Maldita (31 page)

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Authors: Mercedes Pinto Maldonado

Tags: #Drama

BOOK: Maldita
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—Sí, pero no comprendo por qué has venido a decírmelo. A mí no me importa no tener apellido, estoy bien así, ¿verdad, Herminia? —Buscó la complicidad de la única persona de confianza que le quedaba, mientras Ana se marchaba hacia la salida para poder llorar a gusto.

—Luci. —Herminia le cogió las manos y la miró con seriedad—. No puedes seguir aquí encerrada, tarde o temprano tendrás que luchar por tener un lugar en el mundo que hay fuera. Ana es tu abuela, ha venido a ayudarte, dale una oportunidad.

—Puede venir a verme siempre que quiera.

Por primera vez, Herminia la sintió esquiva, tenía el miedo en los ojos.

* * * *

—¡Doña Ana! —También Juan reconoció enseguida sus ojos únicos e imperturbables al tiempo. Aunque era prácticamente un muchacho cuando su vecina se marchó, no los había olvidado—. ¿De dónde ha salido? Todos creíamos…

—Hola Juan, ¿puedo hablar contigo? —Ana ya había previsto la impresión que iba a causar en Juan y obvió su reacción.

—¿Conmigo? ¡Jesús! Sí, claro, pasa, pasa.

Sentados en la cocina y después de que Juan le presentara a su mujer y pidiera a ésta que los dejara solos, algo más repuesto de la insólita sorpresa, Juan le preguntó por el motivo de su visita y Ana contestó sin rodeos:

—Quiero sacar a Lucía de esa casucha y necesito tu ayuda.

—Ah, no, no. Has venido al lugar equivocado.

Juanito se dirigió a la cocina, para calmar la sed que le había provocado el bacalao de su madre, cuando escuchó una conversación que despertó su curiosidad. Decidió salir de casa, y sentarse bajo la ventana de la cocina.

—Sé que Lucía no es tu hija. —Fue directa al grano, aquello no era una visita de cortesía.

—¿Y? Todo el mundo lo sabe, menos tu hijo.

Juan estaba nervioso y se puso a juguetear con los limones que había sobre la mesa.

—No me has entendido, sé que no puedes tener hijos y que probablemente Juanito también sea hijo de Diego —le aseguró Ana.

—¿Qué te hace sospechar semejante cosa? —Su nerviosismo iba en aumento, uno de los limones rodó hasta el suelo.

—No es una sospecha, tú no pudiste dejar embarazada, ni a tu mujer, ni a Adela. Escúchame Juan, no me hagas entrar en detalles, Lucía y Juanito son mis nietos y, casualmente, los dos viven encarcelados. He venido a ayudarlos y no puedes negarme ese derecho.

La cabeza de Juan empezó a dar vueltas: Ana no se estaba tirando un farol, hablaba con seguridad. Tal vez su madre le hizo alguna confidencia cuando eran vecinas; o quizá tuvo un mal momento y la desesperación la llevó a desahogarse con ella.

Había sido Herminia la que había desvelado a Ana ese detalle tan importante; cuando estuvo trabajando en casa de Juan no pudo evitar escuchar una conversación muy reveladora. Ella no era de las que iban contando chismes de casa en casa y archivó la conversación en su memoria con el propósito de olvidarla. Pero la aparición de Ana fue un hecho excepcional y, aún a riesgo de desatar los fantasmas más dormidos de la casa de los horrores, supo que tenía derecho a saberlo, por Juanito y, sobre todo, por Lucía.

—¿Qué quieres que haga?

—Tienes que tener algún informe médico que acredite tu problema, necesito que me lo des para enseñárselo a Diego.

—¿Tú sabes lo que me estas pidiendo y la polvareda que se podría levantar?

—Sí, pero no voy a permitir que Lucía siga viviendo en el basurero de la casa que le pertenece por derecho propio, estoy decidida a sacarla de allí aunque me cueste la misma vida. Comprenderás que los problemas que te pueda acarrear mi decisión, para mí no tienen importancia.

—Tengo que hablar con Luisa, ella tiene mucho que perder con todo esto. Vuelve mañana, te daré lo que me pides —dijo levantándose de la silla, invitando a Ana a marcharse; Luisa acababa de aparecer en la cocina.

La furia de Juanito aumentaba a medida que avanzaba la conversación. ¿Cómo habían podido engañarlo durante toda su vida? Odiaba a Diego más que a nadie en el mundo. ¡A su padre! El que le había prohibido pisar sus tierras y ver a Lucía. ¡Su hermana! Se volvió loco. Tenía que impedir que Diego y Lucía se enteraran de todo y sólo hallaba una forma de hacerlo: quemar el cortijo con los dos dentro. Esta vez no podía fallar como las anteriores: cuando calculó mal al empujar a su primo al brasero y terminó cayendo él, y cuando volvió a intentarlo en el establo y sólo consiguió carbonizar al viejo caballo y la mitad del terreno con las vacas dentro. Estaba decidido, pero esa noche no, necesitaba algo de tiempo para organizarse.

* * * *

—Me caso Diego, y me voy a vivir a otra ciudad. Quiero formar una familia, cambiar de vida, no podría ser feliz en esta tierra anclada en el pasado.

Se encontraban en la cocina de Diego. Pedro estaba de pie, apoyado sobre la encimera de la cocina. Conversaba con su amigo tranquilo, mientras observaba cómo éste sacaba unos trozos de carne de la orza para la cena de los dos, concentrado en su tarea, como si su Pedro le estuviera hablando de algo trivial.

—Espero que tengas hambre, yo estoy medio cenado —dijo Pedro, entremezclando en la conversación comentarios banales, para quitar hierro al asunto.

Pedro tenía la intención de contarle a Diego todo lo que debía saber, no quería llevarse ningún secreto a su nueva vida y prefería que se mantuviese relajado. Diego callaba y seguía con su tarea.

—¿Me estás escuchando? —preguntó cansado de esperar una réplica a su comentario.

—¿Crees que me he vuelto sordo de la noche a la mañana? —Como de costumbre, Diego recurrió a su desarrollada ironía para distanciarse de la incómoda situación—. ¿Qué quieres que te diga? Anda, haz algo y corta un buen trozo de pan.

Pedro se dirigió hacia la puerta de la cocina. Detrás, colgada de una alcayata, estaba la bolsa del pan. Antes de sacar la hogaza, leyó para sí el primoroso bordado de cruz: «Pan de Diego y Adela». Lo había leído muchas veces, igual que las iniciales de las toallas del baño, pero esa noche aquellas letras gritaban. ¡Con cuánto amor preparó Adela su futuro junto a Diego, su hogar! Tal vez las toallas y la bolsa del pan, además de Lucía, eran lo único que recordaban a Adela en el cortijo; lo único que no ardió en la hoguera. Aquel día, el juego de toallas estaba colocado en el baño nupcial, la bolsa del pan escondida tras la puerta y Lucía a buen recaudo con su abuela. ¡Cuántas cosas buenas esperaba Adela de la vida!, que se merecía más que ninguna otra mujer.

Se volvió hacia la mesa sin mirar a su compañero, en ese momento una ráfaga de resentimiento lo invadía y sentía que el diablo estaba plantado ante él, necesitaba unos segundos para cerrar el libro de su memoria.

—¿Le has conseguido por fin un buen trato a la viuda del Cabezón? —preguntó Diego, siguiendo con su táctica de ignorar las palabras de Pedro.

El mismo estuvo a punto de comprar las tierras de la estanquera, la viuda, pero cuando las recorrió en su camioneta, acompañado de Pedro, supo que eran como comprar un cartón abandonado; era la zona más árida y empinada de la comarca y para poder sembrar algo hubiese tenido que hacer bancales, no valía la pena.

—He conseguido vendérselas, que no es poco —le contestó por cortesía.

Pedro esperaba que Diego le hubiese comentado algo sobre la visita que debió tener días antes y así iniciar la conversación que le interesaba. Pero nada. Él era así, las cosas que lo incomodaban las enterraba como si fueran cadáveres.

Pedro no había visto a Ana desde el día que la llevó hasta allí, lo único que sabía es que ya no estaba en la casa de la loma, según le había comentado su madre. Quizá Diego la había echado a patadas de su casa y ella había decidido, esta vez por voluntad propia, desaparecer de nuevo. O tal vez… Diego era capaz de cualquier cosa. Eliminó de un plumazo su macabra ocurrencia; que Diego hubiera usado sus influencias para devolver a su madre al manicomio era demasiado cruel.

—¿Vas a marcharte ahora que has conseguido ser el corredor más cotizado los pueblos de los alrededores? Creo que tus negocios van mejor que nunca —dijo Diego distraídamente mientras masticaba un trozo de carne.

—Sí, así es. No lo hago por ella, a Paqui no le importaría quedarse aquí a vivir, lo hago por mí.

—¿Y vas a… cargar con un hijo que no es tuyo? No tienes arreglo Pedro.

Pedro lo miró estupefacto. No entendía cómo Diego conseguía enterarse de todo. Un hombre que ignoraba su propio pasado, que aborrecía los cotilleos y que jamás formaba parte de los corrillos donde se construían las vidas ajenas a partir de tres o cuatro hechos inconclusos. Decía que siempre había una mente perversa que despejaba las incógnitas inventado los datos, siempre sombríos, que se necesitaban para hilar la historia. Él tenía su propia estrategia para averiguar lo que pudiera interesarle e ignorar aquello que pusiera en peligro su aparente seguridad.

—¿Cómo sabes que Paqui tiene un hijo?

—¿Y para quién sino son los caramelos que llevas en el bolsillo? Por Dios, cómprate una chaqueta, vas a envenenar al chaval.

—Podrían ser para Lucía.

—Ya has ido a verla y le has dejado los dos libros que tenías ayer en el asiento del acompañante de tu coche. Además, ¿para quién era la máquina de tren que compraste el mes pasado en la juguetería?, o ¿es que estás volviendo a la niñez de repente? Te vi con el dependiente de la juguetería frente al escaparate señalando el tren.

—Bueno, ¿y qué? Me importa un bledo que Paqui sea madre.

Pedro estaba molesto, no porque Diego hubiera descubierto que Paqui tenía un hijo, sino por la forma tan despectiva en que se había referido a su decisión de casarse con una madre soltera y estar dispuesto a ejercer de padre del hijo de otro. Una vez más, la conversación que en un principio él inició con la intención de censurar a Diego, había dado un giro y era él el censurado y el que estaba dando explicaciones. Su enfado hizo que el tono de voz se le endureciera. Después de un par de minutos de tensión, engullendo en silencio, volvió a hablar:

—Alguien tiene que cargar con los hijos que otros abandonan, ¿no crees? —Puso mucho énfasis y sarcasmo en la pregunta.

—Sé valiente y habla claro Pedro; dame la oportunidad de contestarte como es debido.

—¿Qué pasó la mañana que tu madre vino a verte? ¿Por qué desde entonces nadie ha vuelto a verla?

—No la he visto desde el día que abandonó esta casa para siempre. —Diego estaba muy sorprendido, casi en estado de shock, pero su mirada se mantuvo fría y directa.

Pedro sabía que Diego no mentía, no era de los que se escondían detrás una mentira para defenderse, si la hubiera visto esa mañana le habría contestado que se estaba metiendo en donde no lo llamaban, o lo hubiese echado a la calle.

—Pues estuvo aquí, yo mismo la traje.

—Pues se arrepentiría en el último momento. —Había parado de cenar para abordar la conversación, pero parecía sereno.

Cualquier otra persona, dada la bomba que acababa de soltar Pedro, hubiese hecho mil preguntas. Pero Diego no. Tenía la extraña habilidad de parecer distante en los asuntos que más le concernían, como si estuviera hablando de una tercera persona y, claro, como a él no le gustaba hablar de nadie ni las habladurías, se mostraba esquivo ante el chismorreo.

—Me extraña, venía decidida a contarte algo que deberías saber. Le costó mucho convencerme de que la trajera.

—¿Qué sabe esa… señora lo que yo debo o no saber si no me conoce? —Sacó un cigarro del bolsillo de su camisa y lo encendió, pausadamente.

—Hay cosas que todo el mundo debe saber, incluso tú, como quién es su padre.

¡Ale!, ya estaba dicho, ahora sólo quedaba esperar a que la bestia encolerizara. Estaba preparado, Pedro contaba con la peor de sus reacciones.

—¿Qué estás insinuando? —Se estaba poniendo nervioso, pero la curiosidad contuvo su furia.

—Hay una historia que tú ignoras. ¿Nunca te has parado a pensar por qué tu madre desapareció de la noche a la mañana?

Por supuesto que Diego lo había pensado, un millón de veces, cada día.

—No hay motivo lo bastante fuerte como para que una madre abandone a un hijo. Pero no sé por qué estoy hablando contigo de esto otra vez.

—Porque me conoces y sabes que no te mentiría. —La voz de Pedro sonaba insegura, se estaba dando cuenta de que, una vez más, hacia el idiota y Diego seguía teniendo la sartén por el mango.

Diego dio una calada a su cigarrillo y miró a Pedro a través del humo con una mezcla de chulería e indiferencia, dispuesto a dejar que terminara la historia que se traía preparada, por pura compasión, como si fuese él quien le estuviera haciendo un favor escuchando sus pamplinas y dejando que se desahogara.

Pedro obvió el desdén de su acompañante y siguió:

—Tu padre tenía casi cuarenta años cuando decidió casarse, quería formar una familia y se le estaba pasando la edad. Supongo que eligió a tu madre porque sus ojos lo cautivaron y por pura vanidad. —La paciencia de Diego se acababa como su cigarro—. Era el soltero de oro de la comarca, y el hecho de que eligiera a una muchacha sencilla le dio mucha popularidad y le reportó muchos halagos, supongo que se sentiría como el príncipe en el cuento de «La cenicienta». Puedes imaginarte el revuelo que se formaría por aquel entonces en el pueblo y los alrededores. No voy a entrar en si la quería o no. —Diego encendió otro cigarro con la colilla del anterior, estaba bebiendo, pero despacio—. Tu madre tenía relaciones con otro muchacho del pueblo, con el que siguió viéndose a pesar de que la boda estaba en marcha.

—Creo que ya he oído bastante.

—No Diego, esta vez no vas a callarme, si me echas gritaré desde fuera lo que tengo que decirte.

Pedro se retrepó en la silla, buscando una posición más cómoda, aparentando parsimonia. Necesitaba dar la impresión de que no podría sacarlo de allí a no ser que utilizara la fuerza, y creía que no llegaría a eso.

—Acaba de una vez.

—Tu madre ya estaba embarazada de tres meses cuando se casó, puedes comprobar este dato comparando tu fecha de nacimiento con la de la boda.

Diego conocía el hecho desde el día que tuvo que arreglar unos papeles para poner en orden una de las propiedades que heredó de los del Valle. Para él fue un signo más del carácter alegre y descuidado de su madre; era de los que pensaban que una mujer iba embarazada a su boda sólo por su culpa, el hombre… ya se sabe, hace lo natural, ser hombre.

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