Maldita (4 page)

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Authors: Mercedes Pinto Maldonado

Tags: #Drama

BOOK: Maldita
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Al contrario de lo que podría esperarse, Adela no se convirtió en una muchacha engreída y vanidosa. Todas las atenciones recibidas las devolvió con creces dando constantes muestras de cariño y respeto, haciendo gala de una esmerada educación. Se convirtió en una mujer inteligente, despierta, estudiosa, responsable y muy afectuosa. Fue brillante en todo lo que se propuso. Mientras tanto, su hermosura crecía con ella. Cuántas veces don Braulio, su padre, mientras la contemplaba, le dijo a su madre: «Mírala, es una muñeca de porcelana, parece tan frágil. Es una princesa».

Cuando Diego empezó a pretenderla no sorprendió a nadie, uno más que bebía los vientos por ella; ser un del Valle no garantizaba la inmunidad ante la belleza. A Carmen y Braulio no les gustaba que la rondara, pero no pensaron que hubiese peligro de que su hija entablara una relación seria con Diego. Él vivía en el pueblo, sólo aparecía por la ciudad por cuestiones de negocios. Lo que nunca llegaron ni a sospechar es que Adela, por primera vez, se dejase querer. De repente su niña se llenó de complejos. Ningún vestido parecía sentarle bien, peinarse era una tarea interminable y la sorprendían ensayando en el espejo mil sonrisas. Salía con cualquier excusa cuando las amigas le hacían señas desde la calle para avisarla de que don Diego estaba en la cafetería de enfrente. Carmen no tardó mucho en darse cuenta de que su princesa se había enamorado.

Doña Carmen conocía bien todas las leyendas de los del Valle, una prima que vivía en el pueblo se las contaba por capítulos todas las semanas. Seguramente, no todo era verdad, pero ella era de las que pensaban que cuando el río suena… Por mucho dinero que tuviera, ese pretendiente no le gustaba un pelo. El día que Diego fue a su casa para pedirle que considerara la relación entre él y su niña, supo que la felicidad de Adela había terminado. Y, aunque todos los conocidos de la familia los felicitaban por el próximo compromiso, ella nunca se dejó embaucar por su futuro yerno. Diego supo desde el principio que no era del agrado de sus suegros y la lucha por Adela fue una guerra abierta, especialmente entre suegra y yerno.

—Quédate con esta gente, si hay que tomar alguna decisión hazlo por mí, no estoy para nadie hasta que todo esto pase —dijo Diego a Pedro antes de encaminarse a su dormitorio.

El sepelio se celebró ante una multitud, sólo una ausencia, la de su esposo. La del hombre a quien se entregó sin reservas, por quien abandonó una vida acomodada y colmada de afecto.

* * * *

Doña Carmen estaba sentada en la misma mecedora que meció el embarazo de su hija, frente a la ventana, por la que intentaba arrojar su dolor. Seguía lloviendo.

—Doña Carmen. —Se oyó entre llantos.

Era María, con la niña en brazos.

—Dime María —respondió sin fuerzas.

—La niña no para de llorar, sólo ha tomado un par de sorbitos de leche desde que nació. Es tan pequeña. Creo que echa de menos a su madre…

—Yo también —respondió la abuela sin apartar los ojos de la ventana, ignorando el escándalo que estaba montando Lucía con sus diminutos pulmones.

María no estaba dispuesta a marcharse sin conseguir una reacción de doña Carmen, la supervivencia de Lucía pasaba porque su abuela se hiciera cargo de ella.

—No puedo darle los cuidados que necesita, tengo que ocuparme de las vacas y la cocina. Si no me ayuda a criarla no saldrá adelante. Hágalo por su hija que tanto sufrió para traerla a este mundo.

—No puedo, no tengo fuerzas.

Mientras tanto, Lucía seguía llorando y revolviéndose en su manta, como un cachorrillo abandonado.

María obvió la última frase de Carmen, se acercó y, con sumo cuidado, depositó a la niña en el regazo de su abuela.

—Lo siento, le guste o no es su nieta, y por desgracia sólo la tiene a usted. Si sigo abandonando mis tareas su yerno me echará, este trabajo es lo único que tengo. —Dicho esto último, María se marchó, sin dar tiempo a Carmen para que le replicase, dejando a una sobre la otra, a cual más desvalida.

Tras el velo acuoso de sus ojos, contempló dos manos en miniatura que intentaban alcanzar su rostro. Muy torpes y frágiles, pero dirigidas con una fuerza extraordinaria. Observó sus dedos y se sorprendió de que algo tan pequeño fuese tan perfecto. Carmen puso su dedo índice bajo la manita de Lucía y ésta lo agarró con tal fuerza que sus uñas se tornaron blancas sobre la piel morada. No pensaba soltar a su abuela por nada del mundo. Le sobrecogió comprobar que aquel trocito de carne tuviera tal instinto de supervivencia. Sus posibilidades de quedarse en aquel cruel mundo se reducían sólo a una: que alguien la amara desde el primer día, y ella no tenía madre. No tenía uno pechos que le insuflaran vida. Nadie que la protegiera y velara por ella hasta perder el aliento. Abrió la manta que la envolvía para conocerla mejor. «¿De dónde salían aquellos bramidos?, más propios de un animal salvaje», se preguntó Carmen.

Por primera vez desde que murió su hija, no lloraba de pena. Sin darse cuenta, había empezado a quererla más que a su propia vida. De repente, el amor que le inspiraba Lucía se tornó más fuerte que su dolor. Supo que su nieta le estaba brindando una nueva oportunidad de amar; como todos los niños, Lucía era para el mundo el comienzo de otra historia de amor.

—¡Calla a esa maldita bastarda de una vez! —Una potente y ronca voz entró como un huracán por la puerta de la salita.

De pronto, la niña calló. Igual que había pasado dos días llorando sin tregua para conseguir atención y salvaguardar su vida, ahora supo que sólo la conservaría si callaba.

Lo que el desconsuelo de su nieta no había conseguido, lo hizo la ira de Diego: Carmen reaccionó. Cogió con ternura y firmeza al diminuto ser que se agitaba en su regazo y, dirigiéndose con actitud desafiante a su yerno, le habló por primera vez después de la trágica noche:

—No es una bastarda, es tu hija y se llama Lucía; fue el último deseo de su madre antes de morir, que se llamara Lucía.

Diego, con porte chulesco, puso los antebrazos a ambos lados del marco de la puerta, a la altura de la cabeza, echó hacia atrás un lado de la cadera, obligando a doblar la pierna contraria y, elevando la comisura derecha de sus labios, mientras sujetaba con la izquierda lo que quedaba de su cigarro, contestó pausadamente a su suegra:

—Me da exactamente igual el nombre que le hayáis puesto tu difunta hija o tú a ese engendro, para mí está maldita y así la llamaré de por vida.

—¡Maldito tú, Diego del Valle! ¡Tú y toda tu estirpe! ¡Maldita la hora en que mi hija se fijó en ti y le robaste la alegría hasta dejarla morir! ¿Cómo pudo estar tan ciega? —habló muy agitada, con la voz temblorosa, pero con la mirada fija bajo el sombrero que flanqueaba la puerta. No le tenía miedo, era el dolor lo que le hacía temblar.

Fue la primera lección de valentía que le dio a su nieta, cuyos ojos asomaban a su mantita rosa abiertos como océanos.

Carmen quiso darse la vuelta dando por terminada la conversación. Pero Diego, que se mantenía clavado en la puerta como si fuera el pilar principal de su mansión y estuviera apuntalándolo, tenía algo más que decirle.

—No tan deprisa doña Carmen, no he terminado todavía. Quiero que usted y lo que lleva en brazos salgan de mi casa cuanto antes. Mientras tanto, procure que esta sea la última vez que nos veamos y que «eso» no llore —dijo mirando con desprecio y de soslayo la manta rosa que sostenía su suegra.

—Vas listo si crees que voy a llevármela de aquí, todo esto es suyo tanto como tuyo, no te atrevas a negárselo. Cuando vayas al registro procura ponerle el apellido que le corresponde o te arrepentirás el resto de tu vida.

Diego no se molestó en replicar las últimas palabras de Carmen, se limitó a esbozar una burlona sonrisa, mientras se remetía la camisa por la cintura del pantalón. Por supuesto, no pensaba asentar a la niña en el registro, que lo hiciera su padre.

Antes de marcharse acercó el rostro a la oreja izquierda de su suegra, tanto, que su acerbo comentario se coló por el oído interno de Carmen, caliente, camuflado entre el aliento agrio y gris del humo de su cigarro.

—Su dulce princesa resultó ser una zorra; le faltó tiempo para trajinarse al vecino. Me da usted pena doña Carmen, ni siquiera puedo odiarla. Me da usted tanta pena…

—…

Carmen apartó el rostro para buscar la mirada de Diego y sus pupilas lo apuñalaron como carámbanos, frías y punzantes, como su odio. Él sintió aquella penetración gélida. Casi le dolió antes de que la esquivara.

* * * *

A partir de la fuerte discusión con su yerno, Carmen hizo de tripas corazón y puso todo su empeño en sacar adelante a su nieta. Si no hubiese sido por Lucía se habría dejado morir. Fue como si despertara de una espantosa pesadilla y, al abrir los ojos, Lucía le hubiera dado todo el sentido a tanto sufrimiento.

Carmen era una mujer muy gruesa. Arrastraba su volumen sobre unas viejas y holgadas zapatillas a consecuencia de su mala circulación; tenía una hinchazón crónica en las piernas que no le permitía usar otro calzado. Pero era coqueta, su cabello brillaba como la plata pulida, siempre arreglado, y cada mañana se preocupaba de poner en su rostro un toque de color: una tenue sombra azul en los ojos y un poco de suave carmín en los labios. No necesitaba colorete, ella tenía un sonrosado natural en sus mejillas, como el de los melocotones en su punto de maduración. Unas bonitas perlas en sus orejas realzaban su elegante aspecto. Le gustaba ir bien vestida y nunca se le vio una mancha o una carrera en la media. Obviando sus piernas, parecía el prototipo de una señora con título nobiliario, incluso por sus conversaciones, en las que se entreveía cierto nivel cultural; siempre le gustó leer. Aunque era una viuda de cierta edad, bien metida en carnes, su aspecto era atractivo y agradable. Hacía gala de un humor envidiable, sin ser en absoluto vulgar. Todos los que la conocían, no sólo la respetaban, además, llegaban a tenerle verdadero afecto.

Desde que enfermó su hija había perdido su semblante y, de nuevo, vestía de negro riguroso; había rescatado del fondo del armario la ropa que vistió durante cinco años después de la muerte de su esposo. Dejó de preocuparse por su aspecto, se lavaba por pura higiene. El sufrimiento la había dejado casi sin energía, y las pocas fuerzas que le quedaban las empleaba en cuidar a Lucía.

Durante las primeras semanas, la pequeña se negó a chupar el biberón, la tetina era mucho más grande que su boquita y no tenía fuerzas para succionar. Pero ahí estaba su abuela, devanándose los sesos para conseguir su firme propósito. Carmen hacía que Alfonso fuese a la ciudad cada semana para comprar la mejor leche para lactantes del mercado. Con una infinita paciencia, que nunca hasta entonces había sido su mayor virtud, mojaba una gasa estéril en la leche templadita y la acercaba a los pequeños labios de Lucía. Ella sacaba su lengüecita y, gota a gota, conseguía tomar lo que cogía en un dedal. Así cada hora, noche y día. Carmen apenas dormía, aprovechaba los cortos sueños de su nieta para echar cabezaditas, siempre a duermevela, siempre vigilándola, no fuese que al despertar se encontrara a su muñequita fría y rígida, como se quedó su madre.

—Doña Carmen, doña Carmen —susurraba María en el oído de la señora para no despertar a la niña—. Traigo la leche templada, es su hora de comer.

Estaba amaneciendo, los visillos de la ventana filtraban una pálida luz. María se acercó al capazo para coger a la niña y, al ver que estaba vacío, se asustó y levantó un poco la voz:

—Por el amor de Dios Doña Carmen, sáquese la criatura del pecho, la va a aplastar. Mire su cabecita, si parece un alfiler entre dos melones.

—Es el único sitio donde se queda tranquila, cuando la acuesto en el moisés se enfría y se pone muy inquieta. Mis brazos también le gustan, pero tengo miedo de quedarme dormida y dejarla caer. Mírala, parece tan tranquila.

—Pero tiene que descansar, no puede pasar las noches recostada en la mecedora y despertándose a cada instante. Venga, deme a esta cosilla, que hoy me he levantado antes y ya he ordeñado las vacas para poder ocuparme de ella durante la mañana. Acuéstese, se la traeré a medio día —habló María con gesto de compasión, con los brazos extendidos y moviendo los dedos hacia sí.

Carmen, en un principio, pensó negarse, María era algo descuidada, Diego podría sorprenderla con la niña en brazos o escucharla llorar, no quería tener problemas con él. A pesar de todo, ante la expectativa de poder dormir unas horas seguidas, no pudo resistirse. Sacó a la niña de su voluminoso camisón y se la entregó.

—Procura que Diego ni os oiga ni no os vea —dijo con gesto serio.

—Tranquila, está en la ciudad con Alfonso, no volverá hasta la tarde. Tenemos la casa para nosotras tres todo el día. Así que duérmase sin apuros que no hay peligro.

Ya le extrañaba a Carmen que María pusiera en peligro su puesto de trabajo.

La niña empezó a inquietarse en cuanto la separaron de su abuela. María no sabía dónde ni cómo ponerla para que se callara. No quería que despertara a doña Carmen. Finalmente, ayudada por la propia nana de la pequeña, que anudó a sus espaldas, se la pegó al pecho y calló. De esta manera pasó la casera gran parte de la mañana, trajinando en la cocina con la criaturita en un continuo vaivén bajo su barbilla. No era un lecho tan mullido y tranquilo como el de su abuela, pero no parecía disgustarla.

A las doce y media Carmen apareció en la cocina.

—Mírala, ¿no es una ternura? Si parece un broche prendido a tu pecho.

—¡Jesús!, qué susto me ha dado doña Carmen.

Por unos instantes, la abuela se quedó extasiada mirando a su protegida. Estaba orgullosa de su labor, en un mes Lucía había cogido más de medio Kilo —la pesaba cada semana en la balanza que Diego tenía en la despensa—, toda una proeza teniendo en cuenta las circunstancias. Saldría adelante. Entre sueños, Lucía sonrió, como si hubiese oído la voz de su abuela y supiera que, por fin, iba a rescatarla del huesudo e inquieto pecho de María.

—Sólo le pido a Dios que me dé salud para ponerla hecha una mujer, me necesita tanto.

—Qué cosas tiene usted doña Carmen. Claro que la verá hacerse mayor, y yo estaré aquí para ayudarla.

* * * *

Poco más de un año después de que naciera Lucía, María y su marido se marcharon del cortijo. Un tío de Alfonso murió dejándole a éste un piso en la ciudad y algo de dinero. Ya no tenía sentido trabajar de sol a sol ni aguantar los brotes de cólera de Diego.

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