Una vez reconfortada, muy despacio, fue soltando a su protector y buscó su muñeca de nuevo.
—¿Qué ha pasado Lucía?
Como siempre hacía cuando la respuesta no podía resumirse en un sí o un no, se encogió de hombros.
—Quítate el chupete, es una goma infecta y pegajosa, vas a coger una infección. Creí que ya no te lo ponías.
Ella obedeció y se lo quitó, pero lo conservó en su mano.
Ciertamente, hacía cinco meses que no se ponía el chupete, pero no por su propia voluntad. Juanito se lo arrancó violentamente en uno de sus brotes de autoritarismo y lo tiró por la ventana. Éste cayó entre unos viejos cajones de madera que había amontonados en el exterior. Lucía lo tuvo localizado durante todo el tiempo y, esa tarde, decidió pescarlo desde la ventana, ayudada por el palo de la escoba, al que enganchó un trozo de alambre, que utilizaba para desatascar el sumidero, a modo de anzuelo. La tarea no fue fácil, casi precipita al exterior, mientras sus lágrimas se confundían con la lluvia. Pero lo consiguió. Lo lavó lo mejor que supo y se fue con él a la cama, húmeda y muerta de frío.
—¿Hay alguna forma de que me cuentes qué ha pasado hoy aquí? —Ángel adoptó un gesto serio.
A Lucía se le iluminaron los ojos, había una manera: ¡sabía escribir! Se dirigió a la mesa y, con cierto nerviosismo, hurgó entre los libros. Cogió el lápiz y después uno de los trozos de papel que había en el suelo. No se permitió el tiempo suficiente para acomodarse en la mesa. De rodillas en el suelo, escribió sobre una silla: «se a enfadado». Ángel la miraba extasiado, paladeando su inocencia, su frescura, su natural inteligencia, su cándida concentración sobre el papel, su forma de coger el lápiz, su manera de apartarse el pelo enmarañado que no le dejaba ver con claridad… Contemplar a Lucía lo hacía sentirse vivo, más humano, lo hacía sentir más. Ella era la parte más amable de su vida.
—¡Sabes escribir! Eso es extraordinario.
La niña sonrió orgullosa, insistiéndole en que cogiera el papel y leyera.
—¿Juanito se ha enfadado contigo? ¿Por qué?
La pequeña volvió a buscar otro trozo de papel para contestarle.
Pero Ángel ya tenía en su poder uno de los pedazos que había en el suelo, en el que todo quedaba explicado.
—Se ha enfadado porque lo has llamado Lisiado.
Ella asintió despacio, tenía miedo de que Ángel no aprobara su actitud y ser amonestada de nuevo.
—Ven aquí pequeña —dijo señalando la silla para que se sentara frente a él—. Es fantástico lo pronto que has aprendido a escribir, por cierto, esta «a» se escribe con hache.
Ella se precipitó a escribir la letra que faltaba.
—Deja eso ahora. ¿Qué te parece si aprendes también a hablar? Dime, ¿cómo me llamo?
Lucía escribió su nombre en una esquina del papel que acababa de utilizar: «anjel».
—Ángel se pone con ge, pero…
Lucía se precipitó a corregir su error y escribió: «angel». Él le hubiera dicho que los nombres propios se escribían con mayúscula y que además el suyo llevaba acento en la a, pero no era lo que le interesaba en aquel momento, ya se lo explicaría su primo.
—Bien, muy bien, pero quiero que lo pronuncies, ya veo que sabes escribirlo.
Los dos estaban sentados junto a la mesa, como siempre, Ángel de espaldas a la ventana, por si Diego se asomaba que diera por hecho que era Juanito, y Lucía frente a ella.
—Venga, inténtalo por una vez, Ánn… gel.
—Juuu… Juu… —Consiguió decir con un gran esfuerzo.
—No Lucía, Án-gel. ¿No irás a decir primero el nombre de Juanito?
—Juuu… —repitió.
Ángel se giró, para ver qué había en la ventana que tanto llamaba la atención de Lucía, y gritó:
—¡Juanito!
La niña señaló debajo de la cama. Ángel obedeció y se deslizó en un pispás, dejando la careta, que había utilizado para camuflarse por el camino, sobre la mesa. Lucía actuó con rapidez y la metió bajo el vestido de su muñeca azul, a la que abrazó con fuerza para que no cayera. Juanito se acercaba presuroso huyendo de la lluvia.
—¡¿Todavía no has recogido esta marranera?! —habló con furia antes de cerrar la puerta.
Lucía no quitaba ojo de la mesa; el chupete estaba a la vista. Sin soltar la muñeca, con la mano libre, hizo como si recogiera los libros y los puso encima de la deforme goma. Después se sentó en la cama y tiró con disimulo del filo de la colcha; la punta de una bota de Ángel asomaba por una esquina de la cama.
—Como ves, esto es una visita inesperada, como estás castigada sin cenar y no tendré que venir después, me he acercado un momento para ponerte tarea. ¿No pensarías que te ibas a librar de los deberes? Aquí te dejo unas cuentas para que las resuelvas y un texto para que lo copies y te lo aprendas. —Miró su reloj—. Son las seis y cuarto, tienes tiempo de sobra para limpiar y hacer tus deberes, total, no vas a perder tiempo en cenar. Más te vale obedecer y cumplir con tu trabajo si quieres desayunar mañana. Y suelta de una vez esa sucia muñeca, necesitas las dos manos para trabajar. Lucía se aferró a ella más fuerte aún, lo desafiaba con su gesto.
Ángel estaba inmóvil, atónito, no podía creer lo que estaba escuchando. Sabía lo cruel y frío que podía llegar a ser su primo, pero nunca imaginó hasta el punto que llegaba su vileza hacia Lucía. Lo más duro no eran sus palabras, sino su tono, el despotismo con el que la miraba, el desprecio de su media mirada, que él podía atisbar por un huequecito que había quedado entre el suelo y la colcha. Sonrió para sí, desde luego la niña tenía carácter.
—Bueno, me voy, he venido sólo a dejarte la tarea. ¡Jesús, qué imagen más patética! Deberías aplicarte más en vez de retarme, si quieres salir algún día de esta mierda de vida. —Dicho esto último se marchó.
Lucía se bajó enseguida de su lecho, se agachó y levantó la colcha. Sus ojos asomaron bajo la cama con expresión triunfalista. Estaba contenta, satisfecha por su perfecta actuación y, por una vez, haber sido capaz de proteger a Ángel.
—Pequeña Lucía, eres toda una heroína. Serás una gran mujer —decía mientras salía de su escondite, sacudiéndose las pelusas y telarañas. «Desde luego a la casa le hace falta una limpieza general», pensó—. ¿Qué te parece si te ayudo a limpiar y luego hacemos los deberes juntos? Hoy no tenemos prisa, Juanito no vendrá hasta mañana.
La niña asintió contenta y cómplice, mientras levantaba el vestido de su muñeca para que su amigo viera dónde había escondido la careta.
—Por cierto, creo recordar que estabas a punto de decir tu primera palabra cuando llegó Juanito.
Ella se puso la mano en la boca manifestando sorpresa y alegría a la vez, con gesto pícaro.
Mientras la niña recogía la zona de la cocina, Ángel se puso a barrer y fregar el suelo de toda la casa, a la vez que iba recogiendo y poniendo en orden lo que encontraba a su paso. Los dos estaban contentos de tenerse, de ayudarse, de ser cómplices; trabajaban con alegría. Había más de nueve años de diferencia entre ellos, él era un muchacho y ella una niña pequeña, y, sin embargo, habían conectado.
—Ya está, hemos terminado, la casa está limpia y los deberes hechos. Tendrás que cenar, ¿cogemos algo de la despensa? —Hizo un intento de levantarse.
Pero Lucía lo paró en seco, agarrándolo del pantalón. Que Ángel entrara en la despensa era un riesgo innecesario, podría ser sorprendido. Ella ya se había aprendido las reglas del juego. Puso el oído tras la puerta y después comprobó que no salía luz bajo ésta; esperó unos segundos y, cuando estuvo segura de que en la alacena reinaba el silencio absoluto, la abrió. Se empinó para encender la luz y entró sigilosa, despacio. Encender la luz era importante, aunque fuese de día, intuía que, tanto ella como Diego, se aseguraban de que por debajo de la puerta no asomara resplandor alguno para no ser sorprendidos el uno por el otro, a ninguno les apetecía encontrarse cara a cara.
Echó un vistazo alrededor y se decidió por un trozo de queso y unas nueces. También aprovechó para coger un pedazo de jabón, se le estaba acabando. Aliviada, cerró la puerta, para ella entrar en la despensa era toda una aventura llena de riesgo.
Cuando Ángel se fue, Lucía paseó la vista por su vivienda. Comprendió que todo estaba demasiado limpio y ordenado, Juanito sospecharía. Desordenó un poco los libros, que poco a poco estaban invadiendo cada rincón; desdobló los paños de cocina que había sobre la encimera, parecían doblados con escuadra y cartabón, ella era incapaz de hacer unos dobleces tan perfectos; echó unas migas de pan seco sobre la mesa… Cuando hubo terminado, volvió a mirar a su alrededor y quedó satisfecha.
Antes de dormir, dedicó un buen rato a una tarea que aquel día ella misma se había impuesto. Se metió en la cama y comenzó:
—Aaa… —Respiró profundamente—. Aaa… Aan…
Su garganta no estaba entrenada y el esfuerzo le producía algo de dolor. Pero tenía que conseguirlo, se lo debía a Ángel.
—Aaann… —Poco a poco parecía que sus cuerdas bocales iban obedeciendo.
Se levantó a beber agua, tenía la boca seca, y prosiguió:
—Ann… An-gé. —«Bien», se dijo a sí misma entusiasmada.
A los veinte minutos se quedó profundamente dormida, estaba extenuada. Al día siguiente continuaría su tarea.
En una semana consiguió pronunciar el nombre de Ángel correctamente y, además, aprendió a acompañarlo con un saludo: «Hola, Ángel», repetía muy satisfecha una y otra vez en sus largas horas de soledad.
* * * *
Ángel empujó la puerta despacio, siempre la abría así, como con miedo de asustar a Lucía o encontrarse alguna sorpresa inesperada. Lucía lo estaba esperando.
—¡Hola, Ángel! —Lo dijo perfectamente, lo tenía muy ensayado, había esperado todo lo necesario.
—¡Lucía! ¡Has dicho mi nombre! Me has saludado y has dicho mi nombre. ¿Quién te ha enseñado a hablar? —Ángel supuso que había sido su primo.
Lucía señaló orgullosa su pecho con el dedo índice y repitió:
—Hola Ángel, hola Ángel.
Preso de un impulso incontrolable, el muchacho la abrazó con ternura.
—Eres increíble pequeña.
—Hola Ángel, hola Ángel, hola Ángel… —repetía una y otra vez en el oído del chico, agarrada a su cuello.
—Para, para. ¿Te das cuenta, Lucía? Esto significa que pronto podrás hablar, no eres muda de nacimiento. ¡Es fantástico!
Ella asentía sin parar con alegría.
Y así fue, en unos meses, el vocabulario de Lucía contaba con más de quinientas palabras y, a partir de entonces, fue imparable. Aunque sólo utilizaba el lenguaje hablado con Ángel; a Juanito le negó ese privilegio. No sabía exactamente por qué, sencillamente no quería compartir su secreto con él, sólo con Ángel.
* * * *
—Dicen por ahí que tienes encerrada a tu hija en el cortijo como si fuera un animal salvaje. ¡Je, je!, qué cosas tiene la gente. Habrá salido a su padre y no te fías de dejarla suelta. ¡Ah!, no, que su padre es un gatito manso incapaz de matar una mosca. —Isidro estaba haciendo una clara alusión a Juan, y todos los que estaban jugando en la mesa le entendieron perfectamente—. Entonces… habrá salido a su madre. Yo tendría cuidado con el Lisiado, dicen que se pasa el día entrando y saliendo de tu cortijo, no sea que él también haya salido a su padre, la historia se repita y te los encuentres un día de estos en el pajar.
—Voy con quinientas. —Pedro lo interrumpió bruscamente para zanjar la conversación. Además, tenía buenas cartas.
—Mira que hombretón. Qué manera de apostar. Se nota que la nueva maestra te ha subido la moral. ¿Te la estás beneficiando ya? No te ofendas, pero a tu edad no creo que se te presenten muchas oportunidades. —Ahora Isidro arremetió contra Pedro, molesto por su interrupción.
Diego miró a Pedro con menosprecio, no le había hablado de su relación.
—Hay que reconocer que la muchacha tiene un culo… —Isidro siguió.
—Cierra de una vez la boca y trágate tu veneno, a ver si así nos libramos de ti de una puta vez —habló Adrián, el ambiente estaba cada vez más cargado y a él sólo le interesaba acabar la partida.
—¿Por qué no dejas de tocarnos los huevos y seguimos la partida?, ¿o es que tu mujer ha terminado de beberse su herencia y no puedes apostar? —Diego entró en el juego de Isidro, mirándolo con provocación, fijamente a los ojos—. No sé por qué sigo viniendo los viernes a jugar la partida contigo, eres una rata.
—¿Porque no hay otro que iguale vuestras apuestas? —contestó Isidro con sarcasmo.
Nadie contestaba a las preguntas irónicas que se lanzaban unos a otros, para rebatir o confirmar sospechas. Los comentarios hirientes eran una manera cruel de desestabilizar al contrario, para hacerlo perder la partida. Pero aquella tarde estaban llegando muy lejos.
Sobre la mesa había un montón de billetes de todos los colores; se estaban disputando más de veinte mil pesetas. En los años que llevaban jugando, nunca había subido tanto una apuesta.
—Yo paso —dijo Adrián dejando las cartas sobre la mesa.
—Mil más —dijo Isidro poniendo el dinero sobre el montón de un golpe seco.
Era mucho dinero. Diego había apostado una cantidad suficiente como para pagar una semana a sus jornaleros. Dudó un instante, pero igualó la apuesta. Echándose faroles Isidro era un maestro, seguramente no tendría más de una pareja. Se encendió otro cigarro y, aparentando absoluta seguridad, exhaló el humo de la primera calada sobre el montón de billetes en dirección a Isidro y subió la apuesta:
—Mil doscientas.
—Mil quinientas —dijo Pedro.
Diego miró a su amigo estupefacto. ¡Mil quinientas! Lo de Pedro no podía ser un farol. Él era transparente como el agua, en casi todas las manos, si no tenía buenas cartas, se retiraba el primero para no perder demasiado dinero. ¿Sería verdad que la maestra estuviera provocando en él aquel arranque de valentía? Los demás estaban tan desconcertados como él.
—Las veo —Isidro siguió.
—Paso —dijo con firmeza Diego.
Diego se había quedado sin dinero y tenía por costumbre no jugarse más de lo que llevaba en el bolsillo. Ya había perdido bastante. Casualmente ese día llevaba más de lo acostumbrado; por la mañana había estado en la ciudad para comprar una cosechadora y finalmente no cerró el trato. El dinero que llevaba para la señal se fue con él a la partida y estaba íntegro sobre la mesa. Pedro, seguramente, se estaría jugando el suculento beneficio de la venta de unas tierras que acababa de negociarle a la estanquera.