Juanito ignoró el primer disparo y se concentró en su escapada, buscando un hueco entre las llamas por el que no hubiese nadie que pudiera reconocerlo y atraparlo. Encontró uno, aunque para alcanzarlo tendría que pasar a poca distancia de la confusa figura que lo estaba apuntando; no se había dado ni un segundo para estudiar la negra silueta que parecía un agujero negro entre el fuego, pero hubiera apostado la cabeza a que era don Diego.
Vio acercarse su objetivo con la intención de escapar del siniestro escenario y, seguro de que esta vez no fallaría, esperó a que alcanzase el punto más corto entre los dos. Diego parecía ajeno a su alrededor, como un intruso llegado por azar de otra historia. Se mantenía imperturbable, gélido antes las llamas. Tenía las piernas entreabiertas y flexionadas, en perfecta posición. Su arma y él eran uno, como esculpidos de la misma piedra. Parecía inmóvil, clavado a sus tierras como si fuesen su pedestal; pero su escopeta se movía, con lentitud y maestría, siguiendo el blanco. Su mundo estaba en ebullición y él ni siquiera sudaba.
Una mano firme lo obligó a bajar su arma dejando escapar al enemigo.
—¡Quieto Dieguito! ¿Vas a matar a tu hijo como hiciste con tu padre?
* * * *
—No permitas que ella muera Dios mío, ella no —decía mientras agotaba sus últimas fuerzas en recorrer los cien metros campo a través que lo llevarían hasta la carretera principal.
Podría haber ido por el camino de la finca, más despejado y recto, pero tres veces más largo. Prefirió dejarse, prácticamente, caer por el balate lleno de matorrales que desembocaba en la vía principal, no había tiempo que perder, seguro que allí algún vehículo los recogería para llevarlos al hospital. Por un momento recordó su magnífico coche envuelto en llamas.
Sus piernas se doblaban y enredaban en las zarzas, más que caminar, rodaba cuesta abajo torpemente, pero con la niña bien agarrada, procurando que no sufriera los accidentes del terreno. «Saldrás de esta pequeña, saldrás de esta», le hablaba sin permitirse la duda de si era escuchado, mirando al frente, no fuera que, al ver los ojos sin vida de la niña, se viniera abajo, y llevado por la desolación le negara la posibilidad de resucitar.
Un vehículo casi lo derriba al parar de un frenazo.
—Suba al camión amigo. —El conductor habló a los supervivientes del desastre seguro de la dirección que debía tomar: el hospital.
Pedro arrojó como pudo a la niña y sus pertenencias en la parte trasera, la cabina del conductor estaba ocupada por otros dos acompañantes. El vehículo arrancó como un cohete antes de que él hubiera terminado de subirse, dejando sus pies colgando.
Lucía tenía los ojos abiertos, sin vida, los labios secos como hojas de otoño. Esperó a que los alumbrara uno de los vehículos que se cruzaban con ellos para buscar el rubor de sus mejillas, pero no estaba y, en cierto modo, ella tampoco. Acercó el rostro a su boca, un leve hormigueo recorrió su piel. ¡Respiraba! Pensó desprenderla de su bolsa y la muñeca, cuyo brazo derecho estaba atrapado por la cintura de su pantalón; pero si ella había puesto tanto empeño en asegurarse de que no se separaran, ¿quién era él para arrebatarle, quizás, su último deseo?
El camión iba tan deprisa que a cada bache sus cuerpos rebotaban como canicas en una lata. Los golpes del violín contra el suelo de metal reverberaban entre los chirridos y sonidos secos del viejo camión. Cogió la bolsa y la apoyó en sus piernas, junto a la cabeza de Lucía, que sujetaba con sus manos sobre sus muslos. «No te vayas Lucía, no te vayas», sollozaba como un niño, «¿qué sentido tendrá tanta destrucción si te vas?». Le cogió la mano, fría y flácida, carente de su cálido espíritu; no era la que hacía unas horas deslizaba el arco por su violín, insuflando vida a los cadáveres que la rodeaban; había sucumbido a tanta podredumbre. Ni siquiera tosía, tal vez se marchó antes de que el humo se apoderara de su mundo, para no permitirle ensuciar su alma cristalina.
* * * *
Dos hombres sujetaban a duras penas a la que era una completa extraña para ellos. Ana intentaba liberarse de los fuertes brazos como si su propia vida estuviese detrás de la puerta que intentaba cruzar.
—¡Lucíaaa…! —gritaba como una loca encadenada.
El fuego avanzaba hacia ellos y, temiendo por sus vidas, tuvieron que soltarla. Pero Ana sólo pudo dar tres pasos más antes de caer al suelo inconsciente. Alguien la cargó en un carro como un animal muerto y la sacó de allí.
El fuego se fue con la noche. Poco a poco, el alba fue dibujando, con trazos negros y humeantes, un paisaje a carboncillo sobre el violeta templado del amanecer. Una docena de hombres, sentados sobre las cenizas, contemplaban desolados el desarrollo de la obra. Cuanto más se iluminaba el cielo, más se oscurecía la tierra, devorando los fantasmas de los antepasados del lugar, que se resistían a marcharse.
—¿Alguien ha visto a don Diego? —sonó una voz en la desolación.
—La última vez que lo vi apuntaba con su escopeta al cabrón que hizo todo esto, igual se le escapó y sigue persiguiéndolo —contestó una garganta cansada.
Juan también estaba entre ellos. Lo último que recordaba era la imagen de Diego apuntando a su hijo, pero sabía que Juanito estaba en casa a salvo. Se decidió a dar un rodeo al cortijo. El hijo de Herminia lo siguió.
Como si de uno de sus cerdos se tratara, Diego colgaba del techo del matadero, esperando que lo abrieran en canal. A sus pies, tirados en el suelo, se encontraban su escopeta y unos papeles: el informe médico de Juan que acreditaba su esterilidad; Ana se lo había entregado después de impedir que matara a Juanito, lo llevaba en el bolsillo de su rebeca desde que esa mañana se lo diera Juan. Tenía los ojos prendidos del techo y su lengua asomaba negra entre sus labios. Como ocurría con todos los muertos, los restos de Diego no se parecían en nada a él.
* * * *
Cinco mujeres preparaban el desayuno a los hombres en la cocina del cortijo de Juan: Luisa, Herminia y tres vecinas de los alrededores. Ana descansaba en el antiguo dormitorio de Ángel. Los golpes que daba su cuerpo contra el carrillo de mano la despertaron y, cuando se vio camino de la casa de Juan, no hubo fuerza humana capaz de retenerla para que no volviera al incendio y el médico le había suministrado una buena dosis de tranquilizantes para aislarla de su insufrible realidad; lo había conseguido, dormía como un bebé.
Horrorizadas por lo sucedido, las cinco mujeres habían organizado entre ellas su particular centro de investigación. Cada una tenía su propia teoría: Herminia mantenía que la causa del incendio debía ser un cigarrillo mal apagado de don Diego, que seguramente arrojaría a los matorrales secos en la última ronda que solía hacer a su feudo antes de acostarse; pero Encarnita, la más joven de todas, argumentaba, con buen juicio, que la teoría de Herminia no se sustentaba, que el incendio había sido provocado por al menos cuatro focos distintos; Luisa callaba, una voz en su interior, que ella intentaba ahogar para aliviar su dolor, le decía que pudo haber sido su hijo. Cuando ella se disponía a salir alertada por el resplandor que avistó desde su dormitorio, su hijo entraba como un rayo, desatendiendo por completo sus preguntas y exclamaciones.
Juanito seguía en su cuarto, no se había molestado en asomarse a la cocina para interesarse por la catástrofe. Desde pequeño, sus incidentes con el fuego habían sido constantes y era ahora cuando Luisa empezaba a atar cabos. Él lo sabía y en aquel momento no se atrevía a ponerse frente a ella.
Unos fuertes golpes en la puerta sacaron a las mujeres de su acalorada conversación. Era el hijo mayor de Herminia. Cuando se plantó en la puerta de la cocina, su madre tuvo que hacer un gran esfuerzo para reconocerlo; estaba tiznado de los pies a la cabeza.
—Don Diego ha aparecido ahorcado en el matadero de su casa.
—¿Qué estás diciendo? —le preguntó Herminia con la boca llena de pan con aceite.
—Pues eso, yo mismo lo he descolgado.
«¡Jesús! ¡Madre mía! ¡Ay Dios mío!…», las exclamaciones por parte de todas se sucedían sin parar. Herminia, que en ese momento estaba pasando la leche de un cazo hirviendo por un colador para separarla de la nata, tragó de golpe lo que tenía en la boca, soltó el cazo y se derrumbó en una silla: se acordó de Lucía. Cuando reaccionó preguntó:
—¿Habéis encontrado a Lucía?
—No, ni Lucía ni Pedro aparecen. Puede que Pedro consiguiera sacarla o que ella lograra escapar de las llamas. El fuego ha arrasado su vivienda, ha sido la zona más castigada. Por muy fuerte que fuera el incendio nadie cree que haya acabado con sus restos; pero eso tendrán que decirlo los entendidos. La verdad es que de su cama sólo han quedado cuatro hierros, el interior de la casa es una cueva negra.
—¡Cállate Julito! No seas pájaro de mal agüero. —Herminia empezó a sollozar.
Herminia sabía que Lucía sólo podría haber salido de allí medio inconsciente y en brazos de alguien; hubiera preferido ser devorada por las llamas antes que poner un pie en el exterior. La sola idea de imaginársela en su cama, sola, esperando una muerte tan espantosa, le producía un dolor insoportable. Había llegado a quererla, no sólo como a una hija, sino como a un ser celestial. De alguna forma, Lucía le había devuelto la fe, le había abierto las puertas de un mundo que creía muerto. Iba a verla con ilusión, para participar de algún modo en la autenticidad de su ser. Desde la primera vez que la miró a los ojos sintió como si hubiera vuelto a ser bautizada, como si hubieran vuelto a nacer en ella esperanzas sepultadas. Lucía le mostró la cara más amable de cada cosa y la reconcilió con su universo. De hecho, desde que la conocía sólo le habían pasado cosas buenas, desde el trabajo que consiguió en el cortijo y que acabo con el hambre de su familia, hasta la recuperación de la salud de su Rosi. Aunque la vida de Herminia transcurría en la sombra y las fuerzas que le restaban, después de su duro pasado, las necesitaba para sacar adelante a su familia, saber que un hecho tan extraordinario ocurría al margen de tanta tribulación: odios, rencores, mentiras…, la hacía soñar. Lucía era inteligente e ingenua, dulce y salvaje, libre y cautiva, fuerte y vulnerable…, combinaciones imposibles en el orden establecido del mundo real; que la pequeña desafiaba con su sola presencia. Si el fuego se había llevado todo eso, vivir volvía significar sólo trabajo y sacrificio. Desde el mismo momento en que sintió el fogonazo de su pequeño corazón, apoyó su cautiverio. Herminia pensó que si en aquella pequeña jaula había sobrevivido una criatura tan bella, que el tiempo sólo hacía perfeccionarla, ¿para qué abrirla? Quizás, si la hubiera ayudado a cruzar la puerta no hubiese sucumbido a las llamas o, tal vez, su paso por este mundo debía ser tan corto como intenso y tuvo que marcharse antes de ser corrompida.
* * * *
—Tranquilícese señor. Dígame, ¿qué ha pasado? —El médico intentaba elaborar un informe para evaluar con conocimiento a la paciente, que ya se encontraba en la sala de urgencias atendida por otros médicos y enfermeras.
—Hubo un incendio en su casa y cuando fui a rescatarla no tuve tiempo de asegurarme ni siquiera de si estaba viva, estuvimos a punto de quedar atrapados. Una vez fuera me di cuenta de que estaba como ida. Es todo lo que sé, no puedo decirle más.
—Está bien. —El médico escribía en el informe—. ¿Cómo se llama la paciente? —Al darse cuenta de que no iba a sacar mucho más del interrogatorio le pidió los datos personales.
—Lucía.
—Lucía y ¿qué más?
—Lucía del Valle Espinosa.
—¿Es usted su padre?
—No, no, su padre se llama Diego del Valle.
—¿Qué me dice? Conozco a don Diego desde hace años, no sabía que tuviera una hija.
—Pues… ya ve. —En aquel momento Pedro no encontró un comentario mejor—. El caso es que ni él mismo sabe que la he traído, en este momento tienen que estar buscándola. Cuando la encontré sólo pensé en salir de allí y buscar ayuda, no había tiempo de avisar a nadie.
—Hizo usted muy bien, no se preocupe de eso, la dirección del hospital dará aviso a la guardia civil para que se lo comuniquen. ¿Sabe si la niña padece o ha padecido alguna enfermedad o algún tipo de alergia?
—No, es una niña muy sana.
—¿Qué edad tiene?
—Nueve años.
—Y… ¿el nombre de la madre es?
—Adela Espinosa, murió de parto cuanto ella nació.
—Ah, sí, ahora recuerdo, sí, sí. Bien, pues esto ya está —dijo el médico mirando el escueto informe y guardándose la pluma en el bolsillo de su aséptica bata—. Vaya a la sala de espera, en cuanto sepamos algo le informaremos.
A las dos horas apareció en la sala de espera una monja a la que sólo se le veían asomar por el hábito unos brillantes mofletes sonrosados y unas enormes roscas sobre sus zapatos; su formidable vientre hacía que la falda le respingara y se mostraba más corta de lo debido por la parte delantera. Ojeó su carpeta y, sin levantar los ojos, sonó el pitido de su voz:
—¿El señor Pedro Lara? —Además de tener una escasa memoria como para no poder levantar los ojos de sus papeles para decir un nombre tan corto, debía estar ciega; en la sala de espera sólo había otras dos mujeres, ambas de avanzada edad, y él, estaba muy claro quién era Pedro Lara.
—Sí, soy yo. —Se sintió estúpido, pero se levantó para hacerse ver.
—Soy sor Lourdes. —Su voz sonaba tan aguda y punzante que Pedro pensó que le taladraría el tímpano—. El doctor Mejías me envía para comunicarle que la dirección del hospital, por mediación de la guardia civil, ha recibido la noticia de que el padre de la niña Lucía del Valle, ha aparecido muerto en su domicilio esta misma madrugada. El nombre del fallecido es… el señor don Diego del Valle. —La sor no levantaba la vista de la carpeta que llevaba en las manos para comunicar literalmente la noticia.
—¿Está segura? —Pedro se mostró incrédulo, durante los primeros instantes estuvo seguro de que había sido una confusión, Diego era indestructible.
Sor Lourdes volvió a mirar sus notas y, ahora sí, miró a Pedro tras sus gruesas lentes para contestarle:
—Sí, eso pone aquí, don Diego del Valle, ¿no es ese el nombre del padre de la niña?
—Sí, sí. —Tuvo que contestar a la obvia pregunta para que dejara de mirarlo expectante.
—Pues don Diego del valle ha fallecido esta madrugada. ¿Era familiar suyo? —le preguntó al ver que se iba poniendo lívido por momentos.