Authors: Dulce Chacón
—Así que ya lo ve, señora Reme. De aquí para adelante estoy expuesta a ir a Burgos y que no me dejen entrar, como me pasó el año pasado, que me dijeron que yo no era familiar y me tuve que volver sin verle. Menudo disgusto pasé yo, que para mí se me queda, que eso no lo puede saber nadie. Y el disgusto que pasaría él yo no me lo quiero ni figurar. Un año entero, que se dice pronto, esperando, ahorrando para el viaje, y venirme sin verle un momento siquiera, después de gastarme los dineros, que el poquito que hay lo podía haber echado yo en otra cosa. Y ahora resulta que después de los años me vienen diciendo que no soy familiar, y que el arzobispo no consiente en que lo sea porque mi novio es político. De modo y manera que no me venga usted diciendo que la política se hace para la libertad, porque lo que es libertad, yo sólo lo he visto en los chiquillos cuando meten los pies en los charcos y chapotean hasta que les da la gana.
A ella no le gusta la política. A ella le gustaría vivir en paz. Y estar en Córdoba. Y que Jaime no estuviera preso. A Pepita no le gustan las cosas que no entiende, y asiste a las reuniones mensuales, año tras año, aportando lo que puede aportar, pero no habla de política. Habla con sus compañeras de la muerte del hijo de Reme, de la boda de las tres hijas que le quedaban solteras, o de lo mayor que se está haciendo Tensi. A ella no le gusta hablar de política. Intervendrá en las conversaciones cuando las mujeres hablen de cosas que ella entiende, o cuando Reme llegue diciendo que por fin ha podido devolverle su maleta a Elvira, la chiquilla pelirroja que siguió en la guerrilla, luchando con las armas en la mano, más valiente que nunca, hasta que la mandaron a Checoslovaquia. Y cuando cuente que Sole, la comadrona de Peñaranda de Bracamonte, y su hija, que se la dejaron tuerta, se han exiliado en Méjico y colaboran activamente con el Gobierno republicano, o cuando anuncie que Antoñita Colomé, la cantante que ayudó a la fuga de Sole y de Elvira, ha tenido que huir a Francia porque le dijo a un falangista que toda su sangre era roja.
Pero cuando las mujeres hablen de que los aliados han ganado su guerra y ya tienen bastante con eso, indignadas al saber que no intervendrán en territorio español, y comenten que han creado la Organización de Naciones Unidas excluyendo a España, Pepita guardará silencio. Y cuando llegue la noticia de que Argentina, Portugal, la República Dominicana y la Santa Sede son los únicos países que mantienen sus embajadas en España, a pesar de que la ONU ha propuesto como medida sancionadora la ruptura de relaciones diplomáticas, Pepita seguirá guardando silencio. Mirará a su alrededor, asistirá en silencio a los comentarios de sus compañeras sobre el aislamiento al que las potencias democráticas han sometido a España, sobre la crisis económica, el apoyo argentino, la visita de Eva Duarte, o las lentejas de Perón.
Pepita asistirá en silencio a las meriendas en la Casa de Campo, año tras año, de la mano de Tensi, que crecerá entendiendo las palabras que Pepita no quiere entender. Pepita se dará cuenta de que la niña mantiene los ojos muy abiertos y después de las reuniones busca a Reme para que le hable de su madre.
—Era valiente, muy valiente.
Pepita advertirá que Tensi mira a Reme con admiración.
Y que comienza a hacer preguntas que no le convienen:
—¿Qué es una cédula, Reme?
Y dejará de llevarla a las reuniones.
—¿Por qué ya no traes a la niña?
Le preguntarán.
Y ella dirá que la niña se aburre, para no decir que es muy chica para que le pique la política. Y que ella no va a consentir que le pique.
Y continuará escuchando a sus compañeras en silencio, sintiendo que una araña negra y peluda teje sobre ella su tela pegajosa, y temiendo que su sobrina esté en casa rascándose una mordedura.
—Pepita.
—¿Qué?
—Estás en Babia.
—Me había distraído.
La reunión en Puerta Chiquita acaba de terminar. Pepita ha escuchado con alegría que Tomasa ya tiene una cama. La prisión de Ventas se ha descongestionado y cada presa tiene su espacio y su cama. Tomasa le ha escrito a Reme, y Reme ha leído su carta. Pepita ha escuchado las palabras de la compañera que llama hermana a Reme. Y ha escuchado después que las últimas Agrupaciones Guerrilleras van a ser disueltas, tras la desaparición paulatina de sus divisiones.
—Están cada vez más acosadas por los tercios móviles de la Guardia Civil.
—Y cada vez menos apoyadas por sus enlaces de El Llano.
—La lucha armada ya no tiene sentido.
La lucha armada ya no tiene sentido. Y Pepita piensa en Hortensia, que murió por luchar con las armas en la mano, más valiente que nunca. Y piensa en los que murieron en el Cerro, en la sangre que pisó en la estación el día que conoció a El Chaqueta Negra, y en la fotografía de los que tenían los ojos cerrados y la boca abierta.
—¿Pero te has enterado de algo?
—¿De qué? ¿De que se ha acabado la guerrilla porque ya no tiene sentido?
—Te has enterado de la mitad. Anda, vente conmigo al metro que de camino te explico lo que falta.
Sí, se ha enterado de la mitad. Pepita comenzó a pensar en los muertos cuando las mujeres anunciaban que el próximo año será Jacobeo. Pensó en los muertos. Y pensó en el dichoso Partido, que había mantenido la guerrilla inútilmente, durante años, para demostrar su fuerza, para hacerse notar, para que muchos de ellos murieran más valientes que nunca, sin sentido.
Y de camino al metro, Reme le explica que los hombres y mujeres que quedaban en el monte eran muy pocos.
—Ya han sufrido bastante, ahora tienen que irse. Nuestra lucha es política, y ya sólo puede ser política. La lucha es política, y los que han luchado con las armas están muertos, en la cárcel, o en peligro.
—El año que viene es Jacobeo.
—¿Y qué pasa con eso?
—Que tienes que escribir una carta.
Tiene que escribir una carta, porque el próximo año es Jacobeo, y todos los familiares de los presos van a enviar un escrito al cardenal arzobispo de Santiago de Compostela solicitando que pida al Gobierno un indulto.
Pepita ha de pedir el indulto de Jaime.
Reme lo pedirá para Tomasa, su hermana, la extremeña de piel cetrina que ya tiene una cama.
Escribirá Pepita la carta. Y el día siete de enero de mil novecientos cincuenta y cuatro, recibirá un acuse de recibo donde el cardenal Quiroga Palacios Saluda y Bendice a Josefa Rodríguez García y le comunica que ha pedido con el más vivo interés el indulto a que hace referencia en su carta, habiendo recibido la contestación de que el Gobierno estudia con cariño esta petición, y le encomienda al Altísimo este asunto. Él nos ayudará, escribe a modo de despedida.
Él nos ayudará. El Altísimo. Pepita se repite a sí misma la frase, y acude esa misma tarde a la iglesia de San Judas Tadeo con un billete de una peseta para su cepillo. El nos ayudará. Es martes, y la cola en la iglesia supera la plaza de Santa Cruz. El nos ayudará. El Altísimo. Pepita esperará con paciencia repitiendo su deseo. El nos ayudará. Entrará a la iglesia cuando le toque el turno. Prenderá una vela. El nos ayudará. Y echará en el cepillo el billete de una peseta mientras dirige su mirada al santo.
—Échale tú una mano, San Tadeíto.
El indulto que el Gobierno ha otorgado con motivo del año Jacobeo no ha alcanzado a Jaime. Pepita escribe otra carta. Y esta vez le contesta el secretario particular del Excmo. y Rvmo. Sr. Cardenal Arzobispo de Santiago, Jesús Precedo Lafuente, Pbro.
En apenas la mitad de una cuartilla escrita a máquina,
El secretario saluda a su muy apreciada en el Señor, Doña Josefa Rodríguez García, y, por encargo de S. E. Rvdma., se complace en hacerle presente que el señor Cardenal ha recibido su atenta carta del 3 de los corrientes. El Exmo. Prelado le encarga le comunique que solicitó a su tiempo de las Autoridades competentes un decreto de indulto en la forma más amplia posible para conmemorar las solemnidades jacobeas de este año. Lamenta S. E. que su familiar no haya sido beneficiado por este decreto y anota su nombre por si se le presenta ocasión propicia para hacer alguna petición a su favor. Se despide de ella cordialmente en el Señor, y aprovecha la ocasión para ofrecerle el testimonio de su distinguida consideración y aprecio.
Pepita lee en voz alta el Saluda. Jaime lo escucha y baja la mirada al otro lado de los barrotes. Cuando Pepita acaba de leer, Jaime alza la vista y encuentra al vigilante parado frente a él.
—Lo siento. Si necesitas algo...
Pepita no es capaz de controlar el llanto. Jaime la señala con la cabeza dirigiendo hacia ella la atención del funcionario.
—Déjame que la consuele.
—No puedo hacer eso.
—Sí puedes.
—Ya la dejo pasar sin que estéis casados, no me pidas más.
—Si no te pido más, tampoco te daré nada. Nunca. ¿Lo entiendes?
Sí, lo entiende. El vigilante es el que se encarga de pasar la prensa clandestina, y el Partido le abona generosamente el servicio. Y Jaime le entrega una propina adicional, una vez al año, para que espere a Pepita en la puerta y la haga pasar al locutorio antes de que otro funcionario le exija el libro de familia.
La mujer de ojos azulísimos no alcanza a escuchar la conversación entre los dos hombres, pero descubre en la mirada de Jaime un asomo de dureza que jamás le había visto. Jaime se levanta.
—Me vas a dar cinco minutos.
—Tú no sabes lo que me estás pidiendo.
—Cinco minutos.
Pepita se levanta, se aferra a los barrotes. Ve que el vigilante abandona el pasillo central y Jaime sale del locutorio. Unos minutos después, el funcionario que acaba de dejar el pasillo la toma del brazo.
—Venga conmigo.
Al final de una galería estrecha hay una puerta. Pepita sabe que detrás de aquella puerta espera Jaime. Lo sabe. Aunque no sepa por qué, lo sabe. Camina hacia la puerta guiada por el funcionario, que no suelta su brazo.
En efecto.
Jaime.
El funcionario ha abierto la puerta.
—Tienen cinco minutos.
Cinco minutos. El tiempo cuenta para Jaime por primera vez después de tantos años; cuenta y corre junto a Pepita, aunque sólo sea durante cinco minutos.
Ella le ofrece la boca.
—De cerca eres todavía más guapa.
Él le acaricia las mejillas y busca su mirada.
—Me quedan muchos años, perderás tu juventud si me esperas.
—Y tú de cerca eres más tonto. Anda, bésame.
Sin prisa. Se besarán sin prisa. Y en silencio y sin prisa se abrazarán, se tocarán las manos el uno al otro, se mirarán los dedos mientras los cubren de caricias, y sonreirán antes de encontrarse de nuevo en los labios. Durante cinco minutos.
Cuando el funcionario abra la puerta, Jaime le pedirá un minuto más.
—Está bien, pero sólo un minuto.
Un minuto más, para que Jaime vuelva a besarla. Para sentir en su boca las algas de un mar de un minuto. Un minuto.
—Tiene que irse ya.
Tiene que irse.
Se va.
Hace muchos años que Jaime sintió el mar en los labios.
Se va.
Pasarán muchos años hasta que vuelva a besarla.
Se va.
El funcionario ya ha cerrado la puerta.
Después de recoger una caja que Jaime ha dejado para ella en paquetería, Pepita abandona el penal de Burgos más triste que nunca.
Más triste que nunca caminará hacia el autobús que la llevará a Burgos. Más triste que nunca tomará el tren de Madrid. Y cuando llegue a la pensión Atocha, con sus ojos azulísimos mas tristes que nunca, doña Celia y don Gerardo dejarán de apuntar entradas y salidas en el libro de contabilidad, se retirarán los dos de la mesa de la cocina, e interrumpirán el intento de cuadrar el balance del mes, abrumados por la tristeza que descubrirán en la mirada de Pepita.
—¿Qué te pasa, hija?
—No me pasa nada, señora Celia.
—¿Cómo está Jaime?
—Así, así.
Tensi abandonará sobre su cama los cuadernos azules de su madre, cuando oiga la voz de Pepita. Antes de salir de la habitación, se detendrá frente al espejo del armario ropero, se ceñirá el talle con un lazo ancho de raso y se pondrá de puntillas. Después correrá a darle un beso a la recién llegada.
—¿Has comido?
—No.
—Ven, siéntate, que te voy a poner un plato de conejo con tomate, ya verás qué rico, lo he hecho yo.
—¿De verdad?
—De verdad de la buena.
El conejo con tomate reanimó a Pepita, que se levantó de la mesa en cuanto terminó de comer para lavar su plato cuando don Gerardo se retiró a dormir una siesta.
—Mira, mamá.
Tensi volvió a ponerse de puntillas y arrimó su hombro al de Pepita.
—Casi como tú.
—Todavía te falta.
—Anda, déjala en paz y sigue creciendo.
Doña Celia le quitó a Pepita el plato de las manos.
—Se te ve cansada. Ve a dormir un poco, ya lo friego yo.
Estaba cansada, sí, pero no podía ir a dormir. Jaime le había dejado en paquetería una caja de madera.
—Tengo que ir a llevar una caja a Puerta Chiquita.
—Voy contigo.
—No.
Hacía tiempo que Pepita se negaba a llevar a Tensi a las reuniones de la Casa de Campo, pero ella siempre volvía a insistir.
—Déjame ir.
—Tú te quedas con la abuela.
—Llévame, antes me llevabas.
—Pues ahora no, ¿estamos?
—Pero ¿por qué?
—No seas pelma, que hoy no tengo ganas de discutir.
Se fue sola a simular que participaba en una merienda campestre, y en su cesta llevó la propaganda que debía entregar a Reme.
Una de las mujeres había llevado una botella de sidra y vasos de vidrio. Era un día de celebración, y esperaban a Reme para brindar por los presos indultados. Tomasa era uno de ellos. La extremeña de piel de aceituna había salido de la prisión de Ventas con la cabeza erguida, apretando con fuerza el hatillo que había formado con sus escasas pertenencias y temiendo hasta el último instante que la puerta no se abriera para ella. Temblaba.
Tomasa comenzó a temblar en el momento en el que empezó a recoger sus cosas. Y continuó temblando durante toda la mañana, mientras esperaba a la funcionaria que debía conducirla hasta la puerta. Josefina intentaba calmarla.
—Mujer, no estés tan nerviosa.