—Le pedimos, en efecto, un testimonio —dijo Pym con alguna nerviosidad— pero lo expresó en forma tan excéntrica que lo suprimimos como deferencia a un señor anciano con larga hoja de servicios a la ciencia.
Moon se inclinó hacia adelante. —Supongo que usted quiere decir —repuso— que su declaración favorecía al detenido.
—Podía así entenderse —replicó el médico norteamericano—; pero en realidad era difícil de entender en cualquier forma. A decir verdad, se la devolvimos.
—Ya no posee usted, pues, testimonio alguno firmado por el regente del Colegio Brakespeare.
—No.
—Lo pregunto tan sólo —dijo tranquilamente Miguel— porque nosotros sí lo tenemos. Para poner fin a mi alegato, pediré a mi actuario, el señor Inglewood, que nos lea la declaración de la historia verdadera, declaración cuya verdad atestigua la firma del mismo regente.
Arthur Inglewood se puso de pie con varios papeles en la mano y aunque se presentaba con cierto miramiento y con personalidad esfumada, como siempre, los espectadores se dieron cuenta con sorpresa de que su presencia era en total más eficiente y más suficiente que la de su jefe. Era, en realidad, uno de esos hombres modestos que no pueden hablar mientras no se les manda hablar; pero, cuando se les manda, hablan bien. Moon era el reverso. Sus propios atrevimientos lo divertían en privado, pero lo turbaban ligeramente en público: sentía hacer el papel del pavo mientras hablaba; Inglewood, por el contrario, mientras callaba. En el momento en que tenía algo que decir, podía hablar; y en el momento en que podía hablar, hablar le parecía la cosa más natural. Nada en el universo le parecía completamente natural a Michael Moon.
—Como mi colega jefe acaba de explicar —dijo Inglewood— hay dos enigmas o inconsistencias sobre las cuales basamos la defensa. La primera es un sencillo hecho físico. Por lo que todos admiten, por el testimonio mismo aducido por el demandante, es cosa patente que el acusado tenía fama de gran tirador. Sin embargo, en las dos ocasiones que motivan las quejas actuales, apuntó a un hombre desde una distancia de unos cuatro pies, le disparó cuatro o cinco tiros, y ni una vez acertó. Esta es la primera circunstancia sorprendente en que basamos nuestra defensa. La segunda, que acaba de recalcar mi colega jefe, es el hecho curioso de que no podemos encontrar una sola víctima, de esos supuestos atentados, que hable por sí misma. Los subalternos hablan por ella. Los porteros la auxilian con escaleras. Pero ella, la víctima, calla. Señoras y señores yo me propongo explicarles en el acto tanto el enigma de los tiros como el enigma del silencio. Antes que nada leeré la carta a la que se adjunta el documento con la verdadera relación del incidente de Cambridge; y luego el documento mismo. La carta dice así:
De mi mayor consideración: Le adjunto en ésta una relación muy exacta y aun muy expresiva del incidente tal como realmente ocurrió en el Colegio Brakespeare. El que suscribe no ve ninguna razón especial para atribuirla a un autor aislado. La verdad es que ha sido una producción conjunta; y hemos aun tenido alguna diferencia de opinión acerca de los adjetivos. Pero cada palabra que contiene es cierta. Lo saluda muy atte.
Wilfredo Emerson Eames,
Regente del Colegio Brakespeare, Cambridge
Innocent Smith”
El documento adjunto, continuó Inglewood, reza así:
Una célebre universidad inglesa da por sus contrafrentes tan abruptamente sobre el río que, por decirlo así, tiene que estar apuntalada y remendada por toda suerte de puentes y construcciones contiguas. El río se divide en varios arroyuelos y canales, de modo que en una o dos esquinas el paraje tiene casi él aspecto de Venecia. Así era especialmente en el caso que nos incumbe, en el que unos cuantos puntales voladores o aéreas ligazones de piedra saltaban por encima de una franja de agua para unir el Colegio Brakespeare con la casa del Regente de Brakespeare.
El terreno que rodea estos colegios es llano; pero no hace el efecto de serlo cucado uno se encuentra así en medio de los colegios. Porque en estas llanuras pantanosas siempre hay lagos errantes y ríos de agua morosa. Y estos siempre transforman lo que podía haber sido un esquema de líneas horizontales en un esquema de líneas verticales. Dondequiera que hay agua, la altura de los edificios altos se duplica, y una casa británica de ladrillo se convierte en una torre babilónica. En aquélla superficie quieta y brillante, cuelgan las casas con la cabeza para abajo, exactamente hasta su chimenea más alta, o, diremos, más baja. La nube color coral, vista en ese abismo, está tan debajo del mundo como por encima de él aparece su original. Cada porción de agua es, no sólo una ventana, sino una claraboya. La tierra se divide bajo los pies humanos en perspectivas aéreas de precipicios, en las cuales un pájaro podría abrirse aleteando un camino tan fácilmente como…"
El doctor Pym se incorporó en son de protesta. Los documentos que él había presentado se habían ceñido a frías afirmaciones de hechos. La defensa tenía, hablando en general, derecho a presentar las cosas a su manera, pero toda esta decoración de jardines le parecía (al doctor Cyrus Pym) estar al margen del asunto. —¿Podría el que conduce la defensa decirme —preguntó— cómo puede en manera alguna afectar al caso el hecho de que una nube fuese de color coral o de que un río estuviese quieto y brillante, o de que un pájaro pudiese aletear por cualquier parte?
—Ah, no sé —dijo Michael, levantándose perezosamente—; ¿No ve que usted no sabe todavía en qué consiste nuestra defensa? Mientras no lo sepa, ¿no ve que cualquier cosa puede venir al caso? Pues suponga usted —dijo de repente, como si se le hubiese ocurrido una idea—, supóngase que quisiéramos probar que el viejo regente tenía un defecto en la vista, que sufría de daltonismo. Supóngase que le hubiese disparado tiros un hombre negro de pelo blanco, creyendo él que era un hombre blanco de pelo amarillo. El probar que aquella nube era real y verdaderamente de color coral podría ser de la más maciza importancia.
Se detuvo con una seriedad que, en general, no fue compartida, y continuó con la misma fluidez: —O supóngase que quisiéramos probar que el regente había intentado suicidarse… que había utilizado a Smith para que empuñase el revólver como empuñó la espada el esclavo de Bruto. Pues bien, sería una diferencia decisiva que pudiera o no el regente verse reflejado claramente en las aguas quietas. Las aguas han producido centenares de suicidios: uno se ve en ellas reflejado tan… vamos, tan claramente
[22]
.
—¿Sostiene usted, por ventura —inquirió Pym con austera ironía—, que su cliente de usted era algo así como un pájaro… digamos, un flamenco?
—En materia de ser flamenco —dijo Moon con repentina severidad—, mi cliente reserva su defensa.
Dado que nadie supo cómo interpretar esto, el señor Moon tomó asiento de nuevo con aire de gran dureza e Inglewood prosiguió la lectura de su documento:
Hay algo que agrada a un místico en esa tierra de espejos. Porque un místico es aquel que sostiene que mejores son dos mundos que uno solo. En el sentido más alto, en efecto, todo pensamiento es reflexión, o sea, reflejo.
Esta es, realmente, la verdad del dicho que sostiene que los mejores pensamientos son siempre los segundos. Los animales no tienen segundos pensamientos: sólo el hombre puede ver doble su pensamiento, como él ebrio ve un farol; sólo el hombre es capaz de ver su propio pensamiento al revés como se ve una casa en un charco. Esta duplicación de la mentalidad, como en un espejo, es (repetimos) lo más íntimo de la filosofía humana. Hay una verdad mística, una verdad hasta monstruosa, en el dicho de que dos cabezas valen más que una. Pero ambas deberían brotar de un mismo cuerpo.
—Ya sé que esto es un poco trascendental al principio —interpuso Inglewood, irradiando en derredor una sonrisa que parecía pedir a todos cortésmente disculpa—, pero hay que ver que este documento fue escrito en colaboración por un sabio y por un…
—¿Por un borracho, eh? —sugirió Moses, que empezaba a divertirse.
—Me parece más bien —prosiguió Inglewood con aire crítico y en nada alterado —que esta parte la escribió el sabio. Advierto solamente a la Corte que la declaración, aunque indudablemente precisa en cuanto a veracidad, lleva acá y allá señales de haber procedido de dos autores.
—En ese caso —dijo el doctor Pym, recostándose en el sillón con un deliberado resuello—, no puedo admitir con ello que dos cabezas valgan más que una.
Los abajo firmantes creen innecesario tocar un problema afín, tantas veces discutido en comités pro reforma de Universidades: la cuestión de si los filósofos ven doble porque están ebrios o si se embriagan porque ven doble. Básteles a ellos (a los abajo firmantes) el poder seguir el hilo de su tema peculiar y provechoso. a saber: los charcos. ¿Qué cosa es (se preguntan los abajo firmantes) un charco? Un charco repite el infinito y está lleno de luz; sin embargo, analizando objetivamente, un charco es una capa de agua sucia extendida muy superficialmente sobre barro. Las dos grandes universidades históricas de Inglaterra tienen todo ese brillo reflejo vasto y plano. Repiten el infinito. Están llenas de luz. Sin embargo, o, mejor dicho, por otra parte, son charcos —charcos, charcos, charcos, charcos—. Los abajo firmantes piden disculpa por un énfasis que es inseparable de toda sólida convicción.
Inglewood hizo caso omiso de cierta expresión de fiereza que se dibujaba en el rostro de algunos de los presentes y continuó con eminente jovialidad:
Tales pensamientos ni siquiera cruzaron por la mente del estudiante Smith, mientras se abría camino entre las franjas de canal y las brillantes alcantarillas en los que el agua se fraccionaba en los fondos del Colegio Brakespeare. Si esos pensamientos hubieran cruzado por su mente se habría sentido muchísimo más feliz de lo que se sentía. Lamentablemente, no conocía los chascos de los charcos. No sabía que la mentalidad académica refleja el infinito y está llena de luz por el sencillo procedimiento de tener poco fondo y quedarse ociosa. Para él, pues, había algo solemne y aun maligno en el infinito ahí reproducido. Promediaba la noche, noche de estrellas, de una luminosidad mareadora; había estrellas tanto arriba como abajo. Para la taciturna fantasía del joven Smith, el cielo de abajo parecía aun más hueco que el cielo de arriba: sentía la horrible impresión de que si contaba las estrellas, en el charco sobraría una.
Al cruzar los caminitos y minúsculos puentes, se sentía como quien pisa las negras y finas costillas de alguna cósmica Torre Eiffel. Porque para él, y para casi toda la juventud culta de la época, las estrellas eran seres crueles. Aunque ardían todas las noches en la gran bóveda, eran un secreto inmenso y desagradable; descubrían la desnudez de la naturaleza; eran una vislumbre de las ruedas de hierro y de las poleas entre telones. Porque los jóvenes de aquél triste tiempo creían siempre que el dios salía de la máquina. No sabían que en realidad la máquina es la que sale del dios. En una palabra, todos eran pesimistas, y la luz de las estrellas les resultaba una cosa atroz… atroz, porque era verdadera. Todo su universo era negro con puntos blancos.
Smith alzó con alivio los ojos desde los lucientes charcos de abajo hacia los cielos lucientes y hacia el gran bulto negro del colegio. La única luz, fuera de la de las estrellas, brillaba, a través de una cortina color verde azulada, en la parte superior del edificio, señalando el sitio en que el doctor Emerson Eames trabajaba siempre hasta que amanecía, y recibía a sus amigos o alumnos preferidos a cualquier hora de la noche. En efecto, a su departamento se encaminaba el melancólico Smith. Smith había estado en la conferencia del doctor Eames durante la primera mitad de la mañana, y en las prácticas de tiro y sala de esgrima durante la segunda mitad. Había estado remando locamente durante la primera mitad de la tarde, y pensando ociosamente (y más locamente todavía) durante la segunda mitad. Había ido a una cena donde no hizo más que alborotar, y de allí a un club de debates donde estuvo absolutamente insufrible, y el melancólico Smith seguía aún melancólico. Luego, al volver a su casa y a sus cosas, se acordó de la excentricidad de su amigo y maestro el Regente de Brakespeare, y resolvió desesperadamente dirigirse al domicilio privado de aquel caballero.
Emerson Eames era un excéntrico en muchos aspectos, pero su trono en filosofía y metafísica era de una eminencia internacional; la universidad mal hubiera podido privarse de él, y, por otra parte, un sabihondo no tiene más que perseverar con cualquiera de sus malos hábitos durante un tiempo suficientemente largo, para verlos incorporados a la Constitución Británica. Los malos hábitos de Emerson Eames consistían en quedarse levantado toda la noche y dedicarse al estudio de Schopenhauer. En cuanto a sus rasgos personales, era un hombre flaco, de modales perezosos, con una barbita rubia en punta, no tan notablemente mayor que su alumno Smith en materia de años, pero muchos siglos mayor en dos puntos esenciales: el de tener fama en Europa, y el de tener una respetable calva.
—Vine, contra las reglas, a esta hora intempestiva —dijo Smith, que a la vista no era sino un hombre muy grande que trataba de achicarse—, porque estoy llegando a la conclusión de que la vida, francamente, es demasiado perra. Conozco todos los argumentos de los pensadores que piensan de otra manera, obispos, agnósticos y toda esa clase de gente. Y, sabiendo que es usted la mayor autoridad viviente en lo que se refiere a pensadores pesimistas…
—Todo pensador —dijo Eames— es pensador pesimista.
Después de un momento de pausa, no el primero, porque esta deprimente conversación había continuado ya horas con alternativas de cinismo y silencio, el regente continuó con su aire de fatigada brillantez: —Todo es cuestión de falso cálculo. La mariposa se quema en la vela porque no ha sabido nunca que el juego no vela la vela. La avispa se mete en el dulce con cordiales esfuerzos fundados en la esperanza de meter el dulce dentro de sí. De la misma manera, la gente vulgar quiere gozar de la vida, exactamente como quiere gozar de un vaso de ginebra, porque es demasiado tonta para ver que la está pagando a un precio excesivo. Que nunca encuentran la felicidad, que ni siquiera saben buscarla, esto lo prueban la torpeza y la fealdad paralizantes de todas las cosas que hacen. Los colores discordantes que emplean son gritos de dolor. Mire sus casas de campo, aquella de ladrillo, más alió, del Colegio, de este lado del rio. Hay una con persianas pintadas a lunares; ¡mírela!, ¡vaya y mírela por gusto!
Claro está —continuó con aire soñador—, que uno o dos individuos ven desde lejos el hecho desnudo…, esos son los que enloquecen. ¿No se ha fijado usted que los locos, en su mayoría, tratan de destruir otras cosas, o (si son reflexivos) de destruirse a sí mismos? El loco es el hombre entre telones, como el hombre que anda vagando por las coulisses de un teatro, Se ha equivocado tan sólo de puerta, y ha entrado donde debía entrar. Ve las cosas desde el punto de vista real. Pero el mundo común…
—¡Oh, al mundo habría que colgarlo! —dijo el taciturno Smith, dejando caer sobre la mesa el puño con ociosa desesperación.
—Démosle primero el mal nombre que le corresponde —dijo tranquilamente el profesor— y después colguémoslo. Un cachorrito con hidrofobia probablemente lucharía hasta más no poder mientras lo estuviéramos matando; pero, si fuéramos compasivos, lo mataríamos nomás. Así un dios omnisciente nos sacaría del dolor. Nos mandaría la muerte.
—¿Por qué no nos manda la muerte? —preguntó distraídamente el estudiante, metiendo las manos en lo más profundo de los bolsillos.
—El mismo está muerto —dijo el filósofo—; en eso es envidiable.
—Para cualquiera que reflexione —prosiguió Eames—•, los placeres de la vida; triviales y al punto insípidos, son él cebo con que se nos va atrayendo y metiendo en la cámara de torturas. Todos vemos que para cualquier hombre que piensa la viera extinción es la… ¿Qué está haciendo usted? ¿Está loco? ¡Deje eso!
El doctor Eames había vuelto la cabeza, cansada pero verbosa todavía, por encima del hombro, y se había encontrado mirando un aguje—rito negro y redondo, rodeado de un circulito sexagonal de acero, con una suerte de púa irguiéndose encima. El agujerito parecía a su vez mirarlo fijamente como un ojo de hierro. Durante aquellos instantes eternos en que la razón queda aturdida ni siquiera supo qué cosa era. Luego vio detrás el tambor de varios compartimientos y el gatillo levantado de un revólver, y, tras eso, el rostro encendido y algo pesado de Smith, aparentemente inalterado, quizás aún más manso que antes.
—Yo lo ayudaré a salir del trance, viejo —dijo Smith con tosca ternura—. Sacaré de pena al cachorrito.
Emerson Eames retrocedió hacia la ventana —¿Me quiere matar? —exclamó.
—Esto no lo haría por cualquiera —dijo Smith emocionado—; pero parece que usted y yo, esta noche, nos hemos puesto, no sé cómo, tan íntimos … Ahora conozco todas sus penas, y su único remedio, viejo.
—¡Deje eso! —gritó el regente.
—Es cuestión de un momento, ¿sabe? —dijo Smith con aire de dentista compasivo. Y como el regente se precipitara hacia la ventana del balcón, su bienhechor lo siguió con paso firme y expresión de lástima.
Ambos se sorprendieron un tanto al percatarse de que ya estaba asomando el gris blanquecino de la primera madrugada. Uno de ellos, con todo, sentía emociones capaces de ahogar en él toda sorpresa. El Colegio Brakespeare era uno de los pocos que conservaban verdaderos vestigios de ornamentación gótica, y, justamente debajo del balcón del doctor Eames surgía lo que quizás había sido un puntal o estribo, formando todavía de manera informe una masa de bestias y demonios grises, cegados por el musgo y lavados por mil lluvias. De un brinco antiestético y valiente en sumo grado, Eames saltó a este antiguo puente como al único medio posible de escapar del loco. Quedó montado encima, todavía con la toga académica, dejando colgar las largas y delgadas piernas, planeando nuevas formas de evasión• La luz del día, que blanqueaba, extendió tanto por debajo como por encima de él aquella impresión de infinitud vertical que ya hemos comentado en relación con las lagunitas que rodean Brakespeare. Al mirar hacia abajo y ver las agujas y chimeneas pendientes en esas lagunas, los dos se sintieron como solos en el espació. Les parecía que se asomaban al borde de la tierra por el Polo Norte y veían, al fondo, el Polo Sur.
—El mundo … habría que colgarlo, dijimos —observó Smith—, y el mundo está colgado. Ha suspendido el mundo de la nada, dice la Biblia. ¿Le gusta a usted que lo cuelguen de la nada? A mí me van a colgar de algo, y por algo. Me colgarán de una horca, y por razón de usted… ¡Oh, aquel antiguo decir querido y tierno —murmuró—, nunca tan verdadero como en este momento: Me dejaré colgar por ti. Por usted, querido amigo. Por bien de usted. Por expreso deseo de usted.
—¡Socorro! —clamó el Regente del Colegio Brakespeare—. ¡Socorro!
—El cachorrito lucha —dijo el estudiante con ojos de compasión—; el pobre cachorrito lucha. ¡Qué suerte que yo sea más sabio y más bueno que él! —y colocó el arma de manera que cubriese exactamente la parte superior de la cabeza calva de Eames—
Smith —dijo el filósofo, pasando bruscamente a una lucidez macabra—, me voy a enloquecer.
—Y así verá las cosas desde el punto de vista verdadero —observó Smith, suspirando suavemente—. Ah, pero la locura es, cuando mucho, un paliativo, una droga. El único remedio es una operación, una operación que siempre da resultado: la muerte.
Mientras hablaba salió el sol. Parecía infundir color a todas las cosas con la velocidad de un artista relámpago. Una escuadra de nubecitas, navegando a través del cielo, cambió su gris torcaz en rosa. Por encima de toda la reducida ciudad académica, las cimas de los distintos edificios adoptaban tintes diferentes: aquí el sol destacaba el esmalte verde de un pináculo, allí las baldosas rojas de una casa de campo; acá, el adorno de cobre de algún negocio artístico, y allá, la pizarra azul marino de algún viejo y esbelto tejado de iglesia. Todas esas crestas coloreadas parecían tener algo extrañamente virtual y significativo en ellas, como cimeras de caballeros famosos, señaladas separadamente en un cortejo o en un campo de batalla: cada una cautivaba los ojos, especialmente los ojos despavoridos de Emerson Eames, que él paseaba sobre aquella mañana, aceptándola como la última de su) vida. Por una grieta estrecha entre una taberna de madera negra y un gran colegio gris, podía distinguir un reloj con minuteros dorados que el sol incendiaba. Fijó en él la mirada como hipnotizado; y de repente el reloj empezó a dar la hora, a guisa de respuesta personal. Cual si fuese señal convenida, un reloj tras otro tomó la voz: todas las iglesias se despertaron como los pollos al cantar el gallo. Ya los pájaros alborotaban en los árboles detrás del colegio. Salió el sol, juntando tal plenitud de gloria, que parecía imposible pudieran contenerla los profundos cielos, y, debajo de ellos, las aguas superficiales parecían de oro, rebosantes y hondas, como para saciar la sed de los dioses. Justamente a la vuelta del colegio, y visibles desde su absurda percha, estaban los puntos más luminosos de aquel luminoso paisaje: la casa-quinta con las persianas a lunares, la misma que esa noche le había servido para ilustrar su lucubración. Por primera vez se le ocurrió pensar quién viviría en ella.
De pronto, alzó sencillamente la voz con quejosa autoridad, cual hubiera podido mandar a un estudiante que cerrase una puerta
—Déjeme salir de este sitio —exclamó—; no lo puedo aguantar.
—Dudo más bien que él lo aguante a usted —dijo Smith con ojo crítico— pero antes de que usted se rompa la cabeza, o de que yo le levante la tapa de los sesos, o de que lo deje volver a esta pieza (puntos complejos acerca de los cuales no me he decidido) quiero aclarar el punto metafísico. ¿No me equivoco, quizás, al juzgar que usted quiere volver a la vida?
—Daría cualquier cosa por volver —dijo el infeliz profesor.
—¿Daría cualquier cosa? —exclamó Smith—; entonces ¡aplaste su petulancia, y háganos oír un canto!
—¿Qué quiere decir? —preguntó Eames exasperado—; ¿qué canto?
—Un himno sacro creo, sería lo más apropiado —contestó gravemente el otro—. Lo indultaré si repite conmigo estas palabras:
A la Bondad y a la Gracia
Que sonrieron sobre mí
Desde que nací a esta vida
Bendigo una vez y mil;
Las mismas que me trajeron
Y me montaron aquí
Sobre esta percha curiosa,
Un inglesito feliz.
Habiendo obedecido prontamente el doctor Emerson Eames, su perseguidor le dijo en forma abrupta que levantara las manos en el aire. Relacionado vagamente este proceder con la conducta habitual de bandidos y salteadores de caminos, él señor Eames las alzó muy tiesas, pero sin notable sorpresa. Un pájaro que se detuvo sobre su asiento de piedra no hizo más caso de él que de una estatua cómica.
—Ahora usted está haciendo un acto de culto público —observó severamente Smith—, y antes de que yo termine con usted, ha de dar gracias a Dios por los mismos patos de la laguna.
El célebre pesimista con sonidos semiarticulados manifestó estar perfectamente dispuesto a dar gracias a Dios por los patos de la laguna.
—Sin olvidar las patas —dijo Smith con dureza—. (Eames débilmente se avino a lo de las patas). —Sin olvidar nada, por favor. Dará gracias al Cielo por las iglesias y capillas y las quintas y la gente ordinaria y los charcos, y las ollas y cacerolas, y los palos y trapos y huesos y las persianas pintadas a lunares.
—Muy bien, muy bien —repitió la víctima desesperada—; palos y huesos y persianas.
—Persianas pintadas a lunares, me parece que dijimos —observó Smith con inclemencia traviesa, meneando él caño del revólver como un largo dedo metálico.
—Persianas pintadas a lunares —dijo Emerson Eames con voz desmayada.