Nieves le dejó un recuerdo que no le producía ni frío ni calor. Sólo la echó en falta durante un tiempo, cuando el nivel de sus hormonas se hacía insoportable y lo desconcentraban de su absorbente profesión. No es que Nieves y él hubieran mantenido relaciones completas, eso no lo hubiera permitido ella jamás, tenía que llegar virgen al matrimonio, como todas las señoritas de su clase y, sobre todo, porque sospechaba que finalmente no se casaría con él. Guardaba fríamente su tesoro para un mejor postor. Pero los dos eran habilidosos con las manos y a ella no le importaba aparecer en su apartamento con cualquier excusa cada dos tardes. Nieves se afanaba en prolongar lo inevitable en aquellas tardes de sexo contenido, entablando conversaciones pueriles, porque sabía que ese era todo el tiempo que podría robarle a Ángel y que, en cuanto éste satisficiera su necesidad primaria, mostraría su típica inquietud en el rostro con la que le decía que tenía mucho trabajo pendiente y que debería marcharse.
* * * *
Juanito estaba frente a la chimenea. Tan cerca que podía sentir el dulce dolor de la inflamación de sus músculos y la ebullición de sus arterias.
—¿Qué haces? Retírate del fuego. —Juanito la ignoró—. ¿Me has oído?
—¿Qué quieres? —contestó con despotismo.
—No vuelvas a contestarme así, ¿me oyes? —Luisa dejó su tarea de mondar patatas para acercarse más a él, esta vez no estaba dispuesta a consentirle su grosera forma de hablarle.
Sin levantarse, Juanito arrastró la silla para separarse medio metro del fuego, provocando un chirrido muy desagradable. Después miró a Luisa con su ojo asesino y le habló:
—¿Contenta?
—¿Qué te pasa a ti con el fuego? —Intentaba sacarle una confesión, pero sabía que lo tenía muy difícil.
—¿Qué me pasa de qué? He venido a calentarme, mi cuarto es una nevera. ¿Y a ti qué te pasa conmigo?
—Mucho Juanito, mucho. Tu padre y yo…
—No, no, no, tu marido y tú, mi padre está criando malvas.
—¿Por qué nos castigas de ese modo? Él se ha portado siempre como un padre, y si no hubieses escuchado lo que no debías ni siquiera lo habrías notado. Desde que te enteraste nos tratas como a extraños, vives obsesionado con conseguir las posesiones de don Diego.
—Deja de llamarlo don Diego, no se merecía ese trato de respeto, fue un canalla que renegó de sus hijos por mera soberbia, sólo se quiso a sí mismo. Ahora que está muerto no puede negarme lo que me pertenece: su apellido y su herencia —dijo a su madre con el ojo fijo en las llamas, mostrándole su mejor perfil, aun así, a Luisa le parecía siniestro.
—Don… Diego nunca supo que tú eras su hijo, nunca renegó de ti.
—Eso no es exactamente así. —Su petulancia desveló un dato que debería haber guardado de por vida.
—¿Qué quieres decir? —se acercó aún más a su hijo para obligarlo a mirarla cara a cara y, por un momento, Juanito volvió el rostro.
—Quiso matarme la noche del incendio.
Luisa sintió que la sangre se le helaba ante el fuego, horrorizada, sin dejar de mirarlo y con la última patata que había pelado en la mano, acercó una silla y se sentó temiendo desplomarse. Juanito esperó a que se pusiera cómoda, ya no había marcha atrás, pensaba terminar su confesión.
—Ana se lo impidió diciéndole que yo era su hijo, recuerdo la frase exacta, tuvo que gritarla para ser oída entre tanta confusión.
—¿Qué le dijo? —La patata cayó a sus pies y ni se dio cuenta.
—Le preguntó que si pensaba matar a su hijo igual que a su padre; eso le dijo. Si fue capaz de matar a su padre también me hubiera matado a mí, pero durante los segundos que Ana…
—¡Tu abuela!
—Ya, pues eso, lo que tu digas. La cuestión es que mientras ella le sujetaba el brazo yo tuve tiempo de escapar. Lo que pasó después ya lo sabes, prefirió quitarse la vida antes de soportar la humillación de que todo el mundo supiera que el Lisiado era su hijo bastardo. Pero soy un del Valle y todas sus tierras me pertenecen.
—¿Qué hacías merodeando por el cortijo de Diego a esas horas? —Luisa abrigaba la esperanza de que su hijo no hubiese sido el autor de la tropelía y esperaba una excusa plausible para poder dormir tranquila.
—¡Ay!, madre, madre. —Su gesto se volvió aún más perverso y sarcástico—. A pesar de las pistas que te he ido dejando, ¿todavía no me conoces?… Es lo que tiene tener una mente tan simple.
—¡Dios mío! Dime que no fuiste tú el que provocó el incendio. —Juanito callaba mirando la chimenea mientras las llamas quemaban las últimas esperanzas de Luisa.
—¿No pensarías que iba a permitir que ese miserable y su maldita hija me quitaran lo que es mío?
Juanito sabía que su madre nunca lo delataría y no pudo resistir la tentación de vengarse también de ella por haber callado su verdadera identidad durante tantos años; quería saborear su dolor, disfrutar la desesperación de su rostro.
—Pero… ¿Por qué?
—Uf, me voy a estudiar —dijo mirando su reloj—, ya he perdido media mañana con tonterías. Por cierto, este viernes le toca venir a Ana…
Ana iba cada dos viernes a ver a su nieto: porque era sangre de su sangre y para intentar conseguir alguna información de los pasos que estaba dando en contra de su otra nieta. Aunque ni de Luisa, por su ignorancia, ni de Juanito, por su hermetismo, conseguía sacar alguna información, siempre le quedaba la esperanza de mediar para que algún día los hermanastros se reconciliaran.
—Tu abuela —lo interrumpió Luisa de nuevo, con un nudo en la garganta.
—¡Tu suegra! Jeje… —dijo Juanito sobreactuando, intentando que una siniestra sonrisa asomara a su retorcida boca con naturalidad—. Bueno, quien quiera que sea esa bruja, dile que puede ahorrarse la tortura de verme la cara, voy a encerrarme en mi cuarto hasta mañana.
A Luisa empezaron a brotarle las lágrimas a su pesar, sabía que llorar ante su hijo era incrementar su desprecio y hubiera preferido hacerlo sin su presencia. Pero necesitaba algo a lo que agarrarse, algo que le hiciera sentir que haber sido madre había valido la pena y, antes de que su hijo cruzara la puerta, le hizo una última pregunta apelando a su conciencia:
—¿Tienes idea de lo que le has hecho a Lucía?
—No te confundas. —Se paró un momento para contestarle con contundencia—. Lo que le ha ocurrido a esa maldita niña es culpa de todos vosotros; tuya por callar la verdad para protegerte, de tu marido por ser débil y de su padre que la dejó amarrada a la casa de atrás como un perro. ¡Jesús!, sois todos patéticos. —Y se marchó.
La amargura de Luisa desbordó sus ojos. Hubiera querido replicarle, decirle que si guardó silencio no fue para protegerse ella misma, sino a él. Ahora se daba cuenta de que el mayor error de su vida no había sido traerlo al mundo, sino sacrificar a dos ángeles como Adela y Lucía para protegerlo de Diego y mantenerlo a su lado. El resultado era lógico: sólo los monstruos sobreviven a costa de las vidas de los inocentes y se alimentan de mentiras. Se sintió tan culpable que quiso morirse y abandonar, de una vez por todas, aquella casa que su hijo había convertido en una sala de torturas. A medida que pasaban los años, el monstruo que ella había amamantado, iba creciendo.
A sus veintitrés años, Juanito era un hombre inmisericorde y perverso, capaz de cualquier cosa para vengarse. Se negó a ir a la universidad, a pesar de la insistencia de sus padres y del director del instituto donde se preparó la reválida que aprobó con matrícula de honor. Nunca antes habían tenido un alumno tan brillante sin haber asistido a clase; sacó la máxima puntuación en todas las asignaturas. Decidió estudiar por su cuenta, como siempre había hecho, demostrando su absoluto desprecio hacia la enseñanza. Se matriculó en la facultad de derecho, a la que sólo asistió un día por asignatura: el del examen final. Hizo la carrera en dos años y estaba terminando la de matemáticas. Nunca comunicaba a sus padres las notas que sacaba en los exámenes, cuando le preguntaban, él siempre contestaba que sus estudios iban bien y los cortaba de inmediato. Terminaron por no preguntar, de todas formas pensaban que todo el esfuerzo que estaba haciendo nunca le serviría ni podría ponerlo en práctica, que su verdadera vocación era estudiar. A menudo no encontraba los libros que necesitaba en la gran biblioteca de su abuelo y los pedía por correo a las librerías especializadas de la ciudad. Aparte de estudiar sus asignaturas, devoraba todos los libros de derecho del mercado. El abogado que había contratado para que defendiera su herencia, era una marioneta en sus manos, de no haber sido porque se negaba a salir de casa habría prescindido de él hasta que lo hubiese necesitado para su defensa en algún juicio. Lo trataba como a un recadero. Desde el principio le dejó claro lo que tenía que hacer: ser su voz en los juzgados y no decir, ni hacer, absolutamente nada que no le hubiese ordenado él. Le pagaba su minuta igualmente, convencido de que sus padres podían permitirse dar todos los caprichos a su único hijo. Ellos no se negaban, evitaban discutir con él, aunque en realidad estaba peligrando la economía familiar.
Juanito estaba convencido de que ganaría su batalla legal, que era una cuestión de tiempo y perseverancia, igual que había conseguido ser reconocido como hijo legítimo de Diego, junto a Lucía claro: no pudo evitar que finalmente la registraran como una del Valle, había vivido nueve años escondida pero todo el mundo conocía su existencia y procedencia. Tenía dos escollos en el camino para conseguir su objetivo: Ana, que al fin y al cabo era la madre del fallecido, aunque no había reclamado nada para ella, y Lucía, a la que pronto declararían incapacitada mental, de hecho lo estaba y, de no ser por el metomentodo de Pedro, ya lo hubiera conseguido.
* * * *
Ana llegó a primera hora de la tarde despavorida: tenía que andar más de un kilómetro desde donde la dejaba el autobús hasta la casa de Juan y la edad y las preocupaciones estaban haciendo mella en ella. Nada más ver a Luisa supo que pasaba algo grave. Tenía los párpados hinchados, la mirada mustia, estaba desaliñada y llevaba una zapatilla suya y otra del marido, señal de que la había sorprendido echada en la cama, tan aturdida que no se había dado cuenta. Como de costumbre, pasaron a la cocina, en la mesa seguían los restos del almuerzo, de un solo comensal, no había tenido ánimo ni de comer, hecho insólito en Luisa; ni de recoger la mesa, más extraño aún.
—¿Te pasa algo Luisa? —le preguntó con delicadeza. Luisa se echó a llorar.
—No puedo más, eso es lo que me pasa. —Lloraba desconsolada.
—Tranquilízate mujer, te va a dar algo. —Ana sabía que aquello tenía que ver con Juanito—. Seguro que tiene arreglo. —Y se levantó para prepararle una infusión sedante bien cargada, mientras Luisa de desahogaba.
—¿Cómo está Lucía? —dijo intentando controlar su garganta entre los sollozos, y aprovechó para restregarse un pañuelo bajo los ojos.
—Igual hija, no hay cambios —le contestó Ana, que estaba recogiendo la mesa mientras hervía el agua para la infusión—. Si la vieras, ya es toda una mujercita, parece que su cuerpo creciera al margen de su cabeza, las enfermeras la llaman la princesa de los ojos tristes.
—¡Dios mío! ¿Cuántos años lleva encerrada?
—Toda la vida, pero en el hospital más de cuatro. Pedro sigue luchando para que sea tratada por un especialista de mucho renombre, neu… ne-u-ró-lo-go creo que es, además de psiquiatra, pero habría que trasladarla a otra ciudad y pagar muchos gastos. Cada vez que le pide al juez que le conceda parte de la herencia que le pertenece, se encuentra con lo mismo, ya sabes. La guerra que mantiene Juanito en los juzgados lo tiene todo parado, no se puede tocar un duro hasta que todo esto se aclare. Hoy he venido dispuesta a hablar con él, alguien tiene que hacerlo razonar.
—Pues… —Suspiró y se sonó la nariz—. Me ha dejado el encargo de que no lo molestes, no piensa salir de su habitación, tiene mucho que estudiar.
—No pienso irme sin hablar con él, tengo que intentarlo —le dijo, sentándose frente a ella mientras dejaba la taza de tila en la mesa—, esto no tiene ningún sentido.
—No vas a conseguir nada, esta mañana…
—Cuéntame, ¿qué ha pasado?
Entre sorbos de infusión, Luisa le contó a Ana todo lo que había descubierto aquella mañana. Ana no parecía sorprendida, también ella tenía sospechas desde que vio a Juanito huir del incendio; aunque abrigaba la esperanza de estar equivocada, como Luisa. Aprovechó la ocasión para contarle que Isidro era el verdadero padre de su difunto hijo y que fue éste el que disparó a aquel en la puerta de la casa de Pedro, tal y como se había rumoreado en el pueblo y Rosa le había confirmado. Luisa comprendió el sentido de las últimas palabras que Ana le había dicho a Diego el día del incendio y que habían salvado la vida del suyo.
—¿Qué voy a hacer con Juanito? No puedo delatarle, es mi hijo. —Ella siguió con el tema que la inquietaba, en aquel momento, quién fuera el padre de Diego y quién lo mató le importaba muy poco.
—Pero yo sí.
Luisa se quedó de piedra, nunca hubiera imaginado que Ana fuese capaz de delatar a su nieto, de haberlo sabido, no le hubiera confesado la verdad.
—No puedes hacerle eso.
—Lo siento Luisa, no podemos seguir protegiéndolo. ¿Qué será lo próximo?, ¿crees que todo va a parar aquí?, ¿no te importa vivir pensando que la próxima víctima puedes ser tú?, o tu marido, o cualquier otro inocente. Si no lo paramos, una de estas noches prenderá fuego a tu casa, creo que está enfermo.
—Pero…
—Se terminó, estoy cansada de mentiras, ha llegado el momento de acabar con esta maldición que persigue a los del Valle. Yo no tengo nada que perder, que me prenda fuego a mí si quiere, pero después de decir la verdad, se lo debo a Lucía. Creo que Dios me ha mantenido viva después de tanto sufrimiento para que cumpla con esta misión. Hablaré con Pedro para que le diga a mi abogado que quiero denunciar los hechos. Tú no tienes que hacer nada, sólo estar callada, o provocará otra desgracia. Es mejor que Juanito no se entere de esto por el momento, ya se lo notificará su abogado.
—Todo ha sido culpa mía, lo consentí demasiado, he cerrado los ojos ante sus fechorías. Me daba tanta pena cuando lo miraba la cara, verlo sufrir cuando sus amigos se reían de él. —Escondía su rostro de amargura entre las manos.
—No ha sido culpa tuya, el amor no hace daño a nadie, yo creo que nació así. Es como su verdadero padre, y el padre de su padre; es la prueba viva de la semilla envenenada de Isidro. Tú no lo conociste, pero yo desgraciadamente sí. Tiene su misma forma de hablar y mirar… En todo caso la culpa fue mía por entregarme a un canalla como él. Pero de nada sirve lamentarse, no podemos cambiar lo que pasó, pero sí evitar que esto siga.