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Los dos días que Ana tuvo que esperar, hasta que Pedro acudió a ver a Lucía el domingo por la tarde, se le hicieron eternos. Pedro la encontró especialmente cansada y demacrada, sintió compasión de ella. Era una mujer que en su larga vida no había conocido la felicidad. Desde que murió su hijo vestía de negro riguroso y sus bonitos ojos habían perdido el luminoso color que le encendía el rostro. Estaba seguro de que lo único que la mantenía en pie era saberse imprescindible para Lucía.
En la misma habitación, mientras Lucía tocaba su violín y sus compañeros de planta la rodeaban, Ana le explicó lo que Luisa le había confesado el viernes anterior. Todo el mundo había especulado sobre quién podría haber sido el autor del siniestro y siempre llegaban a la conclusión de que tuvo que ser alguien muy cercano al cortijo, probablemente, alguno de los muchos jornaleros que habían pasado por allí. Pedro había pensado en Juanito alguna vez y enseguida se lo quitaba de la cabeza; era un muchacho desagradable, pero no le parecía tan peligroso. Ahora se daba cuenta de que en realidad él era el que más motivos tenía para acabar con la vida de Diego y Lucía, aunque ignoraba que se hubiera enterado de su verdadera procedencia biológica el día antes. Si hubiera tenido conocimiento de ese dato todas sus sospechas se habrían dirigido a Juanito sin dudarlo.
La declaración de Ana tuvo poca validez en el juicio, se negó a revelar su fuente de información por miedo a que Juanito atentara contra la vida de su propia madre. Fue su palabra contra la de su nieto, que se mostró frío y sarcástico ante el juez, y demostró en todo momento un absoluto control de la situación. Alegó que Ana se había inventado todo aquello obsesionada con encerrarlo para manejar la herencia de su hijo. Los argumentos de Juanito encajaban perfectamente en el largo litigio que mantenían las partes, y resultaba cuanto menos sospechoso el hecho de que Ana hubiera hecho aquella denuncia después de cinco años. Realmente daba la sensación de que había sido un sucio intento de la abuela, llevada por la desesperación.
El veredicto se falló a favor de Juanito, que incluso salió fortalecido de la situación y se le abrieron nuevas perspectivas para alcanzar su mezquino propósito final. Y lo consiguió: en menos de un año todas las posesiones de Diego estuvieron a su nombre, convirtiéndose en uno de los hombres más ricos de la ciudad, tal vez el más rico. Durante los años que los bienes de Diego habían estado en manos del albacea y el contable habían producido como nunca, a causa de sus impecables gestiones; además de lo que Diego dejó, Juanito recibió un importante capital acumulado.
Mandó reconstruir el cortijo exactamente igual a como lo recordaba antes del siniestro, su mente era perversa hasta ese punto, excepto por una pequeña diferencia: uno de los salones se convirtió en su biblioteca y lugar de estudio, donde traslado sus incontables libros y los de su ex abuelo. Así, a sus veinticinco años, se convirtió en vecino y enemigo de los que habían sido sus padres: un del Valle en toda regla. Administraba y controlaba sus bienes desde la biblioteca, apenas salía de casa. Además de los jornaleros necesarios, contrató a cinco personas de confianza para que ejecutaran sus órdenes: el contable y el albacea que lo habían hecho tan bien durante años, el abogado que lo ayudó a ganar el juicio contra su abuela y un matrimonio que cuidaba la casa y que vivía en la antigua vivienda de Lucía. Ellos cinco eran los únicos autorizados a pisar la mansión.
Como un ogro atrincherado en su castillo, Juanito, ahora don Juan del Valle, se convirtió en el terror de todos los vecinos que vivían cincuenta kilómetros a la redonda. Por supuesto, incluidos sus padres, a los que había declarado una guerra abierta para quedarse con las pocas tierras que conservaban y alejarlos de su zona de influencia lo más posible. No podía esperar a que fallecieran de forma natural, ni provocar otro accidente aparentemente fortuito, y mucho menos un incendio, para quitárselos de encima de una vez, estaba en el punto de mira del abogado de la Maldita. De manera que dedicaba gran parte de su tiempo a maquinar la manera de boicotear los negocios lácteos de Juan, que eran los que le permitían mantener su hacienda y vivir holgadamente.
Luisa sobrevivía al odio de su hijo como un vegetal. Su vida consistía en comer lo suficiente para seguir respirando y mirar por la ventana el estrecho sendero que llegaba hasta la casa de su hijo y que había sido la causa de todas sus desgracias. Su débil corazón no había conseguido aborrecer al engendro que había dado a luz su vientre. Era su hijo, su único hijo, y lo quería. A veces le parecía verlo en el horizonte confundido entre los raquíticos árboles que empezaban a recuperarse del incendio. Era un espejismo, Juanito jamás asomaba a la espalda de la finca, le recordaba todo lo que más odiaba: su pasado, su primo, Lucía y sus padres.
En cambio, Juan había asumido el papel de enemigo del que fue su hijo con todas sus fuerzas, convirtiéndose en un incansable adversario, pendiente de cada paso que daba su rival por medio del abogado que, por primera vez en su vida, se había visto obligado a contratar. Luisa le había pedido a su marido mil veces que lo vendiera todo para marcharse de aquel maldito pueblo, pero Juan nunca atendió sus súplicas envueltas en lágrimas y desolación. La quería, y tampoco él abrigaba odio en su corazón hacia su hijo, su postura era una cuestión de dignidad. Juanito siempre había sido el eje de su matrimonio; por un motivo o por otro, desde que fue engendrado, él y Luisa se convirtieron en satélites de su existencia, y en los últimos años dos monigotes más a añadir en su lista de enemigos. Les había robado el sosiego, la capacidad de amarse entre ellos, el gusto que compartían por las cosas sencillas y bellas… Incluso, los había dejado sin identidad, ahora no eran Juan y Luisa, eran los pobres padres de don Juan del Valle. El que había ejercido siempre de padre era capaz de soportar todo aquello, estaba curtido en el sufrimiento, de niño construyó un mundo interior donde se sentía cómodo y protegido de cualquier desprecio; pero lo que nunca consentiría era abandonar la casa que su madre le confió, a no ser que fuese con los pies por delante. Y si consintió que Juanito se llevara los libros de su padre y dejara la biblioteca como un almacén desvalijado, fue porque tuvo un momento de debilidad ante las lágrimas de sangre de Luisa y porque hacía años que había abandonado la lectura. Días después de que profanara el templo de las letras de su padre, Juanito mandó a uno de sus incondicionales secuaces, pagados a precio de oro, para recoger el segundo tomo de La Enciclopedia Espasa, que había olvidado en el último cajón de su escritorio. Juan no consintió en devolvérselo, aunque, como insistía el desagradable hombre que no dejó pasar de la puerta, fuese verdad que La Enciclopedia Espasa ni siquiera era de su padre. Echando por la borda la educación que su madre le dio, le dijo al mensajero que si Juanito quería el libro le echara huevos y fuese él mismo a buscarlo.
Los conflictos, con el que ahora era un desagradable vecino, se habían convertido en una obsesión para Juan. Sólo rompía su eterno silencio cuando le llegaba una carta del abogado de Juanito, para decir que semejante bastardo no le quitaría la casa de sus padres a no ser que le prendiera fuego con ellos dentro y le saliera bien la jugada.
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Don José esperaba sentado en el zaguán a que don Juan del Valle se dignara a recibirlo. Dos días antes habían quedado citados para ese miércoles a las cinco de la tarde. Juanito había dado órdenes estrictas de que nadie lo molestara sin cita previa y de que toda visita esperara en el recibidor hasta que él saliera. Por fin apareció.
—¿Qué me traes? —Por supuesto, no se molestó ni en saludar ni en disculparse por la hora de retraso.
—Nada, el dueño de la fábrica ha rechazado tu oferta.
—¿Y ya está?, ¿para eso te pago y pierdo mi tiempo? ¿Le has hecho la oferta que te ordené?
Don José lo miró de arriba abajo, desde su parche, pasando por su batín de cachemir, hasta sus cómodas y exclusivas zapatillas de casa. Podría ser su hijo. Se alegró profundamente de que no lo fuera y de que sus hijos fuesen hombres simples y sin carácter que vivían a la sombra de las faldas de sus nueras. Si trabajaba para él era porque pagaba bien y no encontraba otro trabajo mejor. Además, conocía los negocios de Juan del Valle antes de que hubieran pasado a las manos de éste; había colaborado como administrador con el albacea de la herencia.
—Dice que no es una cuestión de dinero sino de lealtad, que no piensa dejar tirados a sus proveedores de toda la vida, incluido tu… Juan, que le proporciona el sesenta por ciento de… —Se detuvo a tiempo de referirse a Juan como el padre de su jefe.
—Sí, sí, eso ya me lo sé, cuéntame algo nuevo.
—Pues no hay nada más. No piensa dejar sin medio de vida a todas las familias del pueblo que viven de sus vacas. Aunque te cueste trabajo creerlo. —Ignorando las explicaciones de su contable en todo momento, Juanito aprovechó el para ajustar bien su batín—. No todo el mundo tiene un precio.
—Ay, José, José, cada día tengo más claro porque llevas el mismo traje desde que te conocí. Ofrécele el doble o, en caso de que no ceda, cómprale la embotelladora entera por el triple de su valor…
—Eso sería un mal negocio. —Lo interrumpió intentando aparentar humildad, aunque en realidad estaba más que seguro de sus palabras.
—Mírate José. —A pesar de que le doblaba la edad le hablaba de tú para minar su autoestima—. ¿A ti te parece que con tu gran experiencia en números has llegado más lejos que yo? —Se hizo un silencio—. Pues ya está, haz lo que te digo y si no conseguimos nuestro objetivo habrá que pensar en otra estrategia más persuasiva. Nos vemos el viernes a las cinco. —Se dio media vuelta sin despedirse.
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El tiempo no había mermado el cariño que Herminia y Pedro le tenían a Lucía. Seguían visitándola periódicamente; su habitación era como el punto de encuentro entre los tres: Ana, Herminia y Pedro, donde ellos se contaban las noticias concernientes a la, ahora, muchacha. Rosi, la hija de Herminia, también iba a visitarla con su madre siempre que podía.
Lucía seguía igual, sumida en el silencio, escondida en su coraza. Los años de reclusión le habían robado el destello de sus ojos, que sólo parecían recuperar cuando oía por el pasillo unos pasos amigos o cuando tocaba su violín. A pesar de parecer perdida en la lejanía, todos le hablaban como si fuesen escuchados, incluso los trabajadores de la planta, seguros de que aún estaba asida a la realidad por un débil hilo y no había desaparecido en la lontananza.
Ana se había convertido en su asistenta personal, vivía por ella y para ella, quererla la hacía sobrevivir.
—¿Cómo está mi niña? —La saludaba cada mañana con la esperanza de que ese día rompiera su silencio.
A la abuela siempre le parecía encontrar ése tenue brillo en su mirada, esta vez provocado por la satisfacción de comprobar que los pasos que había oído le habían traído a su abuela. Pero dicha débil luz duraba unos segundos, y vuelta a su destierro.
—Mira lo que te traigo. —Ana sacó de su bolso la muñeca de trapo, que se había llevado el día antes para lavarla y arreglarle unos descosidos, y la metió entre los brazos de Lucía.
Lucía la abrazó y pareció sonreír.
—¿Has sonreído? ¡Soledad! —Llamó muy excitada a la enfermera del turno de mañana.
—¿Qué pasa Ana?
Soledad era la enfermera más buena del mundo, toda ella era dulzura y servilismo. Durante los años que llevaba trabajando en el psiquiátrico, que eran muchos, no se la había pillado jamás en un renuncio. Por muy desagradables que fueran las escenas que le montaban a veces los internos, nunca los despojó de su dignidad, por eso muchos de ellos la seguían como perrillos falderos todo el tiempo.
—Ha sonreído. Mi niña ha sonreído al darle su muñeca. Eso tiene que ser muy bueno ¿verdad? —Miró a la enfermera deseosa de que confirmara su teoría.
Soledad miró a la niña y la encontró como siempre, acurrucada de lado, con su barbilla sobre la cabeza de la muñeca y la mirada… Dios sabe dónde. Supuso que habría sido un espejismo de la abuela, provocado por su obsesión de recuperarla. Pero no quiso desengañarla, ¿para qué?
—Claro que es bueno Ana, es más que bueno. —Soledad acarició el sedoso pelo de la muchacha—. Uno de estos días nuestra princesa de los ojos tristes se convertirá en la de los ojos alegres. ¿Ha desayunado bien? —preguntó a Ana deseando cambiar la conversación, no le gustaban las mentiras, ni siquiera las piadosas, era demasiado honrada para seguir alimentando una vana ilusión.
—No sé, acabo de llegar, pero ella come muy bien, como un pajarito, poquito a poco, pero muy bien, ¿verdad cariño? —Buscó la mirada lejana de su nieta.
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Don Ramón estaba sumido en su lectura cuando creyó oír dos golpes suaves en la puerta de su despacho. Debería haberse marchado ya a casa, pero se retrasó unos minutos para abrir el correo que su secretaria había dejado sobre la mesa. Una carta llamó su atención: era de un particular, sin sellos de hospitales o instituciones.
Decía así:
Estimado doctor don Ramón Quiroga Lago:
En primer lugar le doy las gracias por atender mi carta.
Me llamo Ana Espinosa y tengo sesenta y cinco años. Me dirijo a usted para pedirle ayuda. Hace años que sigo desde lejos su carrera y sé que usted es uno de los mejores psiquiatras y neurólogos del país. He estado tentada de escribirle en muchas ocasiones, pero siempre lo he postergado esperando un dinero que nunca recibí, con el que quería contratar sus servicios. Ahora que sé que nunca podría pagarle, le escribo pidiéndole compasión y caridad. No es para mí, es para mi nieta, que lleva más de ocho años internada en un hospital psiquiátrico, a casi mil kilómetros de donde usted trabaja. Ella era una niña alegre, inteligente y sensible, un ser excepcional. Imagínese, a los nueve años había aprendido, sola, a tocar el violín, y devoraba todos los libros que caían en sus manos. Pero un incendio ocurrido en su casa la dejó en estado de ausencia perenne. Todos los médicos que han estudiado su caso la han dado por perdida. Pero, si se fía de la intuición de una abuela, le diré que yo sé que puede volver a la realidad y que mantiene cierto contacto con el mundo que abandonó. Creo que sólo necesita que alguien como usted la ayude. Por esto le pido que le conceda una última oportunidad.
Muy agradecida por el tiempo que ha dedicado a leer mi carta, le saluda atentamente:
Ana Espinosa Ruíz