Un frío domingo de noviembre, mientras retozaba bajo las mantas con su esposo y la mano lánguida y tibia de éste decidió pasearse por su cuerpo para hacerla feliz una vez más, su índice se paró en el ombligo. En el año y medio que llevaban casados, él se había aprendido su cuerpo y su mente a la perfección y sabía que algo estaba ocurriendo entre sus caderas y en su ánimo; hacía semanas que Luisa no se estremecía con sus caricias y que le sonreía con desgana.
—Si no fuera porque es imposible pensaría que estás embarazada —dijo bromeando para esconder su preocupación; lo único que se le ocurría era que su esposa estuviera enferma, el sólo hecho de pensarlo le hacía daño.
—Creo que estoy embarazada —dijo ella mirando la complicada lámpara de cristales del techo.
La luz que atravesaba la persiana de la ventana iluminó una sola lágrima que resbaló por su rostro hasta desaparecer en la oreja.
—Ay, mi preciosa loca, mis dedos son mágicos pero no hacen milagros —dijo bromeando, mientras su mente le revelaba la triste realidad.
Ella no se atrevió a mirarlo a los ojos, esperó unos minutos a que su esposo reaccionara y le impusiera el castigo que se merecía.
Cansada de mirar las lágrimas de la araña del techo, ahogada de dolor por su pecado, decidió levantarse. El silencio de Juan la estaba asfixiando. Muy despacio, como en una ceremonia solemne, alargando el momento para dar una última oportunidad de responder a su esposo, cogió la bata de seda que le regaló su suegra y se la puso ya sentada en la cama, de espaldas al marido ultrajado, escondiendo la vergüenza que la torturaba, incluso más que los huevos fritos de la noche anterior.
Después de pasar por el baño, se dirigió a la cocina para prepararle el desayuno a Juan, entre ascos y arcadas, que aquella mañana habían pasado a segundo plano. Nunca antes se había sentido tan abatida, ni siquiera cuando su madre descubrió su lío con el abogado. No le hubiese importado morirse en aquel momento y dejar de oír al jilguero que cantaba en la ventana insistente, contándole lo maravillosa que era la vida. Qué sabría él de la vida si no tenía conciencia, sin haber pecado, sin tener la capacidad de traicionar. Cómo lo envidió.
No fue el olor a pan tostado lo que llevó esa mañana de domingo a Juan a la cocina, ni su deseo de preguntarle a su esposa, una vez más, si le satisfacía su peculiar vida conyugal y que ella le contestara de nuevo que no había pito en el mundo que jugara mejor que sus manos. Esta vez la siguió esperando un porqué. Dedicó unos minutos a encender la chimenea de la estancia y después se sentó frente a la mesa que había junto a la ventana; un tímido sol comenzó a calentar la franela de su pijama. Dejó que sus ojos recorrieran el recién abierto camino que llegaba hasta el cortijo vecino y tuvo una revelación. Recordó haber visto en días anteriores a varios hombres limpiando la maleza del terreno y a Diego supervisando el lugar. Ella lo observaba desde el ángulo opuesto de la cocina con el rabillo del ojo.
—Dime que no ha sido él —dijo sin apartar la vista del sendero. Su voz sonaba temblorosa, estaba a punto de echarse a llorar.
Luisa se acercó a la mesa, dejó sobre ella el pan tostado y la mantequilla, y se volvió para coger los tazones del café; sin mirarlo, sin decir palabra, mientras él la seguía con la mirada perpleja.
Ella no iba a defenderse. Qué decir; no había justificación. Tampoco se atrevía a pedirle perdón, en aquellas rancias tierras un hombre no tenía la potestad de eximir a su esposa de un agravio semejante. Sólo el cura, en nombre de Dios, podía aliviar su carga. La salida más digna para el marido mancillado era poner de patitas en la calle a la adultera desagradecida.
Más de una hora estuvo Juan alternando su mirada entre las frías tostadas y la sangrante herida de la tierra vecina que desembocaba casi en su mesa; mientras el llanto de Luisa reventaba en el dormitorio.
Fue su madre la que convenció a su padre para que vendiera de una vez las tierras tan ansiadas por su vecino; había llegado a ofrecerle más del doble de su valor. Era un terreno incultivable, salpicado de viejos eucaliptos e invadido por insondables matorrales. Ese dinero les vendría muy bien para ampliar el establo y comprar un buen número de vacas. El negocio se les estaba dando bien, hacía unos meses que una fábrica de lácteos les compraba la leche a buen precio y ya no tenían que tener el portón siempre abierto al chorreo de compradores particulares que desfilaban por la casa desde por la mañana temprano. Su padre se resistía, decía que aquella abrupta pared los defendía de la maldad que emanaba del terreno vecino. Mientras perdía su húmeda mirada en el paisaje, Juan se vio jugando al pilla-pilla entre los árboles con sus hermanos. Hubo un tiempo, muy corto, en el que todo fue perfecto. «El día que derriben esa pared natural la maldición de los del Valle se colará en nuestra casa», decía su padre cada vez que Teresa intentaba disuadirlo. Juan pensó en cuánta razón llevaba, con los ojos clavados en la llaga.
Fue allí donde nació su extraña amistad con Adela. Juan ya la conocía, eran primos lejanos y se habían visto desde niños en numerosos eventos familiares. Le parecía la muchacha más bonita del mundo, a él y a todo el que la contemplaba, ella era la belleza hecha carne. Adela se sentaba al límite, como ella decía, bajo la vieja higuera que tantas meriendas solitarias le resolvió a Juan durante su infancia. Su tronco había quedado encerrado en el lado oscuro, pero su gigantesca copa, por alguna extraña razón, sólo daba frutos por el lado que invadía las tierras de Juan. Ella se recostaba sobre el tronco para escribir en su diario, lejos de todo, buscando soledad, de espaldas al caserón de don Diego, de su esposo; dispuesta para que nadie en la finca pudiera verla. Pero él si avistaba desde la cocina, entre las ramas, las alegres flores de sus vestidos. Una tarde se vio obligado a saludarla. El viento había arrastrado una sábana hasta la débil alambrada que marcaba el territorio y Luisa le pidió que fuera a recogerla. A partir de ese día fueron confidentes, pero nada más. Por supuesto que se enamoró de ella, como todos, pero era un amor de ensueño, que se colaba en su imaginación de una forma inofensiva con su beneplácito, sólo para aliviar su amor real, por el que luchaba y sufría: Luisa. No se permitió a sí mismo recrear en su mente ni siquiera una imagen erótica junto a ella. Si alguna vez su fantasía le jugó una mala pasada, regresó de inmediato a su realidad con Luisa; no hubiese sido capaz de traicionarla ni en esa parcela del alma que nadie comparte. Sabía ahuyentar sus fantasmas, estaba entrenado.
Cuando asumió sus limitaciones y tuvo conciencia de que él no era un hombre completo, decidió no compadecerse de sí mismo jamás y buscar una alternativa digna, y Luisa se la ofreció. A veces, después de sus pasatiempos de cama, en los que él sólo daba y ella sólo recibía, la curiosidad lo llevaba a interrogar a su esposa:
—Dime Luisa, tú que has conocido otra relación, ¿cómo es un hombre verdadero? —No era una pregunta morbosa, quería examinarla, saber cómo se sentía a su lado, si echaba algo de menos.
—Un hombre verdadero eres tú —decía sujetándole la mirada para que leyera en sus ojos la sinceridad, lo decía convencida—. Estoy segura de que ningún otro hombre podría hacerme sentir más mujer que tú. Es una suerte estar obligada a gozar por los dos. —Y le ofrecía una sonrisa que escondía algo de compasión y frustración, pero no por lo que ella echase en falta, sino por lo que nunca podría ofrecerle.
Aquel día, después de descubrir la traición de Luisa, le pareció imposible volver a confiar en sus palabras, estaba claro que no era suficiente hombre para ella, ni para mujer alguna. Se sintió estúpido. ¿Cómo pudo pensar que una relación tan singular funcionaría? Necesitaba estar solo, pensar en todo lo ocurrido. Se dirigió a la biblioteca donde su padre pasó media vida buscando entre sus libros las respuestas a sus innumerables dudas. Allí pasó tres días. Sólo salía para ir al baño y comer lo suficiente para no desfallecer.
Luisa pasó todo ese tiempo deambulando por la casa como un espectro, y despachando como podía a todos los que llamaban a la puerta preguntando por Juan por uno u otro motivo; les decía que su marido estaba en cama con gripe. Llegó a pensar que aquella situación se prolongaría por el resto de su vida. Las tres noches que pasó sola dando vueltas en la cama le parecieron interminables. Al amanecer, agotada por el llanto y la desolación, se abandonaba a un tortuoso sueño, convencida de que estaba muriéndose, de que por fin acabaría su martirio.
Su madre no hubiese hecho un drama de la noticia, pensaba Juan en aquellos días; estaba seguro de cómo hubiera solventado la situación. Le hubiera dicho que ese hijo era el milagro que necesitaban, que todo el mundo ganaba con la inesperada noticia: él podría ser padre, algo inimaginable hasta entonces; Luisa cumpliría el sueño de toda mujer; y la gente dejaría de hablar. Como siempre decía: «Las cosas que no se cuentan no han pasado». Nadie tenía porqué enterarse del adulterio de Luisa y se acabarían los rumores, aunque se muriera por dentro al pensar que Diego era el verdadero padre de su supuesto nieto; guardar secretos dolorosos se le daba muy bien a doña Teresa. Pero él no sabía si Luisa estaba enamorada de Diego, si seguían viéndose, o si le había dado la noticia del embarazo a su amante. Por supuesto, aunque Diego hubiese renegado de ese hijo y Luisa ya no se estuviera viendo con él, el hecho de que su enemigo más acérrimo sospechara siquiera que el niño que iba a nacer en su hogar podía ser suyo cambiaba las cosas; Juan no estaba dispuesto a ser el resto de su vida la diana de las ironías de un del Valle.
Creyó volverse loco entre aquellas paredes de libros. Era verdad que Luisa y él no se habían casado enamorados, pero querían quererse, y pusieron tanto empeño que lo consiguieron, o al menos eso creía él. Cuando se la imaginaba en brazos de… ¡Diego!, se retorcía de celos. Durante las setenta horas que estuvo enclaustrado, sintió que su corazón estaba herido de muerte, la felicidad que acababa de vivir con su esposa la sintió lejana, como un sueño que casi hubiese tocado cuando era otro y que le hizo llegar a creer en los milagros.
Sus párpados hinchados de tanto estar en remojo, se abrieron lentamente. Los rayos de la luz del día que entraban por la ventana se clavaron en sus pupilas como alfileres. Juan llevaba desde el amanecer mirándola, sentado en la calzadora. Ella se frotó los ojos para borrar la imagen que creía se había escapado de su último sueño, pero siguió allí, imperturbable a su despertar, fría como una estatua de mármol.
—¡Juan! —exclamó con una tímida y espontánea sonrisa. Por un momento olvidó su tragedia.
—¿Sigues viéndote con…?
Había tenido tres interminables días para pensar y concluyeron en que su decisión dependería de tres preguntas claves.
—¡No!
—¿Sabe que estás embarazada?
—¡No!
—¿Lo quieres? —Bajo su grave apariencia se le quebró la voz, pero se repuso enseguida.
—¡No! ¡No! ¡No! Sé que te resultará imposible creerme, pero este error sólo me ha servido para darme cuenta de cuánto te quiero. —Estaba siendo sincera, sus lágrimas empezaron a brotar de nuevo.
—Ahora no Luisa, tus palabras de amor sólo me hacen daño. —Ella se esforzaba por ahogar su llanto en la garganta—. Puedes quedarte si eso es lo que quieres, pero, por ahora, no esperes nada de mí.
—Y… ¿qué hacemos con…? —Se tocó la tripa.
—Es nuestro, sólo nuestro. Otra cosa, si es niño se llamará Juan y si es niña Teresa, no quiero que nadie dude de quién es su padre.
Juan dio por terminada la conversación y se marchó, caminando despacio, con la frente alta. Sentía que había tomado la decisión acertada.
La traición de Luisa fue un error afortunado. El enorme sufrimiento que le supuso expiar su pecado la transformó en otra mujer: más sensata, serena y consciente. La bondad de Juan fue toda una lección para ella, nadie hasta entonces le había ofrecido tanta generosidad. Supo aguantar el malestar que se instaló en su hogar por muchos meses. Soportó la presión que suponía la desconfianza de Juan, su recelo, su indiferencia, los almuerzos en silencio y los chirridos de la puerta de la biblioteca, como abatida por un fantasma. Aprendió a llorar sin público, a ahogar sus suspiros, a sufrir sin esperar consuelo. Hasta el día en que Juan se sentó en el salón frente a ella y se quedó mirando su abultado vientre bajo la tela de su camisón. Faltaban tres semanas para el parto. Ella, sobrecogida por la sorpresa, no se inmutó, no fuese que se desvaneciera aquel sueño. Con las manos entrelazadas bajo sus entrañas, lo miró implorando perdón.
—¿Duele? —le preguntó él.
—¿Qué?
—¿Que si te duele cuando se mueve? En este momento parece desesperado por salir —dijo Juan con la vista puesta en la bola que se paseaba por la barriga de Luisa.
—No, no duele. Duele mucho más tu indiferencia.
Durante los años siguientes volvieron a vivir algo parecido a la felicidad, aunque después del accidente de Juanito a Luisa se le agrió un poco el carácter. Todo volvió a cambiar el día que las llamas los despertaron a media noche.
Con el tiempo, Juan había reunido un buen número de vacas y decidió entramparse hasta las cejas para comprar unos ordeñadores automáticos y reformar los establos. Después, la empresa que le compraba la leche quebró y estuvo a punto de perderlo todo. Tuvo que despedir a los trabajadores y tenía el ganado desatendido. A veces dejaba libres a las vacas para que pastaran en la poca tierra que le quedaba y en varias ocasiones pisotearon la fina alambrada y pasaron en manada a las tierras de Diego buscando pasto.
El anterior había sido uno de esos días y Juan estaba seguro de que el incendio de aquella noche era obra de su vecino para darle un escarmiento. Pero esta vez se había extralimitado y su trastada había devastado las escasas tierras que le quedaban y los establos; y casi le cuesta la vida a su familia. El hecho de que Diego fuese el único de los alrededores que no se acercó esa noche para ayudar a sofocar las llamas se lo confirmó.
Cuando Luisa y él acabaron con el último rescoldo ya era casi medio día. Abatidos, se quedaron mirando el paisaje desolador. Los arriates donde hacía sólo unas horas lucían las margaritas pintando de colores la fachada, ahora humeaban ennegreciendo su hogar. Los que fueron frondosos árboles frutales se alzaban entre el hollín como esqueletos siniestros. Y la mitad del ganado yacía sobre el terreno como una gruesa alfombra agonizante.