Lo interrumpió un estallido como de bomba detrás de la casa. Casi al mismo instante el desconocido que esperaba en el coche saltó de él, dejándolo tambaleante sobre las piedras de la calle. Se asió de las rejas azules del jardín y miró con ansia por encima, en la dirección del ruido. Era un hombre diminuto, desgalichado, pero con aire alerta; muy flaco, con una cara que parecía hecha de espinas de pescado, y una galera de felpa tan rígida y resplandeciente como la de Warner, aunque echada para atrás, al descuido.
—¡Asesinato! —chilló con voz alta y femenina, pero muy penetrante—. ¡Atajen a ese asesino!
Mientras gritaba, un segundo tiro sacudió las ventanas inferiores y, a su estrépito, el doctor Warner vino volando por un costado de la casa como un conejo saltarín. Aun antes de que llegara el grupo de espectadores, una tercera descarga los había ensordecido, y vieron con sus propios ojos dos puntos de cielo blanco a través del segundo ejemplar de los desgraciados sombreros de copa de Herbert. Un momento después el médico fugitivo tropezó con una maceta y cayó sobre las manos, mirando absorto con ojos de vaca. El sombrero, con los dos agujeros de bala, rodó sobre el camino de pedregullo delante de él, e Innocent Smith vino por el mismo lado como un ferrocarril. Parecía el doble de su tamaño, un gigante vestido de verde, con el gran revólver humeante todavía en la mano, con el rostro sanguíneo y en sombras, los ojos ardientes como estrellas y el pelo amarillo parado en todas direcciones como el de Juan el Desgreñado.
Aunque el silencio envolvió por un instante esta sorprendente escena, Inglewood tuvo tiempo de sentir una vez más lo que había sentido al ver la otra pareja de novios de pie sobre el césped: la sensación de cierta claridad perfilada y coloreada que más pertenece a las cosas del arte que a las cosas de la experiencia. La maceta rota con sus geranios de rojo incandescente, el bulto verde de Smith y el bulto negro de Warner, la verja de puntas azules allá atrás asidas por las amarillas garras de buitre del desconocido, y, asomando por ellas su largo cuello también de buitre, la galera de felpa sobre el pedregullo, y la nubecita de humo flotando a través del jardín con la inocencia de una bocanada de humo de cigarrillo; todas estas cosas parecían tener una distinción y una precisión no naturales. Existían como símbolos en un éxtasis de separación. En efecto, cada objeto se volvía más y más particular y precioso porque todo el cuadro se iba descomponiendo. Así brillantes aparecen las cosas justamente cuando van a estallar. Mucho antes de que sus fantasías cesaran, más aún, antes de que empezaran, Arthur había cruzado al otro lado y había tomado a Smith por un brazo. Simultáneamente el diminuto desconocido había subido corriendo las gradas y lo había tomado por el otro. Smith se desató en carcajadas e hizo entrega voluntaria de su pistola. Moon enderezó al doctor sobre los pies y fue después a recostarse, taciturno, contra el portón. Las muchachas estaban silenciosas y vigilantes, como lo están la mayoría de las mujeres buenas en los momentos de catástrofe, pero sus rostros demostraban que, de un modo o de otro, una luz se había apagado violentamente en su cielo. El mismo doctor, al incorporarse, recogió el sombrero y el sentido, y, sacudiéndose el polvo con aire de gran desagrado, se volvió hacia ellas en ademán de breve disculpa. Estaba muy pálido a consecuencia de su reciente pánico, pero hablaba con perfecto dominio de sí mismo.
—Con permiso de ustedes señoritas —dijo—; mi amigo y el señor Inglewood son ambos hombres de ciencia a su manera. Me parece que todos deberíamos conducir al señor Smith adentro y comunicarnos después con ustedes.
Y bajo la custodia de los tres filósofos naturales, el desarmado Smith fue llevado con tino al interior de la casa, todavía desternillándose de risa.
De cuando en cuando, durante los veinte minutos siguientes, su estampido de hilaridad podía oírse de nuevo por la ventana entreabierta; pero ni un eco siquiera llegaba de las tranquilas voces de los médicos. Las muchachas se paseaban por el jardín friccionándose mutuamente el espíritu lo mejor que podían; Michael Moon seguía apoyado pesadamente contra el portón. Al terminar más o menos el lapso indicado, salió el doctor Warner de la casa con la cara menos pálida pero aún más severa, y el hombrecito de la cara de espinas avanzó por detrás gravemente. Y si el rostro de Warner a la luz del sol era el de un juez que sentencia a la horca, el semblante del hombrecito a su espalda era el de un verdugo.
—Señorita Hunt —dijo el doctor Herbert Warner—, sólo quiero expresarle mis sinceras gracias y admiración. Con su decidido valor y prudencia, al mandarnos buscar por telegrama esta tarde, nos ha hecho posible capturar, para impedir que siga ocasionando más daños, a uno de los más crueles y terribles enemigos de la humanidad, a un criminal en quien lo plausible y lo despiadado se combinan como jamás hasta ahora se habían combinado en carne humana.
Rosamund miró hacia él con la pálida cara como hoja en blanco, pestañeándole los ojos.
—¿De qué está hablando? —dijo—. No puede estar hablando de Smith.
—Ha figurado con muchos nombres distintos —dijo gravemente el doctor— y no dejó uno solo sin que le llovieran maldiciones. Aquel hombre, señorita Hunt, ha dejado a través del mundo una huella de sangre y de lágrimas. Si es loco además de malvado es algo que estamos tratando de descubrir en obsequio a la ciencia. En todo caso, tenemos que presentarlo primero a un magistrado, aunque más no sea en camino al manicomio. Pero el manicomio en que se le secuestre tendrá que estar sellado muro tras muro y cercado de fusiles como una fortaleza, o escapará otra vez violentamente para traer al mundo matanza y tinieblas.
Rosamund miró a los dos médicos, tornándosele el rostro cada vez más pálido. Luego sus ojos se desviaron hacia Michael, apoyado contra el portón; pero él siguió recostado sin moverse, vuelta la cara hacia la calle que se iba oscureciendo.
El criminalista especializado que había venido con el doctor Warner era, examinándolo más detenidamente, una figura más urbana y hasta más pulcra de lo que parecía cuando estaba prendida de las rejas con el cuello estirado sobre el jardín. Hasta resultó relativamente joven cuando se sacó el sombrero; tenía pelo rubio partido al medio, cuidadosamente rizado a los costados, y movimientos vivos, especialmente de las manos. Llevaba un monóculo de dandy colgado al cuello por una ancha cinta negra, y una gran corbata de moño, como si una enorme mariposa americana se hubiera posado sobre él. Su vestimenta y sus ademanes podían ser los de un muchacho; sólo cuando se miraba la cara de espina de pescado se contemplaba algo acre y viejo. Sus modales eran excelentes, aunque por cierto no ingleses, y tenía dos manías semiconscientes por las cuales las personas, aunque lo vieran una sola vez lo recordaban siempre. Una era la de cerrar los ojos cuando quería ser particularmente cortés; la otra la de alzar en el aire el pulgar y el índice unidos, como quien toma una pizca de rapé, cada vez que titubeaba o se detenía sobre una palabra. Pero los que pasaban más tiempo en su compañía tendían a olvidar esas pequeñas originalidades merced a su curiosa y solemne conversación y sus puntos de vista verdaderamente singulares.
—Señorita Hunt —dijo el doctor Warner—, este es el doctor Cyrus Pym.
El doctor Cyrus Pym cerró los ojos durante la presentación, un poco como quien “juega limpio” en algún juego de niños, e hizo una pequeña inclinación rápida que, quién sabe por qué razón, lo reveló de repente como ciudadano de los Estados Unidos.
—El doctor Cyrus Pym —continuó el doctor Warner (el doctor Pym cerró otra vez los ojos)— es el primer experto en criminología de América. Somos muy afortunados al poder consultarlo en este caso extraordinario.
—Yo no entiendo ni jota de todo esto —dijo Rosamund—. ¿Cómo puede el pobre señor Smith ser tan terrible como lo presentan ustedes?…
—O el telegrama de usted —dijo Herbert Warner sonriendo.
—¡Es que ustedes no entienden! —exclamó la muchacha con impaciencia—. Lo que es a nosotros nos ha hecho más bien que si hubiéramos ido a la iglesia.
—Creo que se lo puedo explicar a la señorita —dijo el doctor Pym—. Este criminal o demente Smith es un verdadero genio del mal, y tiene su método propio, un método del más atrevido ingenio. Es popular dondequiera que va, porque invade cada casa como un niño alborotador. La gente se está poniendo suspicaz ante todos los disfraces respetables del canalla, así que usa siempre el disfraz de… ¿cómo diré?… de bohemio, de bohemio inocente. Siempre toma a la gente de sorpresa. La gente está acostumbrada a la careta de la buena conducta convencional. Él se las da de excéntrico jovial. Usted cuenta con que un Don Juan se disfrace de solemne y sólido comerciante español; pero no está preparada a encontrarse con un Don Juan cuando se disfraza de Don Quijote. Usted no se sorprende de que un hipócrita se porte como Sir Charles Grandison; porque (con todo respeto, señorita Hunt, por la ternura profunda y conmovedora hasta las lágrimas de Samuel Richardson), Sir Charles Grandison
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muchas veces se portó como un hipócrita. Pero ningún ciudadano verdadero de sangre roja está del todo prevenido ante un hipócrita que se modela, no sobre Sir Charles Grandison, sino sobre Sir Roger de Coverley
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. Pasar por un hombre bueno un poquito chiflado es una forma nueva de incógnita criminal, señorita Hunt. Ha sido una gran idea, y ha tenido éxito por lo general; pero su éxito lo hace estupendamente cruel. Yo puedo perdonar que Dick Turpin
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personifique al doctor Busby
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; no lo puedo perdonar cuando encarna al doctor Johnson
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. El santo con un tornillo flojo es demasiado sagrado, se me ocurre, para ser parodiado.
—Pero ¿cómo sabe usted —gritó Rosamund desesperada— que el señor Smith es un criminal conocido?
—Yo reuní todos los documentos —dijo el norteamericano— cuando me llamó mi amigo Warner al recibir su telegrama. Es asunto de mi profesión conocer estos hechos, señorita Hunt; y son cosas tan registradas e indiscutibles como los datos de cualquier guía Bradshaw en la librería. Este hombre hasta ahora ha burlado la ley por su admirable afectación de infancia o demencia. Pero yo mismo, como especialista, he comprobado privadamente datos de unos dieciocho o veinte crímenes intentados o consumados de esa manera. Llega a una casa como vino a esta y se conquista una grandiosa popularidad. Hace andar las cosas. Andan, en efecto; cuando él se ha ido, las cosas se han ido. Se han ido señorita Hunt, se han ido: la vida de un hombre, o las cucharillas de un hombre, o más frecuentemente una mujer. Le aseguro que tengo todos los datos anotados.
—Los he visto —dijo Warner sólidamente—. Puedo asegurarles que todo es tal cual lo afirma.
—El aspecto menos viril, según mi modo de sentir —continuó el doctor norteamericano— es ese perpetuo seducir a mujeres inocentes por medio de una loca simulación de inocencia. De casi todas las casas en donde ha estado este gran demonio imaginativo se ha llevado con él a alguna pobre muchacha; hay quien dice que tiene ojo de hipnotizador junto con sus otras facciones curiosas, y que lo siguen automáticamente. Qué se ha hecho de todas esas pobres muchachas, nadie lo sabe. Fueron asesinadas, me inclino a creer; porque tenemos muchos ejemplos, además de este, de conatos de homicidio en su haber, aunque ninguno lo ha puesto en manos de la ley. Sea como fuere, nuestros métodos de pesquisa más modernos no han podido dar con el menor rastro de aquellas desdichadas mujeres. Cuando pienso en ellas me conmuevo de veras, señorita Hunt. Y realmente no me queda más que decir ahora sino lo que ha dicho el doctor Warner.
—Exactamente —dijo Warner, con una sonrisa que parecía moldeada en mármol—, que todos tenemos mucho que agradecerle por ese telegrama.
El hombrecillo de ciencia yanqui había estado hablando con tan evidente sinceridad que uno se olvidaba de los tics de su voz y de sus modales, de las caídas de párpados, la entonación ascendente, el índice y pulgar en funciones, los cuales en otros momentos eran un poquito cómicos. No tanto porque fuese más inteligente que Warner; quizá lo era menos, aunque más célebre. Pero tenía lo que nunca tuvo Warner, una seriedad fresca no afectada, la gran virtud norteamericana de la sencillez. Rosamund frunció el entrecejo y miró apesadumbrada hacia la casa ensombrecida que contenía el oscuro prodigio.
Aun persistía la luz del día, pero había pasado del oro al plateado, y estaba cambiando del plateado al gris. Las largas sombras plumosas de uno que otro árbol en el jardín se esfumaban más y más en un opaco fondo crepuscular. En la sombra más profunda y pronunciada, que era la entrada a la casa, cerca de las grandes ventanas francesas, Rosamund podía observar una apresurada consulta entre Inglewood (que tenía aún a su cargo al misterioso cautivo) y Diana, que había acudido a auxiliarlo de fuera. Después de un cambio de frases y de ademanes, entraron cerrando las puertas de vidrio sobre el jardín; y el jardín pareció ponerse más gris.
El caballero norteamericano llamado Pym se dio vuelta y tomó, al parecer, la misma dirección, pero antes habló con Rosamund con un chispazo de aquel tacto exento de malicia que redimía en gran parte su vanidad pueril, y con algo de esa poesía espontánea que hacía difícil llamarlo pedante, por mucho que lo fuera.
—Lo lamento de veras, señorita Hunt —dijo, pero será mejor que el doctor Warner y yo, como dos expertos en el ejercicio de la profesión, nos llevemos al señor Smith en ese coche, y cuanto menos se hable del asunto, mejor. No se agite usted, señorita Hunt. Sólo tiene que pensar que nos llevamos a una monstruosidad, algo que no tiene en absoluto razón de ser, algo parecido a uno de esos dioses en su Museo Británico, todo alas y barbas y piernas y ojos, y sin hechura de nada. Eso es Smith, y pronto se verá usted libre de él.
Ya había dado un paso en dirección a la casa, y Warner se disponía a seguirlo, cuando de nuevo se abrieron las puertas de cristales y salió Diana Duke cruzando el césped con ligereza aun mayor que la habitual. Le temblaba la cara de disgusto y excitación y sus oscuros ojos ansiosos miraban tan solo a la otra muchacha.
—¡Rosamund! —exclamó desesperada— ¿qué hago con ella?
—¿Con ella? —gritó la señorita Hunt dando un brinco violento—, ¡Ay, Señor! No resultará también que es mujer, ¿no?