Había algo en esas curiosas vislumbres de vidas extranjeras que mantenía al absurdo tribunal más tranquilo que hasta entonces, y, sin interrupción, abrió Inglewood otro documento de su pila. —La Corte disculpará —dijo— que la próxima carta carezca de las formalidades propias de nuestro estilo epistolar. Bastante ceremoniosa es, a su manera.
Los Principios Celestes son permanentes: Saludos. Yo soy Wong-Hi, y cuido del templo de todos los antepasados de mi familia en la selva de Fu. El hombre que penetró por el cielo y vino a mí dijo que debía ser ocupación muy aburrida, pero yo le demostré el error de su pensamiento. Efectivamente, estoy en un solo lugar, porque mi tío me trajo aquí cuando yo era niño, y aquí sin duda moriré. Pero si un hombre permanece en un mismo sitio, verá cambiar aquel sitio. La pagoda de mi templo se eleva silenciosamente por entre todos los árboles, como una pagoda amarilla sobre muchas pagodas verdes. Pero los cielos están a veces azules como porcelana y a veces verdes como jade y a veces rojos como granate. Pero la noche es siempre ébano y vuelve siempre, dijo el Emperador Ho.
El hombre que se abrió paso por el cielo vino una tarde, muy repentinamente, porque yo casi no había percibido movimiento alguno en las copas de los árboles verdes sobre los cuales oteo, tal como sobre un mar, cuando subo a la cúspide del templo por la mañana. Y, sin embargo, cuando llegó fue como si un elefante se hubiese extraviado de los ejércitos de los grandes reyes de la India. Porque se quebraron palmas y se rompieron bambúes, y a la luz del sol delante del templo apareció uno más alto que los hijos de los hombres.
Tiras de rojo y blanco pendían de él, como cintas de un carnaval, y llevaba en la mano una vara rematando en una fila de dientes que semejaban dientes de dragón. Su rostro era blanco y descompuesto, a la manera de los extranjeros, que parecen muertos llenos de demonios; y hablaba nuestra habla fragmentariamente.
Él me dijo: —Esto es tan sólo un templo; yo estoy buscando una casa—. Y luego me contó, con prisa indelicada, que la lámpara a la entrada de su casa era verde, y que en un ángulo había un pilar rojo.
—Yo no he visto tu casa ni la casa de nadie —contesté—. Yo vivo en este templo y sirvo a los dioses.
—¿Crees tú en los dioses? —preguntó él, con hambre en los ojos como el hambre de los perros. Y esa me pareció una pregunta extraña, pues ¿qué han de hacer los hombres sino lo mismo que han hecho los hombres?
—Señor mío —dije—, bueno es, forzosamente, que los hombres levanten las almas, aunque los cielos estén vacíos. Porque si hay dioses, quedarán contentos, y, si no los hay, entonces no hay nadie que quede descontento. A veces los cielos son de oro y a veces de pórfido y a veces de ébano, pero los árboles y el templo están fijos debajo de todos los cielos. Así, el gran Confucio nos enseñó que, si hacemos siempre las mismas cosas con las manos y con los pies, como hacen sabiamente las bestias y los pájaros, podemos con la cabeza pensar muchas cosas: sí, señor mío, y dudar de muchas cosas. Con tal que los hombres ofrezcan arroz en la debida estación, y enciendan lámparas a la debida hora, poco importa que existan o no los dioses. Porque esas cosas no tienden a apaciguar a los dioses, sino a apaciguar a los hombres.
Se acercó más a mí, de modo que pareció colosal; pero su mirada era muy suave.
—Rompe tu templo —dijo— y tus dioses quedarán libres.
Y yo, sonriendo ante su simplicidad, contesté: —Y así, si no hubiere dioses, a mí no me quedaría más que un templo roto.
Y ante eso el gigante, a quien la luz de la razón le había sido negada, extendió sus poderosos brazos y me pidió perdón. Y cuando yo le pregunté por qué había que perdonarlo, repuso: —Por tener razón.
—Tus ídolos y tus emperadores son tan viejos y tan sabios, e inspiran tanta satisfacción —exclamó— que es una pena estén errados. Nosotros somos tan vulgares y violentos, hemos cometido tales iniquidades, que es una vergüenza que tengamos razón, al fin de cuentas.
Y yo, tolerando todavía su inofensividad, le pregunté por qué creía que él y su pueblo tenían razón.
Y me contestó: —Tenemos razón, porque estamos atados en aquello en que los hombres deben estar atados, y libres en aquello en que los hombres deben ser libres. Tenemos razón, porque dudamos, y destruimos leyes y costumbres, pero no dudamos de nuestro derecho a destruirlas. Porque vosotros vivís de acuerdo con costumbres, pera nosotros con creencias. ¡Mírame! En mi país me llamo Smith. Mi país está abandonado, mi nombre manchado, porque a través del mundo persigo aquello que me pertenece en realidad. Tú eres firme como los árboles, porque no crees. Yo soy cambiante como la tempestad, porque creo. Creo positivamente en mi propia casa, la cual he de encontrar de nuevo. Y al final de todo permanecen en pie la linterna verde y el pilar rojo.
Yo le dije: —Al final sólo la sabiduría permanece.
Pero al decir yo la palabra, prorrumpió él en un grito horrible y, precipitándose hacia adelante desapareció entre los árboles. No he vuelto a ver a aquel hombre ni a hombre alguno. Las virtudes de los sabios son de fino bronce.
Wong-Hi.
—La próxima carta que he de leer — prosiguió Arturo Inglewood— probablemente pondrá en claro la naturaleza del experimento inocente, aunque original, de nuestro cliente. Está fechada en una aldea de las montañas de California, y reza así:
Señor: —Una persona que responde a la descripción algo extraordinaria que usted me envía, cruzó ciertamente hace un tiempo el paso más alto de las Sierras en donde yo vivo y donde soy, probablemente, el único habitante estable. Tengo una taberna rudimentaria, algo más tosca que un rancho, en la misma cumbre de este paso especialmente escarpado y peligroso. Mi nombre es Louis Hara, y el nombre mismo ha de intrigar a usted en cuanto a mi nacionalidad. Lo que es a mí, me intriga bastante. Cuando uno ha vivido quince años alejado de toda sociedad, es difícil tener patriotismo; y donde ni siquiera existe un villorrio, es difícil inventar una nación. Mi padre era un irlandés de los más fieros, de los más francotiradores del viejo tipo californiano. Mi madre era española, orgullosa de descender de las antiguas familias españolas de los alrededores de San Francisco, pero aun así acusada de tener alguna mezcla de sangre piel roja. Yo fui educado bien y me aficioné a la música y a los libros. Pero, como muchos otros híbridos, era demasiado malo, o demasiado bueno, para el mundo; y, después de intentar muchas cosas, me contenté con ganarme un pasar suficiente, pero solitario, en esta pequeña hostería en las montañas. Por mi soledad caí en muchas de las modalidades de los salvajes. Como un esquimal, era informe en invierno; como un piel roja, usaba en los cálidos veranos un pantalón de cuero solamente, con un gran sombrero de paja del tamaño de una sombrilla, para defenderme del sol. Llevaba cuchillo al cinto y un fusil largo debajo del brazo; y me imagino que produciría una impresión bastante salvaje sobre los pacíficos viajantes que trepaban hasta mi guarida. Pero le doy mi palabra de que jamás he tenido la facha de loco que traía aquel hombre. Comparado con él, yo era la Quinta Avenida.
Supongo que el vivir bajo las cumbres mismas de las sierras ejerce sobre mi mentalidad un efecto curioso; uno tiende a considerar aquellas rocas solitarias, no ya picos que acaban en punta, sino más bien columnas que sostienen el cielo mismo. Peñascos rectos se elevan y se escarpan a alturas que exceden las esperanzas de las águilas; peñascos tan altos que parecen atraer las estrellas y juntarlas como las peñas del mar juntan un brillo de fosforescencia. Estas terrazas y torres de roca no parecen, como sucede con las crestas más chicas, el fin del universo. Parecen ser más bien su imponente comienzo, sus formidables cimientos. Casi podríamos imaginarnos a la montaña abriéndose en ramas sobre nosotros a la manera de un árbol de piedra, y sosteniendo como un candelabro todas aquellas luces cósmicas. Porque en la misma proporción en que los picos se nos escapaban, remontándose inverosímilmente lejos, las estrellas, a su vez, nos invadían, (al parecer), llegándose inverosímilmente cerca. Las esferas estallaban a nuestro alrededor, más como truenos lanzados a la tierra que planetas circulando plácidamente en torno.
Todo esto puede haberme enloquecido; no estoy seguro. Sé que existe un ángulo del camino, allá por el paso, donde la roca se recuesta un poco hacia afuera y, en las noches de viento, me parece oírla chocar en lo alto con otras rocas. Sí, ciudad contra ciudad, y ciudadela contra ciudadela, hasta las lejanas honduras de la noche. En un anochecer de esos, precisamente, el hombre extraño subió trabajosamente por el paso. Por lo general, sólo hombres extraños subían por el paso. Pero jamás hasta entonces había visto tipo alguno como ese.
Llevaba (no puedo concebir por qué) un largo y maltrecho rastrillo de jardín, todo barbado y manchado de hierbas, de modo que parecía la insignia de alguna antigua tribu bárbara. El pelo, tan largo y tupido como la hierba, le colgaba más abajo de los enormes hombros; y la poca ropa que de su cuerpo pendía eran harapos y lenguas rojas y amarillas, de modo que parecía un indio vestido de plumas u hojas otoñales.
El rastrillo u horqueta, o lo que fuera, le servía a veces de bastón alpino, a veces, (según me informó), de arma. No sé por qué había de usarlo como arma, porque tenía (y más tarde me lo mostró) un excelente revólver de seis tiros en el bolsillo. Pero eso —dijo— no lo uso sino para fines pacíficos. No tengo noción de lo que quería decir.
Se sentó en el rústico banco a la entrada de mi hostería, y bebió un poco de vino de los viñedos de abajo, suspirando extáticamente sobre él como uno que hubiese viajado mucho entre cosas extrañas y crueles, y por fin hubiese hallado algo que conocía. Luego quedó mirando fijo y un poco tontamente, la ruda linterna de plomo y vidrios de colores que cuelga sobre mi puerta. Es antigua, pero no tiene ningún valor; me la regaló hace mucho mi abuela: ella era devota, y el vidrio casualmente tiene, pintada en colores crudos, la figura de Belén, los Magos y la Estrella. Parecía de tal manera hipnotizado por el brillo transparente de la túnica azul de la Virgen, y de la gran estrella dorada al fondo, que me arrastró a mí también a contemplar la cosa, por primera vez en catorce años.
Luego apartó de ella lentamente los ojos y miró hacia afuera, hacia el este} allí donde el camino desaparecía debajo de nosotros. El cielo del poniente era una bóveda de rico tono violeta, esfumándose en malva y plata en torno a los bordes de la oscura atmósfera montañosa; y entre nosotros y el abismo de abajo surgía de las profundidades, y se elevaba a las alturas, la solitaria roca recta que llamamos Dedo Verde. De un color raro, volcánico, toda arrugada por lo que parecía escritura indescifrable, se erguía ahí como una columna o aguja babilónica.
El hombre extendió silenciosamente su rastrillo en esa dirección, y, antes de que hablara, comprendí qué quería decir. Más allá de la roca verde, en el cielo violeta, pendía una estrella única.
—Una estrella en oriente —dijo con voz extraña y ronca, como la de una de nuestras viejas águilas—. Los sabios siguieron la estrella y encontraron la casa. Pero, si yo siguiera la estrella, ¿encontraría la casa?
—Depende —le dije sonriendo—. Habría que saber si usted es o no es un sabio. —Me abstuve de decir que por cierto no lo parecía.
—Usted podrá juzgarlo —contestó—. Yo soy un hombre que se fue de su casa, porque ya no podía aguantar más el estar alejado de ella.
—Sin duda parece una paradoja —dije.
—Oía conversar a mi mujer y a mis hijos, y los veía moverse por el cuarto —continuó—, y todo el tiempo sabía que estaban caminando y hablando en otra casa a miles de leguas, bajo la luz de otros cielos, y más allá de la serie de los mares. Los amaba con un amor devorador, porque parecían no sólo distantes sino inaccesibles. Jamás seres humanos parecieron más amados y más deseables: pero yo parecía un fantasma frío. Los quería intolerablemente; por lo tanto, sacudí su polvo de mis sandalias en testimonio. Más aún. Hollé bajo mis plantas al mundo, hasta que dio una vuelta entera como un molino de pie.
— ¿Quiere usted decir de veras —exclamé— que ha llegado aquí dando toda la vuelta al mundo? Su acento es inglés, pero llega del oeste.
—Mi peregrinación no ha terminado aún —repuso tristemente—. Me he hecho peregrino para curarme de estar desterrado.
Un no sé qué en la palabra peregrino despertó, allá en las raíces de mi ruinosa experiencia, recuerdos de lo que mis padres habían sentido respecto al mundo, y de algo de donde yo mismo procedía. Fijé los ojos en la decorada linterna que no había mirado durante catorce años.
—Mi abuela —insinué en voz baja— hubiera dicho que todos estamos desterrados, y que ninguna casa terrena puede curar la santa nostalgia de la casa eterna que nos prohíbe descansar.
Él guardó silencio largo rato, y observó a un águila aislada que se deslizaba por los aires más allá del Dedo Verde, hacia el vacío cada vez más oscuro.
Entonces dijo: —Yo creo que su abuela estaba en la verdad —y quedó de pie, apoyado en su barbado báculo—. Creo que esa debe de ser la explicación —dijo—, el secreto de esta vida del hombre, tan extática y tan inquieta. Pero creo que se puede decir más. Creo que Dios nos ha dado el amor a lugares determinados, al hogar y a la patria, por una buena razón.
—Supongo que sí —dije—. ¿Qué razón?
—Porque, de otro modo —repuso, y señaló con su palo el cielo y el abismo—, podríamos adorar eso.
—¿Qué quiere decir? —pregunté.
—La eternidad —contestó con voz dura—, él mayor de los ídolos, el más poderoso rival de Dios.
—Usted se refiere al panteísmo y ala infinitud y qué sé yo qué —sugerí.
—Quiero decir —explicó con creciente vehemencia— que, si ha de haber para mí una casa en el Cielo, tendrá o un farol verde y un cerco, o algo tan absolutamente positivo y personal como un farol verde y un cerco. Quiero decir que Dios me mandó amar y servir un lugar, y hacer, en alabanza del mismo, toda clase de cosas, aunque fuesen locuras, para que ese único lugar diese testimonio en contra de todas las infinitudes y sofisterías de que el Paraíso está en alguna parte y no en cualquier parte; de que es algo, no cualquier cosa. Y no me sorprendería mucho que la casa del Cielo realmente tuviese, después de todo, un farol verde.
Con esto se echó al hombro el palo, se lanzó a grandes pasos por los arriesgados senderos hacia abajo y me dejó solo con las águilas. Pero, desde que se fue, una fiebre de desamparo suele sacudirme. Me preocupan campos lluviosos y chozas de barro que jamás he visto; y me pongo a pensar si ha de perdurar América. Lo saluda atentamente.
Louis Hara.