Ángel era un hombre de alma sosegada y mente inquieta. Cuando empezó la carrera dudó de su capacidad al verse rodeado de genios que sacaban las asignaturas con facilidad. Pero era sólo que su inteligencia se había anquilosado durante los años que vivió en el pueblo a la sombra de su talentoso primo. Su esfuerzo, curiosidad y perseverancia consiguieron que al tercer año de carrera su expediente empezara a engordar y que se convirtiese en un estudiante brillante. Era un hombre reservado y algo sombrío, que se defendía del mundo manteniendo la distancia, y era esto, combinado con su impresionante físico, lo que le hacía parecer tan enigmático. No sonreía por cualquier cosa, por eso su blanca y perfecta sonrisa resultaba tan honesta y era tan apreciada entre las mujeres, que bebían los vientos por ver cómo desaparecía el hoyuelo de su barbilla para dividirse en los dos que flanqueaban su momentánea dicha.
Hubo atardeceres que echó de menos el cuerpo elíptico de Remedios, sus maravillosas mentiras sobre su pasado y el perfume dulzón que dejaba en sus sábanas. Pero ni una sola vez tuvo la tentación de buscarla. Quizás si ella hubiese tocado a su puerta, en uno de esos momentos de debilidad, las hormonas lo hubiesen entregado. Pero, por suerte para él, Remedios era tan orgullosa como testaruda y se sobrevaloraba tanto que nunca daría su brazo a torcer, segura de que se merecía algo mejor y que él se lo perdía. Lo cierto era que, al margen de los lapsus provocados por su testosterona, romper con Remedios le había devuelto la tranquilidad de su conciencia. Ya no tendría que hacerle falsas promesas, ni decirle que la quería presionado por su insistente demanda de cariño. Volvía a depender exclusivamente de sí mismo y su capacidad. Era estupendo no encontrar obstáculos en el horizonte y tener de nuevo la posibilidad de encontrar a la mujer perfecta para él, si es que existía y se cruzaba en su camino.
Alguna vez, durante las largas noches de guardia, en las que interrumpido constantemente terminaba recostado en su sillón intentando rescatar por enésima vez un trocito de sueño, había esbozado en su mente la imagen de su mujer ideal: su cabello se movía como una salvaje marea en la noche, sus ojos dos ventanas abiertas al amanecer y una sonrisa capaz de reconciliarte con el mundo. Su cuerpo perfecto viviría oculto bajo su inteligencia; y no estaría mal que por una vez una mujer superara su hombro. La verdadera dimensión de su belleza sólo la conocería él, poseyendo un secreto que lo haría sentirse único. La imaginaba libre, una mujer con propios recursos, que estuviera con él sólo por amor, con la que jamás se sentiría en deuda. Fuerte y sensible, capaz de oír más allá de las palabras, de ver más allá del horizonte. Una mujer cuyo amor no se convirtiera en un estrecho camino con una única dirección, sino un campo abierto bajo el infinito cielo. Que no se enamorara, no, que fuese amor. Siempre terminaba recordando que hubo alguien en su pasado que prometía ser así, y sus ojos aparecían en las noches de guardia como luceros.
* * * *
Eran las seis y cuarto de la mañana. Estaba duchado y afeitado y había preparado en una vieja bolsa de deporte, que milagrosamente encontró en su caótico armario, un pijama, unos calzoncillos, unos calcetines, una camisa y los útiles necesarios para el aseo de la mañana siguiente. Sólo le quedaba esperar. Don Ramón le dijo que pasaría a recogerlo sobre las seis y media, había tiempo para otro café, pero no quedaba; el lunes tendría que buscar un hueco para hacer la compra, imposible, tendría que tomar su primer café en el bar del hospital, tanto el lunes como el martes, bajo la mirada de Remedios, y hacer la compra el martes por la tarde. Una vez más se propuso organizarse y dejar un hueco para las tareas domésticas, su casa era una perrera.
Cogió el periódico del día antes para evitar contemplar tanto desorden mientras esperaba. La calma que reinaba en el barrio dio paso al sonido del motor de un coche. Rápidamente cogió el equipaje, se metió la pipa y la bolsa de tabaco en el bolsillo del pantalón y se dispuso a salir; tal vez a don Ramón no le importara que se fumara una pipa antes de dormir. Casi se le olvidan las llaves.
—¡Buenos días! Llega puntual —saludó Ángel a don Ramón mientras abría la puerta delantera derecha del coche.
—¡Muy buenos días! Va a hacer un día magnífico, atravesaremos el país con el cielo despejado. —Don Ramón repetía lo que acababa de escuchar en la radio de su coche—. Con un poco de suerte podremos almorzar en la capital y recorrer el resto del camino durante la tarde. —Y arrancó su flamante MG, orgulloso y seguro de estar impresionando a su discípulo con un vehículo casi único en el país.
Don Ramón sentía debilidad por los coches y daba por hecho que todo el mundo, sin excepción, sentía lo mismo. Pero no era así, al menos para Ángel, que ni siquiera tenía coche; le gustaba tanto caminar. Lo que de verdad impresionaba a Ángel de su maestro era su capacidad de diagnosticar los males de sus pacientes y el inmenso respeto que les otorgaba, a pesar de tratar con mentes confusas e inestables.
Durante el almuerzo, sin la interrupción de los numerosos locutores de radio que los acompañaron por el camino, tuvieron oportunidad de charlar un poco sobre el caso que los ocupaba.
—Hasta que no estudiemos su historial clínico no tendremos alguna información que nos ayude a diagnosticarla, es más, puede que incluso sólo nos sirva para confundirnos, no te imaginas las cosas que he tenido que leer durante estos años. Sólo sabemos lo que cuenta su abuela en la carta. Temo que nuestro viaje sea en vano. Pero bueno, vale la pena intentarlo, aunque sólo nos llevemos un bonito paseo a través del país. Y tú tendrás la oportunidad de acercarte a tu tierra natal. ¿Desde cuándo no viajas al sur?
—Desde que terminé la carrera, pero al pueblo donde crecí no he vuelto desde los dieciocho años —contestó Ángel sin dar demasiada importancia al dato.
—Eso es mucho tiempo sin ver a la familia.
—En realidad, la única familia que dejé allí fue una tía, ni siquiera sé si sigue viva, nunca respondió a mis cartas.
Don Ramón no quiso seguir la conversación; un hombre tan perspicaz como él era capaz de escuchar más allá de las palabras. El pasado de Ángel debía de haber sido muy difícil para haber roto con él tan drásticamente. Dio por supuesto que era huérfano o había crecido como si lo fuera. Comieron el postre en silencio.
—¿Puedo? —preguntó Ángel al doctor Quiroga, con el pijama puesto y sentado frente a la ventana mientras le enseñaba su pipa.
—Fuma hombre, fuma. Yo, con tu permiso, voy a meterme en la cama, estoy muerto y mañana hay que madrugar de nuevo.
Don Ramón se durmió de inmediato y Ángel estuvo disfrutando un buen rato de su soledad y de su pipa, observando cómo el humo huía por la ventana buscando la imponente luna de marzo.
* * * *
Llegaron al hospital antes de las ocho. En la ventanilla de recepción había un hombre taciturno deseoso de que llegara su compañero a relevarlo. Sorprendido por la llegada de aquellos hombres tan dispares entre sí, salió de su somnolencia, apagó su radio y saludó:
—Buenos días caballeros, ¿qué desean?
—Buenos días —saludaron Ángel y don Ramón al unísono—. Soy el doctor Quiroga y éste caballero es Ángel Martín, residente de mi servicio de neurología. Tenemos cita con el director de este centro dentro de unos minutos.
—El director ya ha llegado, esperen un momento, voy a avisarle.
Al momento, el recepcionista regresó.
—Síganme por favor, don Antonio les espera en su despacho.
Las pisadas de los tres hombres se confundieron con el ruido metálico de los carrillos del desayuno, eran las ocho en punto.
Hechas las presentaciones y ya sentados en el despacho del director, éste comenzó a relatarles el caso:
—Fue una grata sorpresa saber que una eminencia en la materia como usted accedía altruistamente a estudiar este caso. Yo mismo sugerí a la abuela de la paciente que si alguien podía hacer algo sería usted, y que le escribiera una carta personal, aunque, tranquilo, le advertí que no albergara muchas esperanzas. Estoy francamente sorprendido y muy agradecido. —Insistía en dejar claro su agradecimiento.
—No hay de qué, es nuestra vocación la que nos ha traído hasta aquí. Espero que sirva de algo, hemos venido un poco a ciegas, fiándonos de la carta de su abuela. —El doctor Quiroga pensó que estaban poniendo demasiadas esperanzas en él y era esto una de las cosas que le preocupaban cuando decidía hacerse cargo de un caso imposible, normalmente, seguían siendo imposibles después de su intervención—. Creo que lo primero que debemos hacer es estudiar su historia, antes incluso de examinarla. —Ángel se mostró totalmente de acuerdo y siguió en silencio.
Sobre la mesa, el director tenía un retrato familiar, un lapicero, un cenicero y, a su derecha, una montaña de papeles clasificados en carpetas de distintos colores; debía medir al menos medio metro. Don Antonio empujó todo el montón hacia el centro y lo puso frente a sí.
—Ésta es la historia —dijo el director. Tuvo que empinarse un poco por encima de los papeles para mirar a su interlocutor.
Don Ramón miró a Ángel, éste sabía lo que estaba pensando, e intervino en la conversación:
—Es una historia muy completa.
—Como supongo que ya saben, no son los primeros que se han interesado por el caso. Todos los especialistas que la han visto durante estos años le han hecho numerosas pruebas y han dejado amplios informes, todos sin diagnósticos ni tratamiento claro —explicó don Antonio apartando de nuevo hacia un lado la pila de documentos que entorpecían su visión.
—Bien, creo que el Ángel y yo necesitamos un café para hablar, no esperábamos que esto nos iba a llevar tanto tiempo, a esos informes no se les echa un vistazo en media hora. Como sabe, tenemos más de novecientos kilómetros por delante en el día de hoy. Si no le importa, en el caso de que decidamos quedarnos, utilizaremos su despacho.
—Ningún problema, lo dejaré abierto, avísenme si me necesitan —dijo el director algo decepcionado.
Ya sentados frente a dos cafés, don Ramón le preguntó a Ángel:
—¿Crees que podríamos estar viajando parte de la noche y estar mañana en nuestro puesto de trabajo?
—Por mí no hay ningún problema. ¿Y usted?, ¿cree que podrá conducir en esas condiciones?, al fin y al cabo yo voy de copiloto.
—Venga, terminemos el café y manos a la obra.
Pasaron casi tres horas en el despacho del director, entre papeles que contenían informes y pruebas de lo más variado. No encontraron nada que les aportara información realmente útil. Todos empezaban relatando lo mismo: Paciente de equis años, dependiendo de la fecha del informe, con shock postraumático causado por un incendio en su domicilio… y bla, bla, bla. La única evidencia era que había perdido el habla y sus relaciones afectivas, mostrando indiferencia total ante su entorno, pero capaz de comer, asearse e ir al baño.
—Esto es una pérdida de tiempo, nos lo podíamos haber ahorrado. Vamos a avisar al director para que nos acompañe a hacer una visita a la paciente. —Terminó, dando un carpetazo, algo malhumorado, al último informe, cuya conclusión le parecía la más absurda de todas; le molestó especialmente porque iba firmado por uno de los especialistas que se habían formado en su propio servicio.
* * * *
Los tres, don Antonio, don Ramón y Ángel, cogieron el ascensor directos a la segunda planta, algo tensos y decepcionados. Para relajar el momento, el director habló:
—Cuando vean a Lucía comprenderán por qué todo el que la conoce quiere ayudarla. Es una muchacha muy especial.
«¡Lucía!», pensó Ángel mientras le daba un vuelco el corazón. No se había molestado en leer los membretes de los informes, para qué. Y tampoco nadie había pronunciado el nombre de la paciente en su presencia hasta ahora, para él era una enferma, como para cualquier médico, los datos personales no tenían interés. «Lucía. Qué tontería, debía de haber miles de Lucías en el país», reflexionó y se relajó un poco.
Las frías puertas del ascensor se deslizaron para dar paso a los sonidos hospitalarios propios de esa hora de la mañana. Un paciente, extremadamente delgado y con un solo diente, se plantó frente a ellos y los saludó repetitivamente mirando al techo:
—Hola, hola, hola…
—Hola Cristóbal, ¿todo bien? —dijo el director con afecto mientras apartaba al paciente de la salida.
—Hola, hola, hola… —siguió, volviendo a su habitación seguido por la compasión de los tres.
Las notas de un violín golpearon con suavidad los tímpanos de Ángel. El cuerpo se le erizó por completo, como si una ola gélida hubiese traspasado sus vísceras. Perdió la orientación y tuvo que pararse frente al interminable túnel que recorrían las notas. Su sentido del oído había tomado las riendas del resto de las funciones de su cuerpo y lo había inmovilizado. No podía pensar, ni mandar órdenes a sus pies para que avanzaran. Parecía uno más de los locos de la planta, con la mirada perdida y los pies inseguros.
—¿Ángel? Ángel, ¡Ángel! —dijo el doctor Quiroga levantando la voz la tercera vez que lo nombró.
—Sí, sí, lo siento… por un momento… ¿Quién toca el violín? —habló por fin cuando consiguió volver a su espacio y tiempo.
—Lucía, la paciente que vamos a visitar —contestó el director.
—Deberías sentarte un poco, estás pálido —sugirió el maestro a su alumno.
* * * *
Lucía estaba como siempre, hecha un ovillo en su cama, como un cachorrillo desvalido, con los ojos entornados, ni despierta ni dormida. Custodiada por su abuela, que había aprovechado la mañana de domingo en el hospital para coger unos puntos sueltos en un montón de medias que tenía a su derecha, sobre la fría mesita de la habitación.
Con las gafas, a punto de precipitar, en la punta de la nariz, muy concentrada, Ana intentaba que un minúsculo hilo de seda buscara la luz que entraba por la ventana y se colaba por el agujero de la aguja. «¡Jesús! Cada vez veo peor», masculló al aire desesperada. Había llegado hacía una hora, mientras Ángel y don Ramón se estaban sumergiendo en la montaña de informes. Hubiera querido llegar antes, pero tuvo que dejar planchados tres enormes canastos de ropa que le habían llevado la tarde antes, con un mensaje de la señora implorándole que se los tuviera listos para el día siguiente. Hacía más de un año que había tenido que buscar trabajo, y ese era el único que podía hacer sin descuidar a Lucía.