—¿De verdad? ¿Ellas también quieren conocerme?
—Sí, es que les he hablado muy bien de ti. Venga, termina de cenar mientras tiendo la ropa. Tranquila, no tendrás que salir a recogerla, yo lo haré mañana. ¿No vas a comer más?
—Es que… estoy tan emocionada. ¿Cuándo crees que podrán venir a verme?
—Pues tendrá que ser un fin de semana; este va a ser imposible, se van con mi cuñado a recoger aceitunas, tal vez el siguiente. Ahora que lo pienso, ¿por qué no vas tú con ellas y pasas el domingo en el campo?
Lucía se puso muy tensa. Empujó el plato y comenzó a reunir las migas que estaban dispersas por la mesa en un montoncito.
—¿Qué? ¿No vas a decir nada?
No, ya no iba a decir nada. Se había vuelto a encerrar en su mundo. Nunca saldría de allí. Ella pensaba que mientras cumpliera esa sencilla norma todo seguiría así, como a ella le gustaba. Aquella era la única manera de conservar la vida. ¿Es que Herminia no lo sabía?
—¿Luci? ¿Vengo a recogerte el domingo? —Herminia llevaba rato en la puerta con el barreño en la mano.
Lucía buscó la libreta que hablaba por ella y escribió, muy grande, en una sola página: «No».
—Deja esa estúpida libreta y háblame.
«No, no, no…», escribió, mostrándose muy enfadada, una y otra vez.
—De acuerdo, volveré cuando decidas hablar de nuevo.
Lucía vio desde la ventana cómo Herminia tendía la ropa; esperanzada: quizás volviera a entrar, aunque sólo fuese para dejar el barreño. Pero no volvió, lo dejó en la puerta; si Lucía estaba enfadada, Herminia lo estaba mucho más. La forma en que escribió en la libreta repetidamente la palabra «no», le pareció una falta de educación y, desde luego, ella no estaba dispuesta a consentírselo, por mucha ternura que le inspirara. Más pena que le daba a ella su Rosi cuando era pequeña…, y todavía; siempre enferma, tan pálida y con su triste mirada. No le permitió ni una pataleta. Los problemas de salud podrían desaparecer algún día, pero la mala educación se quedaría para toda la vida.
Miró en derredor. Era muy tarde y tenía muchas cosas que hacer. No estaba de ánimo. Recogió los restos del almuerzo de la mesa, con lo cual siguió acumulando cacharros sucios en el fregadero; al estar integrada la cocina en la única habitación de la vivienda, el orden y la limpieza de aquella era fundamental. Donde quiera que mirara, todo le recordaba que había tenido un mal día. Se acercó al baúl; pero lo pensó mejor, tampoco tenía ganas de tocar el violín. Por primera vez, se sintió sola. Ni sus libros ni su música eran suficiente compañía aquella noche. Necesitaba un abrazo, apoyar su cabeza entre los cálidos y acogedores pechos de su abuela. Al fin, se decidió a coger su muñeca, meterse con ella en la cama y obligarla a que la abrazara, poniendo sus inertes brazos alrededor de su cuello. «Abrázame fuerte, así, más fuerte», le decía a su muñeca estrujando su cintura y apretando los párpados. Herminia seguía fuera, no se marchó hasta que la vio meterse en la cama y apagó la luz. Ella, como siempre, lo sabía; aunque lo que pasara fuera de sus paredes poco le reconfortaba.
* * * *
Le dolían los brazos de tenerlos en tensión para mantener los cacharros que enjabonaba dentro del barreño; todavía no tenía la altura suficiente como para manejarse con soltura en la cocina.
¡No volvería jamás a acumular tantos! El filo del fregadero, donde estaba metido el balde, le llegaba justo por debajo de los hombros. Tenía todo el torso mojado y la espuma se acumulaba en su pecho como si del laborioso encaje de un babero se tratara. Le hervían los huesos de las manos: había calentado un poco de agua, pero llevaba tanto tiempo fregando que se había quedado helada. No podía más, las manos le dolían tanto que no acertaba a mantener aquel plato sujeto. Tendría que volver a calentar agua; no tendría tiempo de hacer sus deberes: el viejo despertador marcaba casi la una de la tarde, en poco más de media hora aparecería Juanito. Estaba orgullosa de haber aprendido a interpretar el movimiento de las manecillas del reloj y que, de nuevo, el tic tac acompañara sus sueños, como cuando vivía su abuela. Mientras se calentaba el agua decidió resolver alguno de los problemas que aquella mañana su duro maestro le había dejado como tarea.
Sólo uno más, uno más y listo. El agua hervía con fuerza, cada vez con más fuerza. ¡Plaf, pluf, glup…! «A ver, la coma va…, hay que contar sólo un lugar», hablaba a sus paredes. Se le cayó el lápiz; no sentía las manos. Aprovechó para encender la estufa. «Eso es, doscientas cincuenta unidades son dos centenas y media». Le castañeaban los dientes. Pero ya estaba: los diez problemas resueltos, Juanito no se enfadaría. Las capitales de los países de Europa las memorizaría en cinco minutos. Volvió al rincón de la cocina y aprovechó el vapor que desprendía la olla para calentarse las manos y, por unos instantes, volvieron a obedecerle.
Unas tenues sombras jugaban en la pared con la luz que entraba por la ventana. Volvió su rostro y vio cómo los trapos bailaban en el cordel ignorando que sólo transitaba una gélida brisa. ¡Herminia! Estaba recogiendo la ropa. Se acercó a la ventana para observarla tras el cristal. Pero ella a su tarea, obviando su presencia. Cogía un trapo, lo doblaba primorosamente y lo ponía en el barreño, que aún seguía en la puerta. Sólo quedaban un par de calcetines y se marcharía. Lucía golpeo el cristal. Nada.
—¡Hola, Herminia! —Se decidió por fin a abrir la ventana para saludarla.
—¡Anda! Pero si Luci vuelve a hablar. ¿Qué pasa pequeña?, ¿se te ha pasado el enfado?
—Sí.
—Me alegro —dijo mientras doblaba sobre sí mismos los dos calcetines.
—¿Les dirás a tus hijas que vengan a verme?
—Tengo prisa, hablaremos luego. Coge este barreño o se congelarán los trapos. ¡Qué frío hace! Y apaga esa olla mujer, se va a quedar sin agua.
—Voy.
Herminia dejó el barreño junto a la puerta y se marchó. Tenía tanta prisa que no se molestó en entrar. Todavía le quedaban un par de horas de trabajo en el cortijo de Juan. Se había arriesgado a recorrer los trescientos metros y ausentarse durante un buen rato porque estaba inquieta y quería comprobar cómo estaba Lucía.
Lucía fue rápidamente a apagar la hornilla, después abrió la puerta y, sin sacar un pie fuera, arrastró el barreño hacia el interior. En unos segundos sus delicadas manos volvieron a tomar el color de sus ojos. ¡Qué mañana! Antes de cerrar se dio cuenta de que Juanito ya venía por el camino, se estaba cruzando con Herminia.
* * * *
La danza del arco cesó por un momento. Tic, tac, tic, tac… Las diez menos cuarto, Herminia no vendría esa noche. Tic, tac, tic, tac… El arco volvió a danzar. Pero sí apareció; el viejo cajón le dio paso y, con la llegada de Herminia, en el mundo de Lucía todos los sueños volvían a ser posibles.
—¡Has venido!
—Sí, me ha traído tu música. Mira qué recogidito está todo. Has trabajado mucho hoy, ¿eh?
—Sí, bueno, Ángel me ha ayudado un poco esta tarde.
—Ya veo. A ver, dame esas manos —se sentó en la cama junto a ella y sacó del bolsillo de su delantal un pequeño tarro de cristal que contenía una sustancia viscosa—, vamos a intentar aliviarlas un poco. ¡Madre mía! Si te están sangrando.
—Me duelen.
—Cómo no te van a doler hija. ¡Qué barbaridad!
Mientras Herminia examinaba sus manos, mirando su crespo flequillo, Lucía volvió a preguntarle:
—¿Traerás a tus hijas? ¡Ay! Me haces daño.
—Que sí Luci, que sí, traeré a mis niñas. Pero no te preocupes de eso ahora, lo primero es arreglar este desastre. ¡Jesús, Jesús!
Herminia dejó las manos de Lucía sobre su delantal mientras arrastraba con sus dedos una pequeña cantidad de vaselina del bote. La niña la miraba pacientemente.
—Me gusta cómo me miras sin mirarme, es gracioso —dijo Lucía inocentemente, haciendo alusión al estrabismo de Herminia.
—¡Ah, sí! Pues eres la primera persona a la que le gusta mi manera de mirar. —Herminia no se molestó en absoluto por el comentario de la niña, muy al contrario.
—Es mejor que tener un solo ojo que te mira siempre enfadado, como el de Juanito; o tener dos enfadados como Diego.
Herminia cayó en la cuenta del por qué a la niña no le parecía extraña su mirada, ciertamente las miradas de las pocas personas que conocía eran muy diferentes entre sí.
—¿Y qué te parece cómo mira Ángel?
—Ángel mira con cariño, con los dos ojos, como tú, pero en la misma dirección. Me gustan mucho los ojos de Ángel.
Herminia se maravilló. Lucía tenía un alma tan pura que era capaz de ver más allá de lo perfecto o imperfecto físicamente. Su fino sexto sentido le permitía reconocer el amor bajo cualquier extraña forma. Su concepto de belleza iba más allá de la piel, tal vez porque su espacio era muy pequeño y no estaba contaminada por los cánones establecidos.
—Así, muy despacito —decía mientras envolvía las delgadas manos de la niña con las suyas, deslizando sus gruesos dedos con suavidad y maestría—, hacia arriba y hacia abajo, suavecito, sin olvidar pasar entre los dedos. Ahora un pequeño masajito en el sabañón del dedo índice. Por encima, por debajo, todo casi a la vez, que no quede ni un huequecito. Ahora la izquierda; hacia arriba, hacia abajo…
—Herminia ¿sabes la hora que es? —Desde que había aprendido, miraba la hora a cada instante. Estaba tan orgullosa. Quizás porque su concepto del tiempo era muy distinto al que tenía el resto de la gente, le había costado especialmente entender el movimiento de las agujas del reloj.
—Sss… A veces surgen tareas tan importantes que todo lo demás debe esperar —le contestó Herminia.
—¿Cómo cuando llueve mucho y tengo que dejarlo todo para secar el agua que entra por debajo de la puerta?
—Eso es.
—¡Ah! Vale.
—Ahora veamos cómo tienes los pies.
—¿Los pies también?
—¿Cuántos calcetines te pones? —le preguntó Herminia asombrada mientras le quitaba el tercer calcetín de lana de su pie derecho.
—Todos los que cogen en las zapatillas de Ángel, así estoy más calentita y no se me caen las zapatillas.
—¿Sabes que las uñas de los pies también hay que cortarlas de vez en cuando?
—¡Ah! Es que como no se ven.
Los pies no estaban tan mal, con un ligero masajito fue suficiente. Le pidió unas tijeras a la niña y le cortó las uñas. Cuando acabó su tarea, cerró el bote de vaselina y sacó de su bolsillo unos guantes. Muy seria, miró a la niña y le habló:
—Ahora voy a ponerte estos guantes, eran de mi madre, que Dios la tenga en su gloria. No se te ocurra quitártelos para nada, y no metas las manos en agua fría en unos días, ¿lo has entendido? Yo te lavaré la ropa y fregaré los cacharros.
—Pero Herminia, ¿cómo voy a tocar el violín con esto? Y ¿cómo haré mis deberes? —dijo mirándose las manos enfundadas en los enormes guantes de piel marrón.
—Tienes razón, no había pensado en eso. —Herminia comprendió que no podía dejarla allí encerrada sin hacer nada, ella en su lugar se volvería loca—. ¡Perdóname madre! —dijo mirando al techo mientras le sacaba los guantes.
Herminia buscó las tijeras entre las arrugas de la colcha de la cama y, sin vacilar ni un momento, cortó cuatro centímetros de cada dedo del guante.
—Solucionado. A ver qué tal ahora.
Herminia se dirigió al rincón de la cocina para lavarse las manos mientras Lucía se miraba perpleja la punta de los dedos. Un extraño olor la llevó a curiosear detrás de la cortinilla que había debajo del fregadero.
—¿Qué hacen todos estos cacharros sucios aquí debajo?
—Es que no quería que Juanito se enfadara conmigo y me dolían tanto…
—¡Ay, Señor, Señor! —y se dispuso a fregar.
—Herminia ven, corre, asómate a la ventana. ¡Mira! Están cayendo bolitas blancas del cielo —dijo Lucía con asombro.
—Está nevando Lucí.
—Como en los cuentos de Andersen.
—Sí, como en los cuentos de Andersen. Ahora vuelvo. —Y desapareció por la despensa como una exhalación.
Herminia no pudo irse a casa, ni su hijo, ni cuatro de los jornaleros; todos los que se encontraban en el cortijo esa tarde quedaron atrapados. Diego le ofreció dormir en el antiguo dormitorio de su suegra, pero ella prefirió pasar la noche con Lucía.
—Toca un ratito el violín Luci —le dijo Herminia ya metida en la cama mientras la observaba leer sus maravillosos cuentos sentada en una silla junto a la estufa.
Lucía siempre leía un buen rato en la cama antes de dormir, pero esa noche no quiso incomodar a Herminia.
Estaba levantada desde las seis de la mañana. Le dolían los pies y la espalda. Había trabajado ocho horas en la casa de Juan, donde hacía el trabajo de dos mujeres; la señora Luisa no la dejaba ni respirar. Y después había estado toda la tarde lavando y planchando ropa en el cortijo de Diego; aunque algo más relajada, no había una señora de la casa vigilando su trabajo y exigiendo lo que ella misma era incapaz de hacer. Sentía un suave hormigueo en la cabeza que la instaba a dormir y desconectar por unas horas de su dura vida. Pero no quería perderse el magnífico espectáculo.
En aquel momento Lucía escenificaba la cara más amable y bella de la vida, no había nada más allá. Herminia se dio un tiempo, no, todo el tiempo, para contemplarla. ¡Era una estampa bellísima!: el perfil de Lucía y el violín enmarcaban el lado derecho de la ventana, parecía que la nieve se posara en su pelo y en sus pestañas; y sus dedos, que asomaban a los guantes como primaveras en invierno, bailaban entre los copos regalando música. «Tú no lo sabes Luci, pero me estás reconciliando con la vida», pensó. Tenía las piernas cruzadas sobre la silla, como anudadas, entre calcetines y cuadros de franela, ¡con tanta gracia!, tan ajenas. Y se mecía con las notas, un poquito, suavemente, como los copos caían. «Tú no lo sabes Luci, pero has cerrado el círculo y esta noche el todo y la nada se han fundido, y sé quién soy. Y no me importa nada, sólo quiero que no dejes de tocar». La emoción resbaló por sus mejillas y los muros de su mente se desmoronaron como si fueran de fina arena, permitiendo que de nuevo todo fuera posible, como cuando era niña. «No me importa nada, sólo quiero que esa niña no deje de tocar. Tú no lo sabes Luci, pero tienes las llaves del paraíso».
Al día siguiente seguía nevando; la nieve las hizo prisioneras durante dos días.
—¿De quién es lo que tocabas anoche? —le preguntó Herminia a Lucía con las notas de la noche anterior aún reverberando en su cabeza.