Authors: Dulce Chacón
También Pepita mira a derecha y a izquierda antes de abordar de nuevo a Amalia:
—Dime cómo puedo dar con ellos, que a uno le tengo que decir que es viudo y que tiene una niña. Y al otro, que piden la última para su hermana.
—Lo saben todo. Anda, vete.
—¿Lo saben? ¿Y cómo lo saben? ¿Se lo has dicho tú? Entonces es que han vuelto. ¿Has sido tú la que se lo ha dicho?
—Escucha, ellos saben lo que tienen que saber, y quien se lo diga o no se lo diga no es cosa tuya. Y ahora vete a casa, y ten paciencia.
—Los has visto, ¿verdad? Han vuelto.
Amalia frunció el ceño. Volvió a levantarse las gafas. Mostró de nuevo la cuenca vacía de su ojo izquierdo, y recriminó a Pepita:
—Yo no le he dicho a nadie a quién he visto ni a quién no he visto. A nadie se lo he dicho y a nadie se lo voy a decir. Vete a casa.
A nadie se lo ha dicho, y a ella tampoco se lo va a decir. Pero ya le ha dicho bastante. Pepita se irá a casa. Se despedirá de Amalia. Se alejará de ella sonriendo. Y se dirigirá hacia la puerta para esperar allí al abuelo de Elvira. Su nieto vive, le dirá.
Vive.
Las madres que tenían visita de sus hijos aguardaban impacientes en el patio mirando hacia la puerta. También las abuelas, como Reme, observaban la entrada con ansiedad. Algunas se preguntaban si reconocerían a los niños, otras estaban seguras de que no sería así. Junto a Reme, una madre se apretaba las manos con tanta fuerza que acabó por clavarse las uñas. La cancela acababa de abrirse. Dos niñas vestidas de luto fueron las primeras en entrar. La mayor no superaba los seis años, y le daba la mano a la pequeña.
—¿Son ésas?
—No lo sé, hace cuatro años que no las veo. No sé, no sé.
Era la mujer que se clavaba las uñas la que dudaba. Había sido detenida junto a su marido al comenzar la guerra, una semana después de dar a luz a su segunda hija. Las niñas se quedaron con la abuela paterna. Ella fue trasladada de una cárcel a otra y acababan de traerla desde Saturrarán. Fue allí, en un convento habilitado para penal situado en el límite de Guipúzcoa con Vizcaya, donde recibió la única carta de su suegra; le contaba que su hijo había muerto y le enviaba un retrato de las niñas. He podido ahorrar unas pesetillas, le escribió, para hacer un retrato de tus hijas y que puedas verlas. Pero no llegó a verlas. Rompieron la fotografía ante sus ojos por haberse negado a rezar el rosario, y después, rasgaron la carta despacio. Al ingresar en Ventas, se enteró de que hacía más de dos años que habían fusilado a su marido.
—Están de luto, tienen que ser mis pequeñas.
Las niñas caminaban asustadas hacia el centro del patio apretándose la mano una a la otra. La madre se acercó a ellas. Se agachó. Las miró de arriba abajo y les preguntó sus nombres. Al escucharlos, respiró profundamente.
—Soy vuestra madre.
Y abrió los brazos, esperándolas. Pero las niñas no se soltaron las manos. No hicieron ademán de acercarse al abrazo ofrecido.
—Soy yo, mamaíta.
No esperó más, apretó a sus hijas contra sí cuando éstas empezaron a llorar. El llanto desconsolado de la madre se oirá poco después en la galería número dos derecha.
—Mis pequeñas no me conocen, se han asustado de mí. Las he asustado.
Sus compañeras buscarán palabras de consuelo que no la consolarán:
—No, mujer, es que son muy chicas y la prisión impone.
Reme no quiere escuchar sus lamentos, se sienta en la silla de anea que le regaló Benjamín y saborea los pesos de su nieto, los abrazos de su hijo pequeño y sus risas atronadoras, su escándalo al correr hacia ella tirando de la mano del niño que nació en León, que apenas podía seguirle en la carrera. Saborea los besos que le dieron, y los besos que ella dio, con la mirada perdida, como Elvira, la niña pelirroja que no va a morir. Elvira se pierde en la mirada azulísima de su abuelo, en sus ojos de mar que le recuerdan a los ojos de su madre y le traen siempre la calma. Aunque, hoy, cree que le ha visto llorar. Sí, le ha visto llorar, le ha visto intentar secar el mar con un pañuelo.
—Ya está bien de embeleso, hay que trabajar.
Es Tomasa, que da unas palmadas y se acerca a Sole rompiendo su ensimismamiento. Y Sole parpadea sentada en su petate enrollado contra la pared del pasillo, intentando grabarse en lo más hondo los minutos que ha durado la visita de su hija. Uno a uno. Diez minutos.
—¡A trabajar se ha dicho! Venga, Sole, a ver qué tenemos.
Amalia llevaba gafas de ciego. Y no se las quitó. Veía. Sole ha sabido que veía porque respondió a sus gestos, pero al alzar las manos descubrió su bastón. También llevaba un bastón.
—¡Sole!, ¿me estás oyendo?
Sole abandona a su hija en el locutorio por el estrépito de las palmas y los gritos de Tomasa.
—¿Cómo no te voy a oír con las voces que pegas?
—Pues no se nota, carajo, mira a ver lo que ha mandado tu hija de una puñetera vez.
No es fácil encontrar los mensajes que llegan del exterior. Los paquetes son revisados minuciosamente por una funcionaria que requisa cualquier objeto que levante sospechas antes de entregarlos a las presas. Y hace tiempo que La Zapatones descubrió las latas de doble fondo y ya no pueden usarse.
—Como este paquete lo haya mutilado La Zapatones, vamos listas.
Sole revisa cada uno de los objetos que su hija le envía. En esta ocasión, es importante que no se destruya ni una sola palabra. Es importante, porque están preparando una fuga.
Sí, la fuga de Sole. Es preciso impedir que se descubra su cargo. A raíz de la detención de su hija, el Partido considera arriesgado que continúe en manos del enemigo.
—Cuidado con los pimientos.
Tomasa advierte a Sole, porque hace un mes que Sole mordió un pimiento y se llevó en la mordida la mitad de un Mundo Obrero escrito en papel biblia. Nadie se explicó cómo fueron capaces de copiarlo en una letra tan diminuta, y todas admiraron su tamaño: quizá un poco más pequeño que una cajetilla de tabaco.
Pero esta vez los pimientos vienen vacíos.
Será en el interior de una tartera, bajo los suculentos granos de arroz de una ración de paella, donde Sole encuentre un papel embutido en una tripa de chorizo.
—¡Aquí está!
Sole desenrolla el escrito y lee en voz alta: «Confirmado el día convenido, la invitada está de acuerdo.
"Arriba el telón" sigue en marcha y sin cambios.
¡Suerte, chiquetas!
La lectura en voz alta del mensaje por parte de Sole producirá un sobresalto en Elvira. Chiqueta. Sólo hay una persona a la que ella haya oído decir chiqueta. No dirá a nadie que en aquella palabra ha creído reconocer a su hermano. No lo dirá, pero Elvira estará atenta al más mínimo detalle de la operación. No lo dirá, porque Tomasa es muy estricta, y también Sole, y es posible que piensen que, si ella sospecha que su hermano ha enviado la nota, se pondrá nerviosa y fallará en su cometido. Pero Elvira no se pondrá nerviosa, no. Ella estará atenta. Y cuando doña Antoñita Colomé, la invitada, finja un desmayo, interrumpirá la representación de La Tempranica y bajará del escenario con todas las demás. El resto, será confusión. Será confusión, para que dos camaradas disfrazados con los uniformes que Reme ha confeccionado en el taller de costura reclamen a Sole. No dirá que sospecha que uno de ellos es su hermano. No lo dirá, pero va a estar al tanto. Y aprovechará la confusión para acercarse a la puerta.
El día de Todos los Santos, ante los ojos asombrados de la reclusión, Antoñita Colomé actuó en el penal de Ventas. Elvira la miraba orgullosa sin poder evitar mover los labios al compás de la canción que ofrecía la artista desde el escenario.
Apoyá en el quicio de la mancebía
miraba encenderse las luces de mayo...
Nadie creyó a la niña pelirroja cuando aseguró que doña Antoñita había accedido a amadrinar la representación de La Tempranica. Nadie confió en que respondiera a la carta que Elvira le envió, previa autorización de La Veneno, donde le pedía en nombre de todas las presas, y con todo el cariño y la admiración que sentía por ella, que fuera la madrina de honor de una zarzuela y cantara una canción.
Los aplausos llenaron el patio de un estruendo inédito hasta entonces en el penal. Vivas, Bravos y Guapa se alzaban en gritos hasta el escenario cuando Elvira le entregó un ramo de flores a la madrina de honor al finalizar su actuación. La Veneno sonreía arrogante desde la primera fila de asientos, puesta en pie, como todos los demás. Ella también se sentía orgullosa. Ella era la anfitriona de la invitada más importante que había tenido jamás. Aplaudía con entusiasmo mirando de reojo la silla vacía que se encontraba a su derecha. Allí se sentaría doña Antoñita, junto a ella, para asistir a la representación de La Tempranica. La miró besar a Elvira al recibir el ramo y bajar del escenario de su brazo. Al llegar a la silla vacía que la esperaba, la artista acarició el cabello rojo de la niña, la besó en la mejilla, y le sonrió. Después besó el escapulario delantero del hábito de La Veneno y tomó asiento. Todas envidiaron a Elvira, también La Veneno, porque a ella le había besado el escapulario, pero no le había sonreído. Sin apenas mirarla, tomó el escapulario que le había ofrecido, lo acercó a los labios sin rozarlo, se sentó a su derecha y miró al frente.
El penal se había convertido en un gigantesco anfiteatro. El patio no era suficiente para albergar a toda la población reclusa, de manera que permitieron a las internas que no cabían que se asomaran a las ventanas, palcos improvisados sobre una platea repleta de presas y de funcionarias que no quisieron perderse la ocasión de admirar a la Colomé. En los últimos asientos, junto a la cancela, se encontraba don Fernando, que había pedido permiso para asistir con su mujer, doña Amparo. Ambos se habrían sentado junto a La Zapatones en la primera fila, si doña Amparo no hubiera declinado la invitación alegando que prefería estar cerca de la puerta por temor a las aglomeraciones. En realidad, doña Amparo temía a las reclusas. El aspecto de aquellas mujeres famélicas la sobrecogió nada más verlas y prefirió no mezclarse con ellas.
—¡Arriba el telón!
Gritó Tomasa desde bambalinas. Y las demás actrices que componían el reparto contestaron:
—¡Arriba!
Dio comienzo la primera escena. Tomasa representó a la perfección el papel que le hubiera correspondido a Hortensia, La Moronda. Elvira no dejó de mirar a Antoñita Colomé desde el escenario mientras representaba a María. Y en la escena segunda, Reme gritó más que nunca al cantar La tarántula en el personaje de Gabriel:
No se mata con piedra ni palo.
Maldita la araña que a mí me picó.
La señal convenida. La tarántula. Cuando el plantel de actrices al completo, en contra del libreto de Julián Romea, invadiera el escenario y todas las voces se sumaran a la de Gabriel para cantar La tarántula, doña Antoñita fingiría un desmayo.
El plantel de actrices se sumó a Reme. Cantaron a coro La tarántula.
La señal.
Fingió la artista.
Se desmayó.
Las actrices continuaron cantando La tarántula. Alzaron la voz hasta desgarrar las gargantas. La canción sobrepasó las tapias y llegó al exterior de la prisión. Al otro lado del patio, esperaban la señal dos hombres uniformados.
Maldita la araña que a mí me picó.
El resto, fue confusión.
Dos falangistas exhibieron en la puerta una orden de traslado a nombre de Soledad Pimentel, natural de Peñaranda de Bracamonte, mientras la representación era interrumpida por las actrices y todas ellas bajaban del escenario para acercarse a su madrina de honor. La Veneno abanicaba a la recién desmayada. La Zapatones pedía a gritos que avisaran al médico. Tomasa vociferó que había visto una rata. Las presas que ocupaban el patio gritaron a su vez y comenzaron a correr de un lado a otro. Las que estaban asomadas a las ventanas quisieron bajar. Y bajaron. El médico tardó en llegar hasta la primera fila. La mujer del médico se quedó atrás. La chivata intentaba tranquilizarla. Sole se apostó en la puerta que daba a la galería de salida. Reme y Tomasa se apostaron a su lado. Elvira corrió hacia ellas. La portera corrió hacia el patio. La siguieron los centinelas armados que vigilaban el exterior del penal y los dos falangistas que llevaban una orden de traslado en la mano. Elvira los vio llegar. Escudriñó el rostro de los dos falangistas. Sole se separó de Reme y de Tomasa y dio un paso al frente:
—Soy Soledad Pimentel.
Los falangistas la cogieron cada uno de un brazo.
—¡Venga con nosotros!
Uno de ellos miró a Elvira a los ojos y le ordenó con voz bronca:
—Tú, ven aquí.
Elvira acarició la cabecita negra del cinturón de Joaquina que llevaba siempre en el bolsillo, y se acercó. Él la cogió por un brazo, como a Sole. Y se dieron los cuatro la vuelta.
A veces no hay que pedir permiso a Dios para hacer planes. A veces no hay que temer su risa, ni su furia. Pero antes de que los falangistas lleguen a la puerta de salida, La Zapatones gritará a sus espaldas:
—¡Alto!
El más joven se vuelve hacia ella iracundo:
—¿Desde cuándo se da el alto a los salvadores de la patria?
—Bueno, es que se iban ustedes sin..., y como se llevan a dos internas, pues...
El falangista le extiende la orden de traslado al tiempo que ordena a la funcionaria que abra la puerta. La Zapatones lee el pliego de papel y vuelve a titubear:
—Aquí sólo pone a una. Y ustedes, ustedes se lle..., bueno, ésta, con ésta qué pasa.
—Esta me la llevo para mí, se la traigo mañana.
—La última que se llevaron así me la devolvieron hecha una pena.
—¿Y qué?
—La directora dijo que no se llevarían a ninguna más sin papeles para diligencias.
—Llame a la directora, y acabemos de una vez.
Desde el fondo del pasillo, un grupo numeroso de personas se acercaba. En medio caminaba don Fernando junto a la hermana María de los Serafines. El médico llevaba a doña Antoñita Colomé en los brazos. Su mujer, doña Amparo, le seguía extasiada sin perder de vista el perfil bellísimo y pálido de la Colomé. Mercedes marchaba a su paso, igualmente extasiada. Reme y Tomasa vigilaban de cerca a la chivata. La Zapatones corrió hacia La Veneno y le mostró la orden de traslado de Soledad Pimentel.
—Está bien, que se la lleven, ¿no ve que estoy ocupada?