—Vamos a sentarnos en el sofá, ¿vale? —dijo con cariño esperando que la niña no se negara.
Lucía le dedicó una de sus claras y abiertas miradas y asintió entre dudas. También ella temía escurrirse entre sus brazos. Ángel avanzó despacio hacia el sofá, evitando que ella notara el temblor que provocaban sus calambres, y la depositó con cuidado. Lucía se agarraba fuertemente todo el tiempo a una de las mangas de su jersey, no hubiera podido soportar que la dejaran sola en aquel sitio tan extraño.
El muchacho, sin desprender la mano de la niña de la manga de su jersey, se sentó a su lado, con la muñeca y la manta entre los dos; no pensaba abandonarla. Sentado aguantaría mejor la larga noche.
Ángel sabía perfectamente el sufrimiento que estaba padeciendo Lucía. Tenía muchas cosas en común con ella: los dos habían perdido a su madre y tenían un padre que se había desentendido de ellos. El suyo era un oficial de la marina mercante que, según le contó su tía, cuando murió su esposa, decidió no volver a pisar tierra y pasar el resto de su vida en alta mar. «Ya no hay nada esperándome más allá de los océanos», fue lo último que dijo antes de marcharse por última vez. Tenía siete años cuando Luisa se lo contó. «¿Es que a mí no me quería?», le preguntó Ángel aguantando las lágrimas. Ni siquiera sabía si seguía vivo, ni ya le importaba. Al verla tan indefensa sobre el sofá, recordó el día que llegó a aquella casa, casi con su misma edad, casi con su mismo miedo. Las atenciones y caricias de su tía fueron el único consuelo que encontró. En aquel momento, Lucía sólo lo tenía a él.
* * * *
—No voy a criar a la hija de ese cretino. No estoy dispuesto a pasar por esto otra vez por mucho que me implores. —Juan le hablaba a su esposa, sereno y seguro—. Ya estoy educando y manteniendo a uno de sus hijos. Si he guardado silencio todos estos años ha sido sólo como prueba del amor que te tengo. Pero hasta aquí hemos lle…
—Calla, podría oírte Juanito. —Le recordó Luisa.
—Lo siento, esta situación me supera —se disculpó, sólo faltaba que su indiscreción desembocara en otro conflicto más—. No vuelvas a pedírmelo, no puedo. No tengo nada en contra de esa criatura y, si te digo la verdad, cuando la he visto…, es tan…, no sé cómo es posible que a Diego no se le enternezca el corazón al mirarla, yo daría mi vida por dejar en el mundo una hija así, y no me importaría que creciera entre nosotros. —Juan eran un hombre muy sensible, hablaba desde el corazón—. Pero no es mía, es de Diego, esto es una cuestión de honor. Juanito al menos es hijo tuyo, teníamos una razón de peso para callar, pero esa niña… Se me parte el alma, pero ¿qué tenemos nosotros que ver con esa niña? Si enfermo de celos imaginó una historia que nunca existió yo no tengo la culpa. No voy a pagar todos sus errores. Debí hablar con él cuando quedaste embarazada, decirle que era completamente imposible que yo fuese el padre, sólo habría tenido que bajarme los pantalones y hubiera quedado convencido. No lo hice por ti, para que no arrancara a Juanito de tu lado. Pero esto es distinto, hasta aquí hemos llegado. Abriga a la niña, hace fresco, voy a devolvérsela.
—Está bien, pero, por favor, no le nombres a Juanito, no permitas que descubra que es su hijo.
Luisa se dirigió hacia el salón y le habló a Ángel:
—Dame a Lucía Ángel, tu tío va a llevarla a su casa.
—Déjala aquí sólo esta noche, nos necesita —imploró Ángel.
—Vamos Ángel, suéltala. No pasará nada, estará bien —tranquilizó Juan al chico, ya dispuesto a salir.
Ángel comprendió que no había nada que hacer. Mientras se la entregaba a su tío, le hablaba a la niña al oído, repitiéndole una y otra vez: «No tengas miedo, no te dejaré sola».
—Creo que están llamando a la puerta —dijo Pedro a su amigo mientras éste se dirigía al dormitorio burlando su centro de gravedad.
—Abre tú, no estoy para visitas esta noche ¡Je, je! —Y se agarró a la baranda de la escalera, dispuesto a subir lo que, en aquellas circunstancias, le pareció una escalada imposible.
Diego abandonó la conversación con Pedro para ir a casa de Juan durante una hora y diez minutos, su compañero de penas lo sabía porque no paró de mirar su reloj todo el tiempo. Estuvo tentado de ir en su busca, pero sabía que su presencia no serviría de nada; en todo caso, para empeorar las cosas. A pesar del estado en el que se marchó Diego y de que él presumía cuál era su intención, sabía que no le haría daño físico a la niña, no tenía nada en contra de ella; Diego sólo actuaba por venganza. Si acaso se producía algún enfrentamiento, sería con Juan.
Cuando Diego volvió del cortijo de Juan, no dijo ni una palabra. Se dirigió a su bodega y escogió el mejor de sus vinos, como si fuese a celebrar una importante victoria, como hacía cuando la cosecha había sido excelente. Se bebió la botella casi entera, sin preocuparse de echar su contenido en un vaso ni paladear aquel jugo que debía costar una fortuna. En el fondo, no festejaba un triunfo, sólo quería emborracharse lo bastante como para no ser capaz de pensar en su fracaso; el hecho de haber escogido su mejor vino no consiguió enmascarar la verdad.
No le sorprendieron los golpes en la puerta ni la fingida indiferencia de Diego.
—¿Qué pasa Juan? ¿Qué haces aquí a estas horas? —En realidad Pedro sabía de antemano las respuestas a sus preguntas y tenía muy claro lo que Juan llevaba en sus brazos.
—¿Tú qué crees? Llama a Diego. —No esperó a que le contestara.
—Diego no va a poder atenderte, se acaba de ir a la cama borracho como una cuba. —Pedro seguía hablándole desde el umbral de la puerta, casi bloqueándola con su cuerpo, por si a Juan se le ocurría dar un paso al frente con la intención de buscar a Diego.
Por fin Lucía se había quedado dormida, había sido un día muy duro para ella y en el trayecto que había desde un cortijo a otro, acurrucada en los brazos de Juan y mecida por su caminar, cayó en un profundo sueño.
Juan se quedó mirando el movimiento del chupete, que bailaba entre los pliegues de la manta una danza muy graciosa, y, por un momento, dudó. Tuvo la irrefrenable tentación de llevársela de nuevo a su casa y liberarla para siempre de las garras de su tirano. ¡Era una niña preciosa! Parecía tan indefensa. Pero ahogó su mala conciencia.
—Está bien, no hace falta que lo molestes. Toma —dijo poniendo, con cuidado de no despertarla, a la niña entre los brazos de Pedro sin darle tiempo a reaccionar—. Dale este paquete y dile que no pienso criarle a su hija. Déjale muy claro que no es mía, sencillamente es imposible. —Y se marchó sin más.
Pedro se quedó inmóvil, parado en la puerta con Lucía durmiendo plácidamente en sus brazos. Debía irse muy temprano, tenía asuntos que resolver en la ciudad. Cómo iba a dejar que la niña amaneciera sola con la cólera y la resaca de Diego. Comprendió que aquella noche Lucía sólo lo tenía a él, al día siguiente ya pensaría en algo.
Se dirigió a la salita y se sentó en la mecedora de Adela. Así pasó la noche, meciendo a Lucía, intentando dominar el sopor que le había producido el vino, para no quedarse dormido. Lo cierto es que contemplar el plácido sueño de la pequeña lo inundaba de gozo y casi le hizo olvidar la miseria que la rodeaba. De vez en cuando echaba una cabezadita, pero debía de ser muy corta, porque no llegaba a relajar sus brazos y Lucía estuvo en la misma posición toda la noche. De madrugada decidió que lo mejor sería dejar a la niña en la casucha y echar una nota bajo la puerta de la casa de Juan dirigida a Luisa. Era la mejor solución. A medio día se pasaría por el cortijo para ver cómo andaban las cosas.
Cuando la dejó sobre su cama, se sintió un mal bicho, no mucho mejor que Diego. Pensó que se levantaría con hambre y buscó algo en el rincón de la cocina. Encontró pan y leche. Cortó una rebanada y le untó un poco de mantequilla que había en un tazón, seguramente se la habría mandado Luisa. Dejó el desayuno sobre la mesa y se detuvo un momento para escribirle una nota a Luisa. Después besó a la pequeña, cuyo chupete aumentó su movimiento al notar los labios de Pedro y, no sin antes contemplarla un buen rato, se marchó.
* * * *
Ángel había pasado la noche mirando por su ventana, desde la que se divisaba a lo lejos el cortijo vecino. Vio una tenue luz encendida toda la noche en la salita y, cuando se apagó, al minuto, se encendió la de la vivienda de Lucía, con las primeras luces del alba. Se había autoproclamado el protector de la niña. Estaba inquieto, no habría podido dormir por mucho que se lo propusiera. Un movimiento a lo lejos del camino que llevaba hasta Lucía lo sacó de sus pensamientos: una figura avanzaba en su dirección, envuelta en el crepúsculo del amanecer. No podía dilucidar con claridad quién era, se temió lo peor.
La casa estaba aún en silencio; si alguien llamaba, él podría ser el primero en abrir. Se fue hacia la puerta principal y escuchó entre el mutismo del albor unos pasos que subían los escalones del porche. Esperó y… nada, el silencio se volvió absoluto, como si la persona que se había parado en la puerta se hubiera esfumado. Un sonido extraño irrumpió en la quietud. Buscó la causa y la encontró: una hoja de papel se había deslizado bajo la puerta. La desdobló y la leyó: «Para Luisa: / La niña está sola en la casita. Ve a verla cuanto antes, por favor. / Pedro».
No se lo pensó dos veces. Dejó el papel en el suelo de nuevo y se fue rápidamente.
Accionó el pomo exterior de la puerta y, como imaginó, no estaba cerrada con llave. Lucía dormía aún, ajena a todo. Apenas tenía tres años y medio; todavía conservaba esa maravillosa capacidad de zambullirse en los sueños sin llevarse nada de la realidad. Parecía tan tranquila. Acercó una silla a la cama y se sentó a esperar. En unos minutos se quedó dormido, con el trasero en la silla, la cabeza sobre sus brazos y éstos sobre el colchón.
Unos golpecitos en la espalda lo devolvieron al mundo. Por un momento no supo dónde estaba. Cuando vio el gran chupete de goma de Lucía reaccionó:
—¡Lucía! —Cuánto se alegró de encontrarse con los grandes ojos lilas de la niña, era el mejor despertar que recordaba—. ¿Qué pasa?
La pequeña señalaba insistentemente la ventana. Diego se acercaba a la casa.
La puerta se abrió.
—Ya veo que te han devuelto. Tienes suerte, no soy un asesino, no voy a deshacerme de ti. Quédate si quieres. —Lucía lo estaba entendiendo a la perfección—. Puedes vivir aquí y usar la despensa, pero nada más, si te encuentro por algún otro lugar de mis tierras te echaré como a un perro. ¿Lo has entendido? —Lucía no se movió, pero Diego se supo entendido.
—Y tú —dijo Diego ahora al muchacho—, dile a tus tíos que no quiero verlos por aquí. —Y se dio la vuelta.
—Ya se fue, no sufras pequeña —decía Ángel a Lucía al ver el miedo en su cara.
* * * *
Ángel cayó enfermo ese mismo día. Cuando Luisa apareció en la casa de la niña, despavorida, con la nota en la mano, lo encontró echado a los pies de Lucía con una fiebre muy alta. A pesar de la insistente negación del chico, su tía lo obligó a marcharse a casa y meterse en la cama. «Tengo que cuidar de Lucía, don Diego me ha dicho que el tío Juan y tú tenéis prohibida la entrada en su cortijo, si os pilla aquí se lo hará pagar a ella», le decía una y otra vez con la garganta de corcho.
Luisa sabía que las amenazas de Diego no eran un farol. Esa fue la última vez en mucho tiempo que pisó sus tierras. Pero su sobrino estaba enfermo y la niña necesitaba que alguien la vigilara. No le quedó más remedio que convencer a Juanito para que fuese varias veces al día a llevarle algo caliente y comprobar si se lavaba y tenía lo suficiente para sobrevivir sin problemas. Podría haber denunciado la situación, pero tuvo miedo de Diego, como todo el mundo. Sobre todo, tuvo miedo de que se destapara el secreto que guardaba desde hacía años con tanto celo y todo el pueblo se enterara de su aventura con el vecino, y que finalmente su ex amante descubriera que Juanito era su hijo y se lo quitara; no hubiera podido soportarlo.
—No pienso cuidar de esa mocosa sólo porque su padre haya decidido ignorarla, no es mi problema. Sois patéticos, no sé por qué le tenéis miedo al imbécil del vecino. Si no quiere ocuparse de su hija que la lleve a una institución, a donde, por cierto, debería haber ido mi primo. Esto no parece una familia normal, parece una casa de acogida. —Juanito le hablaba a su madre con claridad y seguridad, como alguien que tuviera al menos diez años más.
—No me des la espalda Juanito, no hemos terminado de hablar. —Su madre no pensaba transigir esta vez.
—Yo sí.
—¡Siéntate! ¡He dicho que te sientes!
Estaba muy alterada, rara vez la había visto Juanito hablar con tal vehemencia. Aunque sólo fuera por curiosidad, merecía la pena quedarse para disfrutar de aquella faceta oculta de su madre.
—Bien, sé breve, tengo que estudiar para el examen del viernes.
La forma tan correcta y segura de hablar de Juanito a Luisa le producía escalofríos. Ella intuía que, tras su fachada de muchacho tullido e indefenso, que él sabía explotar muy bien, se estaba gestando otro ser que tal vez algún día daría la cara. Demasiadas horas de soledad, encerrado entre libros. Pasar ratos con Lucía podría ser bueno para él. Se sentó junto a él, lo miró, intentando obviar su desgracia, y se estremeció. Con un nudo en la garganta, se esforzó por convencerlo en un tono más suave. Lo que hizo desaparecer la curiosidad de Juanito y sintió unas ganas irrefrenables de dejarla allí sentada con su ñoña palabrería de siempre.
—Sólo serán unos días, hasta que tu primo esté mejor, él está encantado con esta tarea y no va a dejártela a ti. —Juanito callaba, impaciente por volver con sus libros.
—¿Me escuchas?
—¿Qué tengo que hacer? —Cedió al fin.
—Llevarle la comida, asegurarte de que se la come, de que duerme bien…, de que sobrevive. —Mientras le decía esto a su hijo, comprendió que aquello era una locura; si Diego no accedía y se ocupaba de su hija, tendría que denunciar el hecho.
—¿Por qué haces esto madre? —Quiso saber el motivo por el que a su madre le inquietaba tanto el estado de la hija del vecino.
—Por humanidad. —Hubiera querido decirle que Diego era su padre y Lucía su hermana, dando carpetazo así a tanta mentira. Pero, una vez más, se contuvo, no sabía bien si por miedo o por amor.
—No me lo creo, lo humano sería encontrar la manera de que la atendieran debidamente, me estás escondiendo algo. —Lo tenía muy claro.