Carmen intentó convencer a María para que se quedara, la necesitaba. Ella era su confidente, su cómplice, el único apoyo que tenía en aquella tierra tan hostil.
—No puedes marcharte ahora, María, te necesito. Qué sería de Lucía si yo enfermara.
—Lo siento doña Carmen, Alfonso está cansado, lleva toda la vida trabajando como un burro y aguantando el mal genio de los del Valle. Está como loco ante la idea de irse de aquí. Mi lugar está con él, no tenemos hijos, sólo el uno al otro, y, si le digo la verdad, yo casi tengo más ganas de irme que él. No se preocupe, vendrán otros caseros más jóvenes que la ayudarán.
El mismo día que María y Alfonso se marcharon, Carmen y su nieta se instalaron en la pequeña vivienda anexa a la parte trasera del cortijo, la cual había ocupado el viejo matrimonio durante muchos años. Carmen preguntó a María antes de que se marchara si estaba en los planes de Diego contratar a otros caseros. Ella le comentó que le había oído decir al capataz que finalmente don Diego había decidido emplear a un par de hombres jóvenes, que prefería tener a gente que trabajara en el cortijo durante todo el día y pernoctara en otro lugar, antes que mantener otra vez bajo su techo a un matrimonio, probablemente con hijos.
Diego era un déspota desagradecido; ya no se acordaba de las noches que pasaron en vela María y Alfonso, cuidando a su padre durante su penosa agonía, ni de las veces que María lo veló en una silla cuando era un niño para aliviar los delirios que le provocaba la fiebre.
Necesitaba una cocina, María ya no le llevaría la comida a la salita. No quería utilizar la cocina principal, tarde o temprano se encontraría con Diego o, peor aún, su nieta, que pronto empezaría a dar sus primeros pasos, lo encontraría a él. La vivienda de los caseros sería perfecta para su nueva situación.
La casita tenía una sola habitación y comunicada con la vivienda principal por la puerta de la despensa. Tomando como referencia dicha puerta, de derecha a izquierda, se encontraban: una cama de matrimonio, el rincón de la cocina, un aparador, una mesa con dos sillones, la puerta de salida a la calle, la ventana, un baúl y la puerta de entrada al pequeño aseo. Una estantería, un par de sillas y una estufa completaban todo el mobiliario. Todo pensado para dos, perfecto para que abuela y nieta pudieran vivir casi ocultas en aquel cortijo maldito. Con una ventaja añadida, tenía dos puertas: una que daba a la despensa y que comunicaba con la vivienda principal, por la que María y Alfonso accedían cada mañana a su lugar de trabajo; y otra que daba paso al exterior, orientada hacia el norte, hacia el lugar menos transitado del cortijo. A Diego le gustaba mantener la servidumbre a raya, por eso había mandado habilitar la habitación más umbría del cortijo, situada en el lado contrario de la fachada principal, para que sirviera de vivienda a los caseros y que, cuando terminaran su jornada, no tuviera que encontrárselos pululando por los alrededores. De hecho, así fue durante los años que la ocuparon: María y Alfonso hacían su vida en la zona de atrás, mirando a la loma del norte. Lo cierto es que al matrimonio tampoco le gustaba encontrarse a Diego más de lo necesario y, a pesar del frío y la humedad que sufrían en invierno, estaban encantados con la intimidad que les había supuesto el cambio. Es verdad que se estaba más calentito en el dormitorio que el padre de Diego les había adjudicado lindando con los establos y orientado al sur, pero tenían que cruzarse irremediablemente con él y su hijo por las zonas comunes y soportar continuos gestos de desprecio cada vez utilizaban el aseo o la cocina a deshoras.
* * * *
Lucía había cumplido los catorce meses cuando se mudaron a la casita, aunque no parecía que tuviese más de nueve; pesaba poco más de ocho kilos. No había empezado a caminar, apenas gateaba y no sabía decir ni una palabra. Pasaba el día entre los brazos de Carmen y el sillón, siempre agarrada a su mantita rosa, escuchando la radio de su abuela. Era una muñeca. El cabello negro y anillado cubría completamente sus hombros de tirabuzones. Sus ojos eran redondos y violetas, traslúcidos como cristales de amatista. La piel ligeramente aceitunada se confundía con sus mejillas sonrosadas. Y su boca y nariz eran pequeñas y redondas, perfectas, como dibujadas por un diestro artista. Aunque casi siempre se encontraban detrás de su chupete, que parecía enorme sobre su carita; sólo se le veían sus luminosos ojos, como si estuviese asomada a él.
Nunca salía de casa, se había acostumbrado a vivir encerrada en los cuarenta metros cuadrados y no echaba en falta nada que estuviera tras las puertas. Cuando comenzó a caminar y acompañaba a su abuela a tender la ropa en el exterior, se agarraba a su falda con desesperación, los espacios abiertos le producían pánico.
—No tengas miedo cariño —le decía Carmen mientras se apresuraba en su tarea para hacer sufrir lo menos posible a Lucía—. ¿Te canto una canción? —La niña asentía efusivamente—. ¿La de la muñeca vestida de azul? —Volvía a asentir con más fuerza aún, mirando a su abuela con los ojos de par en par, cogida con una mano al delantal de cuadritos blancos y negros de su abuela y con la otra a su talismán rosa.
—Tengo una muñeca vestida de azul, / con su camisita y su canesú. / La saqué a paseo, se me constipó…
Mientras que su abuela le cantaba, Lucía se balanceaba suave y graciosamente de un lado a otro, entre el miedo y la dulce melodía, chupa que chupa, sin apartar en ningún momento la vista de Carmen.
—Qué bien baila mi niña. ¿Ves como no pasa nada? Ale, ya hemos terminado, vamos a la casa. —Entonces la niña volvía a asentir con una agradecida sonrisa, olvidándose de su chupete, que ahora colgaba inmóvil de sus dientes, ante la expectativa de entrar nuevamente en su refugio.
* * * *
Aunque con año y medio Lucía seguía sin decir ni una palabra, parecía entender absolutamente todo lo que le decía su abuela. Reaccionaba correctamente ante las órdenes, comentarios y gestos de Carmen: sonreía con los finales felices de sus cuentos, se sorprendía con sus dibujos y los reconocía, se emocionó cuando le regaló la muñeca azul que le había hecho a escondidas mientras ella dormía, buscaba los objetos que le pedía y respondía a los abrazos, caricias y achuchones que le daba su abuela con otros más afectivos si cabe. Carmen estaba segura de que Lucía era una niña feliz que se desarrollaba con normalidad, incluso, aunque su lenguaje era nulo, estaba convencida de que era más inteligente de lo normal. Claro, era su abuela y, naturalmente, no demasiado objetiva.
La despensa estaba bien surtida de alimentos y tenían lo suficiente para sobrevivir sin salir del cortijo. Pero Carmen a veces tenía que pedir ayuda a la familia de las tierras vecinas: cuando necesitaba tela para hacerle los vestidos a Lucía, lana para tejer sus jerséis, medicinas…, o incluso llamar al médico. Entonces mandaba el recado a la mujer de Juan con un sobrino que vivía con ellos, que siempre estaba rondando la casita.
Luisa y Juan, el matrimonio del cortijo vecino, tenían un hijo de diez años, Juanito, de la misma edad de su sobrino Ángel, el chico que vivía con ellos y le hacía los recados a la vecina. Vistos de espaldas, los primos parecían gemelos idénticos. De frente no había confusión alguna: Juanito cayó con cuatro años al brasero y tenía media cara desfigurada por las quemaduras.
Luisa se hizo cargo de su sobrino desde que tenía cuatro años, cuando murió su hermana. Trataba a los dos niños por igual. Para ella, tanto sobrino como Ángel, eran sus hijos. Incluso los vestía de modo idéntico. Los primos se parecían tanto en estatura, peso y facciones que los que habían visto a los niños jugar los veranos por alrededores los llamaban los gemelos, hasta que ocurrió el desgraciado accidente de su pequeño. A partir de entonces, ya nadie se atrevió; la mitad izquierda de la cara del hijo de Luisa quedó completamente desfigurada, como si tuviera pegada una gran goma dura y rugosa. Incluso había perdido el ojo de ese lado y a duras penas conservaba un pequeño orificio en la nariz.
Juanito tenía una inteligencia brillante. Prácticamente desde que llegó al mundo empezó a dar muestras de su gran talento. A los tres años, con la ayuda y perseverancia de su padre, aprendió a leer, sumar, restar y multiplicar. A los cuatro se leía todo lo que caía en sus manos. Sus padres estaban tan sorprendidos como orgullosos. En casa tenían una gran biblioteca heredada del padre de Juan y el niño tenía un amplio surtido para escoger; era una habitación de veinticinco metros cuadrados cuyas paredes estaban forradas de libros desde el suelo hasta el techo. Empezó, naturalmente, leyendo cuentos cortos con ilustraciones, después relatos breves y no había cumplido los seis años cuando ya se interesaba por los libros de texto de todo tipo. Sabía buscar las palabras que no entendía en el diccionario y bucear por las enciclopedias. Fue después del accidente cuando definitivamente despegó su imparable aprendizaje. Su aspecto físico le provocó tal complejo que se negaba a salir a la calle y pasaba todo el día dedicado al estudio. Se negó a ir al colegio; no soportaba que se mofaran de él y lo llamaran el Lisiado. Aparecía en las aulas sólo para hacer los exámenes, que, por supuesto, superaba siempre con matrícula de honor, por lo que los profesores entendían que hacerlo asistir a clase era completamente absurdo. En las contadas ocasiones que se veía obligado a salir de casa, lo hacía con una especie de careta que le hacía su madre, pensada para tapar sólo la mitad izquierda de su rostro. Las curiosas máscaras que le cosía Luisa eran siempre iguales: trozos de tela, ribeteados, color marrón claro, lo más parecidos al tono de su piel, cogidos con unas cintas elásticas que se ajustaban detrás de la cabeza para sujetarlos. El niño aprendió desde el principio a poner especial cuidado a la hora de colocarse un parche, tapando con su abundante pelo los filos de la tela y las cintas traseras.
Desde que su primo Ángel se instaló en su casa fueron rivales. Unos meses después ocurrió su desgracia. Según Juanito, su accidente fue la consecuencia de que Ángel le pusiera la zancadilla, éste siempre lo negó rotundamente. Era la palabra de un niño contra la del otro, nunca podría saberse la verdad; en el momento del accidente estaban solos. Por alguna extraña razón, los padres de Juanito no mostraron interés alguno en descubrir quién mentía, cada vez que Juanito culpaba a su primo de su desgracia, Luisa decía: «Qué más da, hijo mío, si el daño ya está hecho y no podemos volver atrás».
La diferencia de carácter entre los niños era directamente proporcional a su parecido físico: Ángel era alegre y sereno, Juanito serio e irascible y, aunque éste intentaba disimular su mal carácter, sus brotes de ira y soberbia eran constantes. Con el tiempo, Juanito, advirtió que sus arrebatos, aunque no le reportaban reprimenda alguna gracias a la compasión que inspiraba su desgracia, finalmente lo alejaban aún más de su objetivo de aislar a Ángel, cuyo carácter dulce y noble atraía mucho más las muestras de afecto de su madre que el suyo. De manera que su cólera contenida se filtró en su carácter desarrollando un fino sarcasmo que sus padres no siempre entendían y que su primo aprendió a obviar. Juanito odiaba a su primo con todas sus fuerzas. Su desprecio hacia él existía antes del accidente, desde el día en que se quedó a vivir con su familia. Sus celos y envidia fueron provocados por el hecho de tener que compartir de repente a su madre con él.
Luisa quiso que desde el primer momento su sobrino se sintiera con todos los derechos de un verdadero hijo, como hubiera deseado que su hermana hiciera con Juanito. Por supuesto, seguía atendiendo de la misma manera a su hijo, incluso, después del accidente, apenas le negaba un capricho. Pero para Juanito era como si le hubieran arrebatado el cincuenta por ciento de lo que le pertenecía. La quería entera para él, en exclusividad. Cada vez que su madre mimaba a su contrincante, o simplemente le ponía el termómetro, se enfurecía. Aprender a tragarse su veneno fue un proceso doloroso del que nunca se recuperó y que fue minando su mundo afectivo poco a poco. Tal vez, fue Juan el único que intuyó que tras aquella careta estaba creciendo un monstruo tan horrible como lo que ocultaba.
* * * *
—¡Lucía, sal de ahí! —dijo la abuela en un tono algo brusco—. Te he dicho que no juegues en la despensa, no quiero que Diego te encuentre. No queremos problemas ¿verdad? —Cambió un poco el tono al ver que su nieta parecía asustada.
La pequeña salió presurosa de la despensa, seguida de su mantita rosa, y se quedó mirando a su abuela con una pregunta en los ojos: «¿Por qué le tenemos miedo a Diego?».
Carmen y Diego no habían vuelto a dirigirse la palabra desde que tuvieron aquella desagradable conversación después de la muerte de Adela. Se habían encontrado varias veces por la casa, casi siempre en la despensa o por el largo pasillo, que Carmen se había visto obligada a recorrer para ir a su antiguo dormitorio hasta que trasladó todas sus cosas. Siempre se ignoraban por completo. En dos de las ocasiones en las que se encontró con su yerno iba acompañada por Lucía; la niña agachaba la cabeza, se agarraba a la falda de su abuela y la empujaba para que apretara el paso. Diego también ignoraba a la pequeña.
Lucía era muy pequeña cuando se mudaron a la vivienda de los caseros. Se acostumbró enseguida a la vida sencilla y austera que compartía con su abuela, de hecho no conocía otra. Siempre andaba tras las faldas de Carmen, como un perrillo faldero. Las mañanas las dedicaban a las tareas del hogar: limpiar, lavar la ropa, planchar, cocinar… Desde que empezó a caminar, la pequeña se afanaba en seguir a su abuela, imitándola en todo, y, aunque a la manera torpe de un bebé que apenas empezaba a caminar, se esforzaba en colaborar. Las tardes eran la mejor parte del día. Mientras Carmen tejía, le contaba mil historias: cuentos de princesas, como ella, decía su abuela; le hablaba de su mamá, de cómo era cuando tenía su misma edad; le relataba anécdotas curiosas de la familia… Ella no podía aún comprender sus palabras en toda su dimensión, pero no le importaba, era suficiente con que su abuela por fin se sentara para atenderla sólo a ella y que la envolviera con la dulzura de su voz. Después de una larga mañana persiguiendo a Carmen e intentando comprender sus órdenes: «Lucía, no toques ahí», «No corras que te caes; despacito cariño» o «Sácate eso de la boca», almorzaban y, después de fregar los cacharros, Carmen la colocaba en un sillón, con su mantita y su chupete, y ella se sentaba en el otro. La mayoría de las veces Lucía terminaba echándose una siestecita, con el chupete atrapado entre sus dientes de leche, para despertar de nuevo llena de energía. Era feliz.