Maldita (30 page)

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Authors: Mercedes Pinto Maldonado

Tags: #Drama

BOOK: Maldita
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Sin darse cuenta, se encontró frente a la mansión de sus horrores, hubiese jurado que llevaba tiempo inmóvil, y que la casa fue la que avanzó intentando devorarla; no era consciente de que había caminado con más firmeza y seguridad que en toda su vida. De hecho, el capataz la había divisado desde lejos y, al verla tan decidida, dio por hecho que don Diego la estaba esperando.

El gran porche avanzaba cinco metros a lo largo de toda la fachada. No había nadie, pero lo había habido poco antes: las migas de pan, la botella vacía y la navaja que estaban sobre la mesa de la derecha lo confirmaban. Las tres sillas de anea que rodeaban la mesa parecían aún calientes. A la izquierda, un robusto tablero se alzaba sobre sus patas y exponía numerosos canastos repletos de verdura variada. Ella lo recordaba en el patio de las matanzas, colindante a la cocina, en él descuartizaban a los marranos con hachas y machetes. Sintió escalofríos. La puerta principal estaba abierta, pero no se atrevió a empujarla para divisar mejor el interior ni a llamar a nadie. Decidió sentarse a esperar, tarde o temprano alguien tendría que pasar por allí.

—¿Se le ofrece algo señora? —Herminia salía con una gran barreño de ropa, dispuesta a aprovechar el sol, cuando fue sorprendida por la espalda de Ana.

Ana volvió su rostro y, más sorprendida aún que su interlocutora, la saludó con agrado:

—Buenos días, estoy esperando a… al dueño del cortijo.

Por un momento, Herminia pensó que Ana era una rival que había llegado hasta allí para usurparle el trabajo, pero, cuando la miró a los ojos, supo quién era. No le cupo la menor duda. Le habían contado que estaba muerta; si lo estaba, por supuesto, era ella y se había levantado de su tumba.

—¿Es usted…? —quiso preguntarle Herminia mientras apoyaba el pesado barreño en su cadera.

—Ana, me llamo Ana. —No se atrevió a identificarse como la madre de Diego.

—Ya. Venga conmigo, voy a enseñarle algo mientras espera a don Diego.

La guio hasta la zona trasera y la instó con un movimiento de mano a que se acercara con sigilo a la ventana.

Lucía había oído los pasos arrítmicos de Herminia acompañados de otros que no identificó. Se sabía observada por un extraño, pero no le importó, estaba acostumbrada. Pelaba unas patatas para su almuerzo mientras escuchaba la radio muy bajita. Su nueva cuidadora le había dicho mil veces que no era necesario que se hiciera la comida, desde que dejó la casa de Juan trabajaba allí desde por la mañana y cocinaba todos los días para Diego. Pero Lucía quería ser autosuficiente y le gustaba aprender, aunque muchas veces terminaba pidiéndole a Herminia un plato de comida caliente ante la imposibilidad de comerse sus guisos.

—Es…

—Lucía, la hija de Diego, su nieta —aclaró Herminia sin remilgos.

—Parece triste. —El manso oleaje que inundó los ojos de Ana bañó los surcos de su rostro. Estaba muy emocionada.

—Bueno, es que está pasando un mal momento, hace poco que se ha marchado su mejor amigo, pero es una niña muy alegre.

—Es muy bonita —dijo la abuela entre sordos sollozos—. Es más que bonita, es preciosa.

—Y lista. Es una criatura extraordinaria. ¿Quiere que pasemos?

—No se… No, tengo que pensar, estoy demasiado nerviosa, no me esperaba esta sorpresa, no me encuentro bien.

—La comprendo. Y ¿qué le parece si se espera un rato y, en cuanto termine mis tareas, se viene conmigo a mi casa y hablamos tranquilamente? No me queda mucho, en media hora estaré lista.

—Sí, muchas gracias, creo que es lo mejor. He venido para hablar con… mi hijo, pero ahora… —Sacó un pañuelo de su pecho y se secó las lágrimas.

Durante los veinte minutos que estuvo esperando a Herminia, Ana se quedó a un lado de la ventana, escondida. De vez en cuando se asomaba y miraba por un segundo a la niña y volvía a esconderse; no quería ser sorprendida, en aquel momento no hubiese sabido qué decirle. Lucía supo que la visita que había acompañado a Herminia era una mujer de edad, por su tono de voz, y que se quedó sola cerca de la ventana un buen rato.

Estuvieron charlando durante horas frente a varias tazas de tila. Herminia le contó todo lo que sabía: los rumores que habían corrido por el pueblo durante décadas y todo lo que ella misma había presenciado. Por su parte, Ana le relató su verdadera historia, que distaba mucho de lo que le habían comentado a su nueva amiga. Después, hablaron de Lucía.

—¿Qué vas a hacer? —Empezaron a tutearse.

Herminia no tenía costumbre de tutear a las personas que pertenecían a un estatus superior al suyo, pero no le hacía falta ser muy astuta, aunque lo era, para darse cuenta de que Ana pertenecía a su misma clase social y que su boda con un del Valle había sido algo puntual que no reflejaba su aspecto en absoluto. Aunque, desde luego, Ana era una señora educada, estaba muy limpia y olía a gloria, tenía cierto aire vulgar, propio de la hija de un tabernero.

—Tengo que hablar con mi hijo.

—Te echará antes de que abras la boca, no es de los que dan su brazo a torcer. ¡Jesús!, tenéis los mismos ojos, si don Diego os viera juntas, no dudaría de que Lucía es su hija.

—Ayúdame Herminia, tú estás en esa casa a diario. —Ana le cogió la mano para hablarle.

—Se nota que no conoces a tu hijo, él… Haremos una cosa, quédate en mi casa unos días, te ayudaré a que conozcas a tu nieta, a ver que se nos ocurre mientras tanto, no puedo hacer más.

—Pero…

—Te quedarás aquí, no se hablé más.

Ana miró a su alrededor. La familia de Herminia era muy humilde, todo denunciaba escasez: las sillas necesitaban un arreglo, las ventanas cristales nuevos y unas cortinas, la cocina unos azulejos, sus hijos zapatos nuevos y la despensa, seguramente, precisaba de todo, a juzgar por el escaso menú que estaba preparando Herminia para la cena. Se emocionó por el hecho de que alguien que la acababa de conocer fuese tan generosa como para compartir lo poco que tenía.

En ese momento asomó a la cocina el marido de Herminia, visiblemente cansado. Al escuchar las palabras de Ana intervino:

—No se preocupe señora, Herminia es una experta en multiplicar el pan, ya nos apañaremos.

Herminia le preparó a Ana un camastro en el cuarto de sus hijas y, aquella primera noche, Ana tuvo la oportunidad de saber más de Lucía. Rosi hablaba con orgullo de su amiga. Le contó que su nieta la ayudaba con sus tareas del colegio, que los domingos cocinaba para las dos, que nunca se enfadaba… Le contó todas las cosas que hacían juntas, naturalmente, desde la perspectiva de una niña. Sin darse cuenta, Ana empezó a querer a Lucía, y supo que por fin su vida tenía sentido. Comprendió por qué Dios había permitido que sobreviviera a tantos años estériles, en los que cada noche se acostaba con la ilusión de que fuera la última. Se recordó deambulando como un perro abandonado por el patio del manicomio, esperando desesperada la muerte, rezando para que Dios se la llevara, segura de que había tenido un descuido y se había olvidado de ella, y de que, algún día, sus oraciones serían escuchadas y todo acabaría. Ahora se daba cuenta de que nunca estuvo dejada de la mano de Dios; estaba a la espera de cumplir una misión. Habría que esperar para comprobar si era capaz de llevarla a cabo.

* * * *

—¡Luci!

—¿Sí? —se escuchó desde dentro.

A la niña le extrañó que Herminia llegara por la puerta de salida, hacía mucho tiempo que entraba por la despensa, a no ser que le hubiera recogido antes la ropa. No había trapos tendidos.

—Vengo con alguien que quiere conocerte —le contestó, ya dentro de la casa y con Ana en el mismo umbral.

—Hola, Lucía —la saludó Ana intentando controlar la emoción que la embargaba.

Abuela y nieta se miraron un momento. Lucía supo de inmediato que aquella mujer no era una completa desconocida. Reconoció en Ana algo de sí misma que le fue revelado en el acto. Tuvo la completa seguridad de que Ana era algo suyo, o que ella era algo de Ana. De igual modo, intuyó que la acompañante de Herminia sería la causa del fin de la vida que conocía. Su mente no estaba analizando el momento, lo que supo no fue fruto del razonamiento. Fueron sus entrañas las que dieron un vuelco y la hicieron temblar durante los cinco segundos que sus ojos estuvieron agarrados a los de Ana.

—Hola. —La voz de Lucía sonó trémula, como lo estaban sus pupilas y todo su cuerpo.

—Me llamo Ana.

—¿Qué estabas haciendo, Luci? —Herminia quiso dar naturalidad al momento.

—Estudiando historia, Pedro me trajo ayer unos libros con unas fotografías muy bonitas. —Su alma de niña olvidó por un momento la situación y quiso compartir con Herminia la ilusión que le había hecho que Pedro le regalara los libros.

—Pero niña, si ese libro es más gordo que tu cabeza —le dijo Herminia al avistar el vasto libro que había abierto sobre la mesa.

—Sí —contestó, esta vez sin la dulce risita que solía seguir a los comentarios graciosos de Herminia.

—¿Te importa que nos sentemos un momento?, Ana quiere hablar contigo.

—Vale.

Poco a poco se iba recuperando, al fin y al cabo era una niña, muy intuitiva, pero una niña; todavía tenía un corazón sano, capaz de recuperarse en un minuto, de olvidar e ilusionarse de nuevo con facilidad.

Ana estaba atónita, aunque Herminia ya le había contado cómo vivía Lucía, verlo con sus propios ojos… Era una niña preciosa y encantadora. No podía dejar de mirarla. Herminia sabía lo que estaba sintiendo.

Con gracia y rapidez, Lucía despejó la mesa y dejó todo bien dispuesto sobre el pequeño aparador con la intención de continuar más tarde. Lo que le dio tiempo a Ana para observar su alrededor; había libros por todas partes: sobre las sillas, en el rincón de la cocina, apilados en el suelo contra la pared…; ahora que Juanito no la visitaba no tenía la necesidad de esconder los que no eran de su gusto bajo el lecho o en el baúl. El violín estaba sobre la cama, como dormido, descansando hasta el anochecer.

* * * *

Ana no había sido conocida en el pueblo por ser una muchacha especialmente sensible y refinada, pero en sus años de cautiverio tuvo tiempo de pensar y se reinventó a sí misma para poder sobrevivir. Tuvo oportunidad de profundizar en las almas que vagaban en su entorno, sumidas en sus sueños y pesadillas. Al principio rechazó a la que sería su comunidad durante muchos años, como si todos tuvieran la peste. Aborreció sus caminares perdidos, sus palabras incoherentes, las babas que manaban de sus bocas, que no eran más que el reflujo de tanta medicación, que dejaban los labios flácidos, sin identidad; pero sobre todo, odiaba sus ojos: unos espantados, otros entornados permanentemente, la mayoría fijos en la nada, todos incapaces de llorar o reír. Los enfermos de aquel hospital eran despojos del alma que ya se había ido, o que estaba a punto de marcharse con la ayuda de algún tratamiento; algunos de ellos ni siquiera la habían tenido. Eran cuerpos condenados a vivir el tiempo estipulado bajo camisones blancos.

Pero poco después, ella y otra interna, a la que tampoco administraban la medicación mortal, si acaso algún antidepresivo para resistir el encierro, se hicieron amigas de una de las enfermeras. Encarnita les contó muchas de las historias que escondían los internos tras sus miradas de plástico: Blas fue arrojado por las escaleras con tres años, un traumatismo cerebral le arrancó la posibilidad de convertirse en un hombre y su madre, cuando descubrió que tendría que ser su esclava durante toda la vida, lo abandonó en la puerta de un hospicio, ella, la misma que lo tiró por las escaleras, fue incapaz de soportar su llanto una sola noche; Rosario sobrevivió a la muerte de sus tres hijos el día que su marido decidió acabar a tiros con ellos, se pasaba el día diciendo que su Ramón no era tan malo; María no nació normal y su padre la mantuvo encerrada en el sótano hasta que murió, cuando ella tenía sólo siete años, los sucesivos hospicios por los que pasó se encargaron de convertirla en una loca en toda regla; Lucas era un caso aparte, en él vivían dos personas, una perversa y otra inteligente y bondadosa que los médicos cada vez se atrevían menos a dejar salir y acabaron por ahogarla a medicamentos y cadenas. Así llegó a conocer a cientos de ellos. Pocos consiguieron salir de allí del brazo de algún familiar que les hubiera guardado el amor. Casi todos acababan sus días bajo el camisón o la camisa de fuerza; unos gracias a un momento de lucidez que les permitió acabar voluntariamente con su inútil vida y otros al sucumbir al progresivo aumento de la medicación. No vio a ninguno que se lo llevara la vejez.

Las tardes de visita eran las peores. Todos recién bañados, peinados y perfumados con el jabón que hacían las monjas del convento vecino, dando vueltas por la impoluta sala de recepción y el jardín. Casi todos habían sido visitados alguna vez, como ella, pero muy pocos seguían recibiendo las migas de amor que les administraba el hospital una vez a la semana para que no tuvieran que despedir por fin su alma. El espectáculo de los jueves a las cuatro de la tarde fue lo que rescató a Ana de un destino idéntico al de sus compañeros. Todos ellos esperaban, tenían esperanza, a pesar de lo que pareciera. Ella se agarró a ese atisbo de humanidad y quiso conocerlos, ayudarlos, y lejos de envenenar su espíritu, lo purgó.

* * * *

Salió de sus cavilaciones en cuanto la niña se sentó a la mesa.

—Lucía, ¿tú sabes quién eres? —le preguntó a su nieta mirándola con dulzura, consciente del daño que podía hacerle.

—Pues… Lucía, tú lo has dicho.

—Lucía ¿y qué más?, todos tenemos apellidos.

—Yo no, Juanito me lo dijo una vez, los niños que no tienen familia no tienen apellidos.

En su momento, Juanito la engañó, pero para nada Lucía creía ahora en aquellas palabras de su perverso maestro. Ella tenía muy claro que todo el mundo era hijo de alguien y que tenía una familia, muerta o viva. Pero, intuyendo la intención que había en la pregunta de Ana, prefirió dar una respuesta hostil, con la esperanza que de acabara aquella conversación tan incómoda.

Ana no estaba segura de poder seguir aquel interrogatorio sin desmoronarse. Herminia la observaba en silencio.

—¿Sabes quién es Diego?

—¿Don Diego?, el dueño del cortijo. —Lucía sabía perfectamente a donde quería conducirla Ana, y aquel juego no le estaba gustando.

—Diego es tu padre.

—Él dice que no, y tiene que saberlo mejor que nadie.

—Es tu padre, créeme, yo lo sé. —Lucía también lo sabía—. Yo soy la madre de Diego, ¿comprendes lo que quiero decirte?

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