—No, era un amigo de toda la vida. —Pedro habló con el corazón, en aquel momento, de verdad sintió que había un perdido amigo.
—Siento su pérdida. —El tono de sor Lourdes se suavizó, se dio cuenta de que su interlocutor estaba realmente consternado.
Se sentó torpemente temiendo desvanecerse. La bolsa de Lucía estaba colgada en la silla y el violín dio un golpe contra el metal de una pata resonando en la sala. Se acordó de la pequeña.
—¿Cómo está la niña? —preguntó con la voz quebrada.
El doctor Mejías entró en la estancia al tiempo que Pedro hacía su pregunta. Llevaba en la mano la ropa de la pequeña enrollada; un brazo de su muñeca de trapo colgaba por un extremo. El gesto del médico era mucho más solemne que el que había conocido horas antes. Pedro pensó que él y sor Lourdes debían ser hermanos; si se hubiesen cambiado las vestimentas habría sido difícil saber quién era quién. Especialmente las manos eran idénticas: los dedos de ambos asomaban como bolitas de goma, invertebradas y tensas. Sus mofletudas caras sin perfil, les hacían parecer regordetes bebés disfrazados. Pero el aspecto bonachón y servil que sor Lourdes compartía con el doctor Mejías, se esfumaba en cuanto abría la garganta y sonaba aquel pitido insufrible, y ya no parecían mellizos.
Ante la presencia del doctor, Pedro volvió a ponerse en pie. La caja del violín reverberó de nuevo.
—Físicamente la niña no presenta ningún signo de gravedad, de hecho es una niña muy sana y sus pulmones se han recuperado con facilidad, teniendo en cuenta el humo que pudo inhalar, pero psicológicamente presenta un cuadro extraño y necesita ser examinada por especialistas en el tema.
—¿Qué quiere decir? —Pedro no terminaba de entenderlo, estaba aturdido, la noticia de la muerte de Diego no lo dejaba pensar.
—Que está completamente ausente. Quizás ha sufrido un shock demasiado fuerte, no puedo decirle más. En este momento está dormida, veremos cómo se despierta, pero le adelanto que lo más probable es que tenga que ser trasladada a un hospital psiquiátrico. Aparte de su padre, ¿tiene algún otro familiar que se haga cargo de ella?
—Su abuela, la madre de Diego.
—¿La madre de don Diego? —El doctor Mejías debía conocer muy bien a Diego a juzgar por la cara de extrañeza que puso al preguntar.
* * * *
La muerte del quinto don Diego del Valle fue todo un acontecimiento. Como la casa del difunto había quedado en ruinas, Juan ofreció la suya para que fuese velado. Lo hizo porque, aunque le pesara, Diego era el padre del que había educado como a un hijo; porque era lo que todo el mundo esperaba al ser su vecino más cercano; porque pensó que, al fin y al cabo, ¿qué daño podría hacerle después de muerto?; y porque Juan era una buena persona y no fue capaz de negarle el favor a Ana. Pero se mantuvo al margen de todo desde el momento en que lo metieron por la puerta para ser amortajado por Ana y Herminia.
A media tarde, la casa de Juan era un hervidero. Casi todos los habitantes del pueblo, y gran parte los alrededores y de la ciudad, habían rescatado de sus armarios y baúles las vestimentas de muerto para acudir al lugar y entregar su pésame. El olor a rancio, alcanfor y tabaco era asfixiante a pesar de las sobradas dimensiones del salón, cerrado desde hacía años y habilitado para exponer los restos del que Juan consideraba un tirano sin escrúpulos. Hubo que cerrar las ventanas, porque el fuerte y frío viento cortaba la piel aquel atardecer como un batallón de navajas; después de un otoño especialmente cálido y seco, parecía que el invierno hubiera esperado hasta ese día para llegar. El ambiente se hacía cada vez más irrespirable. De vez en cuando, Luisa abría la hoja de una ventana para liberar parte del humo de los cigarrillos, que desdibujaba los numerosos rostros. Por el salón desfiló gente de todo tipo: el alcalde y sus concejales con sus señoras, toda la guardia civil de la comarca, el que fue médico del pueblo durante cuarenta años y sus hijos, el actual, los dueños de los principales comercios y sus empleados, la gente humilde del pueblo, supuestos amigos, enemigos, conocidos… Todos deambularon el tiempo reglamentario por el salón, empujándose unos a otros, buscando algún familiar de Diego a quien darle el pésame de rigor y, ante la esterilidad de sus búsquedas, terminaban por acercarse a dos completas extrañas, Herminia y Ana, que no paraban de llorar, para entregarles la protocolaria condolencia.
Juan y Luisa apenas pudieron cruzar una palabra aquel ajetreado día, sólo en una ocasión se encontraron en su dormitorio para cambiarse de ropa.
—¿Cómo estás? —le preguntó Luisa a su marido mientras intentaba calzarse unas finísimas medias.
—Estoy. —Él prefería no abordar el tema en ese momento y dejarse llevar sin pensar en lo que estaba ocurriendo, no fuera que, al tomar plena conciencia, terminara echando a todo el mundo a la calle y al muerto detrás.
—Hay que ver las vueltas que da la vida.
—Ya ves. —Se abrochó la correa y se marchó.
Pedro se dedicó a recibir y despedir la interminable fila de personas que entraba y salía sin descanso. A todos tenía que hacerles un resumen de lo sucedido. Al final de la tarde se había aprendido de memoria el escueto relato y lo recitaba automáticamente, sin saber a quién. Cuando le preguntaban cómo había ocurrido todo, siempre decía lo mismo: «Hubo un incendio en su casa y de madrugada lo encontraron colgado en su propio matadero, no se sabe nada más». Al resto de preguntas contestaba: «No lo sé»; incluso las pocas veces que preguntaron por Lucía. Estaba agotado y todavía le quedaba toda una jornada en pie hasta el entierro; hubiera dado cualquier cosa por un buen baño y un rato de soledad. Tuvo que escuchar más de una vez: «Lo sé, yo estuve allí», o «Sí, ya me lo has contado antes», porque cuando llevaba dos horas viendo caras todas le parecían iguales, de manera que nada más estrechar una mano soltaba su recurrente explicación. Curiosamente, pocos le ofrecían sus condolencias, teniendo en cuenta que él era único, además de su desconocida madre y Herminia, que realmente había sentido su pérdida; el que más lo conocía, el que desde niño estuvo a su lado y el guardián de sus secretos.
Juanito se atrincheró en su cuarto intentando evadirse de la molesta situación. Salió de su habitación sólo en una ocasión, llevado por la curiosidad. Aprovechó el momento más concurrido para camuflarse entre el tumulto y ver por última vez a su padre. Aunque consiguió el efecto contrario; su estatura y su parche no pasaban desapercibidos. La mayoría de los asistentes hacía años que no lo veían y, aunque con disimulo por respeto a su defecto físico, todos lo vieron entrar. Él lo supo, el ruidoso murmullo de conversaciones cruzadas cesó de repente cuando hizo su entrada en el salón y, aunque pocos se atrevieron a mirarlo con descaro, a su paso sintió sobre su espalda cómo se clavaron cien ojos curiosos. A pesar de todo, no se amedrentó, siguió adelante hasta ponerse frente al ataúd. Se sintió decepcionado, no había merecido la pena pasar el trago de atravesar el salón para encontrarse con uno de los lujosos trajes a medida de… lo que fuera aquello que asomaba bajo el sombrero. Juanito pensó que, quienes lo amortajaran, deberían haberle metido entre los labios un cigarro encendido y tal vez el muerto se hubiese parecido en algo al que fue. La imagen de Diego no resultó para él una prueba irrefutable de que el canalla de su padre estuviera muerto. Frustrado, se dio media vuelta, cabizbajo, intentando esquivar las miradas que ahora tenía de frente, para dirigirse a la guarida de la que no debió salir hasta después del entierro. Desde ese momento, se dispuso a elaborar su nuevo plan: quedarse con todas las tierras de Diego como su hijo legítimo que era y, si como había llegado a sus oídos Lucía se encontraba en estado de enajenación mental, como heredero universal; tenía la mayoría de edad, el conocimiento y el derecho. Después de todo, su último plan maquiavélico no le había salido tan mal, no, le había salido más que bien, no pensó en su momento que además de disfrutar de un espectáculo único, librarse de su padre y tal vez de su medio hermana, podría hacerse rico.
* * * *
Lucía del Valle fue finalmente trasladada a un hospital psiquiátrico, concretamente al mismo donde su abuela Ana pasó treinta años, por una cuestión de correspondencia territorial. Ana luchó contra viento y marea para que le permitieran llevársela y cuidarla personalmente, pero fue inútil y, aunque el juez aceptó asentarla en el registro como una del Valle, le negó la tutoría a su abuela por falta de medios de ésta. ¿Qué podía ofrecerle? ¿Dónde iba a vivir? Ana sólo tenía una vieja taberna arruinada por el tiempo y Lucía necesitaba de atenciones y tratamientos muy costosos.
Por otro lado, Juanito estaba moviendo cielo y tierra para proclamarse heredero universal. Había obligado a sus padres, con todo tipo de chantajes y extorsiones, a que declararan ante el juez que él era fruto de la relación de Luisa con Diego y a demostrar la esterilidad de Juan. Finalmente el juez le concedió el derecho a ser reconocido como hijo de Diego del Valle, seducido por la compasión que le provocaba el defecto físico del muchacho y engañado por la indefensión que éste mostraba. Otra cuestión era conseguir que lo nombrase único heredero y administrador de las tierras de su padre por causa de la incapacidad mental de su hermana.
Ana mantenía una estrecha amistad con el nuevo director del psiquiátrico y éste le informaba de todos los documentos que solicitaba su nieto al centro, por medio de su abogado, para conseguir que Lucía fuese declarada incapacitada mental. Dicha amistad, y la honestidad del director, impedían, una y otra vez, que el centro emitiera el informe requerido por su hermanastro. Además, tanto Ana como los médicos que atendían a la niña mantenían la esperanza de que la enfermedad de Lucía desapareciera cualquier día, del mismo modo que surgió.
Pedro se ocupó personalmente de que la bolsa en la que Lucía metió sus objetos más queridos permaneciera en todo momento a su lado, colgada de una silla de su habitación, y la muñeca en su cama. Pensaba que si sus ojos volvían a conectar con su entorno, al ver la muñeca y su violín, se sentiría en casa y decidiría quedarse.
En cierto modo ocurrió. Una tarde la enfermera de guardia fue alertada por una suave música y, siguiendo su rastro, encontró a Lucía tocando su violín sobre su cama. Fue su violín el único que tuvo la oportunidad de comunicarse con ella, sólo sus dulces notas, respuesta a las caricias de la niña, daban algo de información al mundo de lo que ocurría en el interior de Lucía. Siempre la misma melodía: «Meditattion de Thaïs», la pieza que con tanto esmero se preparó para regalársela a Ángel en su cumpleaños; y siempre a la misma hora: a media mañana y a media tarde. Lo estaba llamando. Tal vez, el único recuerdo que no había conseguido destruir el fuego fuese el de Ángel.
Exceptuando los ratos que pasaba tocando su violín, los días para Lucía pasaban como las páginas en blanco de una libreta sin estrenar. Ana, Herminia y Pedro la visitaban con asiduidad.
Ana pasaba la mitad de su tiempo en la recepción del manicomio, esperando a que alguien se apiadara de ella y la dejara subir a la habitación de su nieta; o a que llegara el director, que le servía de pase permanente. Se sentaba bajo la ventana del frío recibidor del hospital a esperar, parecía parte del mobiliario. El personal la llamaba la loca externa. Cuando veía aparecer a don Antonio por la cancela que quedaba a cincuenta metros de la ventana, se le iluminaba el rostro; su agónica espera había terminado por ese día.
Don Antonio Hurtado, desde que Lucía ingresó en el hospital, vivía en una constante guerra consigo mismo. No le era fácil mantener la apariencia seria y serena que requería la dirección de uno de los hospitales más importantes del país, mostrándose vulnerable ante las lágrimas de Ana y permitiendo que no respetara los estrictos horarios de visitas del centro; cuando aquellos ojos se inundaban, se sentía morir. Bajo los impecables trajes que encargaba al mejor sastre de la ciudad, a duras penas sobrevivía un ser extremadamente sensible al dolor ajeno.
Él no buscó ese puesto, de hecho, huyó de él durante un año. Prefería el trato directo con los enfermos, buscar un hueco en sus mentes para colarse y arrojar alguna luz en sus tinieblas. Se educó en una familia acomodada de siete hermanos. Él era el más pequeño. Su disciplinada y rígida educación se la debía a su padre, y su exquisita sensibilidad a su madre.
Contaba sólo siete años cuando Rosario, su madre, comenzó a encerrarse en sí misma y desconectar con todo su entorno. Dejó de poner flores frescas en los jarrones, de levantar a los pequeños para mandarlos al colegio, desaparecía a cualquier hora para tenderse en la cama y aislarse de todo…, hasta abandonó su afición por el piano. Poco después dejó de llamarse Rosario para ser la loca del Alamillo, nombre de la villa donde vivían. Don Andrés se negó a aceptar la enfermedad de su esposa y, lejos de ayudarla, hizo lo posible para olvidar su existencia y que el escrupuloso orden del hogar sobreviviera al margen de ella. Era Toñito, como ella lo llamaba con la desaprobación de su esposo, el único que, sin comprender siquiera por qué su madre había desertado de la misión de cuidarlo, seguía queriéndola. El resto de sus hermanos, cuando comprobaron que su verdadera madre se había marchado, decidieron tratarla como a una molesta invitada. Sin embargo, él dedicaba todos los días un rato a hacerle compañía, era capaz de encontrarla tras sus ojos vacíos, y ella, a su manera, le correspondía, dedicándole una sola lágrima o una leve sonrisa. Cuando terminaba sus deberes de la tarde, corría al dormitorio de su madre y se metía bajo las sábanas para sentir su calor. Toñito sabía que él era el fino hilo que la mantenía conectada con el mundo y, de alguna manera, aunque pensaba como un niño, se sentía orgulloso de su misión. La tristeza y el abandono del esposo, acabaron con la vida de Rosario cuando Antonio tenía quince años. Fue entonces cuando sintió su verdadera vocación y decidió ser el primer médico de la larga lista de abogados de su familia.
El caso de Lucía le tocaba especialmente el corazón, tenía gran similitud con el de su madre. Había tratado un par de casos parecidos y a duras penas había conseguido separar lo personal de lo profesional. La situación de la pequeña lo sobrepasaba: era una niña, y sus ojos lo habían hechizado, como a tantos otros, desde el primer día. Estaba poniendo en peligro su reputación y su puesto, aunque esto último le importaba muy poco. Su capacidad para dirigir un hospital de tal categoría estaba en tela de juicio en los más prestigiosos foros de la psiquiatría.