Por las mañana le sería imposible ver a Lucía, tenía que ir a clase, pero las tardes serían perfectas, cuando Juanito se encontrara en su habitación, enterrado en libros. Los sábados y los domingos, que no había colegio, podría visitarla también por la mañana.
Había un segundo problema que también resolvió con astucia: don Diego. Para cruzar al camino que lo llevaba hasta la casa de Lucía se pondría una de las caretas de su primo, él no la echaría de menos, había al menos una docena de ellas repartidas por los rincones de la casa. A cierta distancia nadie podría distinguirlos: la misma altura, el mismo color y corte de pelo, una complexión parecida, vestían prácticamente igual… Diego nunca se acercaba al camino si veía que alguien lo recorría, levantaba la vista vagamente para asegurarse de quién era y seguía su tarea. Sabía que a veces se asomaba a la ventana, pero tendría la precaución de ponerse siempre de espaldas a ésta. Podría ser descubierto, pero estaba más que dispuesto a asumir el riesgo.
* * * *
Lucía escuchó unos pasos acercarse a la casa. Supo de quién eran. Su silencioso mundo le había dado la oportunidad de aprender a distinguir los matices de cada sonido. Inmediatamente, cerró los libros y se asomó a la ventana. Al ver el antifaz de Juanito, por un momento, pensó que se había equivocado y se sintió decepcionada.
—¡Hola Lucía! Soy yo, Ángel —habló el muchacho empujando la puerta.
La niña le dedicó una sincera sonrisa tras su chupete. Se inclinó para alcanzar con la mano la careta y la señaló.
—¿Creías que no iba a volver? —preguntó Ángel quitándose el gran parche.
Lucía negó con la cabeza.
—¿Cómo puedes estar tan segura?
Ella se encogió de hombros.
—Lucía, tienes que aprender a hablar, yo te ayudaré ¿vale? —Siguió hablándole ya sentados junto a la mesa, él de espaldas a la ventana—. ¿Qué te parece si lo intentamos hoy?
Lucía volvió a encogerse de hombros.
—A ver, empecemos con algo sencillo: a, aaa… Repite conmigo, aaa… —Nada, como única respuesta el luminoso violeta de sus ojos y el movimiento de su chupete—. Quítate el chupete, no podrás aprender con la boca ocupada.
Al principio, no le gustó la idea de quitarse el chupete, se llevó la mano a la boca y lo empujó contra sus labios para expresar su negativa. Después lo pensó mejor y se lo entregó.
—Así está mejor. Inténtalo de nuevo, aaa… —La niña abrió la boca, pero nada, no emitía sonido alguno.
Aquel día, Ángel no consiguió arrancar sonido alguno de la garganta de Lucía. Desilusionado, se dispuso a marcharse una hora antes de que apareciera su primo.
—No se lo diga a don Diego, don Pedro, si lo hace no podré volver más. Lucía me necesita —suplicaba Ángel desesperado.
Pedro había sorprendido a Ángel en casa de Lucía, en la misma puerta, justo antes de marcharse.
—No puedo hacer eso. —Aunque Pedro sintió una inmensa compasión por el muchacho, no podía traicionar a su amigo—. Diego te ha prohibido terminantemente pisar su casa, no deberías estar aquí, tiene que saberlo.
Lucía se acercó a Pedro y tiró de un lado de su chaqueta para obligarlo a mirarla.
—¿Qué quieres Lucía? —Al mirarla, Pedro sintió cómo los ojos de la niña le hablaban.
El mundo de Lucía era tan pequeño, cómo iba él a estrecharle aún más el cerco. Por otro lado, qué tenía de malo que aquel muchacho le hiciera compañía a la niña, parecía un buen chico. Todo aquello era una historia descabellada, provocada por las absurdas obsesiones de Diego. Él no tenía por qué seguir su particular locura, pensó Pedro.
—Yo no fui quien robó el dinero, ni siquiera estuve aquí esa mañana. Fue mi primo Juanito que me tendió una trampa.
Pedro temió que a Lucía se le cayera la cabeza de tanto asentir para confirmar la versión de Ángel.
—Está bien, haremos un pacto: yo no te he visto aquí y tú a mi tampoco, ¿estamos de acuerdo?
—Completamente, esto no ha pasado. No se arrepentirá don Pedro.
—Eso espero.
Pedro no tuvo la menor duda de que los niños decían la verdad. Al parecer, Diego y su hijo secreto se parecían mucho más de lo que se podría imaginar: tenían una mente igual de perversa. ¿Era posible que los genes tuvieran tanta fuerza que, a pesar de no haber tenido entre ellos contacto alguno, se parecieran tanto en el carácter? Lo del físico podía entenderlo, de hecho no comprendía cómo Diego no se había planteado la posibilidad de que Juanito fuera su hijo, ¡pero el carácter!
Pedro sabía que Juanito era hijo de Diego desde antes de que naciera. Luisa se lo había comentado hecha un mar de lágrimas estando embarazada, en la verbena del pueblo de aquel año. Él le preguntó si estaba segura, se suponía que había estado con dos hombres a la vez, y ella le respondió que estaba segurísima. Desde luego, el carácter frío y cruel del muchacho, además de su físico, era una prueba irrefutable.
Por segunda vez, iba a esconderle a Diego un hecho de su interés. Si por algún motivo se enterase de que le ocultaba tanta información…, no quería ni pensarlo.
Pedro cerró la puerta tras de sí, suavemente, como él hacia las cosas. Se quedó un momento parado en el umbral, pensando en aquel disparate, mientras se miraba los zapatos. Tenía que comprarse unos sin más demora. No es que fuera un hombre tacaño, más bien al contrario: disfrutaba de una economía saneada y gastaba sin resquemor todo lo que consideraba conveniente. Pero desde que su madre había dejado de comprarle la ropa, hacía ya más de un año, porque no se sentía segura cuando subía las escaleras del autobús, no se había comprado ni unos calcetines. No soportaba la idea de ir de compras y probarse las prendas una y otra vez. Ni siquiera había desarrollado el criterio suficiente como para saber qué le caía bien o no. Siempre había delegado esta tarea en su madre. No era consciente de lo fácil que era vestir a un hombre como él: un metro setenta y cinco, ochenta kilos de peso, ni un gramo de grasa… Ignoraba su elegancia natural, que hacía que con cualquier atuendo pareciera de lo más refinado, aunque Diego se empeñara en hacerle creer lo contrario. Alguna vez, su amigo le había preguntado por el establecimiento en el que su madre le compraba la ropa, con la intención de adquirir alguna de sus prendas, pensando que en él lucirían incluso mejor; era más alto y más fuerte. Diego era un hombre apuesto, y lo sabía, aunque tal vez se sobrevaloraba, y le gustaba acompañar su porte natural con ropa muy cara, según pensaba, para estar de acorde con su posición social. Aun así, no conseguía tener el genuino estilo de su amigo. Le faltaba lo principal: el sabio talante ante la vida de Pedro. Aunque jamás lo hubiera reconocido y censuraba abiertamente el aspecto descuidado de su amigo, en el fondo lo envidiaba. Pedro no tenía que hacer el más mínimo esfuerzo para ser admirado y respetado. A pesar de no destacar, aparentemente, por motivo alguno, siempre tuvo un gran éxito entre los amigos que ambos compartieron durante los años de juventud, y que, con el tiempo, sólo lo fueron de Pedro. Debía ser por la habitual armonía que emanaba, tanto desde dentro como desde fuera, que todos querían disfrutar su compañía, incluso las muchachas.
* * * *
El sonido apacible de la lluvia amenizaba la lánguida tarde. Cada gota parecía orquestada para tocar una dulce balada. Lucía disfrutaba el momento, mientras esperaba a su maestro tras los cristales; tenía una sensibilidad natural que se lo permitía. A pesar de su corta edad, sabía gozar de las cosas sencillas de la vida y, sin alcanzar a comprender por qué, se estremecía con facilidad.
El vecino le trajo una buena ración del delicioso estofado de Luisa. Estaba tan rico que lo apuró rebañando los restos con trocitos de pan. Ayudada por Juanito, se afanaba en despejar la mesa para desplegar los libros.
—Hoy vas a intentar escribir tu nombre, ya está bien de ma me mi mo mu y mi mamá me mima. Te sabes todo el abecedario, deberías ser capaz de combinar todas las letras entre sí sin problemas. ¡Deja eso, Maldita!, ya lo terminarás después. Lucía soltó el estropajo y el plato, se secó las manos y bajó de la caja de cervezas que utilizaba para llegar al fregadero.
Siempre que se sentía insegura buscaba su chupete, fue un acto reflejo, en esta ocasión había olvidado que Juanito, hacía tiempo, lo había tirado por la ventana, en uno de sus ataques de autoritarismo. Desolada, se sentó junto a la mesa.
—A ver, escribe, Mal-di-ta.
La niña lo miró con gesto serio, por un momento dudó, pero decidió obedecer. Poniendo mucho cuidado en la caligrafía, escribió: «lucia», naturalmente en minúscula y sin acento, la única tilde que sabía poner era la que iba encima de la eñe. Después, levantó la vista desafiando a su maestro.
—Me sorprendes, no sólo has aprendido a escribir en tiempo récord, sino que, además, parece que piensas por ti misma. No te conviene retarme de ese modo, me necesitas. Tú te llamas Maldita, así te llama tu padre y ese es tu nombre. A ver, vuelve a escribirlo. —Todavía Juanito estaba dispuesto a darle un margen para que rectificara.
La niña volvió al papel y escribió: «mi madre me puso lucia».
—¿Quién te ha contado esas historias? —Juanito empezó a ponerse violento, hasta tal punto, que no reparó en lo complicado de la frase que había escrito la Lucía. Algo se estaba escapando a su control y no le gustaba nada.
La pequeña le contestó con dos palabras escritas: «mi avuela».
—Tu abuela murió hace casi un año, ahora sólo me tienes a mí, y si yo te digo que te llamas Maldita, ese es tu nombre. ¡Escríbelo!
Siguió escribiendo: «yo maldita tu lisiado».
—¿Quién te ha dicho que me llamo Lisiado?
Lucía lo miró asustada, Juanito estaba enfurecido.
—¡Escríbelo! ¿Quién te lo ha dicho?
Se encogió de hombros; se lo había dicho Ángel en un par de ocasiones, incluso él mismo, el primer día que se presentó en su casa, pero no pensaba delatar a su amigo y protector por nada del mundo. Así que recurrió al gesto que tan buen resultado le había dado en ocasiones difíciles.
—No te hagas la tonta, ya sabes escribir, pon el nombre de una vez.
Volvió a encoger los hombros.
—¡Que lo pongas he dicho!
Lucía agarró la libreta y, llena de furia, la rompió en mil pedazos.
—Tú lo has querido, me voy. Esta noche no vendré a traerte la cena. Puede que la soledad y el hambre te ayuden a recordar. Y aprovecha para limpiar esta pocilga, te vas a enterrar en mierda.
De camino a casa, Juanito iba ensimismado, mirando cómo sus pies lo llevaban uno tras otro, cada vez con más fuerza y rapidez. Estaba rabioso, envenenado por la sensación de impotencia, recriminándose por su falta de control en la situación. Lucía era una niña, tenía cuatro años y había tenido el valor de plantarle cara. «¿O cinco?», se preguntó mientras reflexionaba. «¡Qué más daba!», no podía permitirse perder el mando ante ella. Lucía era su ambicioso proyecto, si empezaba a sacar los pies del tiesto todo se iría al traste. No podía transigir, el plan debía cumplirse por encima de todo. Cuando empezó a darle clase, Lucía tenía sólo tres años, eso fue lo que más lo entusiasmó. «Debe tener cuatro años y medio. No, casi cinco», volvió a dudar. Todo estaba por hacer la primera vez que la vio, o al menos eso creía él. Era una niña maleable y asustadiza. El único bosquejo que parecía haber en su personalidad era el miedo a salir a la calle, cosa que favorecía su proyecto enormemente; no tendría que preocuparse de aislarla de cualquier influencia externa. Física y mentalmente vivía desasistida, excluida del mundo. De todo lo que se escribiera en su vida él sería el autor. Se preguntaba quién le habría enseñado a pensar por sí misma. ¿Era posible que en el corto espacio de tiempo que convivió con su abuela, siendo casi un bebé, hubiera adquirido rasgos de su personalidad? ¿Fue su abuela quien le contó que lo llamaban Lisiado y había sido capaz de recordarlo?, se preguntaba angustiado. El incidente de aquel día era un contratiempo con el que no había contado, y que había ensombrecido la gran noticia: Lucía ya sabía escribir: el primer objetivo se había cumplido.
* * * *
Eran las cinco de la tarde. Ángel sabía que su primo estaba atrincherado en su cuarto y que no saldría hasta pasadas las ocho. Había terminado sus deberes, era el momento de visitar a Lucía. Se puso el chubasquero y las botas y se dispuso a salir.
—¿Adónde vas con este tiempo? —Su tía lo abordó a la salida.
—Por ahí. —Ángel optó por una respuesta recurrente, pero poco convincente.
—Pero si no hay ni un alma fuera, hace una tarde de perros.
—Voy a coger caracoles. —Se le ocurrió de repente, no era la primera vez que salía con algún vecino de los alrededores a recoger el molusco.
—Pues procura volver antes de que se haga de noche o cogerás otro de tus resfriados. ¿Has hecho tus deberes? —Luisa se esforzaba en actuar como una verdadera madre.
—Sí, sí —dijo ya saliendo por la puerta.
Un sentimiento de ternura hacia su tía lo invadió en aquel momento. Ella, tan pendiente de su hijo y de él, no tenía ni idea de lo que se traían entre manos. Era tan fácil de manipular.
—Lucía ¿qué te pasa?
La niña estaba acurrucada en su cama, un leve brillo en sus pestañas delataba un llanto reciente. El chupete, que hacía meses no se ponía, estaba atrapado entre sus dientes. Tenía la mantita rosa envuelta en los pies y su muñeca de trapo pegada al pecho, como cuando la encontró por primera vez después de la muerte de su abuela. Parecía dormida, pero no estaba seguro.
En la zona de la habitación donde estaba ubicada la pequeña cocina, los utensilios de su almuerzo se mostraban con la espuma seca; sobre la mesa, el material escolar desordenado, como abandonado de súbito; y esparcidos por el suelo pequeños trozos de papel, algunos de ellos muy cerca de la pequeña estufa de butano que, aunque ya estaban en plena primavera, en aquel lóbrego lugar había que encender a primera hora de la mañana y al caer la tarde, y mucho más aquel día tan húmedo. Sintió escalofríos e, inmediatamente, se apresuró a mover el peligroso artilugio hacia un sitio más seguro. Seguidamente, volvió junto a la cama.
—Lucía, ¿estás bien?
La niña abrió lentamente los ojos, asomando en ellos una tristeza inusitada. Al ver a Ángel se enganchó a su cuello.
—¡Eh! ¿Qué pasa pequeña? —preguntó emocionado, mientras ella se apretaba contra él con fuerza.
Ángel esperó pacientemente a que se saciara su necesidad de afecto, mientras correspondía generosamente. A los dos les hacía falta un abrazo en aquella tarde tan triste.