Authors: Dulce Chacón
—¿Y se puede saber por qué me das la más chica?
—Para que tengamos que estar siempre muy juntitos, so tonto.
—Ven aquí, so tonta.
Y la amó.
Y ella le pidió que la mirara.
—Mírame.
Sí, Mateo pensó en Tensi mientras caminaba detrás de Celia, a diez pasos de aquella niña que llevó al puerto de Alicante, que ha dejado de ser una chiquilla y que ya no parece un muchacho.
Cuatro horas de marcha. Cuatro horas para añorar a Hortensia. Cuatro horas para asomarse al abismo de su pérdida, para enfrentarse de nuevo a su muerte, para hacer el amor en una estrella y sentir que le sobra la vida y le faltan los brazos. De no abrazarla. No abrazarla. Y le faltan los labios porque le falta su boca. Besos, caricias y relámpagos. Le faltan. Mírame, aunque yo no te mire. Nunca volverá a mirarla. Nunca. ¿Por qué Tensi está muerta? El monte no es sitio para una mujer. ¿Por qué permitió que bajara a las huertas de El Altollano? Ha de acostumbrarse al dolor. ¿Por qué no supo proteger a la mujer que llevaba un hijo suyo en el vientre? Acostumbrarse, para poder soportarlo. ¿Por qué Tensi está muerta?
El grupo ha llegado ya al campamento, y Celia se da la vuelta. Se dispone a hablar con Mateo. Pero no lo hace. Le mira. Y Mateo huye de su mirada. Y huye de ella. Se dirige a paso rápido hacia las hendiduras que forman las últimas rocas y se esconde entre las piedras. Para ocultar el llanto.
El sol había calentado en exceso la tienda de hule. A pesar del techado de ramas verdes que habían construido sobre ella, el calor en su interior provocaba un sofoco que Celia no podía soportar. Las hijas de El Tordo habían caído ya rendidas al sueño. Ella intentaba dormir. Se secó el sudor que le resbalaba por el cuello y se incorporó para buscar la cantimplora. Le molesta la pistola en el cinto. Querría quitársela, pero no está permitido dormir sin el arma. Es mejor el invierno. Aunque a veces el frío sea insoportable. Recuerda con auténtico espanto las noches de marcha, los pasos hundidos en la nieve, los miembros helados, aun después de aplicarse el linimento para atravesar un río. Pero es mejor el invierno. Tragó agua fresca. Vació el resto de la cantimplora sobre su cabeza y se la colgó en bandolera. Se levantó. Salió de la tienda y buscó el consuelo de una sombra. Su hermano dormitaba tendido junto a su arma bajo el saliente de una roca. Ella se recostó a su lado. También allí se asfixiaba. La piedra que les servía de techo les protegía de los rayos del sol, pero acumulaba el calor, y ardía. El olor del cuerpo de su hermano, que le llegaba en vaharadas con el más mínimo movimiento que hacía, le asqueaba tanto como el suyo propio. Hay que oler a monte, le dijo Mateo la primera vez que pidió jabón, o un poco de colonia.
—A monte, niña, para que no puedan seguirnos el rastro.
Y a monte olían, a monte sucio y sudoroso, pesado, caliente, lento y animal. El cansancio venció a la repugnancia, y Celia se quedó dormida. Habían caminado durante toda la noche. Y el día había sido largo, y hermoso. Fue un día hermoso, sí. Ella se sintió guerrillera, más que nunca, con su fusil al hombro, marchando con la partida de El Chaqueta Negra hacia El Llano. Fue un día hermoso. Tomaron un pueblo en nombre de la República en una operación militar perfectamente coordinada. Todas las partidas de la Agrupación Guerrillera de Cerro Umbría participaron en la invasión. Fue un día de victoria. Colocaron la bandera tricolor en el balcón del ayuntamiento, requisaron la pistola del alcalde, las armas y las municiones del cuartelillo, desvalijaron la caja fuerte del jefe de la Falange local y los vecinos les entregaron cestas repletas de alimentos. Eufóricos de éxito, durante la marcha de regreso al campamento entonaron el himno guerrillero. Caminaron toda la noche, y al llegar a El Pico Montero, llenaron el depósito de aprovisionamiento con el armamento requisado y el acopio de víveres, y volvieron a cantar.
Todos se admiraron al ver cantar a Celia.
—Pero si tenemos aquí a Celia Gámez.
Era El Peque, un jefe de Agrupación que había llegado de Toledo para coordinar la sublevación de los pueblos del interior. Tenía los ojos negros, la sonrisa generosa, fácil, y llevaba sombrero. Los hombres de su unidad le admiraban por su arrojo, pero también le temían. Aplicaba las leyes del monte con el máximo rigor. Y de él decían que no le temblaba el pulso al disparar cuerpo a cuerpo contra el enemigo, y aseguraban que no le temblaría tampoco al ajusticiar él mismo a los traidores. Eso decían. Y Celia pudo comprobarlo durante la ocupación del pueblo, cuando un muchacho gallego anunció en la plaza de la parroquia que deseaba abandonar la guerrilla, que no aguantaba más. El Peque le dirigió una sonrisa, le arrebató el arma que cargaba al hombro y miró a dos de sus hombres. Bastó una mirada. Los dos hombres encañonaron al muchacho y, ante la sorpresa de Celia, se lo llevaron a la calle que daba la vuelta a la iglesia. El Peque los siguió.
Cuentan que El Peque amenazó de muerte al gallego. Si te vas, te mato, dicen que le dijo. Y dicen que su mirada negra traspasó a aquel muchacho. Y que antes de que El Peque le apuntara con su arma, mojó los pantalones.
—Aquí mismo te despacho, tú decides.
Los cuatro hombres regresaron a la plaza. Uno de ellos pasó un brazo por los hombros del chico, otro le dio palmaditas en la espalda. El Peque le devolvió el arma, y sonrió. Nadie había visto nunca ternura en El Peque. Nadie. Nunca. Él la ocultaba bajo una sonrisa irónica, o tras una carcajada, en el preciso instante en que la sentía. Y ante el muchacho gallego de los pantalones mojados sonrió. Pero después de cantar el himno guerrillero en el campamento, aquel amanecer de agosto, la mirada negra de El Peque atravesó a Celia. Y ella sintió su ternura en lo hondo, en lo más hondo. Y para siempre.
Poco después, cuando Celia y las hijas de El Tordo se retiraban a dormir, El Peque las alcanzó de camino a la tienda:
—Cantas muy bien.
—Gracias.
Y al ver que El Peque pasaba junto a ella, Celia detestó oler a monte por primera vez.
—Mejor que la Gámez.
—No exageres.
—No exagero.
Ella se detuvo al llegar a la tienda. El Peque continuó caminando y sin volver la cabeza, agitó la mano para despedirse:
—Que duermas bien.
Pero no puede dormir. No puede. No pudo en la tienda y no puede ahora. Se ha despertado abrazada a su hermano. El calor de los dos cuerpos la ha despertado. Se incorpora. Mira a su alrededor. Todas las sombras están ocupadas. A lo lejos, ve a Mateo, con su fusil en bandolera y un cubo en cada mano. Se levanta, y grita:
—¡Cordobés!
Él se detiene y la espera.
—¿Vas a por agua?
—¿A ti qué te parece?
—Déjame ir contigo.
—Ni hablar.
—Por favor, necesito refrescarme en el río.
No es la primera vez que Celia quiere acompañar a Mateo cuando a él le toca ir al río. Ella sabe que es muy peligroso, por eso no le extraña que Mateo se niegue.
—Te he dicho que no.
—Anda, precioso, que no he visto a un guerrillero más precioso que tú. Mira cómo tengo la cantimplora, seca como un lagarto.
—Pues espérame aquí, que ya te la lleno yo cuando vuelva.
—Venga, Mateíto, no seas malo.
—No te pongas zalamera, chiquilla, y no quieras llegarme a las entretelas, que no me vas a llegar, no lo vas a conseguir por más que lo intentes.
No. No lo conseguirá. Por más que lo intente, Celia no conseguirá convencer a Mateo. Le verá desaparecer en el túnel de zarzas. Después, encaramada en la roca más alta, le verá llegar al río con un cubo en cada mano y su fusil en bandolera. El sabrá que le está mirando. Soltará los cubos. Descolgará el naranjero de su espalda y agachado sobre el lecho del río, tomará agua entre las palmas y la lanzará con fuerza hacia atrás, por encima de su espalda. Y sonreirá, sin que la chiquilla pelirroja le vea sonreír. Para ella, sonreirá.
Así le verá Celia por última vez, salpicando el agua hacia su espalda. Para ella.
El abrazo de su hermana despertó a El Chaqueta Negra. Se dio media vuelta y vio cómo Celia charlaba con Mateo. Cerró los ojos. El calor sofocante le impedía conciliar de nuevo el sueño pero intentó volver a dormir. Recuperar a Pepita, ver cómo le resbalaba un mechón de la frente. Apretó los párpados. En sus ojos cerrados buscó a Pepita. Sus caderas se contoneaban en la casa de Ave María. La vio caminar hacia la cocina. Las flores de su vestido iban cayendo al suelo al ritmo de sus pasos. Sus zapatos estaban mojados. Jaime abrió los ojos. Sacudió la cabeza. Se secó el sudor de la frente y optó por levantarse. Hizo una ronda por los puestos de guardia, rechazando la visión de las flores marchitas en el suelo. Al llegar a la roca que ocupaba El Tordo, le ofreció un cigarro.
—¿Hace un cigarro?
—Hace.
Fumar a la luz del día requería una pericia que ambos dominaban. Ocultaban las brasas en la palma de la mano y expulsaban el humo poco a poco, dispersándolo en el momento mismo de exhalarlo.
—Hay que ir a la estafeta, esta misma noche te acercas.
—¿Has visto eso?
—¿El qué?
—Ese brillo, detrás de aquel árbol.
—Yo no veo nada.
Los dos hombres compartían una misma preocupación. Durante la toma del pueblo, un guerrillero de El Llano les había informado de que su enlace de Guadarrama había ido a Soto del Real a comprar víveres y no había regresado.
—No sé, pero no me da buena espina. A Soto era la primera vez que iba. Si no llega esta noche a Guadarrama, mañana os dejo aviso en la estafeta y os vais del cerro echando leches.
Los que suministraban a la guerrilla tenían la consigna de comprar en distintas tiendas y en distintos pueblos, para no levantar sospechas al adquirir alimentos en exceso.
—¿Conoce la situación del campamento?
—Perfectamente, su hijo está con El Tordo. Antes de que tú llegaras, subía ella misma con un burro. Me da a mí que la han trincado. Y esa mujer nos tiene dicho que no resistirá la tortura.
El guerrillero de El Llano no se equivocaba. El tendero de Soto del Real se extrañó al despachar las viandas, demasiadas para una sola familia, pero no avisó a la Guardia Civil. Sin embargo, el boticario dio parte en el cuartelillo, después de cobrarle el kilo de bicarbonato que le había pedido. Y la enlace de Guadarrama no resistió la tortura.
—Parece que allí brilla algo, detrás de aquel árbol.
Sí, algo brillaba detrás de un árbol. Jaime atisbó la lejanía, el breve movimiento de los matorrales que circundaban el cerro aumentó su alarma:
—¡Mira!
El Tordo hizo visera con la mano para mirar en círculo:
—No corre ni gota de aire, ¿qué coño es eso? Alguien está moviendo los matojos.
—¡Despierta a todo el mundo! Hay que largarse de aquí.
En ese instante, la luz del sol reverberó en el charol de un tricornio. Y luego en otro.
Y en otro.
Y en otro.
Los números de la Benemérita se acercaban al río, donde Mateo salpicaba agua hacia atrás.
Celia vio cómo los civiles cercaban a Mateo. Gritó su nombre:
—¡Mateo!
Mateo alzó la mirada. En un instante supo que estaba perdido. En un instante supo que debía alertar al campamento, y cómo hacerlo. Echó mano al naranjero. Y supo, en un instante, que a él no le cogerían con vida. El disparo del naranjero de El Cordobés desconcertó a la Guardia Civil. Los que aún estaban agachados se pusieron en pie. Los que aún se ocultaban descubrieron su posición.
Un disparo.
Celia reconoció el sonido del naranjero de Mateo, mientras alguien tiraba de su brazo para obligarla a bajar de la roca.
Un disparo, un solo disparo bastó para despertar a los guerrilleros que aún estaban durmiendo.
La Guardia Civil fotografió el cadáver de Mateo, y el de cada uno de los guerrilleros que murieron en El Pico Montero, y expuso las fotografías en los escaparates de las tiendas de todos los pueblos de El Llano. Seis hombres. Y una chiquilla. Los rumores que corrían señalaban la trampa en la que caerían los que reconocieran a sus muertos. Sólo unos pocos confiaban en que les entregarían los cadáveres, y no serían detenidos ni interrogados. Los demás miraban los retratos procurando controlar la emoción para que su rostro no les delatara al conocer la muerte de los suyos. Miraban. Guardaban silencio y se alejaban sin un gesto de dolor, sin una lagrima.
En casa, a escondidas, llorarán. Rezarán por ellos a escondidas. No hay duelo si no hay difunto. No encargarán ninguna misa, ningún responso, ningún funeral para sus muertos. Sus muertos no les pertenecen. No se pondrán de luto. Y no habrá redoble de campanas.
—No vayas.
Era un ruego inútil, y doña Celia lo sabía. Pero volvió a rogar:
—No vayas.
Los rumores habían llegado a la pensión Atocha. Pepita estaba recogiendo las migas de pan negro en su bolsita de terciopelo cuando el sepulturero llevó la noticia. Dicen, dijo, que detienen a todo el que reconozca a algún muerto y que a una mujer se la llevaron porque aseguró que ningún retrato era de El Chaqueta Negra. Un guardia civil la cogió del brazo y no dejó de empujarla hasta que llegaron al cuartelillo. Ahí dentro me vas a decir cómo tiene la cara ese bandolero y por qué lo sabes tú.
—¿Y era El Chaqueta Negra?
—No sé, nadie lo sabe, y digo yo que el que lo sepa se cuidará de ir diciéndolo.
Cuando se vaya el sepulturero, Pepita le pedirá a doña Celia que cuide de Tensi mientras ella se acerca a ver esas fotografías.
—No vayas.
Pepita no atenderá al ruego de doña Celia, aunque doña Celia insista:
—No vayas.
Saldrá de la pensión Atocha. Cerrará la puerta sin escuchar la voz que sigue implorando:
—No vayas.
Irá.
Va a tomar el mismo tren que la llevó hacia Jaime Alcántara cuando se llamaba Paulino. Y en la estación de Delicias, recordará los besos que se dieron.
Algas.
Subirá al último vagón, y se sentará en el último asiento sin advertir que en el primero se acomoda Reme aferrada al brazo de Benjamín.
Viajará asomada a la ventanilla, sudando sin notar calor, apretándose las manos sin sentir sus dedos, mirando sin ver un paisaje de mediados de agosto, amarillo y doliente.
Bajará al andén donde un día pisó sangre sin saber que la pisaba, y se dirigirá hacia el escaparate más próximo sin mirar atrás. Sin ver que Reme ha descendido del tren sujetándose el vientre, ni que Benjamín la lleva por los hombros y pregunta al jefe de estación por el aseo, porque Reme está enferma.