Authors: Dulce Chacón
El indulto se compone de ocho artículos que especifican los beneficios que se conceden en cada uno de ellos. El caso de Jaime se contempla en el apartado d) del artículo primero. Pepita señala el párrafo con el dedo:
—Mire, don Abundio, mire, lea aquí, este apartado, éste, el d.
Penas de veinte años en adelante, en una sexta parte, excepción hecha de aquellas condenas en que se hubiera conmutado la pena capital por la de treinta años.
Cuando don Abundio termina de leer el apartado d) del artículo primero, Pepita le muestra el telegrama.
INDULTO EN BOE MAÑANA LIBERTAD
—¿Lo ve? Se lo dije, le dije yo que saldría en cuantito hubiera Consejo de Ministros, y ahora vengo a decirle que cumpla la palabra que me dio.
La hora de la libertad estaba prevista a las siete de la mañana, pero el director de la prisión se retrasó. Jaime contó uno a uno los minutos que pasó en la brigada con la maleta hecha pensando en Pepita.
Eran casi las ocho cuando un funcionario pronunció su nombre:
—Jaime Alcántara, que salga con todo.
Y Jaime caminó hacia el despacho del director acelerando sus pasos y los del funcionario. Pepita le esperaba. Con un pañuelo de bolsillo en la mano, sonándose la nariz a cada instante, el director de la Prisión Central de Burgos firmó el Certificado de Liberación Condicional a nombre de Jaime Alcántara y el V.° B.° en el reverso, estampado con cinco sellos y otras tantas firmas, donde se detallaban las instrucciones que debía seguir el recluso liberado. Pocos minutos después de que dieran las ocho de la mañana, Jaime recibió el documento pensando en Pepita, angustiado porque sabía que habría llegado a buscarle mucho antes de la hora acordada. Lo guardó en su bolsillo. Un pliego de papel, un simple pliego de papel. Estrechó la mano que le tendía el director. Escuchó sus recomendaciones y sus buenos deseos, inquieto. Pepita le esperaba.
Sí, Pepita camina en el exterior de la prisión mirando hacia la puerta. Pasos cortos y lentos que vuelven sobre sí mismos al recorrer una distancia de apenas tres metros. Le espera. Y mira a cada instante su reloj. Se lo acerca al oído. Quizá olvidó darle cuerda esta mañana.
No.
No olvidó darle cuerda.
Las manecillas del reloj obedecen al tiempo, y se mueven lentamente. Un leve tictac escucha Pepita mientras pasea sin perder de vista la puerta. Hace más de hora y media que pasea. Hace más de hora y media que sus tacones repiten el sonido de la espera.
Desde las garitas de guardia, los soldados la observan, se han cansado ya de lanzarle piropos; han abandonado ya los silbidos, las lisonjas y las sonrisas. Pepita no les mira siquiera. Ella sólo enreda el azul de sus ojos en la puerta, y en el reloj de su muñeca.
Las ocho y diez.
Los soldados miran también sus relojes, contagiados de la impaciencia de la mujer de ojos azulísimos. Cuando las agujas marquen las ocho y cuarto, se abrirá la puerta. Y el que antes se llamaba Paulino saldrá dejando en el penal sus últimos diecinueve años. Pepita correrá hacia él.
Y él retirará las canas de un mechón que resbala en su frente.
—¿Has esperado mucho tiempo?
—El que ha hecho falta.
Sí, ha esperado mucho tiempo. Y necesita un abrazo.
—Estás muy guapa, chiqueta.
—Abrázame.
Ha esperado a Jaime mucho tiempo. Demasiado tiempo, y Jaime la abraza.
Dos cuerpos que se encuentran.
Dos impulsos.
Dos relámpagos.
Pero han de tomar el autobús, y darse prisa, porque tienen que llegar al tren de las nueve. Doña Celia, don Gerardo y Tensi les esperan en la estación de Madrid; y don Abundio, en la sacristía de la iglesia de San Judas Tadeo.
Jaime y Pepita no se soltarán del brazo ni un momento.
No dejarán de mirarse a los ojos el uno al otro. Y no encontrarán palabras que decirse.
Sonreirán.
Y cuando lleguen a Madrid, doña Celia, don Gerardo y Tensi les verán sonreír al apearse del tren. Jaime abrazará a todos, uno a uno, largamente. Tensi lleva puestos los pendientes de su madre.
—Yo estaba con tu padre cuando compró estos pendientes.
—¿De verdad?
—Sí, en Azuaga.
Y Jaime recordará una fotografía de Hortensia luciendo esos mismos pendientes y con un niño en brazos.
Besará la mejilla de Tensi, acariciará sus pendientes.
Pero no dirá nada. No dirá que Hortensia, cuando recibió aquellos pendientes, alzó en brazos a un niño que no era suyo y gritó que ella tendría uno como ése. Algún día. Y él le hizo un retrato.
—Don Abundio os espera, hay que darse prisa, que tenemos que pasar antes por la pensión.
Don Abundio espera. Y antes de ir a la iglesia, Pepita quiere cambiarse de ropa. Se pondrá un traje de chaqueta gris y una mantilla corta que le han regalado padrinos de boda, doña Celia y don Gerardo.
En la puerta del templo, aguardan los testigos. Isabel, la sobrina de doña Celia, y Manolita, la dependienta de Pontejos.
Al entrar en la iglesia del brazo de Jaime, Pepita girará la cabeza a la derecha, se sujetará la mantilla y sonreirá, al santo. También Jaime sonreirá mirando hacia la derecha, y besará el pulgar de Pepita mientras guiña un ojo al patrón de los imposibles.
El cortejo nupcial avanza hacia la sacristía, que don Abundio ha llenado de flores.
Los novios.
Los padrinos.
Isabel.
Manolita.
Tensi lleva los anillos de boda.
Don Abundio bendijo la unión:
—In nomine Dei.
Cuando la comitiva salió a la nave central para dirigirse a la calle, don Abundio los detuvo. Y en voz alta y en la iglesia, oró por el matrimonio ante el altar mayor.
Al salir del templo, los novios recibieron un regalo del cura: tañían las campanas.
Y una tormenta de verano.
Llovía.
El agua caía a chorros de los picos de la mantilla de Pepita, como si la mantilla fuera la propia lluvia. Y al caminar, los pies de unos lanzaban agua a los pies de los otros. Mares. Charcos.
Charcos.
Sí.
Don Gerardo, doña Celia y Tensi irán directamente a la pensión Atocha. Isabel y Manolita van a recoger el pastel de bodas que han encargado en la Antigua Pastelería del Pozo, una tarta decorada para la ocasión, con rosetas de mantequilla y ribeteada de merengue, que ha elaborado el mismísimo Julián Leal, dueño del establecimiento.
Solos caminarán los recién casados bajo la lluvia. Solos, empapados y sonriendo se dirigirán hacia la Puerta del Sol, donde Jaime se comprará una gabardina y un zapatos. El apartará con sus dedos el agua que resbala en las mejillas de Pepita. Ella no podrá evitar mojar los pies en los charcos.
Al salir de la zapatería, Pepita verá los pasos aturdidos de Jaime, y cómo tropieza mientras mira a lo lejos y se apoya en su brazo.
—Estos espacios abiertos, tanto espacio por delante se me lían los pies.
—Son los zapatos, que no te haces a ellos.
Para celebrar la boda, cenarán todos juntos en el comedor de la pensión Atocha. El preso liberado manejará con torpeza el cuchillo y el tenedor. Y don Gerardo le asegurará que no tardará en aprender a manejarlos de nuevo. Se acabaron los tiempos de rancho y cuchara, dirá.
Sí, se acabaron los tiempos de rancho y cuchara.
Tensi sonríe. Mira a Jaime con admiración y no deja de hacer preguntas. Unas veces quiere saber cosas de su madre, otras de su padre.
—Mi madre me dijo en su cuaderno que tú le enseñaste a escribir, y que mi padre era muy valiente.
Jaime replicará que su padre era muy valiente, y su madre también, mientras ayuda a Pepita a cortar la tarta.
—Déjame que os acompañe a la estación.
Ella se queda en Madrid para seguir luchando en su cédula, y para ayudar en la pensión a sus abuelos.
—Preferimos despedirnos aquí.
Se despedirán en la pensión y Tensi llorará.
—Escríbeme en cuanto llegues, mamá.
Doña Celia y Pepita también llorarán.
Los recién casados bajarán las escaleras del brazo.
Asomada al hueco de la escalera, Tensi vuelve a rogar:
—Escríbeme.
Pepita promete que escribirá.
Jaime sonríe.
Sonríen los dos.
Ella lleva en su bolso la llave de la casa de su padre. Él guarda en el bolsillo la dirección del Comité Provincial del Partido Comunista en Córdoba y las instrucciones de su libertad condicional.
Es ya noche cerrada. La pareja camina por la calle Atocha.
Pepita mira a Jaime. Y Jaime no deja de mirarla.
Llueve.
Fue larga, aquella tormenta de verano.
INSTRUCCIONES
1º Irá directamente al lugar que se le haya designado, que es Córdoba, provincia de Idem, donde permanecerá hasta que se le conceda la libertad definitiva si observa buena conducta.
2º No podrá salir del lugar que le haya asignado sin la autorización correspondiente.
Si tuviera necesidad de cambiar residencia, lo solicitará de la Junta Local de libertad Vigilada o de la Provincial, en su caso, y esperará a que solicitud se resuelva, para evitar la revocación de la gracia que disfruta con el efecto de reingreso en la Prisión.
3º Tan pronto como llegue al lugar su destino, se presentará ante las Juntas Locales de Libertad Vigilada, y, en las Capitales de Provincia, ante las Comisiones Provinciales de Libertad Vigilada, las que le instruirán de dónde ha presentarse en lo sucesivo. El incumplimiento de este precepto será puesto conocimiento de la Comisión Central de Libertad Vigilada, quien tomará medidas oportunas, pudiendo, incluso, solicitar del Excmo. Sr. Ministro de Justicia, por medio de Organismo competente, la revocación de los beneficios de libertad condicional que disfruta. Al objeto de identificar su persona, exhibirá el presente documento hasta tanto que por la Comisión Central se expida el carnet de protección y tutela a que hace referencia el articulo 11 del Decreto del 22 de mayo de 1943.
4º Queda obligado a dirigir, por correo, el primer día de cada mes, un conciso informe referente a su propia persona escrito por si mismo. Este informe se presentará a las Autoridades anteriormente citadas para que lo visen y lo remitan al Director de la Prisión.
Si quedare sin ocupación, lo manifestará a las Juntas Provinciales o Juntas locales de libertad Vigilada de quien de penda, consignando el motivo, para practicar por ésta las gestiones posibles a fin de proporcionarle otra nueva si su proceder lo merece.
Habrá de ser veraz en sus informes, y con todo interés se le recomienda que evite las malas compañías y todo lo que pueda conducirle a una vida relajada o a la comisión de nuevos delitos.
Burgos, a veinte de julio de mil novecientos sesenta y tres.
Y era miércoles.
Gran parte de esta novela se la debo a una cordobesa de ojos azulísimos. A Pepita, que sigue siendo hermosísima. Y a Jaime, que murió junto a ella el día 29 de abril de 1976 en Córdoba, poco antes de que la policía se presentara a buscarlo, como todos los años, para evitar que se sumara a la manifestación del 1.° de Mayo. Pasen, y llévenselo, les dijo Pepita, y los condujo ante el cadáver de Jaime.
Y a Felipe, el amor de Hortensia, que salió de casa con veintiún años y regresó con cuarenta y siete.
A Elvira, la dueña de la maleta que llegó de Trijueque con dos uniformes de su padre, dos pares de leguis y una gorra de plato.
A Enrique, hijo de una mujer fusilada después del parto.
Y a Mercedes, que buscó a Pura, y me presentó a José Luis Silva.
A José Luis Silva, que estuvo 16 años en Burgos.
A Isabel Sanz Toledano, que compartió celda con Las Trece Rosas.
A Manolita del Arco, que estuvo condenada a muerte durante 5 meses, y pasó 18 años en la cárcel.
A Soledad Real, condenada a 30 años por un tribunal contra el comunismo y la masonería.
A José Amalia Villa, que presenció la desesperación de una mujer de Granada que no reconocía a sus hijas, y el dolor insoportable de otra, su llanto desgarrador, porque no tenía hijos y le llegó la menopausia en la cárcel.
Y a una mujer que no quiere que mencione su nombre ni el de su pueblo, y que me pidió que cerrara la ventana antes de comenzar a hablar en voz baja.
Y a Rafaela, que nunca había contado su historia y habló conmigo en Cádiz.
A Gerardo Antón, Pinto, que me contó su lucha en la Agrupación Guerrillera de Extremadura y Centro con todo lujo de detalles y una generosidad extrema.
A Reme y Florián, Celia y El Grande, que se conocieron el uno al otro en la guerrilla; y al amor, en Praga. Y a El Rubio, y a Quico, y al Comandante Ríos, y a Sole, y a Carmen, y a Esperanza, y a María, y a Rafael, y a Antonio, y a Carmen, porque me enriquecieron con sus experiencias.
A José Luis Muñoz Bejarano, que me prestó el nombre de su abuelo Mateo.
Y a Fernando Antón. A toda La Gabilla Verde. Y a Santa Cruz de Moya.
Y a José Izquierdo, que me llevó al campo de concentración de Castuera y a la Casa de la Sierra, en Don Benito. Y a la Asociación Jóvenes del Jerte, por los encuentros de El Torno, y de Jerte.
Y a Rosa, que me regaló la novela de Juana Doña. Y a Rosario Ruiz, que me buscó el libro de Giuliana di Febo y documentación sobre Las Trece Rosas.
Y a Fernanda Romeu Alfaro, por su ensayo El silencio roto, y porque hizo posible que yo tuviera en mi casa las cartas originales de Julita Conesa, y porque gracias a ella conocí a José Amalia Villa, Soledad Real, Manolita del Arco e Isabel Sanz Toledano.
A Antonio, sobrino de Julita Conesa, por su generosidad, por la caja que hizo llegar a mis manos con las cartas de su tía.
A Tomasa Cuevas, a Soledad Real, a Juana Doña, por sus testimonios escritos.
A José Hernández, que vio la bandera nacional en unos labios y un peinado de Arriba España.
A Juan Luis y Raquel, y a Toñi, porque les pertenece el recuerdo de la bolsita roja de terciopelo.
Y a Nieves Moreno, que descubrió el rostro de Hortensia en un libro de Julián Chaves.
A José María Lama, que me presentó a Libertad, la hija de José González Barrero, último alcalde republicano de Zafra.
A Benjamín, de Alicante, que me contó su historia en el paseo de las palmeras.
Y a una mujer de Gijón que me rogó que contara la verdad.
Y a Manuel Santiago y María José Martín, por el testimonio de la abuela María de los Ángeles.