Herminia, ignorando la extraña expresión de la niña, que miraba fijamente su pecho, siguió:
—La verdad es que tampoco tenía mucho que darle y, cuando dejó el pecho, tampoco he podido darle mucho más. Sopa de ajo y pan duro ha sido el plato de casi todos los días en mi casa. Ahora que mi Mari sólo tiene dos años más y parece su madre. Anda que no le han sentado bien a mi Mari las sopas de ajo, ¡está más lustrosa!, y tiene unos colores mi niña. Los varones tampoco me han dado muchos problemas, los dos mayores son unos mulos y mi Pepito, el que tiene dos años, ahora mismo se cría bien con la teta y unas gachas de leche y pan rallado al día. —Hablaba y hablaba mientras Lucía intentaba seguirla desconcertada—. Y a ti, ¿quién te da de comer hija mía? —Lucía señaló con el índice hacia el estrecho camino que llegaba hasta la casa de Juan mientras se preguntaba por qué Herminia la llamaba hija mía—. ¡Ah!, claro, el plato que Luisa aparta todos los días y deja sobre el poyo de la cocina es para ti. Así estás tan guapa, si es que en esa casa se come muy bien, no hay más que ver a los muchachos. Bueno, al pobre Juanito de poco le sirve. ¡Qué cosas más grandes pasan! —Ella seguía, echada en el filo de la ventana; si Lucía se hubiese marchado no se habría dado ni cuenta—. Hay que ver lo listo que le ha salido el niño a doña Luisa, si no fuera por la desgracia que tiene en la cara, habría llegado a ser una eminencia, político o algo así. ¡Qué vida esta! ¡Ay! —suspiró.
Lucía decidió hacerla pasar, Herminia tenía charla para rato y estaba cansada de estar de pie, sin apoyo alguno; no podía echarse sobre el filo de la ventana, Herminia tenía medio cuerpo prácticamente dentro de la casa. Dio los tres pasos a la derecha que la separaban de la puerta y la abrió de par en par, invitándola a pasar.
—Gracias niña, pero hoy no puedo, ya tendría que estar trabajando. ¡Uf! Qué tarde se me ha hecho. Mañana, mañana echaremos otro ratito de charla guapa. ¿Quieres que te traiga algo? —Lucía negó y la despidió con la mano.
Le gustó Herminia, le gustó mucho escucharla; que le hablara de sus hijas, de otras niñas como ella. Sabía que ella no era la única que habitaba en el planeta, sus libros le habían contado historias de princesas, de muchachas pobres, ricas, tristes, alegres…, y, naturalmente, Ángel le había comentado que en su colegio había conocido a muchas niñas de su edad. Pero nunca había visto a ninguna. Herminia tenía dos hijas, una de su misma edad, y vivían en la casita de la colina. Quizás, algún día, quisieran ir a visitarla y se hicieran amigas, como ella y Ángel. La visita de Herminia la había hecho soñar, y lo único que le apetecía en aquel momento era escribirlo en su diario, eran las cinco de la tarde, tenía las tareas hechas y Juanito no volvería hasta las ocho y media. Así que se dispuso a escribir:
«Hoy he tenido una visita inesperada. Se llama Herminia. Herminia habla mucho y me ha contado un montón de cosas en un momento. Tiene cinco hijos, dos de ellos son niñas como yo, se llaman Rosi y Mari. ¡Dos niñas de mi edad! Puede que algún día vengan a visitarme. ¡Qué tontería! Ellas se tienen la una a la otra, no necesitan una amiga. Herminia me gusta, es capaz de contar cosas muy tristes sin perder la sonrisa y también puede mirarme con un ojo mientras con el otro observa lo que hay a mi alrededor. Me ha dicho que mañana volverá. No sé por qué, pero estoy deseando volver a verla…».
—¡Lucía! ¡Lucía!
—¡Ángel!
—¿Se puede saber qué es lo que escribes con tanto interés que ni siquiera te has dado cuenta de mi llegada?
—Lo siento. No sabes lo que me ha pasado hoy, ha venido alguien a verme…
Lucía le contó con gran entusiasmo lo acontecido aquella tarde. Para ella, encontrarse frente a frente con alguien de su mismo género, después de años, fue como si de repente las posibilidades de su pequeño universo se hubiesen multiplicado. Ahora, cuando escuchase pasos acercarse, tendría que reconocerlos entre cinco. Bueno, los de Herminia serían muy fáciles de reconocer. Lo mejor era que Herminia no parecía exigirle nada a cambio de su visita, sólo que la escuchara, y a ella ¡le gustaba tanto escuchar! Cada historia del mundo exterior para Lucía era un tesoro del que volvían a nacer mil historias más. Ángel le hablaba de sus compañeros, de sus problemas con el profesor de matemáticas, de lo que añoraba a su madre…, pero no entendía nada de chicas. En cambio, Herminia le traería a casa ese otro mundo que tanto extrañaba y, quizás, algún día, a sus hijas.
* * * *
—Ay, señor Diego, esa niña está muy sola —habló Herminia a su patrón mientras cortaba contra su pecho un buen trozo de hogaza para acompañar los huevos con jamón que ya estaban sobre la mesa frente a Diego—, yo creo que por eso no habla.
Diego soltó la loncha de jamón serrano que estaba a punto de engullir para mirarla y dar énfasis a lo que tenía que decirle, pero ella se le adelantó:
—¡Jesús! Don Diego, no me mire usted así. Parece que fuese a asesinarme. Ande, coma, coma. ¡Bendito sea Dios! Qué manera de mirar.
—Te dije desde el primer momento que no me la nombraras. No quiero saber absolutamente nada de lo que pasa en esa casucha, ¿lo has entendido? Si esa niña se ha atrincherado allí es por voluntad propia, no sale porque no quiere.
—¡Huy! Porque no quiere, pero si tiene siete años. Qué sabrá una niña tan pequeña de lo que quiere o no. Claro, como la pobre no habla, tampoco sabemos lo que piensa.
—¡Qué no habla! Habla más que tú, que ya es decir. —Sin darse cuenta, Diego estaba abordando una conversación que él mismo había prohibido en su casa. Herminia tenía la virtud de obviar sus órdenes y conseguir que él también las pasara por alto—. Alguna vez la he oído hablar desde la despensa con el primo del Lisiado, ¿cómo se llama?
—Ángel, se llama Ángel don Diego.
—Pues eso. No se le ocurra decirle a la Maldita que sé que la visita ese desgraciado. —Herminia le puso un gesto muy desagradable al oír cómo la llamaba—. Le tengo prohibida la entrada en el cortijo desde hace mucho tiempo, si me doy por enterado tendré que volver a echarlo y, total, a mí qué me importa.
—Pues hace usted muy bien, hace usted pero que muy bien. —Le daba la razón la astuta mujer para que se sintiera cómodo y siguiera largando. Le hubiera dicho que Ángel era un buen chico, pero claro, entonces tendría que contarle que trabajaba en su casa y eso pondría en peligro aquel nuevo trabajo que tanto alivio estaba suponiendo para los estómagos de sus hijos—. Entonces, ¿la niña habla? Ay que ver, qué cosas.
—Ya le digo, no es oro todo lo que reluce.
—Buenooo…, si lo sabré yo. No tiene usted más que mirarme a mí, quién diría que mi abuelo fue un ilustre gallego, hasta escribió libros.
—Nadie Herminia, nadie —dijo Diego mientras rebañaba el resto de yema de huevo con un buen pellizco de pan.
—Pues eso. —Haciendo un gran esfuerzo, Herminia se obligó a sí misma a terminar la conversación, pisaba terreno peligroso y, por esa noche, era suficiente.
—Bueno, voy a dar una vuelta por el pueblo, es pronto para acostarme. —Se levantó buscando la cajetilla de tabaco en el bolsillo de su camisa—. ¿Qué se oye?
—No sé —contestó Herminia.
Pero los dos sabían que era un violín. Sólo podía ser Lucía. Ninguno quiso volver a nombrarla.
—Bueno, pues me voy. Si quiere la acerco en la camioneta hacia su casa. —Se sorprendió a sí mismo al hacer tal ofrecimiento.
—Ay, muchas gracias don Diego, pero ya me voy luego con mi hijo y el Julián cuando terminen de arreglar las cuadras.
—¿Su hijo también trabaja para mí? —Y se marchó sin darle tiempo a contestar.
Aunque ya estaba sola en la cocina, casi susurrando, contestó la pregunta: «¿Y quién no trabaja para usted?». En realidad el hijo mayor de Herminia llevaba trabajando en el cortijo tan sólo una semana, lo mismo que su madre, parecía que las penurias de Herminia habían acabado gracias a Diego.
* * * *
Sentado en su camioneta, de camino hacia el bar de Paco, su mente se empeñaba en repasar, una y otra vez, la conversación que había mantenido un rato antes con Herminia; aunque jamás lo reconocería ante nadie, a él también le gustaba Herminia. Sin la cojera y el estrabismo, y un poco menos charlatana, su padre la hubiera considerado la mujer perfecta: ni tonta ni lista, ni fea ni guapa, trabajadora, alegre y una leona para su casa. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan relajado, capaz de disfrutar de algo tan cotidiano para él como un paseo en su camioneta hacia el pueblo. Llevaba la ventanilla abierta; la fresca brisa de aquella noche de finales de septiembre arrancaba los últimos olores verdes al campo, antes de que el otoño y sus primeros fríos arrasaran con ellos de un plumazo. Se sintió tan sorprendido de ser capaz de apreciarlos que paró la camioneta bajo una vieja encina para eternizar el momento. Un grillo rezagado puso música al momento. Sus entrañas, repentinamente laxas, estaban diluyendo su voluntad y, a su pesar, su mente se estaba inundando de pensamientos que él creía ya enterrados, controlados. «¡Adela! Qué injusta fue tu despedida. ¿Por qué? No debiste entrar en el pajar con Juan»; lo que ocurriera o no aquel día, ya no importaba. La actitud en la que los sorprendió fue reveladora, entre ellos había una complicidad ofensiva para un marido como él. ¿Cómo pudo atreverse a abrazar al vecino bajo su propio techo? Pensó que su reacción estaba más que justificada. Lo peor fue la hora. El hecho de que el cortijo estuviera tan concurrido aquella mañana, y de que él, llevado por la ira, alarmara al personal, que acudió a las inmediaciones del pajar, fue crucial; sin testigos, tal vez, sólo tal vez, se hubiera retractado y, aunque nunca la hubiera perdonado, todo habría quedado entre ellos, y, quién sabe si, con el tiempo… Pero la tragedia se representó en la misma puerta de su casa y ante parte del pueblo. De hecho, con respecto a su padre, él fue bastante benevolente dejándola vivir en el cortijo. Su propia madre fue arrojada a la calle con cuatro trapos por un hecho parecido, según contaban las malas lenguas del pueblo. ¡Su madre! ¿Dónde estaría su madre? Probablemente muerta. «¡Mamá!», gritó el niño que vivía en su interior, al que sesgaron la infancia aquel día y dejó de jugar entre el maíz, y de chapotear en al riachuelo, y de tirarse a la paja desde el alféizar del granero, y de dormirse rendido en los brazos de su madre. «¡Mamá!», gritó con desesperación, dejando que su voz atravesara el grueso muro de amargura, con la esperanza de que ella contestara al fin.
La luna llena de aquella noche reverberaba en el charco de sangre que no conseguía evaporarse de su mente. ¿De quién era la sangre que recorría lo que a él le pareció un arma mortal, buscando el suelo? O, ¿no era un arma? Quizás era el machete con el que su padre degollaba a los marranos. Quizás el charco no era tan grande. Tal vez Dieguito se asustó y magnificó la situación. Pero, si estaba viva, ¿por qué nunca regresó? ¿Cómo pudo olvidarse de su hijo? «¡Mamá!». El niño la seguía llamándola sin consuelo. Nunca lo sabría, lo que pasó aquel día ya había sido digerido por los gusanos del panteón de todos los Diegos. Su corazón no podría jamás hacer justicia; no era posible sin conocer la verdad. Las dudas y rencores que él arrastraba como yugos también serían, algún día, alimento para los gusanos del panteón de los Diegos. Su mente le estaba tendiendo una trampa, había bajado la guardia y había caído en ella. «¡Adela!», de nuevo. Lo cierto es que la quiso a morir, y su ausencia había ahogado su espíritu. Pero seguía siendo un del Valle y aún le quedaba ser el quinto don Diego que engrosara la lista del mausoleo. Era, con diferencia, el mejor mausoleo del pueblo. No, era el mejor de la ciudad. Los hombres se quitaban el sombrero cuando leían sobre el frío mármol el dorado apellido. Ignoraban, ¿o no?, los tétricos secretos que se escondían tras la piedra. Los pobres eran así, respetaban la opulencia, seguramente porque conservaban la ingenuidad; la astucia se desarrolla cuando tienes algo que defender y ellos sólo tenían hambre y trabajo. ¿De qué otro modo puede un hombre que va enjugándose las lágrimas tras el ataúd de un ser querido, hacer un paréntesis en su propia pena para dedicarle una inclinación de cabeza al apellido de los Diegos? «¡Adela!», otra vez. ¿Por qué te fuiste sin saber cuánto te quise? ¿Por qué te encerré para siempre en la oscura morada de tus verdugos? ¿Acaso se quitan el sombrero por ti?
La colilla cayó de su mano temblorosa. Su flamante pantalón azul dio paso a un boquete en su bragueta. Daba igual, esa noche, la Gata tendría que venderse a otro cliente, otro que no fuese acompañado por su conciencia.
* * * *
Eran casi las diez de la noche y todavía tenía que escurrir la ropa que había dejado en remojo por la mañana y ponerse el pijama. A las diez echaban en la radio esa música que tanto le gustaba. La ponía bajita, muy bajita, apenas para oírla bajo su violín. Así aprendió a tocarlo, acompañando, sólo de oído, las preciosas melodías que salían de la caja mágica que heredó de su abuela. Simultáneamente, se preocupó de aprender cómo se llamaba cada nota. El proceso de aprendizaje le resultó relativamente fácil. En los manuales que le regaló Ángel había algunas canciones que ella conocía de haberlas escuchado en la radio y las había cantado mentalmente casi a la primera. Las sílabas de las letras de las canciones estaban separadas por guiones, cada guion indicaba un cambio de nota, y debajo de dichas sílabas estaba escrita la nota correspondiente. Después aprendió el símbolo de cada nota y a representarlas en el pentagrama, siempre ayudada de libros explicativos de la materia; la comprensión de la lectura no significaba problema alguno para ella. Fue así como en unos meses aprendió a escribir música, a la vez que practicaba con su violín; todo, ¡ella sola!, y su insaciable interés por aprender. Cuando necesitaba alguna explicación extra, Ángel le traía algún libro de la biblioteca de su casa, donde podía encontrar la información.
Mientras esperaba a su hijo, Herminia decidió dejarse guiar por la música y hacer una visita a Lucía.
Allí estaba, sentada en la cama, parecía una muñequita de porcelana pegada a su violín, de esas tan caras que adornan las casas de los ricos. Estaba tan concentrada que no advirtió la presencia de Herminia en la ventana. Parecía que llevase toda una vida tocándolo. Herminia observó la escena complacida. Sobre el pequeño poyete de la cocina, la vieja radio de madera de cerezo; su deliciosa música, apenas audible, huía suavemente buscando el oído de Lucía. A dos metros de la radio, entre la barbilla de la niña y su clavícula, el violín, pegado a ella como si naciera de su cuerpo, acunado tiernamente. Sus manos lo arrullaban y acariciaban a sabiendas de que cualquier movimiento inexacto rompería el encantamiento. Tenía la cabeza inclinada hacia la izquierda, atenta a la respuesta que le devolvía tanto mimo. En aquel momento, Lucía estaba en otro mundo, no en su mundo particular, en otro mucho más sublime, ese en el que abandonamos la identidad y nos unimos a la esencia original, donde no existe el tiempo, ni el lugar; sólo sientes.