Authors: Dulce Chacón
—No sabía yo que tuvieras una hermana.
—Ni falta que te hacía.
—¿Por qué no te ha escrito antes?
—¿A ti qué carajo te importa?
Tomasa no dirá a nadie que su hermana no es otra que Reme. No lo dirá. Dobló la carta, la metió en el sobre y mirando de lado a la chivata, que se rascaba con furia los brazos, se alejó de ella.
Desde que Reme se marchó, desde que se marcharon una a una las compañeras de su antigua familia, Tomasa pasea siempre sola por el patio. No le gustan las camaradas de su nueva familia. No le hacen gracia sus risas ni sus bromas. No ha hecho amistad con ninguna, ni siquiera con Josefina, que se esfuerza en ser amable con ella. Sólo Josefina se esfuerza. Las demás la miran mal, sobre todo cuando dividen la comida de los paquetes y la cuentan una y otra vez antes de darle su parte, y Tomasa come con la vista fija en el suelo.
Con el sobre en la mano, recorrió el patio a derecha y a izquierda. Mira, mira, me ha escrito mi hermana, repitió a las presas que se cruzaban con ella. Y se sentó en el banco donde, hacía tanto tiempo, tomaba el sol durante diez minutos al día, cuando Sole la alimentaba con una sonda a través de la cerradura de su celda de castigo. Sole, la camarada comadrona de Peñaranda de Bracamonte, la puerta abierta de la jaula. Tomasa apretó el sobre contra el pecho y buscó con la mirada la ventana de la galería número dos derecha. Desde allí, Reme, Hortensia y Elvira la miraban. Cuánto tiempo hacía de aquello. Cuánto tiempo. Imaginó las tres cabezas asomadas al cristal. Cuánto tiempo. Sentada en el banco contemplaba la ventana. Pero no estaba triste. Pronunció tres nombres en voz baja, para dejarse llevar por la añoranza. Hortensia. Elvira. Reme. Porque la añoranza tiene hoy tres nombres. Hortensia, la mujer que murió sin que Tomasa pudiera despedirse de ella. Elvira, la niña pelirroja que se fue sin su maleta. Y Reme, Querida hermana.
La soledad de Tomasa se aliviará cada quince días, cuando reciba puntualmente una carta de Reme y ella se siente en el banco y mire hacia la ventana; y cuando comparta con su nueva familia los paquetes que Reme le envía.
—¿A qué se dedica tu hermana, Tomasa?
—Es costurera. ¿Por qué?
—Porque parece rica por los paquetes que te manda.
Es la chivata, que recela de los envíos y de las cartas que recibe Tomasa.
—Pues no es rica, pero es de buen corazón, y me quiere mucho.
—¿Y le ha salido el corazón de repente, o lo ha llevado escondido hasta ahora?
—Métete en tus cosas, carajo, que la vela de este entierro no la vas a llevar tú.
La correspondencia y los paquetes de Reme se convertirán en el orgullo de Tomasa. Levantará la vista para comer. Y en las reuniones del Partido, presumirá al dar cuenta de las noticias que recibe de Reme. Querida hermana: la niña de la maleta volvió a ponerse malita. ¿Te acuerdas cuando cantó nuestra canción?, pues igual de malita. Pero ya está buena. No he podido ir a verla porque está con su hermano, pero sé por unos amigos que ya está buena y que vuelve a cantar, para que un día cantemos otra vez todas juntas. Así supo Tomasa que Elvira se encontraba con El Chaqueta Negra en Cerro Umbría. Así supo que la niña pelirroja estuvo a punto de morir por segunda vez.
—Elvirita está de guerrillera.
Y así presumirá ante sus camaradas.
—Con El Chaqueta Negra.
Pero serán las réplicas de sus compañeras las que hagan entender a Tomasa por completo lo que Reme le cuenta a medias en sus cartas.
—Sí, la niña le ha puesto los mismos cojones que el hermano, que está organizando la guerrilla para apoyar desde dentro la invasión que se prepara en Francia.
—¿Para cuándo?
—Para cuando entren los aliados. Así que, cuando caiga Hitler, ya podemos hacer las maletas, que echan al enano.
Pequeñas noticias, pequeñas historias contará Tomasa.
—Mi hermana me ha escrito que Reme también trabaja para la causa.
Querida hermana: me alegraré que a la llegada de ésta te encuentres bien, yo trabajo en un grupo de ayuda a los familiares de los caídos por la patria en el otro lado de la ribera.
—Sí, en el Socorro Rojo.
Será por sus compañeras como Tomasa llegará a saber que Reme se puso a disposición del Partido al día siguiente de salir de la prisión, que forma parte de un grupo de ayuda a los familiares de los presos, al igual que sus hijas, y que no tardó en ser la responsable de la cédula que se reunía en la Casa de Campo simulando una merienda campestre bajo dos árboles a los que llamaron Puerta Chiquita. Será así como llegará a saber que Reme fue detenida.
—La Reme ha caído. Está en Gobernación.
Será así como llegará a saber que la pusieron en libertad sin cargos a los diez días.
—Han soltado a la Reme. No le han sacado ni media, y la han largado.
Y con las claves que Reme le escriba, para evitar que la censura descubra su juego, Tomasa sabrá que su Querida hermana continúa en la lucha y se encuentra bien. He estado de vacaciones, me empaché con garbanzos durante diez días, pero ya he hecho la digestión. Los odio, los garbanzos. Sigo trabajando en lo mío, en lo nuestro.
Cada quince días, Tomasa recibirá una carta de Reme y presumirá de tener una hermana que sigue trabajando para que se acaben pronto los garbanzos. Y se sentará sola, en su banco frente a la ventana, para leer una y otra vez las palabras de Reme, que se despide de ella con la promesa de que irá a esperarla a la puerta de Ventas cuando salga.
Y así será.
Reme tardará muchos años en poder cumplir su promesa.
Pero la cumplirá.
Los objetivos de Jaime Alcántara se cumplieron en los plazos previstos. Organizó en brigadas pequeñas a los huidos que andaban desperdigados por los montes y dividió en sectores a los que estaban organizados pero actuaban en partidas demasiado numerosas. La creación de la Agrupación Guerrillera de Cerro Umbría se llevó a cabo en asamblea en el molino Antón, en la noche del primero de abril de mil novecientos cuarenta y tres, ante los jefes de todas las brigadas. Redactaron los estatutos, se distribuyó el territorio de actuación a las diferentes partidas recién estructuradas, y después de vencer las reticencias de algunos guerrilleros, que suscitaron numerosos enfrentamientos entre anarquistas, socialistas y comunistas, Jaime, Mateo y El Tordo firmaron el acta de constitución:
Acta de creación de la Agrupación Guerrillera de Cerro Umbría.
Hoy, 1 de abril de 1943, reunidos todos los guerrilleros que integramos este destacamento acordamos lo siguiente:
1° Constituir en principio con nuestras propias fuerzas, organizadas y encuadradas militarmente, la Agrupación Guerrillera de Cerro Umbría.
2º Exponer nuestra adhesión incondicional a la política de Unión Nacional de todos los patriotas de España, y constituirnos en brazo armado en la zona que operamos, bajo la dirección estratégica de junta Suprema de Unión Nacional Española, que dota al pueblo español de una dirección nacional de combate antifranquista por salvación de España.
Firmado: El Chaqueta Negra. El Cordobés. El Tordo.
La Agrupación la componían sesenta y dos guerrilleros. Uno de ellos era Elvira.
—¿Cómo estás, chiqueta?
—Ya estoy bien, no toso ni siquiera cuando corro.
—¿Has pensado ya el nombre que quieres ponerte?
—Me gustaría llamarme Celia, como la abuela, y como Celia Gámez.
—Celia, pues.
—¿Te gusta?
Sí, a Jaime le gusta. Acaricia la melena corta de Elvira y sonríe:
—Dentro de nada podrás hacerte la coleta y moverla para mí, Celia.
En la asamblea constitutiva de la Agrupación, había planteado la exigencia de que todos los guerrilleros tomaran un nombre falso, para que en caso ser capturados con vida no pudieran delatar a compañeros al ignorar sus nombres auténticos. Elvira entendió bien ese punto del código guerrillero que redactaron esa misma noche, estaba de acuerdo en la necesidad de preservar la seguridad de los otros. Pero se negaba a aceptar otro punto que todos asumieron el compromiso de cumplir, y no sabía cómo decirle a su hermano que ella no sería capaz de hacerlo.
—Una cola de caballo muy larga, como a mí me gusta, chiqueta.
—Claro, y tú me quitarás el lazo, como aquel día.
—¿Cuál?
—Cuando le dijiste a mamá que te ibas a la guerra. ¿Te acuerdas?
—Sí, sí me acuerdo. Tú eras así de pequeña. Una niña mimosa que no tenía ni idea de que un día se llamaría Celia.
—Todavía soy mimosa.
—Ven, pues, que voy a hacerte unos cuantos mimos.
Jaime se acercó a ella, y comenzó a hacerle cosquillas. Las carcajadas de ambos se dejaron oír en el exterior del molino Antón hasta que Celia escapó y echó a correr hacia Mateo. Jaime la miró correr. Su cabello rojo prendía el aire en una llamarada corta que se encendía a su paso. Sin saber por qué, pensó en su abuelo. Pensó en el encuentro ante la puerta de la cárcel de Ventas. Recordó la expresión de su rostro, el dolor en su voz. Elvirita está dentro. Dentro, hijo, Elvirita está dentro. Hubiera querido que su abuelo la viera así, corriendo como la luz en la noche. Hubiera querido que su abuelo la viera libre. Libre. Pensó en el locutorio siniestro de Ventas. En su abuelo aferrado a la valla metálica. En su hermana aferrada en la valla contraria. Hubiera querido que su abuelo la viera correr en esta noche abierta, correr en libertad. Libertad. Su hermana corre, él la observa correr, sonríe, y se da la vuelta. Libertad, pronuncia en voz baja. Libertad, qué extrañas son las palabras que se resisten a ser pronunciadas sin que el rubor nos alcance. Y qué extraño es llamar libertad a una carrera en la noche, al cielo raso, al monte bajo, al frío y al calor, a un pañuelo en la boca, a un fusil en la mano.
—Mateo, Mateo.
—¿Qué te pasa, chiquilla?
—El Chaqueta Negra, que me quiere matar de risa.
—Mejor morirse de eso, ¿no?
Mateo limpiaba el cañón de su naranjero con un trapo sucio. Dejó de frotar su arma y enfiló el ojo a la mirilla. Elvira quiso decirle que se llamaba Celia. Pero sintió un pánico repentino al ver el fusil y le hizo la pregunta que poco antes no se había atrevido a hacer a su hermano:
—Mateo, ¿tú serías capaz de usar eso contra ti mismo?
—No lo sé.
Y dijo que no lo sabía porque le avergonzaba reconocer que ya tuvo la oportunidad de comprobar que no sería capaz, y que le pidió a El Chaqueta Negra que lo hiciera por él.
—Abróchate bien ese botón, niña.
Elvira se abrochó un botón de su camisa que escapaba del ojal.
—Pero yo te he visto jurar que lo harías. Has jurado que lo harías.
Mateo continuó limpiando su fusil.
—Lo he jurado porque creo que hay que hacerlo. Además, si te cazan vivo, preferirías estar muerto. Dalo por cierto, Elvirita. Dalo por cierto.
—Ahora me llamo...
Antes de acabar de decir que se llamaba Celia, El Tordo apareció de entre las sombras y se sentó junto a ellos.
—¿Cuándo nos vamos?
Mateo observó el cielo y achinó los ojos para contestar:
—Hace una hora que salió el primer grupo. Estate tranquilo, que nos queda nada y menos.
—No sé por qué coño tenemos que salir nosotros los últimos.
—Tú nunca sabes nada, ni puñetera falta que te hace. Cumple las órdenes y no preguntes.
—Ordenes, órdenes, eso es lo único que sabe hacer el hermano de ésta. A mí me gustaba más ir por libre.
—Eres como los socialistas, coño, que sólo saben poner en cuestión cualquier cosa que hagamos. Y ésta se llama Elvira, que ésta sólo se le dice a los burros.
—Me llamo Celia. Y lo que hace mi hermano se llama eficacia en la organización militar, a ver si te enteras, Tordo. Y acostúmbrate a que ahora ya no vas por libre.
Lo dijo en un tono que no dejaba lugar a dudas. Se llamaba Celia, y no estaba dispuesta a que nadie la llamara «ésta», ni a que los hombres la dejaran fuera de la conversación.
—Celia es muy bonito.
—No me trates como a una cría, Tordo, que yo he visto lo que ha pasado ahí dentro con algunos de los jefes de las brigadas. Y ahora veo que te han comido la moral los que acusan a los comunistas de pretender la hegemonía en la UNE al organizar las guerrillas. A ver si dejáis la rivalidad para el enemigo, y la desconfianza para los traidores, que ya está bien de enfrentamientos entre nosotros.
—Así se habla, Elvirita.
—Celia. He dicho que me llamo Celia.
—Celia, sí, maldita sea, que me he confundido, coño, joder.
Mientras maldecía, Mateo se golpeó la frente con el puño mirando a Celia con expresión de orgullo. Volvió a pronunciar el nuevo nombre de Elvira, Celia.
—Celia.
Y lo repitió, con una sonrisa en los labios.
—Celia.
Celia se alejó de ellos sofocando una leve tos. El Tordo la miró alejarse.
—Buena moza se está poniendo. ¡Y cómo habla!.
—Deja de mirarla así, Tordo.
—¿Qué bicho te ha picado?
—A mí ninguno, y a ti tampoco, así que deja de mirarla de esos modos y de esas maneras. A ver si nos vamos enterando.
—Macho, que yo sólo he dicho que está buena moza. Ni que fueras su padre...
—Hazte cuenta de que lo soy, y átate esa lengua.
Desde la puerta del molino, El Chaqueta Negra les hizo un gesto. Hora de irse. Los dos hombres se pusieron en pie al mismo tiempo. El Tordo miró a Jaime, y después a Mateo:
—Conste que no era mi intención ofender a nadie. No vayas a ir diciendo por ahí que la he ofendido.
Mateo no contestó. Se dirigió junto a él hacia el molino y cuando El Chaqueta Negra dio la orden de comenzar la marcha, le pasó una mano por el hombro.
—Si te veo otra vez mirar a Celia con ojos de putero, te mato.
Durante el regreso al campamento de El Pico Montero, El Tordo caminó detrás de Mateo con la vista clavada en el suelo. Mateo caminó a diez pasos de Celia, protegiendo su espalda de las miradas de El Tordo, y mirando al cielo. Noche sin luna, noche de estrellas. Le gustaban las noches así, cuando el cielo se dibuja a sí mismo y las estrellas parecen el rastro luminoso de una explosión de luz. Le gustaba. Y en las noches de estrellas le gustaba buscar la de Tensi. Y buscó en la noche. La estrella de Tensi. Mira, la más chica que hay en el cielo, ésa, la más chica, te la doy yo a ti, le dijo cuando él le regaló los pendientes que había comprado en Azuaga.