En una hoja aparte, don Ramón encontró los datos personales de Lucía y la dirección del hospital psiquiátrico donde se encontraba.
Por supuesto, antes de enviar la carta, Ana se la pasó a Pedro para que le diera unos retoques gramaticales, bueno, más que dar unos retoques, reescribió la carta. Ana no era una mujer lo suficientemente instruida.
Dos nuevos golpes en la puerta lo sacaron de su lectura.
—¡Adelante! —dijo don Ramón al fin.
La puerta se abrió.
—Perdone don Ramón, le traigo los informes que me pidió. Siento molestarle, pero es que me marcho a casa a descansar, esta tarde no vendré, llevo dos días de guardia —explicó Ángel a su jefe de servicio el motivo de su insistencia mientras dejaba sobre su mesa un dosier.
—Ah, muy bien. Gracias Ángel.
—Bien, me voy, hasta ma… —Intentó despedirse dispuesto a marcharse.
—Espera un momento Ángel, voy a proponerte algo.
—Usted dirá. —Se quedó de pie expectante.
—Siéntate. —Obedeció—. Verás, he recibido una carta que me ha llamado la atención. Es de una señora que me pide que me traslade a la otra punta del país para examinar a su nieta. No da muchos datos, pero parece ser que es una muchacha que lleva ocho años en estado de shock, causado por un grave incendio que hubo en su casa. La señora asegura que la chica mantiene algún contacto con su entorno y cree que si la ayudo podrá recuperarse. El problema es que no puede pagar los gastos que esto conlleva. No se… —Don Ramón se rascó la frente—. La cuestión es que la carta me ha conmovido, pero no puedo hacer esto solo y he pensado en ti.
—La verdad es que no sé cómo puedo ayudarle —dijo Ángel muy sorprendido.
—Podría ser un caso muy interesante para tu tesis y terminar tu doctorado. ¿Qué te parece si buscamos un hueco en nuestra agenda y le hacemos una visita? Si el caso te parece interesante podríamos ver la manera de trasladarla a este hospital y hacerte cargo tú personalmente. ¿Qué me dices?… Yo estoy desbordado de casos imposibles y ya no tengo veinte años. Habría que viajar varias veces antes de conseguir su traslado, posiblemente sólo podría acompañarte la primera vez. Por supuesto, todos los gastos correrían de mi cuenta hasta que el hospital autorice el traslado, en el caso de que lo consiguiéramos. —Ya hablaba en plural, daba por hecho que Ángel no se negaría.
—…
Ángel estaba agotado y tenía que hacer un gran esfuerzo para no bostezar y mantener la tensión de sus párpados. Analizaba lo escuchado con algo de retardo. No quería dar una respuesta precipitada.
Ante la demora de su respuesta el doctor Quiroga habló de nuevo:
—Hagamos una cosa, olvídate de lo que hemos hablado por hoy y vete a casa a descansar, mañana retomaremos la conversación cuando estés más lúcido, ¿de acuerdo?
Agradecido por la comprensión de don Ramón, Ángel se despidió amablemente y se marchó.
De camino a casa apenas pensó en la propuesta de su jefe, el agotamiento le estaba provocando los mismos síntomas de una fuerte resaca. Las fuerzas que le quedaban las estaba utilizando para recorrer los doscientos metros que le quedaban para llegar por fin a su cama. Por el camino recibió un par de saludos de conocidos; él los devolvió con agrado sin saber muy bien a quién. En casa se encontró con una sorpresa: Remedios lo estaba esperando en saloncito.
—¡Hola! ¿Qué haces aquí? —saludó Ángel mientras soltaba su maletín en una silla. A pesar del cansancio y de la seca pregunta, su mirada era afable, como siempre.
—Tengo llaves ¿recuerdas? —Remedios tenía en la mano un libro que él estaba leyendo, a juzgar por el lugar donde ella había dejado el índice para señalar la página, debía llevar bastante tiempo esperándolo.
—Sí, ya lo sé, pero ¿tú no deberías estar trabajando?
—Hoy es domingo.
Ángel cayó en la cuenta, cuando salió del hospital no recordaba haberla visto en recepción. De repente recordó que esa semana le había prometido cenar el sábado con sus padres. Aunque ya los había conocido en la boda del hermano mayor de Remedios, nunca había estado en su casa. Una vez más, Ángel se resistía a consolidar su compromiso.
Remedios era cuatro años mayor que Ángel y, al igual que él, venía rebotada de una larga relación. Estaba a punto de casarse cuando sorprendió a su prometido, en la misma casa donde iban a vivir juntos, con una de sus amigas. Ángel estaba seguro que de Remedios dejó a su novio por una mera cuestión de orgullo y que, de no haberlos sorprendido junto a su madre, que la había acompañado para colocar unas cortinas, medio desnudos, en la misma cama que ella se había resistido a estrenar antes de la boda, no hubiera acabado con su compromiso. Porque, como ella decía, «su novio no era mujeriego por naturaleza, es que su amiga era muy golfa y persistente». Pero el hecho de que su madre fuese testigo de la escena, fue determinante.
Ángel y Remedios se conocían antes de que ella rompiera su compromiso, trabajaba de administrativa en el hospital donde él estaba haciendo la especialidad y habían compartido en muchas ocasiones mesa en la cafetería. La mañana que Ángel le preguntó por la fecha de la boda, porque había perdido la invitación, ella se echó a llorar sin consuelo y le contó todo lo que había pasado. A partir de entonces empezaron a verse fuera del hospital. Una fría tarde, ella terminó metida en su cama. Él se arrepintió después; había dado un paso que lo comprometía y no estaba para nada enamorado.
Remedios era una mujer exuberante, que sabía sacarle partido a su escasa estatura, o al menos estaba convencida de ello a juzgar por su falta de complejos. Sobre sus infinitos tacones se sentía una reina. Llegaba al hospital a las ocho de la mañana generosamente maquillada, desde el flequillo hasta su escandaloso escote. Feliz, orgullosa de sí misma y deseosa de sentarse tras el mostrador de recepción, que ella misma adornaba con macetas de flores y detallitos varios para sentirlo suyo y más acorde con su indiscreta personalidad. Le encantaba exponerse a las miradas de todo el personal masculino del hospital, segura de que su atuendo era una sorpresa diaria. Cuando los compañeros de Ángel se enteraron de que se veía con ella, comenzaron a hacerle comentarios ligeros e irónicos, acompañados con una palmadita en la espalda, tales como: «Con Remedios ¿no?» o «No has podido resistirte a sus encantos»; o alguno más grosero como: «Es tan atrevida como parece».
En una ocasión le dio una llave de su casa, la misma que le devolvió Nieves, junto al resto de recuerdos, cuando rompieron. Se la dejó para que le abriera al fontanero, porque a él le era imposible pasarse por su casa a la hora convenida; y ya no se la devolvió. No encontró el momento ni la manera de pedírsela sin que ella pudiera sentirse ofendida por su desconfianza. La verdad es que la mayoría de las veces que la había encontrado metida en su cama lo había agradecido, aún consciente de que el servicio le pasaría factura. Poco a poco, fue cayendo en sus redes y después no supo cómo terminar con la relación. Deseaba formar una familia, pero no con ella; por mil razones, pero sobre todo porque no la quería, o al menos no lo suficiente. Terminó aceptando que le diera un caluroso y retorcido beso cada mañana cuando pasaba por recepción, a pesar de lo mucho que le incomodaban las miradas sarcásticas del personal, del mismo modo que le molestaba que lo esperara a la salida del trabajo con sus provocadores bolsos de plástico a juego con sus tacones. Llegó a pensar que serían eternos amantes; que su dedicación al trabajo no le permitiría nunca encontrar a la mujer adecuada.
Rompiendo las distancias que solía mantener don Ramón con la vida personal de sus residentes, un día se atrevió a hacerle a Ángel un sabio comentario: «No deberías descuidar tu vida personal, terminarás arrepintiéndote. Con el paso de los años descubrirás el importante papel que juega la persona que comparte la vida contigo, para bien o para mal». No esperó a que Ángel le contestara, no quería entablar ningún tipo de conversación personal. Ángel era su alumno preferido, le tenía un aprecio especial, sólo quería darle un empujoncito para que dejara una relación que él sabía cuánto podía perjudicarlo.
En aquel momento se sentía incapaz de discutir y, obviando el hecho de que la noche anterior había dejado a sus supuestos futuros suegros con la mesa puesta, le contestó como si estuviera arrepentido, implorándole compasión:
—¿Podemos hablar mañana? —Pensó que estaba dejando demasiadas conversaciones para el día siguiente, pero el hormigueo que tenía en la cabeza se estaba convirtiendo en un tornado de alfileres.
—No. Siéntate un momento, no voy a tardar mucho. —Remedios dejó el libro sobre la mesa y él, derrotado, se sentó frente a ella—. No voy a conformarme con ser tu compañera de cama, si no estás dispuesto a dar un paso más tendré que dejarte —dijo, como si estuviese causando a Ángel un gran dolor ante la posible pérdida.
—…
—Tengo treinta años y no puedo perder el tiempo. —Ángel pensó que parecía mayor, a pesar de llevar la cara repellada al milímetro—. Así que tú dirás.
—No es buen momento, no puedo pensar —dijo Ángel intentando escabullirse, no estaba para dramas.
—Nunca es el momento para hablar de nosotros, pero si me hubieses encontrado dentro de la cama no te hubiera importado echar un polvo rápido, para eso nunca es mal momento y encuentras las fuerzas necesarias.
En ese instante, y después de escuchar la vulgar expresión de Remedios, lo vio claro. Encontró algo de energía para aprovechar la ocasión que le estaba brindando Remedios. Sí, era el momento, pero el momento que él estaba esperando, no el de ella.
—Llevas razón, nunca podré darte lo que buscas y no quiero utilizarte. Creo que deberíamos dejar de vernos por el bien de los dos. —Ya estaba dicho. Sintió tal alivio que, de súbito, desapareció su dolor de cabeza.
Remedios no se esperaba tal reacción; no era muy lista. Ella pensaba que su ultimátum haría que Ángel diera un paso al frente y no hacia atrás. Lo cierto es que iba por la vida más segura de lo que debía, teniendo en cuenta sus limitaciones. De manera que, muy digna ella y convencida de que él era el que más tenía que perder, sacó las llaves de su bolso azul eléctrico, las dejó encima de la mesa y se despidió para siempre. Aunque de ninguna manera creyó en sus propias palabras, estaba segura de que, en cuanto Ángel descansara y tomara conciencia de su gran pérdida, la buscaría desesperado.
Pero no fue así. Ángel se acostó con la conciencia de un niño y durmió durante catorce horas seguidas. Cuando despertó creyó haber vuelto a nacer, libre al fin del peso que acarreaba desde hacía casi un año. Se sentía pletórico ante la perspectiva de dedicarse por completo a su trabajo sin tener que sentirse culpable por ello.
A su llegada al hospital, saludó a Remedios, que ya estaba tras el mostrador y su maquillaje, en el mismo tono que a la otra secretaria cincuentona que compartía su turno: correcto y afable. Por supuesto, no se acercó a su adornada mesa para dejarse besar y no tendría que limpiarse rápidamente el carmín que dejaba en sus labios. Lo que satisfizo a don Ramón, que en ese momento entraba por la puerta principal.
—¿Cuándo hacemos ese viaje para visitar a la muchacha? —dijo Ángel al doctor Quiroga ya sentado frente a él en su despacho.
—Dentro de dos semanas podré tomarme libre el sábado y el domingo. Iremos en mi coche, si te parece bien. Podemos salir el sábado temprano, hacer noche en la ciudad y visitarla el domingo por la mañana para emprender la vuelta de inmediato, no puedo faltar el lunes. Va a ser una paliza, pero no puedo dedicar tres días a un viaje personal.
—De acuerdo, pero…, déjeme pensar, creo que tengo guardia el sábado —dijo Ángel mientras buscaba un papel en el bolsillo de su bata para asegurarse.
—Sí, tienes guardia, pero eso ya lo arreglaré yo. Esta mañana te encuentro especialmente contento. —El jefe de servicio cambió de conversación y sonrió levemente.
—Sí, he dormido como no lo hacía desde hace tiempo. —Ángel también sonrió.
—No sabes cuánto me alegro. —Los dos sabían que tras sus palabras había una conversación subliminar.
—Creo que sí, pero no más que yo.
Día tras día, Remedios se quedó esperando a que Ángel, a su llegada al hospital, diera el paso a la derecha para acercarse a recepción y dejar que ella le tatuara su beso. Se moría por dentro al verlo pasar.
Ángel superaba con creces al hombre de sus sueños. Era alto y delgado, pero fuerte y de anchas espaldas. Tenía un abundante cabello lacio y castaño que no necesitaba cuidado alguno y que caía con gracia y estilo hacia el lado izquierdo de su rostro; lo que era una gran ventaja para un hombre que dedicaba a su aspecto el tiempo mínimo para ducharse y afeitarse, y que pedía cita en el barbero cuando algún compañero lo alertaba del largo de su pelo. En invierno siempre usaba jersey de lana de cuello alto y pantalón de pana, lo que le daba un aire entre intelectual y moderno que lo distinguía entre la clase media alta a la que pertenecía. En cambio, en la época más cálida echaba mano de la corbata, sobre todo porque con ella evitaba las dudas que le suponía cuantos botones debía o no dejar desabrochados de su camisa, además de que con ella protegía su garganta del frío de las madrugadas. Sólo en los días más calurosos del verano se permitía ir alguna vez con la camisa abierta, pero casi siempre prefería un ligero jersey de manga corta, aunque la mayoría de sus colegas seguían luciendo caras corbatas entre las solapas de las batas.
Le gustaba ir caminando a todas partes, siempre que la distancia se lo permitía, por eso usaba zapatos resistentes y de buena calidad, con una gruesa suela de goma, lo que, junto al resto de su atuendo, le daba un aire de eterno estudiante. Aunque siempre llegaba con tiempo de sobra a su puesto de trabajo, cruzaba los pasillos como si tuviese mucha prisa, con la bata sin abrochar ondeando a su paso y cara de que lo estaban esperando; él siempre tenía la sensación de que, una vez más, el día sería insuficiente para toda la tarea que esperaba.
No podía decirse que tuviera unos rasgos suaves y perfectos, destacaban más bien como aristas en una estructura angulosa, algo quijotesca, pero esto hacía que sus largas pestañas y perfecta dentadura del color de la leche destacaran aún más, combinando la inocencia con la fuerza. Medía casi dos metros y, cuando se encontraba entre su grupo de compañeros, sobresalía como el campanario de un pueblo, aunque él hubiera preferido pasar desapercibido y por eso doblaba la espalda a propósito, en un vano intento de confundirse entre ellos.