Authors: Dulce Chacón
—Pero es que se quieren llevar a otra.
—Por el amor de Dios, déjeme en paz.
La Zapatones volvió a insistir. Y doña Antoñita intentó resbalar de los brazos de don Fernando.
—¡Que se le cae, que se le cae! ¿No está viendo que se le cae?
Sin más contratiempos, los dos falangistas franquearon la puerta de salida llevándose a las dos presas. Reme y Tomasa sonrieron al ver cómo se alejaban sus compañeras, caminando despacio. La chivata les vio sonreír.
Ya en el exterior, cuando se encontraban en la esquina de la calle Alcalá, lejos de la prisión, el más joven de los hombres acarició el cabello de la niña pelirroja:
—¿Qué le ha pasado a tu pelo, chiqueta?
Aún seguía desmayada la artista.
Los dos uniformes de Falange que Reme confeccionó para la fuga de Sole no fueron las únicas prendas que sacó a escondidas de los sótanos de la prisión. No fueron las únicas, ni fueron las primeras. Hacía tiempo que el taller de Ventas aprovisionaba de ropa de abrigo a la guerrilla. Reme había descubierto la forma de engañar a la funcionaria que contaba la tela, el hilo y el tiempo que se empleaba en confeccionar una pieza. La funcionaria vigilaba el primer corte y estaba presente mientras cosían la primera prenda. Después entregaba el material calculado para las restantes y se limitaba a recorrer el taller de un lado a otro sin prestar mucha atención a las operarias. El truco consistía en cambiar de posición los patrones en el corte de tela. Las cortadoras entregaban a las maquinistas tres piezas, de donde la funcionaria había calculado que saldrían dos. Coser más aprisa, apurar el hilo y esconder la tercera prenda bajo la propia ropa en el primer despiste de la funcionaria era sólo cuestión de habilidad. Y la habilidad se adquiere con la repetición de los actos. Mantas, camisetas, pantalones, toda clase de prendas abultaban los refajos de las presas cuando salían del taller. La pericia de Reme señalaba que habían sido muchas las que había escondido bajo sus faldas. En cambio Tomasa las manipulaba con torpeza. La extremeña de piel cetrina se había incorporado al taller al saber que los sótanos de Ventas se habían convertido en un punto de apoyo a la guerrilla. Aprendió deprisa, escatimaba el hilo en las piezas destinadas al ejército y usaba el que hacía falta para asegurar las prendas que abrigarían a los hombres y a las mujeres del monte, pero aún era incapaz de esconder nada sin exponerse a que la descubrieran. De forma que, cuando acababa de coser una prenda, se la entregaba a Reme.
—Reme, Reme.
—¿Qué?
—Toma.
Era el Día de Difuntos. El día en que Reme y Tomasa se encontraron más solas que nunca cuando regresaron a la galería número dos derecha, en fila, en silencio y orden desde el taller de costura. Dos mantas ensanchaban los refajos de Reme.
—Hoy se nos ha dado bien.
—Sí, se nos ha dado bien.
El tono de sus voces denotaba que las dos mujeres intentaban ocultar su tristeza. La añoranza que sentían por sus compañeras añadía confusión a la congoja que ambas descubrieron al verlas marchar. Alegría, sí, sintieron una profunda alegría al observar cómo alcanzaban la puerta de salida.
—Mira, Reme, ya han abierto la puerta de la jaula.
—Y ya salen, Tomasa, ya salen.
Reme y Tomasa se emocionaron al verse libres, también ellas, por un momento. Libres, al verlas liberadas. Pero después, la libertad de sus compañeras aumentó el cautiverio al que regresaron cuando se dieron la vuelta y caminaron solas hacia el patio.
Solas.
—¿Tienes hambre?
—Claro que tengo hambre, ¿cómo no voy a tener hambre, carajo?
Tristes.
Tomasa piensa en sus hijos. Siempre que está triste, piensa en sus hijos, arrastrados por la corriente río abajo.
—Reme.
—¿Qué?
—¿Tú sabes si todo lo que se lleva el río aparece luego en el mar?
—Todo lo que se lleva la corriente está en el fondo del mar.
Esa misma noche, en la reunión de Partido en la habitación de los lavabos, Tomasa y Reme debían incorporarse a una nueva familia. Como Reme recibía paquetes y Tomasa no, buscaron un grupo que ya estuviera compensado. Se sumaron al de cuatro presas en el que sólo dos de ellas recibían comida. Era la familia de la mujer que lloraba el día de la Merced por no haber reconocido a sus hijas. Reme le preguntó su nombre.
—Josefina.
—¿De dónde eres?
—De Gijón.
Y Tomasa le preguntó por el mar.
Reme y Tomasa abandonaron su espacio en el pasillo central, y se acomodaron en el interior de la celda que ocupaba su nueva familia junto a otro grupo de seis presas. En el momento en que Josefina les mostraba las dos baldosas que les correspondían a cada una, la voz de La Zapatones llamó a recuento. La funcionaria había pasado el día esperando el regreso de Elvira. Pendiente del registro de entradas, iba y venía, y contaba una y otra vez a las presas, como si al contarlas pudiera suceder que la niña pelirroja apareciera.
Pero Elvira no regresará jamás a la prisión de Ventas.
No.
La Zapatones no sabe que Elvira no regresará. No sabe tampoco que la orden de traslado de Sole fue una artimaña. Ni sabe que doña Antoñita Colomé no se desmayó nunca. Inicia de nuevo un recuento a deshora, y tuerce el gesto al llegar a Tomasa.
—¿Cuándo traen a Elvirita?
La Zapatones no contesta, y ella repite la pregunta:
—¿Cuándo traen a Elvirita?
La insistencia de la extremeña de piel cetrina aumenta la inquietud de la funcionaria. Tomasa lo sabe. La mira a los ojos y espera en silencio con la aviesa intención de preguntar de nuevo si no obtiene respuesta. La Zapatones le mantiene la mirada y antes de que llegue a retirarla, una voz a su espalda llama su atención:
—La hermana María de los Serafines dice que haga el favor de ir a su despacho.
Es Mercedes. Sus palabras no piden un favor, ordenan.
La orden de La Veneno estremece a La Zapatones. Tomasa aprecia el temor en el rictus de su boca. El peinado de Arriba España se gira en la cabeza erguida que se da la vuelta.
—¿Qué?
—Le llama a Dirección la hermana María de los Serafines.
Las presas de la galería número dos derecha verán marchar a La Zapatones mirando al frente. Será la última vez que la vean.
La Zapatones no volverá a hacer sonar sus llaves cuando cierre las puertas metálicas del pasillo central. No volverá a mostrar un caramelo amarillo entre sus labios rojos cuando vigile a las internas en el patio. Ni volverá a murmurar en voz baja la letanía que masculla en el locutorio, el último parte de guerra. No volverá a repetir su desprecio, una y otra vez, mirando a los familiares y a las presas. Cautivo y desarmado el ejército rojo.
Nadie volverá a ver a La Zapatones en la prisión de Ventas.
Y nadie preguntará por ella.
Las primeras jornadas en Cerro Umbría supusieron para Elvira el mayor reto al que se había sometido jamás. Ella, y sólo ella, debía demostrar a Mateo que su hermano no había cometido una locura. El primer día, y a pesar de las reticencias de Mateo, fue sólo disfrutar del primer día.
—Has estado a punto de reventar la operación, los intereses personales deben quedar fuera de esta historia, parece mentira que todavía no sepas eso, coño.
—Tú hubieras hecho lo mismo, Mateo, no me jodas. Tú hubieras hecho lo mismo, y lo sabes.
—A lo mejor lo sé y a lo mejor no lo sé. Pero lo que tengo por seguro es que esto le va a costar caro a la chiquilla. Deberías dejar que se la lleve Amalia.
—Ni hablar, se queda conmigo.
Sentados sobre una roca, con sus armas entre las rodillas, los dos hombres fumaban un cigarrillo mientras aguardaban a que Sole y Elvira se cambiaran de ropa. Ellos ya habían cambiado las suyas, los uniformes de falangistas los llevaban guardados en los macutos. Amalia permanecía de pie. Separada unos metros de la roca, les daba la espalda apoyada en su bastón mirando abstraída a la lejanía. Acababa de decirle a Jaime que Pepita había ido a buscarla a la puerta de Ventas.
—Fue a preguntarme por ti.
—¿Cómo está?
—Preocupada.
—¿Sabe que he vuelto?
—Lo adivina. ¿Quieres que se lo digan?
—No.
Mantenerla al margen. Jaime quiere mantenerla al margen. Desde que supo que la carta que le envió desde Francia la llevó a los sótanos de Gobernación, no ha vuelto a escribirle. No la pondría en peligro nunca más.
—Cuando todo esto acabe, iré a buscarla.
Mateo les escuchaba pensando en su hija.
—Y yo iré a por mi hija.
—La llevaba en brazos.
—¿Cómo es?
—Preciosa.
Las mujeres no tardaron en llegar junto a ellos. Vestían pantalones y cazadoras demasiado grandes para su tamaño. La sonrisa luminosa de Elvira contrastaba con el gesto preocupado de Sole. Amalia se dio la vuelta al oírlas llegar, su madre se acercó a ella y la abrazó de nuevo, con idéntico dolor al que sintió cuando la estrechó en la esquina de Alcalá con Manuel Becerra, donde Amalia esperaba a los fugados para acompañarles al cerro.
—¡Cómo te han dejado, hija!
—Estoy bien, no hacen falta dos ojos para ver. Y la pierna no me duele. ¿No has visto cómo he subido hasta aquí, madre? Anda, vamos.
Elvira giraba sobre sí misma para mostrar su indumentaria a su hermano:
—Mira, Paulino. ¿Parezco un muchacho?
Sí, parecía un muchacho.
—Ya no me llamo Paulino.
—¿Ah, no?
—No.
—¿Y cómo te llamas?
—Jaime, ¿te gusta?
—Jaime. Sí, es bonito.
Después de quedarse pensativa un momento, se dobló los puños de la chaqueta y sin perder la sonrisa preguntó:
—¿Y yo me sigo llamando Elvira?
Amalia dobló los puños de la chaqueta de su madre mientras se dirigía a Jaime Alcántara, que se calzó su gorra de visera.
—La partida de El Tordo os espera en el punto de encuentro de El Pico Montero, a las doce.
—¿Cuántos son?
—Diecisiete.
—Demasiados, habrá que hacer dos grupos.
El Chaqueta Negra había llegado desde Toulouse con dos cometidos. Uno, liberar de inmediato a Soledad Pimentel, antes de que el enemigo descubriera que pertenecía a la dirección del Partido en Salamanca, y enviarla con su hija a Francia a fin de evitar riesgos a la cúpula salmantina. El segundo, reorganizar la guerrilla y constituir la Agrupación Guerrillera de Cerro Umbría. Todos los partidos de la izquierda española en el exilio habían unido sus fuerzas en un bloque antifranquista, la Unión Nacional Española, que obligaría a los aliados a intervenir cuando acabara la guerra en Europa, para ello era necesario organizar un auténtico Ejército Guerrillero que demostrase que en España continuaba la lucha armada.
—Todavía estás a tiempo de pensar lo de Elvira, deja que se la lleve Amalia.
—Ya te he dicho que se viene conmigo, Cordobés.
Elvira temió que la insistencia de Mateo venciera sobre la decisión de su hermano de llevarla al cerro. Desde que salieron de Ventas, desde que comenzaron a caminar hacia la calle Alcalá, Mateo no había dejado de insistir en que llevarse a Elvira al cerro era una locura. Amalia estaba de acuerdo con él, y ya en el primer momento propuso que la niña pelirroja se quedara con ella en Galapagar.
—La casa de Galapagar es de confianza. Allí estaría segura, y tú podrías bajar a verla de cuando en cuando.
Pero Jaime no se dejó convencer. No volvería a abandonar a su hermana.
—Ella se viene conmigo. No insistáis. Tú ve a Galapagar, y no salgas de la casa hasta que bajemos a tu madre. Si no hay contraorden, de hoy en tres meses nos veremos allí.
La niña pelirroja respira aliviada. Se coloca a la izquierda de Jaime y le da la mano:
—Yo me voy con él.
Sole y Amalia volvieron a abrazarse. Se despidieron diciéndose la una a la otra No te preocupes por mí. Sole permanecerá tres meses en Cerro Umbría, un periodo conveniente antes de emprender su huida a Francia. Su hija se esconderá durante ese tiempo en el punto de apoyo de Galapagar. Allí acudirán dos camaradas que las ayudarán a burlar la frontera atravesando a pie los Pirineos.
En el momento en que madre e hija deshicieron el abrazo, Jaime le pidió a Amalia que hiciera algo por él. Temía que, tras la fuga de Elvira, tomaran represalias contra su abuelo.
—Haz que lo saquen de Madrid.
—No te preocupes, yo me encargo.
—Que regrese a Pamplona.
—De acuerdo.
Amalia comenzó a bajar del cerro despacio. Y los demás comenzaron a subir.
Eran las seis de la tarde del día dos de noviembre de mil novecientos cuarenta y dos.
Había comenzado a llover.
A Mateo no le gustaba que las mujeres estuvieran en el monte. Toleraba a Sole porque se marcharía pronto, y porque Elvira le había contado que ella fue quien atendió a Hortensia en el parto. Y aceptaba a la chiquilla pelirroja porque había demostrado que era valiente, como su hermano, y porque había aprendido a manejar las armas como un hombre. Él mismo la había adiestrado, le enseñó a disparar con su naranjero y a distinguir el sonido de las armas. Podría manejar cualquiera, aunque ella prefería su pistolita, una pequeña pistola que llevaba al cinto. Además, tenía formación política, mucho más avanzada que la mayoría de los guerrilleros de la partida. En la cárcel había aprendido todo lo que sabía de política. Y en la escuela de campaña daba clases a los hombres que no sabían leer ni escribir. Era lista, a los dieciséis sabía más que muchos que mueren de viejos. Y era fuerte. No había tardado ni un mes en curarse de la fiebre que le subía por las tardes, y casi se había curado también de la tos que se trajo de Ventas. Respiraba el aire del monte con ansia y aunque parecía una mocosa, cargaba con el macuto y el fusil y no se quejaba nunca en las marchas. Ni siquiera tropezó una sola vez cuando debían caminar de espaldas en la nieve para despistar con las huellas. Pero era mujer, aunque pareciera un muchacho, y las mujeres no deben andar como gatas salvajes por el monte. Mateo aceptaba a Elvira porque era hermana de El Chaqueta Negra. La aceptaba, porque le hablaba de Tensi.
—Háblame de Tensi, Elvirita.
—¿De la madre, o de la hija?
—De las dos.
—Tu hija tiene los ojos más azules que el cielo. Y Hortensia nunca te llamaba Cordobés, ni Mateo, ella te llamaba Felipe.