Manalive
trata la eterna lucha del hombre científico empirista enfrentado al hombre religioso metafísico. El cálculo sobre la realidad contra lo mágico de la realidad.
Todo empieza en una casa de las afueras de Londres donde viven unos inquilinos variopintos. Entre ellos se encuentran tres hombres (de profesiones científicas) hablando en el jardín cuando irrumpe saltando el muro el señor Smith, vestido de verde y a la caza de su sombrero. Este hecho marcará toda la novela: la aparición de un personaje misterioso dentro del ámbito de la casa de la señora propietaria.
Chesterton juega con la provocación que supone encontrarse con un hombre ante el que uno se pregunta: ¿y tú quién eres? Este es la dinámica del acontecimiento, propia del cristianismo, que él utiliza para ver la reacción que genera a la razón y al corazón de los hombres.
Un acontecimiento, el Sr. Smith, despertará a todos los personajes para vivir su vida más a fondo. Su manera de tratar las cosas, las personas, su vestimenta, su equipaje, sus gestos, todo él es algo nuevo dentro de algo viejo (un hombre como cualquier otro). Su modo de estar despertará el yo de cada uno de los personajes, y estos desearán vivir con la misma intensidad como con la que tienen junto a su presencia.
Pero la novela es más que esto. Se descubre el pasado del señor Smith justo cuando éste quiere casarse con una de las jóvenes de la casa. Esto iniciará un juicio dentro de la misma casa (Chesterton aquí populariza sus ideas políticas y su interpretación de la sociedad) en el que se estudiará y valorará el pasado del señor Smith.
En este pasado parece haber robos, secuestros e incluso asesinatos (algo posible, ya que Mr. Smith lleva consigo un revólver). La novela adquiere un tono misterioso y a la vez apasionante, ya que todo dentro de su ámbito se convierte en una aventura. Por eso el “Hombre Vivo” es aquel que pone en riesgo su vida, y no el que la guarda; es el que pierde la familia para reencontrarla; el que abandona a la mujer para pedirle otra vez matrimonio.
El señor Smith no solo simboliza al hombre vivo, sino también al hombre común. Así Chesterton juega con su apellido, ya que es uno de los apellidos más populares en lengua inglesa.
De esta manera tenemos delante a ese héroe cotidiano, el que lucha para que su vida tenga sentido en cada uno de sus ámbitos: trabajo, casa, amigos, estudios…, el que no abandona, como hacemos los hombres de nuestro tiempo, nuestro deseo de Verdad, Belleza y Vida en cada uno de los instantes de nuestra existencia.
Gilbert Keith Chesterton
Manalive
ePUB v2.0
Smoit21.07.12
Título original:
Manalive
G. K. Chesterton, 1912.
Traducción: Sylvia M. Zuleta
Diseño portada: Tagus
Editor original: Smoit (v1.0 a v2.0)
ePub base v2.0
ECLESIASTÉS
Hay un pecado: decir que es gris una hoja verde-
Y se estremece el sol ante el ultraje;
Una blasfemia existe: el implorar la muerte,
Pues sólo Dios conoce lo que la muerte vale;
Y un credo: no se olvidan de crecer las manzanas
En los manzanos, nunca, pase lo que nos pase;
Hay una cosa necesaria: todo; -
El resto es vanidad de vanidades.
Del oeste se levantó un viento, como una ola de inmoderada felicidad, y veloz, cruzó Inglaterra hacia el este, arrastrando consigo el helado perfume de los bosques y la fría embriaguez del mar. En miles de agujeros y de rincones confortó al hombre como un trago y lo sorprendió como un puñetazo. En las habitaciones interiores de casas intrincadas y sombrías provocó como una explosión doméstica, sembrando el piso con papeles de algún profesor —tanto más preciados cuanto fugitivos— o apagó la vela a cuya luz un muchacho leía
La Isla del Tesoro
, sumiéndolo en rumorosa tiniebla. Por doquier introdujo una nota de drama en vidas nada dramáticas y llevó por el mundo el triunfo de la crisis. Más de una madre agobiada en algún estrecho patio interior había mirado cinco camisas diminutas en el alambre del tendedero como quien mira una especie de tragedia mezquina y nauseabunda; era como si hubiera colgado a sus cinco hijos. Vino el viento, y quedaron henchidas, agitándose, como si de un salto cinco rollizos diablillos se hubieran metido dentro; y allá en lo recóndito de su oprimida subconciencia, recordó vagamente aquellas burdas comedias del tiempo de sus abuelos cuando todavía moraban los elfos en las viviendas de los hombres. Más de una muchacha inadvertida en un húmedo jardín tapiado se había tirado sobre la hamaca con el mismo gesto intolerante con que hubiera podido tirarse al Támesis; y aquel viento rasgó el muro ondulante de los bosques, alzó la hamaca como un globo e hizo ver a la joven formas de nubes curiosas allá lejos y cuadros de alegres pueblitos allá abajo, como si navegara por el cielo en una barca encantada. Más de un polvoriento seglar o cura, arrastrándose por una calle telescópica de álamos, pensaba por centésima vez que parecían penachos de un coche fúnebre, cuando esta energía invisible los cogió y los agitó y los batió en torno de su cabeza como una guirnalda o un saludo de alas seráficas. Había en él algo aún más inspirado y autoritario que el viejo viento del refrán
[1]
; porque éste era el viento bueno que a nadie trae daño.
La racha voladora hirió a Londres justo donde empieza a escalar las alturas del norte, terraza sobre terraza, escarpada como Edimburgo. Alrededor de ese sitio algún poeta, ebrio quizá, miró azorado todas esas calles que subían hacia el cielo, y (pensando confusamente en ventisqueros y en montañeses ensogados) le dio el nombre de Chalet Suizo del que nunca ha podido librarse. En cierta parte de esas alturas, una terraza de altas casas grises, desocupadas en su mayoría y casi tan desoladas como los montes Grampianos, describía una curva hacia el extremo oeste, de manera que el último edificio, un establecimiento de pensión llamado “Casa del Faro”, ofrecía en forma abrupta al sol poniente, su alto, angosto y sobresaliente remate, como la proa de algún barco abandonado.
El barco, sin embargo, no estaba del todo abandonado. La propietaria de la casa de pensión, una tal Sra. Duke, era una de esas personas incapaces contra las cuales el destino se encarniza en vano; sonreía vagamente antes y después de todas sus calamidades; era demasiado blanda para sentir los golpes. Pero con la ayuda (o más bien bajo las órdenes) de una afanosa sobrina, mantenía siempre un resto de clientela compuesta en su mayor parte de gente joven y bohemia. Y había, en efecto, cinco huéspedes parados por ahí con aire mustio en el jardín, cuando la gran ráfaga rompió contra la base de la torre terminal, detrás de ellos, como estalla el mar contra la base de un peñasco prominente.
Durante todo el día, aquel monte de casas empinado sobre Londres había estado encerrado y sellado bajo una bóveda de nube fría. Con todo, tres hombres y dos muchachas habían hallado por último que hasta el jardín gris y destemplado era más aguantable que el interior negro y poco acogedor. Cuando vino el viento, partió el cielo y empujó el tendal de nubes hacia derecha e izquierda, descubriendo grandes hogueras brillantes de oro vespertino. La explosión de luz liberada y la explosión de aire impelido parecieron llegar casi al mismo tiempo; y el viento especialmente envolvió todo con violencia demoledora. El césped corto y lustroso se inclinó todo, en el mismo sentido, como pelo cepillado. Cada arbusto del jardín tironeó de sus raíces como un perro de su collar, y distendió cada hoja saltarina en pos del elemento perseguidor y exterminador. De vez en cuando un gajo se quebraba y volaba como tiro de ballesta. Los tres hombres se mantuvieron rígida y oblicuamente contra el viento como contra una pared. Las dos señoritas se ocultaron en la casa; mejor dicho, el viento en realidad las llevó a la casa. Sus dos vestidos, el azul y el blanco, parecían dos grandes flores rotas luchando y volteando en la ráfaga. Tampoco es inadecuada tal fantasía poética, porque había algo curiosamente romántico en esa irrupción de aire y luz después de un día largo, plomizo y oprimente. Césped y plantas parecían rutilantes de algo a la vez bueno y preternatural cual un fuego del país de las hadas. Se diría una extraña salida de sol al extremo opuesto del día.
La muchacha vestida de blanco se entró a tiempo, porque tenía puesto un sombrero de las proporciones de un paracaídas que la podía haber arrebatado hasta las coloreadas nubes de la tarde. Constituía el único brochazo de esplendor, e irradiaba opulencia, en aquel sitio de estrechez pecuniaria, donde se alojaba temporariamente con una amiga: era una heredera en pequeña escala, de nombre Rosamund Hunt, de ojos pardos y cara redonda, resuelta y un tanto barullera. Además de adinerada era jovial y bastante bien parecida; pero no se había casado, quizá porque estaba siempre rodeada de una muchedumbre de hombres. No era descocada (aunque algunos la hubieran juzgado vulgar), pero a los jóvenes indecisos les daba la impresión de una figura popular a la par que inaccesible. Ante su presencia daba la sensación de haberse uno enamorado de Cleopatra o de estar buscando a una actriz de fama frente a la puerta del escenario. En efecto, parecía que algunas lentejuelas de teatro se hubiesen adherido a la señorita Hunt: tocaba la guitarra y el mandolín; tenía la manía de las charadas; y ante ese magno espectáculo del cielo desgarrado por sol y tormenta, sintió que un melodrama juvenil le henchía de nuevo el pecho. Con la estrepitosa orquesta del aire se abrieron las nubes como el telón de una pantomima largo tiempo esperada.
Y, cosa rara, la muchacha de azul tampoco quedó del todo insensible ante aquel apocalipsis en un jardín privado, aunque no existía criatura más prosaica ni más práctica. Se trataba, en efecto, nada menos que de aquella sobrina afanosa cuya fuerza constituía el único sostén de esa mansión en decadencia. Pero mientras la ráfaga sacudía e inflaba la falda azul y la blanca hasta darles los contornos de hongos monstruosos de los miriñaques victorianos, alentó en ella un recuerdo perdido que era casi un romance; recuerdo de un tomo polvoriento de
Punch
en casa de una tía, en su infancia; figuras de arcos de crinolina y arcos de croquet y cierta bonita novela de la que quizá formaban parte. Esa fragancia semiperceptible se esfumó casi de inmediato de sus pensamientos y Diana Duke entró en la casa aún más rápidamente que su compañera. Alta, delgada, aguileña y morena, parecía hecha para esa velocidad. Físicamente era de la casta de aquellos pájaros y animales que son a la vez largos y vivaces, como los galgos o las garzas o aun como alguna víbora inofensiva. Toda la casa giraba alrededor de ella como en torno de una vara de acero. Sería falso decir que mandaba, porque su propia eficiencia era tan impaciente que ella misma se obedecía antes de que la obedecieran los demás. Antes de que el electricista pudiese componer un timbre o el cerrajero abrir una puerta, antes de que el dentista pudiese extraer un diente flojo o el sirviente un corcho apretado, ya la cosa estaba hecha por la silenciosa violencia de sus manos delgadas. Si bien era físicamente liviana, su liviandad nada tenía de saltarina. Pisaba el suelo con desprecio, y de intento lo despreciaba. Se suele hablar del fracaso patético de las mujeres feas; pero es más terrible que una mujer hermosa tenga éxito en todo menos en ser mujer.