Read Las seis piedras sagradas Online
Authors: Matthew Reilly
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Ciencia Ficción
—¿Qué es eso? —preguntó Zoe.
—¿Veis todos estos puntos? —dijo Monstruo del Cielo—. Los rojos corresponden a aviones militares, los azules a navíos de guerra. Hay un mensaje que se repite en todas las frecuencias: la fuerza aérea sudafricana ha cerrado el espacio aéreo de su país a todo el tráfico aéreo extranjero, militar y comercial. Al mismo tiempo, su marina ha formado un perímetro alrededor de Ciudad del Cabo, Table Mountain y la mitad del cabo de Buena Esperanza.
Señaló unos pocos puntos blancos en el océano al sur del cabo.
—Estos puntos blancos son los últimos barcos civiles a los que se les permitió la entrada hace alrededor de una hora. A juzgar por sus mensajes, son sudafricanos; pesqueros que vuelven del océano índico. Son los últimos que han dejado entrar. Ahora están cerradas todas las vías marítimas.
—Pero tenemos que estar en Ciudad del Cabo mañana por la noche —dijo Zoe.
Monstruo del Cielo se volvió en su silla.
—Lo siento, Zoe, pero no podemos hacerlo porque nos abatirán. Nuestros enemigos nos han cerrado el paso. Deben de haber comprado al gobierno de Sudáfrica con una carretada de dinero. Lamento ser yo quien deba decir esto, pero no podemos llegar a Ciudad del Cabo.
El segundo vértice
INGLATERRA-SUDÁFRICA
11 de diciembre de 2007
Seis días antes de la segunda fecha límite
(Cuatro días antes)
ENMORE MANOR,
LAND'S END, INGLATERRA
11 de diciembre de 2007
Lachlan y Julius Adamson estaban sentados con expresiones lúgubres en la biblioteca cerrada de Enmore Manor, una finca aislada en el extremo suroeste de Inglaterra, cerca de Land's End.
La parpadeante luz roja de un sensor de movimiento supersensible los observaba rastreando cada uno de sus movimientos e informaba a los secuestradores japoneses de que seguían estando donde debían.
Estaban sentados con la mochila de Lily y nada más. Sólo quedaban sus juguetes dentro de la mochila, todo lo demás de valor se lo habían llevado los japoneses.
De vez en cuando, sus captores iban a buscarlos para que les explicaran algún diagrama en su ordenador o algún mensaje que el Mago había escrito sobre la Máquina.
Tanaka se mostraba siempre cortés pero seco, sus ojos duros y fríos, con una decisión en ellos que los gemelos sencillamente no conseguían entender.
Sólo una vez Lachlan lo sacó de su ensimismamiento.
—¡Eh, Tank! ¿Por qué estás haciendo esto, tío? ¿Qué hay de tus amigos, como el Mago y Lily?
Tank se volvió hacia él con una mirada de furia.
—¿Amigos? ¡Amigos! La idea de la amistad no es nada comparada con la terrible humillación de un país. En 1945, mi país fue deshonrado, no sólo derrotado en la batalla, sino maltratado como un perro delante de todo el mundo. Nuestro emperador, enviado a nosotros por Dios mismo, el último en la más larga línea de reyes de este planeta, fue humillado delante del mundo entero. Ningún japonés ha olvidado la ofensa.
—Pero Japón es fuerte de nuevo —señaló Julius—. Uno de los países más ricos y avanzados del mundo.
—Los autómatas y la electrónica no devuelven el honor, Julius. Sólo la venganza lo hace. He estudiado esta Máquina durante veinte años, siempre con la venganza en mi mente. En sus corazones, todos los japoneses están conmigo, y se regocijarán cuando nuestra venganza se haga manifiesta.
—Pero estarán muertos —dijo Julius—. Si tienes éxito, la vida desaparecerá de este planeta.
Tank se encogió de hombros.
—La muerte no es muerte cuando te llevas a tu enemigo contigo.
A veces, cuando Tank no estaba, sus guardias japoneses conversaban en presencia de los gemelos, en la creencia de que por ser
gaijin
no entendían su idioma.
En una de tales ocasiones, mientras escribía en el ordenador para ellos, Lachlan, que escuchaba con toda discreción, levantó la cabeza.
—¿Qué pasa? —susurró Julius.
—Están diciendo que acaban de recibir noticias de «su hombre en la unidad de Lobo», un tipo llamado Akira Isaki.
—¿Isaki?
—Sea quien sea, no es leal al Lobo. Está trabajando para estos imbéciles. Acaba de llamar y les ha dicho…, ay, mierda, que Jack West está muerto y que Lobo va ahora hacia el Congo para buscar el segundo pilar. El tal Isaki informará de nuevo cuando eso se acabe y les dirá a estos tipos si deben moverse o no.
—¿El Cazador está muerto? —preguntó Julius—. ¿Tú crees que es verdad?
—No sé qué pensar. Pero sí sé esto: nuestro tiempo es limitado. Es hora de que volemos del nido.
Doce horas más tarde, en plena noche, uno de los guardias japoneses entró para controlarlos.
Un sensor había detectado que una de las ventanas de la biblioteca había sido abierta, pero el sensor de movimiento aún mostraba a los gemelos dentro de la biblioteca, que apenas si se movían, sin duda dormidos.
El guardia japonés abrió la puerta y se quedó de piedra.
La biblioteca estaba vacía.
Los gemelos habían desaparecido.
La única cosa que se movía era el pequeño perro autómata de Lily,
Ladramucho,
que se movía arriba y abajo sobre sus pequeñas patas metálicas y ladraba sin hacer ruido al atónito guardia japonés.
Sonó la alarma y se encendieron los reflectores que alumbraron la zona próxima a la mansión, pero para el momento en que Tank y sus hombres acabaron de buscar a los gemelos en los alrededores, ellos ya estaban sentados en la parte de atrás de una camioneta que se dirigía al este, alejándose de Land's End.
—¿Adonde vamos ahora? —preguntó Julius con el pelo alborotado por el viento.
Lachlan hizo una mueca mientras cavilaba.
—Sólo puedo pensar en un lugar al que ir.
EL COMPLEJO DE LA MINA
EN ALGÚN LUGAR DE ETIOPÍA
11 de diciembre de 2007
Al tiempo que Zoe guiaba a su grupo por la selva del Congo y los gemelos escapaban de la Hermandad de la Sangre japonesa de Tank en Gales, Pooh languidecía en la misteriosa mina de Etiopía, colgado sobre una charca de arsénico en una jaula medieval.
Seis horas después de la sorprendente muerte de Jack West —y desde que su propio hermano, Cimitarra, había abandonado a Pooh para que muriera—, el día de trabajo había finalizado, y los guardias etíopes cristianos a cargo de la mina se llevaron a los mineros etíopes judíos a sus alojamientos subterráneos; mazmorras de paredes de tierra con tablas a modo de camas y harapos por mantas. Un pan mohoso y unas gachas era toda la comida que les daban.
Una vez que los mineros esclavos estuvieron encerrados, los treinta o más guardias cristianos se reunieron alrededor de la charca de arsénico y miraron a Osito Pooh prisionero en la jaula.
Se encendieron antorchas.
Se entonaron cánticos.
Comenzó a sonar un enorme tambor.
Levantaron y prendieron fuego a una gran cruz cristiana.
Entonces comenzó el baile salvaje.
Una vez que se encendió la cruz, apagaron todas las demás antorchas, de tal forma que era la única fuente de luz en la enorme caverna; alumbraba el gran espacio subterráneo con un terrible resplandor naranja que rebotaba en las torres de piedra semihundidas en las paredes de tierra de la mina.
Osito Pooh observaba desde su jaula, horrorizado. Al parecer, esta vez había llegado su hora. Dirigió una triste mirada al profundo agujero en la tierra a unos treinta metros de la charca de arsénico, el agujero donde Jack había encontrado la muerte.
Entonces, con una rechinante sacudida, la jaula de Osito Pooh comenzó a bajar hacia la humeante charca colgada de las cadenas. Al borde de la charca, un par de guardias etíopes manejaban el torno que hacía descender la jaula.
Los demás guardias comenzaron a rezar de prisa. Sonaba como el padrenuestro en latín, y lo rezaban a una velocidad febril:
«Pater Noster, qui es in caelis, santificetur nomen tuum…»
La jaula descendió.
Pooh sacudió los barrotes.
«Pater Noster, qui es in caelis, santificetur nomen tuum…»
La jaula de Pooh sólo estaba a tres metros por encima de la humeante charca de líquido negro.
«Pater Noster, qui es in caelis, santificetur nomen tuum…»
Tres metros, dos con cincuenta…
Osito Pooh comenzó a sentir el calor de la charca, el vapor que se alzaba a su alrededor.
«Pater Noster, qui es in caelis, santificetur nomen tuum…»
Continuó el canto.
Continuó la danza.
Continuó sonando el tambor.
Y la jaula de Pooh continuó bajando.
A medida que bajaba, la mirada de Pooh se apartó de la humeante charca bajo sus pies hacia el grupo de guardias que cantaban y bailaban y después hacia la cruz en llamas que se alzaba sobre todos ellos y, en medio de toda aquella escena infernal, por encima del batir del tambor, creyó oír otro sonido, algo que parecían martillazos, pero no podía ver de dónde provenía y lo descartó.
«Pater Noster, qui es in caelis, santificetur nomen tuum…»
La charca estaba ahora a noventa centímetros por debajo de él, sus asfixiantes vapores lo envolvían. Bañado en sudor, con la muerte a un paso y sin ninguna vía de escape, Osito Pooh comenzó a rezar.
El musculoso guardia etíope que había clavado a Jack West en la cruz horizontal estaba en ese momento dirigiendo la ceremonia del sacrificio, batiendo el enorme tambor con placer.
Sus ojos se agrandaron de deleite cuando la jaula de Pooh llegó muy cerca de la letal charca.
Ahora batía el tambor con más fuerza, incrementando de este modo el frenesí de la multitud… en el mismo instante en que un grueso clavo surgido de la nada surcó el aire y se clavó directamente en su ojo derecho. Los quince centímetros de largo del proyectil atravesaron su cerebro. Muerto en el acto, cayó al suelo, poniendo un brusco final al batir del tambor. Todo se detuvo.
La danza, el canto, el movimiento. Incluso los hombres que hacían descender la jaula de Pooh detuvieron el torno. Silencio.
La multitud de guardias se volvió…
…para ver a un hombre de pie detrás de ellos, junto a la cruz en llamas, fieramente iluminado por el resplandor del fuego, una aterrorizante figura cubierta con su propia sangre: en su rostro, en las ropas y, más obviamente, en la herida vendada con un trozo de tela en la mano derecha.
Recién resucitado de entre los muertos, de debajo de una enorme lápida en la base de un profundo agujero de piedra, había aparecido Jack West Jr., y estaba cabreadísimo.
Si la muerte de Jack West a manos de su propio padre había despertado comparaciones con Jesucristo en las mentes fundamentalistas de los guardias etíopes cristianos, ahora su resurrección los heló hasta el tuétano.
El hecho de que ya hubiera desarmado silenciosamente a cuatro de ellos durante su danza salvaje y ahora empuñara un arma en su mano buena sólo servía para hacerles creer aún más que ese hombre tenía la capacidad de un dios.
Excepto por una cosa.
Jack West Jr. no era un dios misericordioso.
Le había llevado a Jack seis horas, seis largas horas de cuidadosos movimientos y terribles dolores, conseguir liberarse.
Detener la caída de la lápida de piedra había sido algo espantoso.
Cuando habían deslizado la gran lápida al interior del pozo, Jack había pensado de prisa: la única cosa que poseía capaz de soportar el peso de semejante lápida era su antebrazo de titanio.
Por tanto, en el mismo momento en que la lápida se había deslizado a través de la boca del agujero, él había apretado los dientes y tirado con todas sus fuerzas de la mano izquierda artificial. Había aflojado un poco el clavo de sujeción, pero con el primer tirón no consiguió soltarla.
La lápida cayó en el pozo…
…en el mismo momento en que tiraba otra vez del clavo, y esta vez la mano de metal se soltó, con clavo y todo, y mientras la enorme lápida seguía cayendo, Jack hincó el brazo artificial perpendicular a su cuerpo, hizo un puño y encogió las piernas cuando —¡clang!— todo el peso de la lápida golpeó su puño de metal y aplastó dos de los dedos. Pero el brazo aguantó, y la irresistible fuerza de la lápida se encontró con el objeto inamovible del brazo de titanio alzado de Jack.
La lápida se frenó en seco a menos de dos centímetros de la nariz de Jack, y para cualquiera que mirase desde arriba habría parecido que había sido aplastado por la enorme piedra.
Sin embargo, Jack tenía las piernas apretadas en la parte izquierda de su cuerpo mientras su cabeza miraba hacia arriba, la mano derecha todavía clavada en el suelo, a unos pocos centímetros de la superficie de la piedra.
A partir de ahí, lo único que necesitaba era coraje, fuerza y tiempo; coraje para sujetar, con su mano derecha, el clavo que salía de ella; fuerza para cerrar el puño alrededor de la cabeza del clavo y sacarlo del bloque, y tiempo para hacerlo sin destrozarse la mano o morir a causa del choque.
En tres ocasiones había perdido el conocimiento por el esfuerzo, y había permanecido inconsciente no sabía por cuánto tiempo.
Pero después de un par de horas tirando y forcejeando, finalmente había conseguido quitar el clavo y liberar la mano derecha.
Profundos jadeos de hiperventilación siguieron mientras utilizaba los dientes para extraer el clavo de su ensangrentada palma derecha.
Sujeto entre los dientes, el clavo se soltó y la sangre manó por el agujero en su palma. Jack se apresuró a quitarse el cinturón y, valiéndose de los dientes, improvisó un torniquete.