Authors: Dulce Chacón
Cuando Mateo le pedía que le hablara de Tensi, Elvira siempre le decía que su mujer le llamaba Felipe. A él le gustaba recordar a Hortensia escuchando a Elvira.
Sí, toleraba a Elvira, porque le hablaba de Tensi. Porque cuando la chiquilla pelirroja pronunciaba el nombre de su esposa, y después el suyo, él se emocionaba al sentir que los reunía por un instante. Hortensia. Felipe.
Pero era mujer, y las mujeres no deben vivir como alimañas en el monte. El Chaqueta Negra no debió traerla, y lo sabe. Por eso la deja a su cuidado cuando la partida realiza una acción, como ahora. Centinela le ha dicho que es, y la chiquilla se lo ha creído. A él no puede engañarle, la excusa de que Elvira no ha participado jamás en un secuestro no es suficiente. Siempre hay una primera vez. Tampoco sirve que diga que es demasiado joven, en la partida de El Tordo están sus dos hijas, ninguna pasa de los dieciséis y nunca se quedan a guardar el campamento. Pero El Chaqueta Negra trata a su hermana como si fuera todavía la niña que dejaron en el puerto de Alicante, y esta chiquilla dejó de ser una niña al salir por la puerta de la prisión, o a lo mejor al entrar, quién lo sabe. Es una mujer, y por eso no debió traerla. No. No debió traerla.
El Pico Montero era un conjunto de rocas rodeadas de zarzas que coronaban un cerro. La formación en círculo de las piedras formaba en su interior una explanada que la guerrilla utilizaba como campamento base, y a pocos metros de las zarzas, bajo un pequeño canchal, una profunda grieta de una roca les servía de depósito de aprovisionamiento, donde almacenaban armas, municiones y propaganda. El Chaqueta Negra instaló allí su cuartel general; de allí se había marchado con la partida de El Tordo a realizar el secuestro del recaudador de la Fiscalía de Tasas de El Altollano; y allí aguardaban Elvira y Mateo su regreso. Mientras esperaban, ella lavaba su ropa, y él la miraba. La chiquilla pelirroja había cavado un hoyo en el suelo, lo forró con una piel de oveja y lo llenó de agua. Agua clara, y nada más. El jabón estaba prohibido, a fin de evitar la tentación de usarlo en el río y que la espuma pudiera delatarlos. Mateo acababa de enterrar las latas vacías de las sardinas que les habían servido de alimento para todo el día. Se acercó a ella con la intención de pedirle que le hablara de Tensi. Pero al ver la energía con la que restregaba un pantalón, le habló de la suerte que tendría el hombre que se casara con ella.
—¿Por qué?
—Porque lo llevarás siempre la mar de limpio, chiquilla.
—Si te crees que yo voy a casarme para llevar limpio a mi marido estás tú bueno. El que quiera ir de limpio que se lave su ropa. No has aprendido nada de la República, Mateo, los tiempos de los señoritos se acabaron.
—Tú sí que estás buena, y eso sí que era un Gobierno de señoritos. No sé qué carajo me habían de enseñar a mí.
—Que los hombres y las mujeres somos iguales, a ver si te enteras.
—¿Iguales para qué, para lavar la ropa?
—Y para votar, por ejemplo, que para algo nos dieron el sufragio.
—Pero qué tendrá que ver una cosa con la otra, las mujeres no sabéis discutir, os escapáis por la rama aunque no haya ningún árbol cerca. Me he confundido, era un Gobierno de señoritas, y por eso os dieron el sufragio. Señoritas cagadas de miedo.
—¡Qué burro eres, Cordobés! ¡Qué burro!
Mateo se dio media vuelta y se alejó del recuerdo de Hortensia sin haberla recordado. Elvira era mujer, aunque pareciera un muchacho, y no se puede hablar con una mujer sin perderse en mitad de la conversación. Y menos, de política. Las mujeres quieren saberlo todo y se quedan en querer saberlo. En unos minutos volverá a ratificarse en su idea, cuando El Chaqueta Negra regrese con la partida y diga que los hermanos del recaudador se negaron a pagar el rescate. Elvira se acercará a Mateo y le preguntará:
—¿Qué ha pasado?
—Nada, lo han ajusticiado.
—¿A quién?
—¿A quién va a ser, chiquilla? ¿No han ido a raptar al de la Fiscalía de Tasas?
Mateo percibirá un leve temblor en los labios de Elvira, cuando ella quiera saber quién lo ha matado y él le diga que cualquiera.
—Uno u otro, qué más da. Le han pegado tres o cuatro tiros en la cabeza allí mismo y asunto terminado.
Ella preguntará quién es el que ha tomado esa decisión. Él contestará que esas decisiones no se toman.
—Las reglas son las reglas. Si no pagan, no pagan. De nada servirá que Mateo intente explicarle a Elvira que ellos no raptan a cualquiera:
—A ver si te crees que era un corderito, ese hijo puta se dedicaba al estraperlo. A cuenta de la Fiscalía de Tasas, se ha llenado los bolsillos con el hambre de los pobres.
No. No servirá de nada. Elvira continuará con el horror en la cara. Y Mateo la dejará por imposible. Le dará la espalda y se dirigirá a la tienda de hule donde El Chaqueta Negra se ha reunido con los hombres para plantear su próxima acción. Mirando hacia atrás, a Elvira, levantará los hombros, agachará la cabeza y, mientras resopla, hará un ademán de desaliento apartando el aire con la mano a la altura del oído como quien ahuyenta una mosca. Definitivamente, con las mujeres no se puede hablar de política.
La noche acompaña los pasos de dos hombres y dos mujeres que se dirigen en silencio hacia la casa donde Amalia espera a su madre. Caminan los cuatro buscando el abrigo de los matorrales, ocultándose del resplandor de la luna. El Chaqueta Negra encabeza la marcha, seguido de Sole y de Elvira, y la cierra Mateo. Esparcidas por el suelo y colgando de algunas ramas de los escasos árboles, numerosas cuartillas destacan su color blanco.
—Mira.
Mateo apremia a la comadrona de Peñaranda de Bracamonte, le ordena que continúe andando y que guarde silencio. En el tono de su voz se adivina un reproche. En las marchas está prohibido hablar, terminantemente prohibido. Jaime gira la cabeza hacia ellos y se lleva el índice a los labios. Se encuentran ya a las afueras de Galapagar. El Chaqueta Negra descuelga de su hombro el fusil y observa a lo lejos la primera casa de la derecha, a unos diez metros de un pajar. Busca la señal luminosa que les indica que pueden acercarse. Sí, la luz parpadea dos veces. Permanece encendida y vuelve a parpadear. Corren los cuatro con sigilo, uno detrás de otro, y se esconden bajo el techado del pajar. Desde allí, Jaime emite el sonido de un búho. Al cabo de unos instantes le responde una abubilla.
Sólo cuando entren a la casa, Sole mostrará un papel que ha recogido de un árbol y volverá a decir:
—Mira.
Será después de que haya abrazado a su hija y haya comprobado que la lesión de su pierna ya no la obliga a cojear, y después de que Elvira haya preguntado por su abuelo y Amalia le informe de que se encuentra bien:
—Está en Pamplona, en su casa. Tuvo una bronquitis muy fuerte, pero ya se ha curado. El Socorro Rojo se encarga de él.
Entonces Jaime leerá el papel que Sole le ruega que mire, una de las miles de octavillas que el ejército ha arrojado en los montes, donde se asegura el perdón a los huidos que se entreguen y no tengan manchadas las manos de sangre y un entierro en suelo sagrado con rito cristiano a los demás.
—En Asturias hicieron lo mismo, en el treinta y nueve. Muchos creyeron estas promesas.
Pero la contraofensiva está en marcha. La guerrilla de El Llano se ha encargado ya de repartir unos folletos donde se informa de la suerte que corren los que se entregan. Toda la red de enlaces está implicada en la labor de disuadir a los que alberguen la más mínima duda. Así se lo dice Amalia a su madre para tranquilizarla.
—La gente sabe que los panfletos que han sembrado en el monte están llenos de mentiras. No te preocupes, madre, y ven a cenar.
La toma del brazo y la invita a pasar con los demás a la cocina.
—Os he preparado judías con chorizo, como a ti te gustan.
Colgado sobre el fuego, un caldero humea. Elvira se acerca al hogar y aspira el aroma de las judías con chorizo mientras se calienta las manos en las llamas. Mateo la sigue como si el olor fuera una cuerda que tirara de él y le arrastrara hacia el guiso.
—Cena caliente.
Cenarán caliente. No recuerdan siquiera la última vez que cenaron caliente.
—También hay pan, pan tierno.
En la mesa, una hermosa hogaza de pan espera a los que acaban de llegar. Mateo se sienta el primero. Se anuda una servilleta al cuello dispuesto a saborear las judías sin esperar a que los demás tomen asiento. Amalia le llena el plato hasta el borde y él moja trozos de pan. Suspira, y se chupa los dedos.
Durante la cena, los dos camaradas que habían llegado por la mañana para acompañar a Sole y a Amalia hasta Francia pondrán al corriente a sus compañeros del optimismo que respira la izquierda española en el exilio. La Unión Nacional Española contempla la posibilidad de una invasión a través de los Pirineos.
—Hasta los católicos, los monárquicos y los carlistas se han integrado en la UNE bajo el lema «Todos contra Franco y la Falange». Cuando caigan Hitler y Mussolini, las potencias democráticas no consentirán un país fascista en Europa y nos ayudarán a echar a Franco.
—Y será pronto, muy pronto. En cuanto acabe la guerra, volvemos a la República.
Con el ánimo dispuesto a creer en la recuperación de la República, Jaime, Mateo y Elvira llenarán sus macutos de provisiones. El de Elvira irá repleto de mantas, confeccionadas en la prisión de Ventas, y los de Mateo y Jaime llevarán la comida que han abonado generosamente a su enlace. Esa misma noche, cargarán con ellos hasta el campamento. Amalia y Sole despedirán a sus compañeros y partirán poco después hacia Francia con los dos camaradas que les servirán de guías.
No todas las despedidas son tristes.
No hubo tristeza en aquella despedida. Cuando caiga el fascismo en Europa, Sole y Amalia regresarán. El bloque de la izquierda española en el exilio hará posible el regreso. Y volverán a verse.
—Volveremos a vernos.
—Salud, camaradas.
—Salud.
—Hasta pronto.
—Hasta muy pronto.
—Hasta la República.
Sole ha levantado el puño para despedirse nombrando la República. También los demás lo levantan y contestan al tiempo:
—¡Hasta la República!
Pero no volverán a verse. Sole y Amalia no volverán a ver a Jaime, ni a Elvira, ni a Mateo. Jamás regresarán de un viaje que emprenderán con la esperanza de volver. Jamás regresarán de una huida que las llevará al otro lado de la frontera atravesando a pie los Pirineos. El entusiasmo les hará creer muchas veces que es posible el regreso. Pero Sole y Amalia no regresarán.
No.
Nunca regresarán.
Nunca.
El peso del macuto de Elvira obliga a la chiquilla a caminar despacio. Las mantas que Reme y Tomasa envían desde la cárcel arquean su espalda. Aunque no ha apreciado el cansancio hasta ahora, sus piernas pierden vigor. Siente la fatiga en el jadeo de su respiración y en el sabor a sangre que le llena la boca. Debería detenerse, aspirar una bocanada de aire que libere la angustia de sus pulmones, pero sabe que no es conveniente retrasar la marcha. Es necesario caminar deprisa, alcanzar el túnel horadado en las zarzas que rodean El Pico Montero antes de que el frío forme escarcha en el suelo y puedan detectarse las pisadas en las cercanías del campamento. Debe apresurar el ritmo. Caminar más aprisa. Más. Un golpe de tos alerta a Jaime. Aún no están a distancia suficiente de Galapagar. Aún se encuentran demasiado cerca. Es peligroso toser. Cualquier ruido es peligroso. El Chaqueta Negra se detiene y espera a su hermana, que camina a unos diez metros de él, separada otros tantos de Mateo. El ladrido de unos perros a lo lejos llega al tiempo que otro acceso de tos. Elvira se tapa la boca con las dos manos y cae al suelo.
—Cordobés, coge su macuto.
Los ladridos de los perros no cesan. Ahora se han sumado otros perros.
—Deprisa.
Jaime habla con el tono de voz más bajo que le es posible. Saca su pañuelo del bolsillo y se lo mete en la boca a Elvira.
—¿Puedes respirar?
La chiquilla pelirroja asiente con la cabeza.
—Cuando dejes de toser, te lo sacas.
Levantándose del suelo, Elvira vuelve a asentir. Su hermano ladea la cabeza, atento a los ladridos que no cesan. Señala la cavidad de una roca e indica a Elvira y a Mateo que le sigan. Al tiempo que camina, esparce a su paso la pimienta que lleva en una bolsa para despistar el olfato de los perros. Continúan ladrando. Es muy posible que los suelten a rastrear. En caso de que sea así, los detendrá la pimienta. Agazapados los tres, con la espalda contra la pared de piedra de la cueva, esperarán al silencio mientras la tos de Elvira se ahoga en un pañuelo. Apenas unos minutos después, los perros comienzan a calmarse. Cuando los ladridos desaparezcan por completo, reanudarán la marcha. Jaime besará a su hermana en la frente antes de dar la orden de comenzar a caminar. Y ella intentará esbozar una sonrisa apretando la mordaza entre los dientes.
Sin el peso del macuto en su espalda, Elvira recuperará el ritmo de sus compañeros en la marcha, pero no se atreverá a liberar su boca hasta no alcanzar el campamento de El Pico Montero.
—Lo siento.
Lo siento, le dirá a El Chaqueta Negra, y añadirá que lamenta no haberse metido ella misma el pañuelo. Había olvidado la consigna: durante las marchas, un simple estornudo puede traer la muerte. Ella lo sabía. Pero lo había olvidado. El sonido de la tos se sofoca con un pañuelo. No volverá a pasar, jurará. Y él volverá a besarla en la frente.
—Estás ardiendo, chiqueta.
Está ardiendo, sí.
Jaime ordena a Mateo que releve en la guardia a las hijas de El Tordo, extrañado al ver que son las únicas que guardan el campamento.
—¿Dónde están los demás?
—Han ido a El Altollano.
Las hijas de El Tordo caminan a un paso de Jaime, que conduce de la mano a su hermana al interior de la tienda de hule. Mientras ayuda a Elvira a tenderse sobre un lecho de hojas secas y la arropa con dos mantas que saca del macuto, continúa interrogándolas:
—¿A qué han ido a El Altollano?
—A pasar la noche.
—¿No os han dicho qué iban a hacer allí?
—Sólo nos han dicho que iban a pasar la noche, y que nosotras no podíamos ir.
De madrugada, cuando regrese la partida, El Chaqueta Negra convocará a los hombres a consejo. Ante la tienda, El Tordo se defenderá de la acusación de negligencia alzando la voz. Y sus hijas bajarán la mirada al escuchar las palabras que atraviesan el hule.