La voz dormida (25 page)

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Authors: Dulce Chacón

BOOK: La voz dormida
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—¿Has arriesgado la seguridad de este campamento por ir a una casa de putas?

La fiebre de Elvira le impedirá abrir los ojos. Las hijas de El Tordo creerán que duerme. Pero no duerme.

—Es una casa de confianza.

—Has puesto en peligro a tus hombres. Nos has puesto a todos en peligro.

—Teníamos que descargar.

—Pues descargáis con la mano.

—No es lo mismo, ya estamos hartos de tocar la zambomba.

—No te hagas el gracioso.

—No me hago el gracioso, pero te digo yo que de vez en cuando hay que tocar la flauta, y no hay flauta sin agujeros.

—Déjate de flautas, abandonar sin vigilancia un campamento es una negligencia grave.

—¡Pero si estaban las chicas!

—Escúchame bien, Tordo, porque no lo quiero repetir, faltas como ésta se castigan con la muerte.

Elvira intenta abrir los ojos. Pero los párpados pesan. Arden. Tiembla. Las últimas palabras de su hermano aumentan su temblor. Se castigan con la muerte. Busca refugio entre las mantas. Esconde la cabeza. El sabor de la cena le llena la boca. Tiene calor. Va a toser. Ahora puede toser. Sí. Tiene frío. Se castigan con la muerte. Se ahoga. Se destapa la cabeza. Ahora puede toser. La muerte. Se incorpora. Se castigan con la muerte. Las judías con chorizo salen disparadas con un golpe de tos. La tibieza de una mano le sujeta la frente. Y ella siente la mano de Tomasa. Otras manos la ayudan a recostarse de nuevo, limpian el vómito de su barbilla y enjugan con un trapo limpio y fresco su sudor. Un paño fresco en la frente. Tomasa. Es Tomasa quien refresca su rostro con paños fríos. Reme sonríe. Y Hortensia escribe en su cuaderno azul. Reme va a cantar. Elvira ya no intenta abrir los ojos. Ahora se deja llevar, se abandona. Recibe dulcemente los cuidados de las hijas de El Tordo. Sus labios se han agrietado.

—Tengo sed.

Una mano le alza la cabeza y sostiene el peso de su nuca, otra le acerca una cantimplora a los labios.

Tiembla.

—Reme, qué mal cantas.

Tiene frío. Un camión se lleva a Las Trece Rosas y Julita Conesa no deja de cantar. Joaquina deshace un cinturón. Joaquina tiene el pelo liso y negro, y los ojos grandes. Se castigan con la muerte. Hortensia lleva trece rosas en la mano. Reme sigue cantando. Hortensia lleva trece rosas muertas en la mano. Y ella acaricia una cabecita negra.

—Abrázame.

Tiene frío.

—¡Reme!

Grita Reme.

Tiene frío por dentro.

—¡Reme!

Abre los ojos y los vuelve a cerrar. Y se deja llevar por una voz que le ofrece un abrazo. Una voz desde muy lejos, desde muy dentro:

—Ven, sangre mía.

11

La desesperación es una forma de negar la verdad, cuando asumirla supone aceptar un dolor insoportable. Y el cuerpo se niega, se rebela. El sentimiento ruge. Y Tomasa se deshace por dentro y por fuera en un rincón de la celda. Sentada en la silla de Reme se deshace. Porque Reme se ha ido.

Sí.

Reme se ha ido. Y Tomasa rumia su desconcierto moviendo la cabeza a derecha y a izquierda. Se araña la cara. Rumia su alarido. Se muerde los labios. Mira hacia el frente. La pared. Mira hacia el suelo. Echa de golpe la nuca hacia atrás. Muros. No siente dolor. Se muerde los labios y niega con la cabeza. Se araña los brazos. Sus compañeras duermen. Reme se ha ido.

—¿Qué te pasa?

Es Josefina, la asturiana que lloraba el día de la Merced.

—¿Qué te pasa?

Se ha despertado con el ruido de la cabeza de Tomasa contra la pared. Se acerca a ella y le sujeta las manos.

—Te estás haciendo sangre.

La desesperación se rebela contra la posibilidad de un consuelo.

—Déjame.

Josefina insistirá:

—¿Qué te pasa?

Le limpiará con un pico de su delantal la sangre de la cara.

—No me pasa nada, carajo.

Esa noche, y muchas más, la asturiana impedirá que Tomasa se destroce la cara y los brazos con las uñas. Intentará sacarla del “No me pasa nada, carajo”. Pero no lo conseguirá. Porque Reme se ha ido. Ha conseguido la libertad condicional. Tomasa no volverá a verla. Se ha ido. Y Tomasa rumia en soledad los recuerdos de Reme.

—Ponte este jersey rojo, yo me pongo el morado y a la chivata le prestamos el amarillo. Y salimos las tres juntas al patio.

Era el día catorce de abril, y Reme quiso festejar la proclamación de la República vistiendo su bandera.

—Se la colamos a la chivata.

—Sí.

Se la colaron. La chivata se rascaba con desesperación los brazos y las piernas. Reme se ofreció a untarle Sarnical:

—Eso que tú tienes es sarna. Ven, que te pongo esto.

—Apesta.

—Pero, chica, ¿tú nunca has visto el anuncio? Sarnical, tratamiento de la sarna de olor agradable. Y ponte este jersey limpio hasta que laves el tuyo.

Se dejó untar con el tratamiento de olor agradable. Se puso el jersey limpio. Salió al patio del brazo de Reme y de Tomasa, extrañada de tanta amabilidad hacia ella. Caminó de amarillo entre Tomasa y Reme, entre el jersey rojo de una y el morado de la otra. Y pasearon las tres juntas enarbolando los colores de la bandera republicana.

—Y le tiramos bien de la lengua.

Y la chivata les contó lo que sabía de Sole. Está en Francia, les dijo.

—Ella y la hija. La comadrona es una mandamás de los comunistas. Y la hija, que se la dejaron tuerta, les hace de va y viene.

Le tiraron de la lengua, y la chivata les contó que madre e hija se encargaban de ayudar a fugarse de los campos de concentración a los exiliados españoles que habían caído en manos de Pétain.

—¿Y Elvirita?

—De ésa no tienen noticias.

Tomasa acarició la tela del vestido que llevaba puesto. Sonrió. Y continuó sonriendo mientras escuchaba cómo la chivata hablaba de La Zapatones sin que le hubieran preguntado por ella.

—La hermana María de los Serafines montó en cólera cuando se enteró de que en la Falange no sabían nada de las dos presas de Ventas.

La chivata se encontraba en Dirección cuando La Veneno ordenó a Mercedes que llamara a La Zapatones.

—Eso fue el Día de Difuntos, a mí me mandó salir cuando entró La Zapatones, pero desde fuera escuché perfectamente cómo le dijo que si las presas no aparecían por la mañana, la mandaba a ella para Málaga. A gritos se lo dijo. Que no quería verla más si no aparecían las presas. Dicen que la prisión de Málaga es todavía peor que ésta.

—¿Peor?

—Siempre hay cosas peores.

Las presas no regresaron. Y La Zapatones fue trasladada a la prisión provincial de Málaga. Los rumores dirán que la funcionaria ha aumentado su saña, y que las presas de Málaga la llaman La Tumba. Otras voces afirman que en Málaga es conocida como La Drácula.

—¿Te pica?

—Menos.

—¿Lo ves?

La chivata se rasca los brazos bajo el jersey amarillo. Reme sonríe a Tomasa. Y Tomasa se araña las piernas. Porque Reme se ha ido.

—Quédate con la sillita.

—De ninguna manera, te la regaló tu marido.

—Y yo te la regalo a ti.

—Bueno, yo te la guardo. Y tú llévate la maleta de Elvirita, busca a la niña y llévale su maleta, es un recuerdo de su madre. Y dile de mi parte que todavía llevo su vestido.

Reme se ha ido. Se ha llevado con ella la maleta de Elvira y la última sonrisa de Tomasa.

Se ha marchado, y quizá no vuelva a verla. Como se marchó Sole, la comadrona pequeña y enérgica que le daba puré con una sonda; como Elvira y Hortensia, la niña pelirroja que se fue sin su maleta y la mujer que se sentaba en la silla de anea de Reme. Todas se han marchado. Y Tomasa vuelve a encontrarse tan sola como se sintió en Olivenza, cuando no podía llorar a sus muertos y escuchaba el llanto de la madre que perdió a sus dos hijos en Castuera. Pero ahora puede llorar. Y llora. Abrazada a sus rodillas se desespera recordando a sus compañeras. Y llora a sus muertos. Su marido. Su nuera. Su nieta. No volverá a verlos. Sus hijos. Sus hijos, no volverá a ver a sus hijos.

Cuando la desesperación dé paso a la tristeza, cuando Tomasa sea capaz de enfrentar el dolor, se abandonará a los brazos de Josefina.

—¿Es bonito el mar?

—Sí, muy bonito.

—Eso dice la gente que lo ha visto. A mí me gustaría que fuera verdad que es muy bonito.

—¿Por qué?

—Porque mis hijos están en el mar.

12

Un paso detrás de otro paso. Despacio. Ha de caminar despacio del brazo de Benjamín, mirando al suelo para no perder el equilibrio, ya que la distancia que Reme tiene ante sí, en la calle Hermosilla, la aturde. Seis años sin caminar por la calle. Seis años sin ver otro horizonte que un muro contra el cielo a tan sólo unos pasos. Seis años sin caminar del brazo de Benjamín. La música de un chotis confunde el ritmo pausado de Reme. Un traspiés. La organillera continúa dando vueltas a la manivela mientras Benjamín suelta la maleta que lleva en la mano y sujeta a su esposa; para que no se caiga, la toma por la cintura como en un paso de baile.

—Pobre Benjamín.

—¿Por qué me llamas siempre pobre Benjamín? Eres tú la que tiene que aprender a andar.

—Porque eres muy bueno.

—Muy bueno, muy bueno, déjate de pamplinas.

—¿Estamos cerca?

Sí, estaban cerca. Sólo unos metros faltaban para que llegasen a casa, al pequeño piso que alquiló Bernjamín cuando se trasladó con su familia a Madrid desde un pueblo de Murcia. Muy cerca. Las tres hijas solteras y el niño que les nació tarde y mal caminan detrás de la pareja. Sonríen los cuatro mirando a su madre. Sonríen, desde que la vieron salir por la puerta de la prisión con una maleta en una mano y tapando el sol con la otra. Corrieron hacia ella. La abrazaron. La llenaron de besos. Y ella no podía dejar de llorar.

—¡Sangre mía!

Benjamín fue el último en abrirle los brazos. Reme escondió la cara en su pecho, susurrando:

—¡Pobre Benjamín!

Por todo mobiliario, una mesa camilla, seis sillas y un pequeño aparador encontró Reme en la sala del piso alquilado.

—¿Te gusta?

Sin soltar la mano de su marido, Reme contestó mirando a sus hijas:

—Muy bonito, y está muy limpio y muy ordenado.

—Tuvimos que vender tus muebles.

—No importa.

—Pero mira.

Benjamín abrió la puerta de la última habitación.

—Mira.

El dormitorio.

—La cama, las dos mesillas de noche, la cómoda y el armario ropero.

Reme se sentó en la cama y acarició con las palmas de las manos abiertas la colcha de croché que había tejido su madre.

—Y mi colcha.

Esa noche, en el dormitorio de Reme y Benjamín, dos cuerpos se encontraron. Reme se había dado un baño caliente, por primera vez en seis años.

—Amor mío.

—Amor mío.

Y por primera vez, las palabras de Reme y Benjamín hablaron de amor. La ternura venció al pudor que hasta entonces habían sentido. Ambos olvidaron el recato, el miedo a pronunciar el nombre del otro en un gemido.

—Benjamín.

—Reme, mi Reme.

Él le quitó el camisón, por vez primera.

La piel recién bañada de Reme recibió los besos de Benjamín. Ella acarició todo el cuerpo de su esposo, por primera vez en veintisiete años de matrimonio. Sorprendida, sostuvo en sus manos su descubrimiento mientras hundía la nariz en la axila de Benjamín.

—Qué bien hueles, amor mío.

—Sigue acariciándome así.

—¿Así?

—Así.

Fuego de lumbre en una chimenea. Así fue el amor.

—Benjamín.

—¿Qué?

—¿Estás dormido?

—Hoy voy a dormir en una cama.

—¿Eh?

—Estás dormido.

—No, no estoy dormido.

—Voy a dormir en un colchón de lana mullidito. En una cama. En mi cama, y con mi almohada.

Benjamín le acarició la mejilla.

—Y conmigo.

—Sí, y contigo.

—Pues anda, vamos a dormir, ¿no tienes sueño?

No, Reme no tenía sueño. Acurrucada en el hombro de Benjamín, recorría con la mirada su habitación intentando convencerse a sí misma de que era cierto que ella estaba allí. Si la viera Tomasa. Si Tomasa pudiera verla. Aunque es mejor que no la vea. Pobre Tomasa.

—Benjamín.

—¿Qué?

—Le he regalado la silla que me llevaste a una compañera de dentro.

—Has hecho bien.

Tomasa es buena. Tomasa no tiene maldad y se hace la dura para que no se le note que es buena. Tomasa quiso regalarle la cabecita negra del cinturón de Joaquina. Es buena, y generosa. Irá a esperarla el día que la suelten. Porque no tiene a nadie que vaya a esperarla. Y no tiene a nadie que le mande paquetes. Ella se los mandará. Sí. Y le escribirá cartas, porque no tiene a nadie que le escriba, y no hay tristeza más grande que verla en la hora del reparto esconderse en una esquina. Se esconde, Reme la ha visto esconderse muchas veces. Y sabe que lo hace para no ver la cara de las que extienden la mano hacia un sobre y para que nadie sepa que a ella no le han escrito nunca y nunca le escribirán. Menuda sorpresa va a llevarse. Le escribirá, y le dará noticias de la hija de Hortensia. Y de Elvirita. Y de Sole. Buscará a la hija de Hortensia, y a la niña pelirroja que le regaló a Tomasa el vestido de su madre. Querida hermana, así empezará la carta. Querida hermana, para que se la entreguen se hará pasar por su hermana, me alegraré que a la llegada de ésta, sí, eso es, su hermana, porque tiene que ser familiar directo.

Reme se dormirá pensando en Tomasa, buscando las palabras que escribirá en la primera carta. Ha de encontrar la forma de hablar de sus compañeras sin que la funcionaria que censura la correspondencia se dé cuenta. A Elvirita la llamará la niña de la maleta, y Hortensia será la madre de la chiquilla de ojos azules que no quería nacer. A Sole, no sabe cómo llamar a Sole. La puerta abierta de la jaula. La jaula abierta.

Sí, Sole será la jaula abierta.

13

Querida hermana: me alegraré que a la llegada de ésta te encuentres bien. Tomasa está en el centro del patio, con su sobre en la mano. Había corrido a esconderse al ver llegar a la paquetera con el correo, como hacía siempre, y cuando escuchó su nombre volvió a correr, esta vez hacia el centro del patio, con la mano extendida y los ojos fijos en el sobre que llevaba su nombre. Querida hermana, leyó. Reconoció a Reme por las cosas que le contaba. Reconoció a Hortensia en la madre de la niña que no quería nacer. Reconoció a Sole en la puerta abierta de la jaula y supo que seguía en Francia, aunque la palabra Francia estuviera tachada. Leyó Querida hermana y se paseó de un lado a otro para que todo el mundo viera que había recibido una carta. Mira, me ha escrito mi hermana, le dijo a la mujer que lloraba el día de la Merced, a Josefina. Mira, me ha escrito mi hermana, le mostró la carta a la chivata.

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