yo no voy a ser bonita mucho tiempo…
—¡Casamientos imprudentes! —rugió Michael—. Dígame, por favor, dónde, en la tierra o en el cielo, hay casamientos prudentes. Como si hablara de suicidios prudentes. Usted y yo que hemos remoloneado el uno en torno al otro por bastante tiempo ¿estamos acaso más seguros que Smith o Mary Gray, que se conocieron anoche? No se puede conocer a un marido hasta casarse con él. ¡Desgraciada! Claro que va a ser desgraciada. ¿Quién, diablos es usted para no ser desgraciada como la madre que la dio a luz? ¡Desilusionados! Claro que nos vamos a desilusionar. Yo, por lo pronto, no espero hasta el día de mi muerte ser tan buen hombre como lo soy en este instante, porque ahora mismo mido cincuenta mil metros… una torre con todas las trompetas voceando.
—Usted ve todo eso —dijo Rosamund con grandiosa sinceridad en su firme rostro— y ¿de veras quiere casarse conmigo?