Desde el principio de su convivencia, los primos no se molestaron en disimular la mutua antipatía que se tenían. Cuando se sentaban a la mesa apenas se saludaban, si acaso, Juanito le decía a Ángel con desdén: «¿Qué?», y Ángel le contestaba con indiferencia: «¿Qué de qué?». A Juan le importaba muy poco que los niños no se entendieran. En cambio, a Luisa le ponía muy nerviosa la tensa situación que había entre ellos y los incitaba continuamente a compartir algo más de su tiempo para que se conocieran mejor. «¡Jesús! ¿Cómo puede ser que dos muchachos de la misma edad no tengan nada que decirse durante días?», comentaba cada día mientras ponía la mesa. «Ya ves», era lo más que oía, siempre de parte de su hijo. Juanito, no sólo economizaba sus palabras con su primo, también lo hacía con sus padres; pensaba que no tenía absolutamente nada en común con dos seres tan pueriles y no se molestaba en disimularlo, lo cierto es que los trataba como a esclavos. Ángel, en cambio, se mostraba agradecido por el acogimiento de sus tíos y procuraba interesarse por sus tareas y colaborar en ellas. «¿Se está recuperando la Flaca?», preguntaba por las cuestiones que preocupaban a su tío: las vacas. «Parece que está mejor, nunca ha tenido buena salud, pero siempre ha dado buena leche…», su tío le contestaba agradecido por su interés. Ángel conseguía así iniciar una conversación relajada en la mesa, ante la indiferencia de Juanito, que comía sin pausa para volver lo antes posible a su habitación, lo cual su padre agradecía.
Juan no se sentía cómodo hablando de sus vacas ante él, sabía que Juanito desdeñaba su trabajo. En alguna ocasión, su hijo le había comentado a su padre durante el almuerzo: «Hueles a mierda, no hay quien saboree la comida con este pestazo en la mesa. No entiendo por qué tienes que hacer el trabajo de un mozo siendo el dueño del cortijo», y Juan le contestaba: «Te sorprendería lo que puede enseñarte una vaca». Por supuesto, Juanito pensaba que las vacas eran animales estúpidos y sumisos, cuya existencia dependía de que alguien les tirara de las ubres. Desde pequeño, su aversión por las vacas había sido tan fuerte que aborreció la leche. No soportaba el tufo a establo que despedían los dos cántaros de leche recién ordeñada que su padre dejaba cada mañana en la cocina. A él se le antojaba un olor agrio y dulzón que se le pegaba a las vías respiratorias, recordándole los excrementos de los establos el resto del día. Siempre llevaba un buen puñado de caramelos Pictolín en el bolsillo. Cada vez que al respirar notaba cómo la tufarada de la paja húmeda inundaba sus entrañas, se echaba uno a la boca para solaparla, aunque fuese por unos minutos.
A pesar de su férreo empeño en excluir a su alumna de todo sentimiento, el esfuerzo fue en vano. Vivía engañado. Alguien mostró ese otro mundo a Lucía: su mayor enemigo. Aquel que creía haber apartado de su proyecto se había convertido en el verdadero protagonista de la formación de la niña. Y, en realidad, los conocimientos que Juanito le aportaba, se habían convertido en meras herramientas, importantes, pero secundarias, que no hacían más que ayudar a desarrollar y pulir con brillantez el talento artístico de la pequeña. Juanito no sospechaba lo que verdaderamente estaba ocurriendo en la mente de Lucía, cometió un grave error: nunca le importó que Lucía no hablara, prefirió que no se expresara. No la conocía.
Ángel se encargó de proporcionarle a Lucía todos los libros prohibidos por su maestro: clásicos de la literatura, historia del arte, libros de música, de pintura, de poemas…, todos fascinaban a la niña. Dos Lucías estaban creciendo, y en perfecta armonía.
A los seis años Lucía empezó a escribir un diario. En él contaba sus vivencias desde una perspectiva sentida y reflexiva; escribía poemas, hacía bellos dibujos… En su diario vivía la Lucía oculta a los ojos de Juanito. Lo escondía bajo el colchón, ni siquiera Ángel sabía de su existencia, esa parcela de su vida le pertenecía sólo a ella. En apenas un año había acumulado cuatro diarios de cien páginas. Los que estaban acabados los guardaba en el baúl, junto a las cosas de su madre y los libros que le traía Ángel.
También aprendió a amar la música. La vieja radio de su abuela y las bonitas canciones que dejó en su memoria se encargaron de ello. Después de casi tres años sepultada entre el reducido menaje de cocina que contenía el aparador, una tarde de invierno, Lucía decidió rescatar la radio de su abuela. La enchufó, buscó una frecuencia que le llegara con claridad y sonó la trompeta de Louis Armstrong, irrumpiendo con fuerza en los confines de aquella fría y silenciosa tarde. Rápidamente, con el corazón desbocado por la sorpresa, bajó el volumen. Y así, con el suave ronquido de la trompeta envolviendo los rincones de su pequeño mundo, se quedó dormida. A partir de ese día, la música y los libros prohibidos, la ayudaron a paliar la soledad de sus noches. Alguna vez hizo un intento de cambiar la frecuencia de la radio, para escuchar lo que ofrecían otras cadenas; nada, sólo palabras. Éstas ya estaban en sus libros. Y enseguida volvía a girar la rueda, asustada, creyendo que quizás su curiosidad le hubiera robado la música de su vieja caja. Cuando volvían a sonar las bellas notas respiraba aliviada. Trompetas, violines, guitarras, pianos…, la llevaron cada noche al mundo de los sueños.
Lucía despertaba muy temprano, al menos una hora antes de que llegara Juanito. Lo primero que hacía, incluso antes de ir al baño, era guardar su lectura clandestina en el baúl, meter su diario bajo el colchón y colocar la radio en el aparador. De ese modo, la Lucía racional, la que Juanito esperaba encontrar cada mañana, se ponía en marcha, mientras la otra dormía por los rincones.
* * * *
Mientras recorría una vez más el camino que lo llevaba a casa de la niña, Ángel recordó que era uno de agosto, en unas semanas, la pequeña cumpliría siete años; en cuanto llegara, le preguntaría qué quería para su séptimo cumpleaños. Sonrió para sí al recordar cuando, en su sexto cumpleaños, le hizo esa misma pregunta y, muy segura y preocupada, Lucía le pidió una dentadura nueva, como la de su abuela. La noche anterior se le había caído un diente y se le estaban moviendo otros dos. Ella no albergaba ninguna duda de que los perdería todos en unos días y sus encías quedarían completamente desnudas, como las de doña Carmen. A Ángel le costó mucho convencerla de que los dientes que se le estaban cayendo serían renovados en poco tiempo por otros que, si se los cuidaba, serían para toda la vida. Después de una larga conversación, y de obligar a Ángel a buscar en la biblioteca de su casa algún libro que corroborara su teoría, ella quedó satisfecha, y decidió que, por lo pronto, no necesitaba una dentadura. Comprendió que para que los nuevos dientes que estaban por salir no volvieran a caer, el regalo ideal para su sexto cumpleaños sería un cepillo de dientes y un bote de pasta dental. Por supuesto, Ángel le proporcionó lo que tan convencida le pidió la niña, pero no para su cumpleaños, para éste día le regaló una edición de La Cenicienta con unas ilustraciones preciosas; a ella le pareció el mejor regalo del mundo, lo leyó tantas veces que llegó a sabérselo de memoria.
—Pronto será tu cumpleaños, ¿tienes algún deseo en especial? —preguntó Ángel a la niña esa bonita tarde de verano, mientras ella doblaba con precisión la ropa que acababa de recoger de las sillas. Se negaba a tender fuera y pisar el exterior.
—Sí, aprender a tocar el violín —dijo con naturalidad, mientras se afanaba en aplastar con sus manos el cuello de una camisa. No había manera de alisar aquellas retorcidas arrugas, tendría que plancharla.
—¿Qué? ¿Tú sabes lo que me estás pidiendo? Pero pequeña, eso no es algo que pueda realizarse en un solo día. Se requiere cierto talento y destreza para tocar un instrumento musical y, por supuesto, un maestro. Además, ¿de dónde voy a sacar un violín?
—Yo tengo talento, puedo repetir en mi mente las melodías que escucho en la radio por las noches, incluso tengo un violín en mi cabeza que se inventa otras nuevas. Con mi radio, un violín y libros de música, podría aprender a tocar. Ensayaría todos los días y con el tiempo tendría deste… dertre…
—Destreza. —La ayudó Ángel.
—Eso, destreza.
—Eres extraordinaria Lucía, sé que puedes conseguir todo aquello que te propongas, pero olvidas que el universo que quieres explorar está fuera de estas paredes y tú no quieres salir de ellas.
—No tengo que salir y explorar el universo, cuando deseas algo con todas tus fuerzas viene a ti. —Ahora miraba a su amigo con candidez.
—¡Ah, sí! ¿Y dónde has aprendido tú eso? —Le sonrió sorprendido—. ¿En tus libros?
—No lo he leído, lo sé.
—Lo siento pequeña, por el momento creo que tendrás que abandonar tu sueño.
—No, nunca abandonaré mis sueños, por el momento tendré que esperar. —Hablaba muy segura, mientras despejaba la mesa para planchar en ella.
Ángel se quedó sin palabras, no podía explicarse cómo ni por qué, pero la inteligencia de Lucía lo abrumaba. Iba a cumplir tan sólo siete años, vivía prácticamente aislada, ¿cómo era posible que razonara mejor que los adultos que conocía?
Finalmente, el día del séptimo cumpleaños de Lucía, Ángel apareció en la casita con un viejo violín. Recordó que su tía guardaba uno en el trastero, alguien de su familia lo tocaba y años atrás le correspondió en herencia junto con un montón de trastos más y algo de dinero. Estaba convencido de que Luisa no lo echaría de menos. Encontrar el arco entre tanto cachivache fue una tarea difícil, a punto estuvo de abandonarla cuando por fin lo vio asomar bajo un antiguo sofá. La faena no terminó ahí, después tuvo que ir a la ciudad con su tía en dos ocasiones, para encargar y recoger, en una tienda especializada en instrumentos musicales, un método para violín, la cinta del arco y las cuatro cuerdas; el viejo violín las tenía tan deterioradas que colgaban de las clavijas como tirabuzones. Aunque lo más complicado para Ángel fue conseguir que su tía no sospechara y se preguntara a qué venía el interés de su sobrino por ir a la ciudad. Tuvo que decirle que necesitaba buscar información en la biblioteca para un trabajo de clase y camuflar las compras en su cartera. No quería que se lo contara a su hijo.
Era martes, 23 de agosto, séptimo cumpleaños de Lucía. A las cinco de la tarde hacía un calor espantoso. La niña tenía la puerta entreabierta, con la esperanza de que se generara una corriente de aire con la ventana y así mitigar el bochorno que hacía en la casucha. Antes de entrar, Ángel la vio desde la abertura de la puerta: Lucía bregaba con un pantalón en el fregadero de la cocina, alguna mancha se le resistía. Había crecido lo suficiente como para no tener que utilizar el cajón, pero, aun así, tenía que adoptar una postura muy incómoda para trabajar en el fregadero y apoyaba los brazos en el filo para mantenerlos en alto. Parte de su negra melena flotaba sobre el agua. Llevaba ropa que había sido de Ángel años atrás: una camisa blanca y un pantalón corto amarrado con una cinta para que no se desprendiera de su pequeña cintura. Estaba descalza y sus pies se inclinaban continuamente sobre un charco de agua. Ángel pensó que no había visto a ninguna chica que le sentara tan bien semejante atuendo, bueno, en realidad no conocía a ninguna que vistiera así. Era la criatura de apariencia más salvaje y deliciosa a la vez que había visto jamás. Se quedó unos minutos observándola antes de llamar su atención. Ella, aunque estaba de espaldas, lo sabía.
—¡Lucía!
—¡Hola Ángel! —la niña se volvió con la sonrisa puesta.
—¡Feliz cumpleaños! —dijo, y seguidamente se quitó el parche y le plantó un beso en la frente.
—Gracias. ¿Qué me traes? —preguntó la niña mientras se secaba las manos a restregones contra su pantalón y un hilo de agua que caía de su pelo empapaba su camisa.
—Te lo enseñaré cuando te seques los pies y te calces, cualquier día vas a resbalar y hacerte daño.
En un periquete, Lucía sacó unas sandalias que guardaba bajo la cama y se las puso.
—Ya está, enséñame lo que traes en ese saco.
Ángel apoyó el bulto en el suelo, desató la cinta que lo amarraba y el saco cayó al suelo descubriendo su regalo.
—¡Un violín! ¿Es para mí? —La alegría de Lucía inundó la habitación.
—No veo a nadie más aquí.
—¿Cómo lo has conseguido?
—Bueno, eso es largo de contar.
—Es mucho más bonito de lo que pensaba, en los dibujos de mis libros se ve gris.
—He tenido que enlucirlo un poco, cuando lo encontré también estaba bastante gris. También te he traído varios métodos para aprender a tocar el violín, supuse que te vendrían bien —dijo Ángel mostrándole los cuadernos que llevaba bajo el brazo—. ¿Lucía? —Tuvo que llamar su atención, no apartaba los ojos del instrumento.
—Sí, sí. —Cogió los cuadernos sin mirarlos—. ¡Qué bonito! Gracias Ángel. Gracias por todo lo que haces por mí.
Lucía se enganchó a su cuello sin soltar los cuadernos. Sus negras pestañas brillaban por la humedad, acentuando más aún el color de sus ojos.
—Me alegro de haberte hecho tan feliz el día de tu cumpleaños —habló Ángel al oído de la niña, mientras ella apretaba su cuello emocionada—. Espero que mi regalo no se convierta en un problema, tocar el violín no es una tarea tan silenciosa como leer, no creo que puedas llevar en secreto esta nueva actividad.
Por fin Lucía se soltó del cuello de su amigo. Se secó las lágrimas con la mano que tenía libre y se puso muy seria para contestarle:
—Ya lo había pensado cuando te lo pedí, tocaré por la noche, cuando Juanito se marche, no creo que el sonido llegué hasta vuestra casa. A Diego no le importará, en realidad no le importa nada de lo que hago, mientras no pise su casa.
—¿Y qué pasará si le comenta algo a Juanito? —Existía esa posibilidad.
—No lo creo, apenas se saludan cuando se encuentran, los he visto algunas veces por la ventana y a ninguno de los dos les interesa hablar de nada, y mucho menos de mí. Tú mismo te has cruzado con él y… —Se refería a Diego, con Juanito no se encontraba por el camino porque todo estaba muy estudiado.
—Sí, sí, apenas dice buenas y guardando las distancias, a veces he pensado si se habrá dado cuenta de que en realidad no soy Juanito e intenta evitar una desagradable conversación.
—No lo sé, pero con Juanito hace igual. Si sabe que eres tú el que viene a verme haciéndote pasar por tu primo, ha decidido ignorarte y, desde luego, no se lo ha dicho a Juanito. Creo que le conviene no meterse con vosotros, no quiere intervenir en nada que tenga que ver conmigo, supongo que le interesa que todo siga igual para no tener que ocuparse de mí —explicó mientras el semblante se le tornaba triste y, por un momento, olvidaba su violín. Una vez más, sus palabras mostraban la brillante sensibilidad e inteligencia que había heredado de su madre.