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Authors: Matthew Reilly

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Ciencia Ficción

Las seis piedras sagradas (38 page)

BOOK: Las seis piedras sagradas
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«Cualquier nación africana que participe de la búsqueda recibirá cincuenta millones de dólares sólo por sus esfuerzos. El país que encuentre a los fugitivos y capture al anciano y a la niña pequeña con vida recibirá otros cuatrocientos cincuenta millones de dólares.»

Gracias a los quinientos millones de dólares que pagaban por sus cabezas, tenían a una docena de gobiernos africanos buscando en el lugar más peligroso del planeta.

África.

En esta época de satélites GPS y rápidos viajes aéreos es fácil decir que el mundo es pequeño, pero es en África donde se demuestra que tal afirmación no es cierta.

África es enorme. A pesar de siglos de exploraciones, gran parte de su región central cubierta de selva permanece sin ser pisada por el hombre moderno. Sus territorios exteriores —como Nigeria, con su petróleo, y Sudáfrica, con sus diamantes— han sido desde hace mucho explotadas por las naciones europeas, pero la implacable naturaleza del interior ha desafiado la penetración occidental durante más de quinientos años.

Con el aislamiento viene el misterio, y los misterios de África son muchos.

Por ejemplo, la tribu dogon de Mali. Una tribu primitiva, los dogon han sabido desde hace siglos que la estrella Sirio en realidad es un sistema triple; está acompañada por dos estrellas invisibles al ojo desnudo, estrellas conocidas como Sirio B y Sirio C. Los astrónomos occidentales sólo lo descubrieron a finales del siglo XX con la ayuda de telescopios.

En sus antiquísimas leyendas orales, los dogon también afirman que las estrellas son soles, un conocimiento de hecho asombroso para una tribu primitiva.

Cómo es que los dogon lo saben es uno de los grandes misterios africanos. El caso es que no es la única tribu africana en poseer extraordinarios y antiguos secretos.

En medio de esta inmensa y oscura región de África se encuentra un diminuto país llamado Ruanda. Montañoso y cubierto de selva, apenas si tiene doscientos kilómetros de ancho y podría encajar sin problemas en Connecticut, uno de los estados más pequeños de Estados Unidos.

Por supuesto, el mundo entero sabe ahora que los ochocientos mil tutsis fueron muertos por los hutus en el espacio de un mes en 1994 en una orgía de terribles asesinatos étnicos donde los asesinos utilizaron machetes y garrotes con clavos llamados
masus.
En un mes, el diez por ciento de la población de Ruanda fue borrada de la faz de la Tierra.

Mucho menos se sabe, sin embargo, del sufrimiento de los supervivientes del genocidio: a muchos de los tutsis que no murieron les cortaron los brazos a golpes de machete. Hoy es algo habitual ver a pobladores con medio brazo o sin uno que se ocupan todavía de trabajar en las granjas.

En el último escalón de la pobreza, diezmados por una matanza sin precedentes y sin nada que el resto del mundo quiere comprar, Ruanda ha sido dejada de lado como un feo ejemplo de lo peor de la naturaleza humana. En un continente oscuro, es un agujero negro.

Esa noche, el Freelander estaba aparcado detrás de una iglesia abandonada en el sur de la provincia de Kibuye, cubierto con ramas y una lona sucia.

La iglesia cercana era un espectáculo aterrador. Agujeros de bala y sangre seca cubrían sus paredes. En la década transcurrida desde 1994, nadie se había preocupado de limpiarla.

Zoe estaba en la parte de atrás del edificio, la mirada atenta a la oscuridad, armada con una ametralladora MP-5. El Mago y los chicos se encontraban en el interior de la iglesia.

—Durante el genocidio, los tutsis escaparon a iglesias como ésta —explicó el Mago—. Pero a menudo los sacerdotes locales estaban aliados con los hutus y sus iglesias se convirtieron en jaulas a las que los aldeanos corrían voluntariamente. Los sacerdotes mantenían a los tutsis encerrados con la promesa de protegerlos, al tiempo que avisaban a las temibles patrullas hutus. Se presentaba una patrulla y mataban a todos los tutsis.

Los chicos miraron los sangrientos agujeros de bala en las paredes a su alrededor y se imaginaron los horrores que habían ocurrido en esa misma habitación.

—No me gusta este lugar —comentó Lily con un estremecimiento.

—Mago —dijo desde la puerta Zoe, cambiando de tema con toda intención—. Dime una cosa. ¿Qué significa en realidad todo esto? Si descartamos todo el rollo de los pilares, las piedras sagradas y los vértices subterráneos, ¿de qué va esta misión?

—¿De qué va todo? —respondió el Mago—. El Apocalipsis, el día del Juicio Final, el fin del mundo. En todas las religiones existe el mito del Apocalipsis, ya sea la llegada de los cuatro jinetes o el gran día en que todos son juzgados. Desde que los humanos pueblan este planeta, todos han tenido la idea de que llegará el día en que todo esto se acabe de una manera terrible. Sin embargo, de alguna forma, hemos sido provistos con esta prueba, la mayor de todas, este sistema de vértices construidos por alguna civilización avanzada en un pasado remoto que nos permitirá evitar ese terrible final si estamos a la altura del desafío. Eso me recuerda una cosa: Lily, ¿puedes echarle una mirada a esto, por favor?

El Mago cogió la cámara digital de Zoe y buscó, entre las fotos que había tomado en el primer vértice, la de la placa dorada que habían visto en la pared principal:

—¿Puedes traducir estas líneas? —pidió a Lily.

—Por supuesto, parece una lista, una lista de… ¿Tienes papel y boli?

La niña observó la imagen y escribió la traducción. Cuando acabó, decía lo siguiente:

Primer vértice El gran salón de las vistas

Segundo vértice La ciudad de los puentes

Tercer vértice El laberinto de fuego

Cuarto vértice La ciudad de las cataratas

Quinto vértice El reino de los señores del mar

Sexto vértice El mayor santuario de todos

—Es una descripción de los seis vértices… —señaló Zoe.

—Quizá la más clara descripción del inmenso desafío al que nos enfrentamos —añadió el Mago.

—¿Una ciudad de puentes? ¿Un laberinto de fuego? —susurró Alby—. ¿Qué es un laberinto de fuego?

El Mago también pensó en ello.

—Lily, ¿puedes darme el pilar que cargamos en Abu Simbel?

La niña sacó el pilar de la mochila.

Seguía siendo extraordinario; ya no era nebuloso, sino transparente, con un luminoso centro líquido y la misteriosa escritura blanca en su exterior parecido al cristal.

—¿Reconoces la escritura? —le preguntó el Mago.

Lily observó el pilar con atención… y sus ojos se abrieron como platos. Se volvió para mirar al Mago.

—Es una variante de la Palabra de Thot. Una variante muy avanzada, pero no hay duda de que es Thot. —Leyó la escritura blanca con mucho cuidado. Al cabo de un minuto, añadió—: Parece ser una mezcla de instrucciones, diagramas y símbolos agrupados en fórmulas.

—El conocimiento… —señaló Alby.

—Así es —convino el Mago—. La recompensa por haber colocado con éxito el primer pilar en el primer vértice. Las otras recompensas son el calor, la visión, la vida, la muerte y el poder. Las fórmulas que ves en este pilar cargado son algo así como un conocimiento secreto que nos dan los constructores de la Máquina.

Lily cogió otra hoja de papel y comenzó a copiar la escritura del pilar. Luego, junto con Alby, empezó a traducir.

Zoe se acercó al Mago y señaló a los dos chicos con un gesto.

—Están aguantando muy bien.

—Sí. Es importante mantener sus espíritus animados, porque esto va a ser terrible.

—¿Más terrible que las historias del genocidio ruandés que les has estado contando?

El Mago enrojeció, avergonzado.

—Oh. Sí.

—No importa. Escucha, hay algo más que me preocupa —prosiguió Zoe.

—¿Qué?

—Tú.

—¿Yo? ¿Qué pasa conmigo? —quiso saber el Mago, desconcertado.

Zoe lo miraba con una mirada curiosa y casi divertida. Luego, en respuesta, le mostró un neceser del que sacó unas tijeras y una navaja.

—Oh, no, Zoe… —protestó el Mago con voz débil—. No…

Diez minutos después, el Mago estaba sentado de nuevo con los chicos, sólo que ahora no tenía barba y su larga melena blanca había desaparecido para quedar calvo.

Parecía otra persona; más delgado, más larguirucho.

—Pareces una oveja esquilada —comentó Lily con una risita.

—Me gustaba la barba —declaró él con voz triste.

La niña se rió de nuevo.

—Muy bien, Lily —dijo Zoe, y le mostró las tijeras—. Siéntate en el sillón del peluquero. Es tu turno.

—¿Mi turno? —El color desapareció del rostro de Lily.

Cinco minutos después estaba sentada junto al Mago, también con la cabeza agachada y el pelo muy corto, habían desaparecido las puntas rosas.

Ahora fue el Mago quien se rió.

Alby también.

—Lily, pareces un chico.

—Cállate, Alby —gruñó ella.

—Lamento haber tenido que hacerlo, pequeña —dijo Zoe, que levantó una mano para sujetar su propio pelo—. ¿Quieres cortarme el mío?

Lily lo hizo, y con mirada triste cortó las puntas rosas del pelo rubio largo hasta los hombros de Zoe; deshaciendo el trabajo que habían realizado juntas en tiempos más felices. Cuando acabó, Zoe parecía un roquero punk.

—Venga, es hora de dormir un poco —avisó Zoe—. Mago, te toca la primera guardia. Yo haré la segunda.

Dicho esto, cada uno buscó un espacio en el suelo y, con el Mago montando guardia en la puerta trasera, se acurrucaron para dormir en el interior de la aislada iglesia ruandesa, un lugar que apestaba a muerte.

Lily se despertó sobresaltada cuando una mano le tapó la boca.

Era Zoe.

—Quédate quieta, tenemos problemas.

Con ojos asustados, la niña miró en derredor.

Aún se encontraban en la iglesia abandonada. Cerca de ella, Alby estaba acurrucado en el suelo, sin atreverse a hacer el menor sonido. Al Mago no se lo veía por ninguna parte. A través de una sucia ventana rajada, Lily vio el débil resplandor azul de la aurora…

Una figura pasó por delante del cristal. Un hombre negro vestido con prendas de camuflaje, un casco y armado con un machete.

—Llegaron hace algunos minutos —susurró Zoe. El Mago apareció agachado junto a ella.

—Son cuatro y tienen aparcado un «técnico» a un costado del edificio.

«Técnico» era el nombre que en África le daban a una camioneta con una ametralladora montada en la plataforma de carga.

—Sus uniformes son viejos —añadió el Mago—. Es probable que sean antiguos soldados a los que el gobierno no les ha podido pagar y ahora se han convertido en una banda de asaltantes y violadores.

En la tierra asolada en que se había convertido Ruanda, las bandas rondaban como bestias humanas a la búsqueda de mujeres y niños en las granjas y las aldeas aisladas. Se sabía que habían llegado a aterrorizar ciudades enteras, algunas veces durante una semana o más.

Zoe frunció los labios y después dijo:

—Llévate a los chicos y espera junto a la puerta de atrás. Prepárate para correr hasta el técnico.

—¿El «técnico»?

—Sí. —Zoe se levantó con la mirada atenta y enfocada—. Necesitamos un coche nuevo.

Varios minutos después, el líder de los bandidos llegó a la esquina del frente de la iglesia.

Delgado y musculoso, vestía un harapiento uniforme de fajina con la camisa abierta en el pecho. Su casco, sin embargo, no era el habitual del ejército; era un casco color azul celeste con las siglas «UN» escritas en grandes letras blancas, un horrible trofeo muy considerado por los asesinos de Ruanda: en algún momento, ese hombre había matado a un soldado de la fuerza de paz de la ONU.

El jefe de los bandidos subió a la galería de madera de la iglesia empuñando el machete.

—¿Buscas algo?

Se volvió con la celeridad de un rayo y se encontró a Zoe de pie en la puerta principal de la iglesia en ruinas.

En un primer momento, el hombre se quedó sorprendido por lo que vio: una mujer, una mujer blanca. Luego entornó los ojos con una expresión malvada en el rostro y llamó a sus camaradas en el dialecto local.

Los otros tres llegaron corriendo desde la camioneta y, cuando vieron a Zoe, formaron un anillo más o menos disperso a su alrededor.

Zoe dio un sonoro pisotón en el suelo de madera —la señal para que el Mago y los chicos se marchasen por la puerta trasera— y luego se adelantó para colocarse en el centro del círculo de los bandidos.

Lo que sucedió después ocurrió muy de prisa.

El jefe se abalanzó hacia Zoe en el mismo instante en que ella, a una velocidad vertiginosa, le descargaba un golpe en la garganta.

El jefe cayó de rodillas, ahogado, momento en que los otros tres atacaron, pero en un torbellino de movimientos Zoe le partió las costillas a uno de un puntapié en el pecho, le rompió la nariz a otro de un codazo y golpeó al tercero con el machete del segundo, como si fuera un bate de béisbol, en la entrepierna. El hombre dejó escapar un alarido mientras caía.

Todo acabó en unos segundos y, cuando estuvo hecho, los cuatro ruandeses se retorcían en el suelo delante de la figura de Zoe.

—Habéis tenido suerte —dijo mientras la camioneta frenaba cerca, ahora conducida por el Mago con los chicos en la parte de atrás.

Recogió los machetes de los bandidos y la camisa del líder además de su casco de Naciones Unidas. Después subió de un salto a la camioneta y marcharon a toda velocidad hacia el amanecer.

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