Authors: Dulce Chacón
—¿Cuándo es luna llena?
—Pasado mañana.
Pasado mañana. Hortensia abraza su vientre abultado con las dos manos. Quizá llegue a tiempo. Pasado mañana será luna llena.
—Este niño no quiere ver el mundo.
—¿Cuánto hace que cumpliste?
—Diez días llevo cumplida. El defensor pidió misericordia.
Sí, misericordia fue lo único que pidió el capitán del Ejército de Tierra que actuó como abogado defensor.
—Para el niño, pidió misericordia. Mi hermana ha mandado un pliego de súplica a Franco, qué chiquilla. Dice que le han dicho que a veces contesta en tres días, vamos a ver.
Tres días son muchos. Reme y Elvira lo saben. Lo saben. Estaban en la prisión de Ventas el tres de agosto de mil novecientos treinta y nueve, cuando regresaron del juzgado número ocho las trece menores. Y recuerdan que una de ellas se colocó las medias antes de salir hacia la capilla, y otra se cortó las trenzas. Que se las den a mi madre, pidió. Pero nunca se las dieron a su madre. Tres días son muchos.
—No sé si servirá de algo, qué chiquilla, al mismísimo Franco le ha escrito.
Reme y Elvira temen que no sirva de nada. Como de nada sirvieron las firmas que recogieron las madres de Las Trece Rosas ni los suplicatorios que escribieron solicitando clemencia.
No. De nada sirvió la firma que Dolores Conesa estampó en un documento el mismo día cinco de agosto de mil novecientos treinta y nueve, año de la victoria, sin saber que su hija había sido fusilada ya. Al Excmo. Señor General Don Francisco Franco Jefe del Estado Español la dirigió, y adjuntó un pliego con las firmas que había recogido entre los vecinos de la calle Galería de Robles. Treinta y cinco firmas, junto a una carta escrita por una madre. Encabezó la súplica llamando Señor al destinatario y, después de dos puntos, escribió: La que suscribe. Añadió su nombre y dirección y comunicó que era viuda, y madre de la procesada Julia Conesa, condenada a la pena de muerte por los Tribunales de esta plaza. Como madre suplicó que no fuera cumplida la sentencia. Sentencia fatal, escribió. Ya que como comprueban estas firmas de industriales y vecinos es excesiva. Como madre, imploró. Espero en estos momentos de amargura la ayuda de V. E., de su bondad infinita, pidiendo a Dios le conceda vida larga para que nuestra España conducida por su mano sea pronto la nación Grande que sirva de modelo al mundo entero.
—Si es verdad que contesta en tres días, a lo mejor llega a tiempo, ¿cuándo es luna llena?
Tres días son muchos. Reme y Elvira se miran sin contestar a Hortensia. Saben que tres días son muchos. Elvira acaricia la cabecita del cinturón de Joaquina. Acaricia su regalo. Se levanta de su petate. Busca su maleta y se inclina sobre ella simulando que guarda algo en su interior, para que Hortensia no la vea llorar mientras recuerda la madrugada de aquel cinco de agosto. La recuerda bien. Desde la ventana, vio a Las Trece Rosas atravesar el patio. Salieron de la capilla de dos en dos, sin humillar la cabeza. A cada pareja la escoltaban tres guardias civiles. Las subieron en camiones. Todas continuaron con la cabeza alta. Algunas cantaban. Julita Conesa siempre cantaba.
De nada sirvió que doña Dolores pidiera clemencia. La madre de Julita Conesa sólo tuvo un consuelo: las cartas que su hija le escribió en la prisión de mujeres de Ventas, segunda galería derecha. El día de su muerte escribió Julita la carta que provocará más tristeza en su madre. La carta más triste. La última. Y la más corta:
Madrid, 5 de agosto de 1939
Madre, hermanos, con todo el cariño y entusiasmo os pido que no lloréis ni un día. Salgo sin llorar, cuidad a mi madre, me matan inocente pero muero como debe de morir una inocente.
Madre, madrecita, me voy a reunir con mi hermana y papá al otro mundo pero ten presente que muero por persona honrada.
Adiós, madre querida, adiós para siempre.
Tu hija que ya jamás te podrá besar ni abrazar.
JULIA CONESA
Besos a todos, que ni tú ni mis compañeras lloréis. Que mi nombre no se borre en la historia.
No lloréis por mí. Elvira controla su llanto. Revuelve su maleta simulando que la ordena de espaldas a Hortensia, para recordar a Julita. Recordarla, para que no se borre su nombre.
No, el nombre de Julita Conesa no se borrará en la Historia.
No.
Hasta que llegue la ratificación de la sentencia, las presas pasarán las mañanas en el patio intentando engañar a la tristeza. Por las tardes no será posible el engaño, porque la noche se acerca, porque se acerca la hora de las sacas, se acerca la hora en que la funcionaria puede llegar con las listas en la mano. La alegría de las mañanas caerá por las tardes con la amenaza del sonido de las listas. Hasta que se cumpla la amenaza, todo lo que ocurra en el penal tendrá un solo nombre: La espera.
—Mira qué moño se ha hecho.
—De Arriba España.
Hortensia levanta la vista de su labor y observa el peinado de La Zapatones mientras Reme y Elvira siguen comentando su desprecio:
—Se creerá que está guapa.
—Peor para ella.
—Siempre se ha creído que es muy fina, pero ésa es un piojo puesto de limpio.
La Zapatones pasea por el patio envuelta en su capa azul. Se ha hecho un moño cardado y alto y lleva la boca pintada de un rojo excesivo. Se acerca a las mujeres que la están mirando.
—¿Le has visto la boca?
—Otra vez viene a enseñarnos la bandera, verás.
Cuando la guardiana llega al banco, separa los labios y deja asomar un caramelo de limón, el color amarillo destaca sujeto entre sus labios rojos. Después se da media vuelta, pasea su peinado de Arriba España y recorre el patio buscando a otras presas para mostrarles su peculiar bandera nacional. Sólo la chivata responderá a su provocación devolviendo una sonrisa.
Es preciso romper la insolencia de la funcionaria. Es preciso ahuyentar la angustia de la espera, presidida por el silencio de esta mañana de mediados de febrero, luminosa y fría. Es posible tomar aire de esta asfixia, engañar a la tristeza. Es posible. Y Elvira comienza a cantar:
Maldita la araña que a mí me picó...
Las reclusas que la oyen se acercan con su labor en las manos y le preguntan si van a ensayar:
—¿Vamos a ensayar?
—Claro.
Y ensayan, porque es preciso.
Sí. Ensayarán, y pondrán en pie la zarzuela del maestro Jiménez cuando la hayan aprendido bien. Representarán La Tempranica en el patio, para la reclusión, y van a invitar a Antoñita Colomé. Elvira conserva un libreto, original de Julián Romea, la tercera edición que repartieron a todas las niñas de su colegio antes de empezar la guerra. Ella iba a ser María, La Tempranica, la gitanilla que se enamora de un conde. Su profesora de música hizo el reparto. Ahora es ella misma la que se ha asignado el personaje protagonista, y a Reme le ha dado el papel de Gabriel. Hortensia será La Moronda. Han de memorizar todas los diálogos de la obra al completo, por si es necesario hacer alguna sustitución. Han de repetir las canciones una a una. Elvira organiza el ensayo:
—Moronda, ¿qué nos vas a dar de cenar?
—Pues verán ustedes. Ahora mismo eché el arroz, que va ser lo primerito. Lleva almejas, que me subieron esta tarde de Granada. Unas cortadas de jamón de Trevélez y pimientos, más sabrosos y dulces que el almíbar. De seguida, cordero asado con papas.
Las mujeres que miran a Hortensia abandonan su labor y escuchan el menú tragando saliva. Elvira observa el hambre en sus miradas, algunas se chupan los labios.
—Bueno, ya ensayaremos eso después. Ahora vamos con Gabriel.
Para ayudar a Reme, la más torpe en el oficio musical, cantarán todas juntas La tarántula.
La tarántula es un bicho mu malo.
No se mata con piedra ni palo.
Que huye y se mete por tos los rincones y son mu malinas sus picazones.
Elvira se coloca junto a su oído para que recupere el tono. Reme desafina. No deja de mirar a La Zapatones.
... será que a mí me ha picao la tarántula dañina.
Por eso me he quedao más delgao que una sardina...
A pesar de los esfuerzos de la niña pelirroja, la voz estridente de Reme estalla como un grito y hace reír a las demás. Un grito liberado, que Reme dirige hacia La Zapatones.
—!Que te va a ver!
.. no le temo a los rayos ni balas, ni le temo a otra cosa más mala...
Las carcajadas que el coro no puede sofocar dejan a Reme sola con la canción.
que me hizo mi pare más guapo que al gallo, pero a ese bichito que lo parta un rayo.
—Así no vamos a llegar nunca a nada.
—Ay, si es que parece el gallo de una gallina clueca.
—Ay madre, ay madre mía de mi vida, y la cara de sentimiento que me pone.
—No lo hace tan mal.
—Eso lo dirás tú, chiquilla, que eres más cumplida que un luto.
En la puerta enrejada, aparece La Veneno. Golpea la cancela como quien toca una campanilla, con el crucifijo de metal que cuelga de un cordón de su cintura. Llama la atención de la guardiana. Y le da un recado.
Desde el extremo del patio, La Zapatones se dirige con paso lento hacia el grupo que ríe. Hortensia deja de reír cuando la ve llegar. La está mirando:
—Hortensia, acompáñeme, tiene una comunicación por jueces.
Volverá el silencio al patio. Volverán las presas a su labor. Volverá la angustia de una espera.
Antes de abandonar el patio, Hortensia mirará hacia arriba. Las nubes cubren por completo el pedazo de firmamento que perfilan los muros.
Al cabo de unos minutos, regresará y hablará en voz baja con Reme y Elvira. Les dirá que la Auditoria de Guerra del Ejército de Ocupación ha ratificado las sentencias. Todas las ejecuciones tendrán lugar cuando reciban el enterado del Jefe del Estado. Todas, excepto la suya. A Hortensia le conceden la gracia de esperar a que nazca su hijo. Su ejecución queda en suspenso hasta entonces.
—Carajo, así la criaturita no quiere ver el mundo, Hortensia.
Antes de que Reme acabe de pronunciar el nombre de la mujer que va a morir, La Zapatones habrá reunido en un rincón a las otras compañeras de expediente. Doce. Y se las llevará también por unos minutos, diciendo que tienen una comunicación por jueces.
Hortensia las verá salir en fila del patio. A todas las verá mirar un momento hacia lo alto. Y sabrá que todas llevan una misma esperanza. Una esperanza idéntica. Y las verá regresar sin ella, mirando las doce hacia la tierra.
Esa misma noche formarán otra fila en la galería después de que La Zapatones lea sus nombres en una lista y La Veneno les ordene salir con la ropa puesta.
—Las nombradas, salgan con la ropa puesta.
—Faltan tres.
—¿Cómo que faltan tres?
—Sí, aquí hay nueve.
Las nueve jóvenes que ya están en fila miran a sus compañeras de expediente. Hortensia, Elvira, Reme y Sole las miran también. El miedo ha paralizado a las tres mujeres que deben salir. La funcionaria grita sus nombres. La Veneno se impacienta:
—¿Es que no están?
La Zapatones mira a un lado y a otro, confusa:
—Tienen que estar.
Y vuelve a nombrarlas.
El pánico de las condenadas aumenta con los gritos que pronuncian sus nombres. Ninguna de las tres es capaz de moverse.
—Bendito sea Dios, ¿pero usted no sabe a quién se tiene que llevar?
—Sí, hermana, a las que están en la lista, pero yo no puedo conocer a todas las internas una por una. Tienen que salir ellas.
—¡Esto es el colmo!
La hermana María de los Serafines gritará con vehemencia. Exigirá a las tres condenadas que salgan.
—¡Salgan!
El miedo crece.
De nuevo, tres nombres serán lanzados al aire como una descarga. Y ninguna de las nombradas, incapaces de reaccionar, podrá vencer su parálisis.
—¡Ya está bien! Llévese a las nueve que tiene y vuelva con refuerzos.
Vendrán los refuerzos. Todas las presas de la galería número dos derecha serán obligadas a formar en el pasillo. Hortensia, Reme, Elvira y Sole se situarán junto a las tres condenadas, que habrán podido apenas dar dos pasos, arropadas por el movimiento de las demás. Volverán a gritar sus nombres.
Volverá el silencio, la parálisis, el miedo.
—Si no quieren decir ustedes quiénes son, contamos hasta treinta.
Y contaron hasta treinta. Y sacaron a cuatro de la fila. Tres veces contaron hasta treinta.
A doce presas sacaron de la fila. Elvira estaba entre ellas.
—¡Vamos!
Y, a la orden de ¡Vamos!, comenzaron las doce a caminar.
Nadie preguntó a las nombradas por qué no salían. Nadie las señaló con la mirada.
Ellas verán cómo se llevan a sus compañeras. Comprobarán que es cierto: se las llevan. Es cierto.
Y vencerán el pánico.
Darán dos pasos al frente.
Y saldrán.
La Veneno detendrá la marcha de las que había escogido el azar, y las doce abrazarán a las tres condenadas. Y les darán las gracias.
Elvira se abrazará a Reme.
—¡Sangre mía!
Y Hortensia se abrazará al hijo que lleva en el vientre. Y comenzarán los dolores de parto.
—Lleva toda la noche, doctor, y toda la mañana. Alumbra la coronilla y luego se vuelve para atrás.
—¿Y qué quiere que haga yo? Yo no soy tocólogo, Sole.
—Salve a ese niño. Sálvelo usted que es médico y lo puede salvar. Yo no he visto un parto tan torcido en todo lo que llevo de vida. La criatura está colocada, pero cuando parece que viene deja de venir.
Apenas sin fuerzas, Hortensia solloza en la camilla de reconocimiento de la enfermería. Mercedes le aprieta la mano y le seca el sudor de la frente dándole ánimos:
—Anda hija, que ya está aquí, tienes que empujar.
—Que se lo den a mi hermana, hágame usted ese favor, que no lo lleven al orfelinato, que se lo den a mi hermana, por lo que más quiera usted.
El parto del hijo de Hortensia tardó aún siete horas más. Las contracciones mantenían a la parturienta en un quejido continuo. La comadrona no sabía qué hacer. Y el médico tampoco, registró en su memoria las clases de tocología en la Universidad, las prácticas en la maternidad de Santa Cristina y los manuales de obstetricia que manejó en los cursos superiores en la Facultad de Medicina. Cuando la mujer que iba a morir dio por fin a luz, don Fernando cortó el cordón umbilical y cogió al recién nacido por los pies gritando que era una niña sin disimular su alivio y sin reprimir su alegría.