—¡Hola Rosi! —Por fin.
Herminia se hizo paso entre las niñas y éstas la siguieron hacia el interior. Soltó un par de bolsos sobre la mesa y habló:
—Bueno, yo os dejo, he prometido a mi marido ayudarlo con el huerto del vecino, el pobre está ya muy mayor, y nos viene muy bien ese dinerito extra. Después tengo esperándome una montaña de ropa para planchar, así que volveré esta tarde. ¿Seréis capaces de cuidaros solas? —preguntó medio en broma—. No se os ocurra salir de aquí hasta que vuelva —siguió la broma y se marchó; de más sabía que Lucía no pisaría la calle, y su Rosi tampoco.
Aquel domingo fue uno de los mejores de su vida. Rosi resultó ser una niña muy simpática y activa. Le trajo un motón de ropa de su hermana Mari y Lucía pasó gran parte de la mañana probándosela; casi toda le quedaba perfecta, incluso un par de zapatos. Rosi tuvo que ayudarla en las pruebas, nunca se había puesto un vestido, cuando era casi un bebe se los ponía su abuela, y era incapaz de averiguar ella sola qué parte era la delantera o la trasera. Cuando Lucía vio cómo sus piernas asomaban a la altura de la rodilla por debajo de la falda, le entró una risa contagiosa que Rosi acompaño muy divertida. Luego jugaron a las mamás con un par de muñecas que Rosi había llevado; las vestían, las desvestían, las peinaban, que si una trenza aquí, que si dos coletas… Lucía seguía a su nueva amiga, su única amiga, imitándola en todo. Era la primera vez que jugaba a las muñecas y le pareció un juego muy divertido. Le hubiera gustado jugar con su muñeca azul, pero era de trapo y su pelo de lana, resultaba muy difícil peinarla y vestirla, de manera que la sentó en una silla para que observara a las cuatro.
Diego estaba en la casa, el humo de su cigarrillo se paseaba por las inmediaciones delatándolo. Si estaba fuera o con las ventanas abiertas, Pedro pensó que forzosamente tenía que estar oyendo la algarabía que llegaba de la zona trasera.
Qué curioso resultaba que aquella tierra encerrara dos mundos tan distintos; ¿cómo era posible que hubiesen conseguido cohabitar sin llegar a tocarse? Habían hecho un extraño pacto: mientras ninguno de los dos se inmiscuyera en la vida del otro vivirían a salvo del peligro que les acechaba. Esa débil línea que los separaba estaba a punto de romperse. Estaban abocados a encontrarse. Las vidas de Diego y Lucía no eran líneas paralelas y, con el paso del tiempo se estaban acercando. Pedro pensó que tal vez estuviera en su mano paliar el inevitable y catastrófico choque y pudiera hacer de resorte en el encuentro.
Diego estaba en la puerta limpiando los cañones de sus escopetas; sobre la mesa debía haber al menos diez. Ataviado de domingo: su mejor sombrero, recién afeitado y perfumado, estrenando una magnífica cazadora de ante, camisa y pantalones planchados con esmero, y zapatos relucientes. Daba la impresión de que había colocado sus cabellos con escuadra y cartabón y parecían aún húmedos; pero no: se había echado gomina. A pesar de sus grandes proporciones, para nada resultaba obeso; sus ciento veinte kilos le daban más bien un aspecto robusto y atractivo. Era un viudo muy cotizado más allá de las fronteras del pueblo.
Con un ojo guiñado, envuelto en el humo del cigarro que sostenía con la comisura de los labios, y el otro enmarcado en la boca del cañón, Diego saludó distraídamente a la sombra que se había parado a su izquierda:
—¿Qué pasa Pedro? —dijo tras el vaivén del cigarro que apenas conseguía mantener en su sitio—. ¿Cómo es que no estás disfrutando de este maravilloso domingo con tu maestrita? —Él siempre tan sarcástico y desagradecido.
A Pedro le molestaba enormemente que se refiriera a su novia como la maestrita, su relación no era una aventura pasajera, como él pensaba. Paqui y él estaban comprometidos, pero no quiso darle explicaciones, no valía la pena.
—Ya ves, he preferido venir a aguantarte un rato. —Siguió con el juego de palabras sarcástico.
Unas carcajadas lejanas se colaron entre los agrios saludos.
—Parece que la casucha de la Maldita está hoy muy concurrida —se arrepintió de inmediato de haber hecho el estúpido comentario, seguro que Pedro aprovecharía para hacerle algún comentario sobre la niña.
—Creo que ha venido a jugar con ella la hija de Herminia. —Lo dedujo por pura lógica.
—¡Ya! La hija de Herminia y el primito del Lisiado, ya ni se molesta en ponerse al parche para pasar por su primo, como lo pille el Lisiado usurpando su identidad cualquier día se va a montar una buena. La verdad es que me importa muy poco lo que pase ahí atrás, mientras no pisen mi territorio. Bueno, desembucha, ¿a qué has venido? —Sospechó desde el principio que su viejo amigo había ido hasta su casa un domingo a la hora de la siesta por algo más que hacer una visita de cortesía.
—¿No vas a ofrecerme un vaso de vino? —Prefería conversar sentado.
Diego apartó la escopeta de sus ojos para mirar el reloj.
—¡Coño, Pedro! No son ni las cinco, ya vas a empezar a beber, no es propio de ti. Ayúdame a recoger esto, sacaré una botella de ese vino que tanto te gusta. Me tienes en ascuas. ¿Qué puede ser tan grave que no te atreves a decírmelo sin el efecto del alcohol?
Ya sentados en la mesa de madera que había bajo el porche y con el primer vaso de vino calentándole la sangre Diego, le habló:
—Bueno ¿qué?, ¿me cuentas lo que te preocupa o nos bebemos otro? —Y llenó los vasos.
—Tu madre está en el pueblo.
Los dos perdieron sus miradas en el horizonte durante largo rato, inmóviles, azotados de vez en cuando por inocentes carcajadas.
Una robusta mano envuelta en espeso vello cogió con parsimonia la botella y rellenó los vasos de vino. Un lento sorbo sonó bajo el ala del sombrero. Pedro bebió todo el contenido de su vaso de un trago.
Eran ya las seis y media de la tarde. Dos botellas de vino sobre la mesa: una vacía y otra casi. Las carcajadas cesaron. El horizonte se desvaneció ante sus ojos. Más de una hora llevaban en silencio, parecía que estuviesen echando un pulso: el primero que hable pierde. Pero no. Diego se tomaba su tiempo para asimilar la noticia, completamente ausente, ignorando su compañía, al margen del universo. Conocía a Pedro casi tanto como a sí mismo, o al menos él tenía la certeza, y si se había atrevido a soltarle aquella bomba, con toda seguridad su madre estaba en el pueblo, en la casa de la loma, a quince minutos de allí. Para ella eran los víveres que doña Rosa había preparado.
Pedro esperaba pacientemente, respetando el difícil momento de Diego. Por primera vez, le resultaba imposible leer la mente de su amigo. Tenía la mirada perdida, no estaba. Sólo le quedaba esperar a que volviera. Se estaba tomando el tiempo necesario para deliberar y dar una respuesta; no era de los que se desdecían, de su boca sólo saldría una sentencia firme.
Sin apartar la mirada del infinito, Diego habló por fin:
—Mi madre está muerta, murió el día que me abandonó, y todo el que habla con muertos para mí también lo está. —Ahora se levantó y miró a Pedro, que seguía sin moverse—. Voy a asearme un poco, he quedado con «la Gata». —Cambió de tema dando carpetazo a la solemne conversación que había llevado a Pedro hasta allí—. Y, por el amor de Dios Pedro, cómprate una chaqueta para los domingos, tienes ésa llena de lamparones. —Terminó caminando hacia el interior de la casa con los vasos y las botellas en las manos.
Pedro se quedó allí plantado en el porche, envuelto en la penumbra, mirándose la chaqueta; no le parecía que estuviera tan sucia. Pero inmediatamente retornó al tema que lo inquietaba. ¿Y ahora qué? Diego, además de haber rechazado con rotundidad un encuentro con su madre, le había dejado claro que no iba a permitir que él estuviera mediando entre los dos, o estaba con Diego o con su madre. No podría seguir yendo a la loma; no sabía cómo, pero Diego siempre terminaba enterándose de todo. No quería arriesgar la amistad que tenía con él, sobre todo por Lucía. ¡Lucía! Ella no lo sabía pero, mientras sobrevivía en su isla, el mundo al que pertenecía se desmoronaba. Sentía que él era la única oportunidad que la niña tenía de reconciliarse con sus raíces, pero no acertaba a encontrar la manera. Su cabeza daba mil vueltas a la situación mientras se dirigía hacia su motocicleta. Decidió volverse, antes de marcharse saludaría a la niña y le entregaría el material que le había comprado.
Asomarse a la ventana de Lucía era como observar un trocito del paraíso, otra dimensión en la que, a pesar del reducido espacio, las cosas más sencillas se mostraban con una belleza extraordinaria, inmensa. En aquel lugar vivía el lado más amable de la vida. Al menos una sonrisa estaba asegurada. ¿Qué derecho tenía nadie a destruir todo aquello?
Allí estaba, tan alegre y diligente como siempre. Recogiendo su casita después del ajetreado domingo. Parecía que bailara con la escoba llevada por la música de su radio. Ella supo que Pedro estaba allí y se acercó a la ventana.
—¡Hola Lucía! —Por supuesto, Lucía le dedicó una de sus inocentes sonrisas que Pedro agradeció especialmente en aquel momento—. Te traigo algunas cosas. —Y le mostró el paquete.
Lucía se apresuró a abrirlo: tres libretas, dos lápices, una goma, un sacapuntas, ¡una caja con cuarenta y ocho lápices de colores!…, esto último le hizo una ilusión especial y, aunque su expresión era más que reveladora, quiso darle las gracias y corrió a por su libreta.
—Déjalo Lucía, sé que sabes hablar.
—Muchas gracias. El primer dibujo que haga con estos lápices será para ti. ¿Te gustaría? —La tierna voz de la niña lo estremeció—. ¿Quieres pasar?
—No, gracias, en otra ocasión. —Tenía tiempo, pero no se encontraba bien, demasiado vino tal vez.
* * * *
Pedro saludó rápidamente y dejó los dos paquetes sobre la mesa. No quiso sentarse, quería ser breve y marcharse.
—Escúcheme bien Ana, le he dicho a su hijo que está en el pueblo. —Ella no parpadeaba—. Dice que para él… —No quería hacerle daño, pero tenía que decirle la verdad—. Bueno, que está muerta desde el día que lo abandonó. —Una tormenta se desató en sus inmensos océanos—. Lo siento Ana, pero no estoy seguro de poder volver, Diego me ha amenazado con romper nuestra amistad si sigo viéndola. En fin, ya encontraré la manera de que no le falta lo necesario. Creo que lo mejor sería que se instalara en la taberna de sus padres, tarde o temprano todo el mundo sabrá que ha vuelto.
—Yo no lo abandoné —habló con la voz rota—, renuncié a él para no privarlo de una vida mejor, tienes que contárselo.
—No creo que me permita volver a hablarle de usted. Lo siento, su hijo es bastante testarudo.
A pesar de lo que le dolía dejarla en aquel estado, se marchó.
Ante la negativa de Pedro de volver a la loma, Rosa contó a su hijo toda la historia de Ana: que Isidro era su verdadero padre, que don Diego lo supo desde el primer momento, que la echó de la casa pensando que seguía viéndose con él… Le habló de las tierras que causaron el dislate y que Ana se marchó sola ante las amenazas de su marido de quitarle a su hijo el apellido y la herencia.
Cuando su madre terminó de relatarle la trágica historia, Pedro se quedó largo tiempo sentado en el sillón, mirando la jaula de la ventana. Los jilgueros cantaban y revoloteaban al sol. Cómo envidió sus alegres y fugaces existencias. Siempre los había visto como desgraciados prisioneros de su madre; nacidos para alegrarle las mañanas y que se creyera dueña al menos de trozo de la inmensa naturaleza. En una ocasión les abrió la jaula y, pasados unos minutos, allí seguían; fieles, ajenos al mundo que les esperaba. Preferían, tal vez, regalar su canto a quien era capaz de apreciarlo. «¡Sal de ahí Boina! —su madre le había puesto ese nombre a uno de ellos porque las plumas de su cabeza eran más largas de lo normal y dispuestas en horizontal; verdaderamente parecía que tuviera puesta una boina—. Te estoy ofreciendo la libertad», le dio Pedro una última oportunidad antes de volver a cerrar la jaula al más espabilado de los dos jilgueros. Pero Boina siguió cantando ajeno a la abertura de los barrotes, como si su canto encerrara preguntas irónicas: ¿Crees que envidio el mundo en el que vives y que necesito salir para ser feliz? ¿Acaso mi canto no es suficiente muestra de mi felicidad? ¿Eres tú, ahí fuera, más feliz que yo? Pensó que Boina era como Lucía, vivía feliz en su encierro. Tal vez, la libertad es un concepto que va mucho más allá de muros y barrotes, y lo que de verdad nos hace prisioneros es el miedo, que nos acompaña allá donde estemos.
Se acabó, él ya no era el mismo. Como un satélite había pasado toda su vida rondando a Diego, atrapado en el magnetismo que lo rodeaba. Hablaría con Paqui. Ella era madre soltera, había dejado a su hijo al cuidado de su madre en la ciudad. Cuando consiguió la plaza de maestra en el pueblo no se atrevió a llevarlo consigo, tenía miedo a que lo discriminaran por ser hijo de padre desconocido o que incluso perdiera su trabajo. El único en el pueblo que sabía de la existencia de Santiago era Pedro; una vez más, se prestó a ser portador de un oscuro secreto.
Pero ya no pensaba seguirles el juego. Él sí quería salir de su jaula. Se casaría con Paqui y le daría su apellido a Santiago. Celebraría la boda con una gran fiesta. Llevaría al niño a todas partes, abiertamente: a cazar, a jugar a la plaza, al bar de Paco…, orgulloso; orgulloso de su hijo, como debe ser. Y si la gente quería hablar, que hablara.
Encima de la máquina de coser de su madre el gato dormitaba. «¿Cuántos años piensa vivir ese jodido gato?», se preguntó Pedro. Nunca había soportado su caminar altivo, paseándose por la casa como si fuese su feudo. Era capaz de pasar horas mirando a Pedro con desafío y, aunque él se sabía bajo su mirada inquisidora, nunca le dio el gusto de corresponderle. Ni siquiera su aspecto era motivo de la arrogancia que manifestaba: pardo como el humo y deforme como un viejo cojín. Su madre no se había cansado en todos esos años de alabarlo: «Es un gato tan bueno y cariñoso». ¿Cariñoso? ¿Hacer ochos entre las piernas de su ama para rascarse el lomo era ser cariñoso? Ella lo decía siempre en presencia de su hijo, para recordarle que su gato le daba el afecto que él le negaba. Cuando le hablaba de las virtudes de su Sultán, él siempre le decía: «Si yo comiera lo mejor de tu cocina y durmiera en el más limpio y mullido de tus cojines, sin ser obligado a trabajar, haría mucho más que sobarte los tobillos para no perder mis privilegios».
Se contagió del sopor del viejo gato y se quedó dormido antes del almuerzo. Pensó que estaba perdiendo la juventud mientras se rendía al peso de sus párpados. Él siempre deseó tener un perro, un perro grande, que no se escondiera entre las macetas del patio para ocultar su miserable vida. Pero siempre hubo un «Sultán», incluso dos, cuyas vidas se hubiesen sentido amenazadas. «Me casaré con Paqui, aunque la intachable honra de mi madre peligre con un nieto bastardo, y me compraré un perro muy grande», fue su último pensamiento antes de caer en la nada.