—¿Te apetece un último vino en la venta de Socorro? —preguntó Pedro a Diego con la intención de ayudarlo a recuperar la calma antes de meterse en la cama, que es lo que a él le hubiera apetecido en aquel momento.
—Sí, es un poco pronto para encerrarme en casa.
Sentado en la venta de Socorro, frente a su único amigo y una botella de vino del lugar, Diego comenzó una larga conversación.
—Ya estás enterado de todo ¿verdad?
—¿De qué? —Pedro quiso que Diego tomara la iniciativa de una conversación que le incomodaba.
—Venga Pedro, no me jodas, ya sabes.
—He oído rumores, pero… Tú me conoces, no suelo hacer caso a las habladurías. —Pedro quiso quitar importancia a los graves comentarios que circulaban por el lugar, aunque esta vez intuía que había mucho de cierto en ellos.
Diego lo miraba expectante, esperando las palabras de su amigo. Intuía lo que chismorreaban en el pueblo, pero quería oírselo a Pedro y confirmarlo.
—Alguien dijo que presenció cómo discutías con Adela en el pajar y luego la vieron salir seguida de Juan. Esto es una aldea Diego, la mayoría de las familias cuentan con más de un miembro que ha trabajado para tu padre o para ti. ¿Qué esperabas después de discutir a voces rodeado del personal del cortijo? Ahora, lo que quizás no tuvo demasiada importancia se ha convertido en la tragedia que ameniza los corrillos del pueblo. No tienes arreglo Diego, cuando te calientas pierdes los estribos. En fin, supongo que en unos días la gente lo olvidará todo.
—No lo olvidarán tan fácilmente. Por una vez, los rumores se han quedado cortos —habló Diego mirando su vaso de vino, al que daba vueltas distraídamente, la vergüenza que le suponía admitir los hechos le impedía mirar a su compañero a los ojos.
—Creo que no tienes ni idea de lo que dicen por ahí.
—Hace semanas que le he retirado la palabra a Adela. Dormimos separados. Está embarazada y sé que ese hijo no es mío. La sorprendí con Juan en pajar. Mi padre tenía razón, nunca debí casarme con ella. «Demasiado lista y hermosa para encerrarla en el cortijo con un hombre de tu agrio carácter», decía. Debí hacerle caso, siempre me aconsejó buscarme una mujer ni demasiado lista ni demasiado tonta, ni demasiado guapa ni demasiado fea, ni callada ni charlatana…, pero fuerte como el roble; una mujer con salud, capaz de trabajar de sol a sol sin protestar; que me llenara la casa de hijos sin importarle que su cuerpo se deformara con el tiempo. Y ya ves, Adela es todo lo contrario: hermosa, inteligente, coqueta, delicada, alegre y charlatana. —Mientras la describía, parecía que a sus ojos asomara un leve brillo—. Aunque… últimamente ni habla ni se ríe, se pasa el día meciéndose frente a la ventana mientras se soba la tripa.
—Deja de nombrar a tu padre, nadie que lo conociera le tuvo estima, si acaso miedo, era un tira… Lo siento me he pasado. —Se arrepintió de inmediato, pero ya estaba dicho.
—Tú no lo conociste como yo. Era un hombre fuerte como…
—Sí, sí, ya lo sé, pero tú tienes tu propia identidad y circunstancias. Hablemos de ti. ¿Estás seguro de que Adela y Juan…? ¿Tienes pruebas?
—Sí, claro que estoy seguro, ella estaba en sus brazos en el pajar.
—¿Qué vas a hacer ahora? —Pedro no quiso meterse en honduras, pero no estaba convencido de que el hecho pudiese considerarse adulterio, ni de que la escena que Diego había visto en el pajar fuese una prueba consistente.
—Esperar a que nazca ese bastardo.
—No creo que Adela te haya sido infiel. Parecía tan feliz, encantada con la vida que tenía; enamorada de ti. Y con Juan… No sé, esta historia no encaja.
—Pues ha pasado.
—En todo caso, tu actitud me parece injusta, no quisiera recordarte tu hacer con la mujer de Juan. —Pedro bajó un poco la voz para decirle esto último, temiendo despertar la ira de su amigo.
—Eso es un golpe bajo. Cada cual haga lo que le convenga con la propia, ¿no crees?
—Sigue siendo injusto —insistió.
—¡La vida es injusta! Es injusto perder la cosecha después de meses de trabajo, es injusto perder la salud cuando tus hijos más te necesitan… Es injusto ser engañado por la mujer en la que has puesto tu confianza. ¿Pedimos otra botella?
Pedro le hubiera dicho en ese momento tantas cosas. Pero ¿para qué? Diego era tan tozudo como orgulloso; sabía que no le permitiría la más mínima sugerencia. Para él, el caso estaba cerrado, lo había evaluado, como lo hubiera hecho su padre, claro está, y lo había sentenciado. Pensó en Adela y se le heló la sangre. Él la había conocido cuando era una muchacha alegre y confiada, la más envidiada y deseada de todas, no entendía cómo, de repente, su mundo se había vuelto tan lóbrego. Diego le había robado la luz; le había robado el alma. Miró a su acompañante con desprecio y tristeza, sin darse cuenta, llevado por sus pensamientos, enseguida corrigió su rictus, no fuera que su amigo le leyera el pensamiento —se lo estaba leyendo, sabía muy bien cómo pensaba—. En aquel momento no le apetecía seguir en la compañía de quien estaba tiranizando a la musa de sus sueños y buscó una excusa para rechazar su última oferta.
—Tengo que irme, mañana tengo que madrugar para llevar a mi madre a don Heladio, tiene las piernas cada vez peor.
—Tienes dos hermanas. —Diego no podía entender por qué Pedro se ocupaba de tareas más propias de una mujer sin rechistar.
—Están llenas de hijos y de problemas, yo puedo hacerlo.
—Venga, pidamos esa botella, después te acercaré a tu casa en la camioneta.
—Un día de estos te vas a despeñar por cualquier camino, no sé cómo puedes conducir harto de vino.
* * * *
Pasaron los meses y, como se había prometido a sí mismo, Diego no se permitió cruzar una palabra con Adela en todo el tiempo transcurrido. En alguna ocasión se había tropezado con ella, por puro azar, en el pasillo, o la había visto de soslayo en el patio tomando el sol, por recomendación del médico y obligada por su madre, pero no se molestaba en dedicarle una mirada; aunque no podía evitar preguntarse qué estaría pensando mientras perdía la vista entre las parras. ¿Que qué pensaba? Adela ya casi ni pensaba, mecía su corazón en carne viva sin encontrar respuesta a tanto sufrimiento. En sus momentos más lúcidos imaginaba que todo volvía a ser como antes, que cuando su hijo naciera Diego recapacitaría. Soñaba que su galán la despertaba con mil caricias y de nuevo le decía que ella era lo mejor que le había pasado en la vida; veía el sol que entraba por el ventanal de su dormitorio cubriendo sus cuerpos entrelazados de maneras imposibles; se oía a sí misma susurrar a su ardiente amante cuánto lo quería. Pero eran instantes fugaces, que se desvanecían nada más avistar a lo lejos a su esposo, dando órdenes a sus jornaleros como si fueran meras bestias, ajeno al dolor de la que hasta hacía muy poco había sido su muñeca. Entonces volvía a sumergirse en su sufrimiento y a mirar cómo su tripa crecía lentamente, como lentamente menguaba su salud. «¿Qué va a ser de ti cariño?», susurraba a veces después de un leve suspiro, mientras se acariciaba con su pálida mano el vientre.
Su suegra se había instalado en el cortijo desde que Adela cumplió el quinto mes de embarazo. A Diego le parecían excesivos los cuidados y atenciones que recibía su esposa por parte de su madre. Carmen, la madre de Adela, había tenido que abandonar su casa, a cien kilómetros de allí, para atender los caprichos de su niña mimada. Diego creía que Adela debería haber asumido su responsabilidad el mismo día de su boda. Pero tanto María como Carmen mantenían que Adela tenía un embarazo muy difícil y que su salud se deterioraba por momentos. Él pensaba que en realidad la causa de todos sus males era la mala conciencia que le provocaba el hecho de saber que estaba engendrando un bastardo que le recordaría de por vida su adulterio. Diego no sentía lástima alguna por ella, o al menos eso se empeñaba en aparentar. La echó de su vida el mismo día que la encontró con Juan. Ahora, más que su esposa, se había convertido en una molestia y estaba deseando que diera a luz para mandarla con su madre y su bastardo a su antigua casa. Se había planteado decirle a doña Carmen que se llevara a su hija antes del dichoso alumbramiento, pero no tenía ganas de trifulcas. Su suegra era tan testaruda como él y estaba seguro de que no iba a consentir trasladar a su hija en aquellas condiciones. Además de que no se creía en absoluto que Adela lo hubiera engañado con el vecino: estaba convencida de que todo era producto de la macabra imaginación de un marido machista y celoso, incapaz de sobrellevar las brillantes dotes de su esposa. Doña Carmen mantenía que todo se debía a que su yerno se negaba a vivir a la sombra de una mujer tan extraordinaria como su hija y, probablemente, no andaba muy descaminada.
* * * *
Diego acababa de meter algunos aparejos en el cobertizo. Aunque era veintidós de agosto y hacía un bochorno espantoso, el cielo amenazaba lluvia y no quería que sus herramientas de más valor quedaran expuestas a la, más que probable, tormenta. Sabía leer en el cielo, desde que tenía uso de razón, su primera tarea al levantarse era asomarse a la ventana y perder la vista en el firmamento. Gran parte de las posesiones de los del valle dependían de la benevolencia del tiempo.
Mientras se dirigía a la vivienda, escuchó un sonido que le resultó familiar: una de las vacas estaba pariendo. Echó un vistazo a su alrededor y avistó en el crepúsculo a Alfonso que se acercaba en su moto.
—¡Alfonso! —rompió el silencio con su potente voz.
El casero se acercó con premura hasta el corpulento dueño de la finca, paró la moto y caminó hacia a él algo perturbado; no porque el grito de Diego lo hubiera amedrentado, estaba acostumbrado y tenía un carácter muy templado. Alfonso cargaba a su espalda más de cuarenta y cinco años de duro trabajo y había tenido que lidiar con toros de más envergadura que Dieguito, que todavía se le antojaba aquel niño que casi se muere del susto el día que una rata se acercó a su bocadillo de carne de membrillo. Después de haber trabajado durante veinticinco años para el anterior don Diego, el padre del señorito, Alfonso había desarrollado una gran habilidad para ignorar los brotes de mal humor de los del Valle.
El nervosismo de Alfonso obedecía a su preocupación por la Señora Adela, a la que tenía un afecto especial. No la conoció hasta el mismo día de la boda. Él no pudo ir a la ceremonia religiosa, se quedó en el cortijo ultimando los preparativos de la gran celebración. Cuando la vio aparecer por el camino, flanqueado de rosas, en el carruaje engalanado para la ocasión, le pareció la mujer más hermosa que había visto en su vida. No, la más hermosa del universo sin más. En ese mismo instante supo que aquello no saldría bien. Que Dieguito había escogido a la mejor, como lo escogía todo. Le valiera o no, cuando tenía que elegir no dudaba ni un segundo: lo mejor para el mejor. A ella se la veía tan feliz, tan plena, tan dispuesta a entregarse a su nueva vida. ¡Estaba tan enamorada! En su interior, Alfonso maldijo a aquel depredador oportunista que no se conformaba con devorar la carroña, más adecuada a su burdo paladar.
—¿Qué pasa don Diego? —todavía le costaba darle el tratamiento de don.
—Hay una vaca pariendo sola, ¿dónde coño te metes?
—He ido al pueblo a buscar a la matrona, su esposa está de parto. Me ha mandado doña Carmen.
—¡En esta casa las órdenes las doy yo! Vete a las cuadras que para eso te pago.
—Lo siento.
No lo sentía en absoluto. Se dirigió a las cuadras sin darse prisa, provocando a conciencia la exasperación de Diego. «Vete a la mierda», masculló en un tono inaudible.
La jornada laboral para él había terminado. De ninguna manera pasaría esa noche en el cortijo. Adela estaba dando a luz y no estaba dispuesto a que sus oídos fueran testigos del primer llanto de su bastardo. Y mucho menos recibir la enhorabuena por un acontecimiento que no le concernía en absoluto.
Cogió su camioneta y se dirigió al pueblo en busca de Pedro. Lo encontró charlando animadamente con las vecinas de su calle, que rodeaban la puerta de su casa, cada una sentada en su correspondiente silla de anea, intentando aliviarse del sofocante calor con la leve brisa que se paseaba por el sombrío callejón.
—Qué extraño verte por aquí a estas horas. ¿A ti también te ha echado a la calle el calor amigo Diego?
Pedro lo saludó con alegría, acababa de dar buena cuenta de la tortilla de patatas que su madre le había preparado para la cena y mordisqueaba un enorme melocotón, mientras se reía con las bromas de una vecina. Al contemplarlo, Diego evocó la imagen del niño que conoció hacía más de veinte años. Aunque el tiempo había convertido a Pedro en un hombre distante, algo meditabundo y aparentemente disperso, cuando alguna de sus viejas vecinas lo llamaba Pedrín, él no la decepcionaba y dejaba asomar al niño que todas recordaban cuando les preguntaba qué tenían para almorzar; odiaba las lentejas, y cuando su madre las hacía pasaba la mañana llamando a todas las puertas de la calle buscando el mejor menú.
—Bueno, no precisamente el calor. ¿Te apetece un vaso de vino? —contestó Diego desde su camioneta aún en marcha.
Le dio una respuesta sincera pero seca, y le hizo rápidamente la pregunta que le interesaba para salir de allí cuanto antes.
—¡Hola Dieguito!
—¿Qué tal doña Rosa? —saludó seguidamente a la madre de Pedro que lo miraba desde su silla.
—No estamos mal Dieguito. ¿Y Adela, cómo lleva su embarazo? El otro día vi a su madre y me dijo que lo estaba pasando mal.
—Regular, nada más que regular. —Lo último que le apetecía en aquel momento era a dar explicaciones ante la comisión de cotillas del barrio.
—La pobre. Es que hay embarazos que son una dura enfermedad de nueve meses. Bueno ya mismo sale de cuentas. Tiene que estar ya casi cumplida ¿no? —Quiso que le ratificara lo que ella ya sabía.
—Casi doña Rosa, casi.
—Que sea en buena hora. —Se oyó la voz de otra vecina.
—¿Te vienes o qué? —acabó la conversación dirigiéndose, algo incómodo, de nuevo a Pedro.
Diego estuvo tentado de cortar de forma brusca el cotilleo de doña Rosa, como hubiera hecho con cualquier otra persona; diciéndole que se metiera en sus propios asuntos, sin más. Pero a ella no era capaz de hablarle en el tono despótico con el que lo hacía a todo aquel que intentaba hurgar en su vida. La conocía desde que era un niño y, cuando su madre desapareció, pasó muchos días en su casa jugando con su hijo. Fue en el hogar de Pedro donde encontró el calor que en aquellos momentos echaba tanto en falta. Hubo una época en que casi la consideró una madre, y a Pedro un hermano. Pero ese trato tan familiar se esfumó con la llegada de la adolescencia, que fue cuando la personalidad de Diego empezó a manifestarse y a dar muestras del ser despótico y altanero en el que se convirtió después. Aunque Rosa seguía tratándolo como entonces, alegando que sus desagradables modales se debían a la falta de una madre.