Authors: Dulce Chacón
Un gesto. No era más que una protesta. Un gesto que los dos reconocieron pequeño e inútil. Hablaron de ello en el pequeño barco de motor que los llevaba a Francia, cuando la tarde perdía su última luz y oscurecía el mar. Acodados en la barandilla de estribor, observaron cómo se alejaba la costa española, mientras escuchaban al hombre que había sostenido sus maletas. Era la primera vez que les hablaba, y fueron las únicas palabras que les dirigió durante la travesía:
—Ya estamos en aguas francesas.
A la derecha, Jaime y Mateo observaron la silueta de una montaña.
—Chiquillo, lo último que hemos hecho en España ha sido mear.
—Contra una tapia.
Cuando Pepita recibió una carta remitida por Jaime Alcántara, temió que un desconocido le enviara malas noticias. Venía de Toulouse. Pero al comenzar a leerla, reconoció de inmediato la letra de Paulino, y dedujo que el nombre era también una forma de esconderse.
—¿De quién es, que se te ha puesto esa cara, niña?
Doña Celia preguntaba desde el final del pasillo, con una taza de desayuno en la mano.
—Es de Francia.
La alegría de Pepita despejó la curiosidad de su patrona. Doña Celia se apoyó en el quicio de la puerta, se acercó el borde de la taza a los labios y sopló repetidas veces sin dejar de mirar a la joven. Pepita continuó leyendo. Sonrió. Jaime descubría a Paulino al mencionar en la carta la estación de Delicias y la iglesia de San judas Tadeo. Se descubría, sólo para ella, después de inventar que era maquinista de tren, que le pesaban los cinco años que llevaba viajando en Francia, que el último viaje había sido muy largo y se sentía cansado, pero se encontraba bien. Jaime inventaba su vida, para que Paulino pudiera escribirle una carta a Pepita. Y ella imaginó que aquella historia era una sucesión de mentiras que escondían una sola verdad: la amaba. Y volvió a sonreír. Lo que no podía imaginar Pepita era que el cartero, inmediatamente después de entregarle su carta, acudiría a Gobernación para informar de que acababa de llevar correspondencia del extranjero a la pensión Atocha. Tampoco Jaime podía saberlo. El escribió la carta para tranquilizar a Pepita. Inventó la historia del maquinista para protegerla, para que su suerte no comenzara a ser negra si la carta caía en otras manos que no fueran las suyas. El mismo día de su llegada a Toulouse la escribió, para que Pepita supiera que ya había terminado su viaje. Y que había llegado bien.
La rubia socialista de la que no se fiaba Mateo cuando se llamaba Felipe les había recibido en San Juan de Luz. La misma rubia. Jaime y Mateo se sorprendieron al verla, no esperaban encontrarla allí. Los dos sonrieron y le estrecharon la mano. Ella no sonrió ni una sola vez, les presentó a un miembro del Partido Comunista que estaba con ella y les preguntó si habían tenido una buena travesía. Después dijo que debía marcharse.
—Aquí acaba nuestro cometido, vuestro camarada os llevará a Bayona.
Cobró el importe de los servicios prestados y se despidió diciendo que no volverían a verse.
En Bayona, el Comité de Euskadi les facilitó avales para la policía francesa que les permitieron llegar sin problemas hasta Toulouse. Una vez allí, se instalaron los dos en la misma habitación de un pequeño hotel y el camarada que les había acompañado durante el trayecto insistió en que debían dormir unas horas, entretanto él buscaría un médico que curara la herida de Mateo, por la noche los conduciría ante el Comité Central.
—¿Cómo siguen las cosas por allí?
—¿Desde cuándo faltas?
—Desde lo de Casado. Me vine con Dolores desde Monóvar.
—Entonces sabrás que fue un desastre, los casadistas entregaron los ficheros y los nuestros cayeron unos detrás de otros. A muchos ni tuvieron que buscarlos, porque la Junta de Casado los había metido ya en la cárcel.
—¿Y la guerrilla?
—Ahí andamos.
—Por aquí se dice que la lucha guerrillera la han organizado los socialistas.
La aversión que sentía Mateo por los socialistas le hizo gritar:
—Eso es mentira, la verdadera guerrilla, bien organizada, ha sido del PC; y la mayoría de lo que yo he conocido han sido comunistas.
—Ya, si os lo digo para que no os coja de sorpresa que quieran apuntarse el tanto.
—Pues que se apunten el tanto que se puedan apuntar y se dejen de hostias.
—Voy a buscar al médico. Vosotros, descansad un rato.
A pesar de la fatiga, Jaime no pudo dormir. Lo intentó, pero no pudo. Y resolvió aprovechar el tiempo de descanso para escribir la carta que Pepita está terminando de leer. Se la envió esa misma tarde. Era viernes. Dejó durmiendo a Mateo y bajó a la calle a buscar un sello y un buzón para enviar la carta a Pepita sin sospechar que, al hacerlo, la enviaba a ella a Gobernación. Sin sospechar que poco después de que Pepita la haya leído embelesada, dos hombres llegarán a la puerta de la pensión Atocha mientras ella aprieta la carta contra su pecho. Dos miembros de la Policía Especial del Ministerio de Gobernación harán sonar el timbre, y la patrona lo oirá desde el final del pasillo, cuando se lleve una taza de desayuno a los labios mientras observa con ternura el embeleso de Pepita. Cuando la joven de ojos azulísimos haya terminado la lectura, y apriete la carta contra su pecho, el timbre de la pensión Atocha sonará de forma insistente al tiempo que alguien golpea la puerta.
—¡Ya va! ¡Ya va!
Doña Celia se alarmará al escuchar el estruendo:
—Abre, niña, que me van a tirar la puerta abajo.
Pepita abrirá la puerta.
Dos hombres.
Dirán Buenos días y mostrarán sus placas. Uno preguntará por ella:
—¿Josefa Rodríguez García?
—Yo misma.
Otro anunciará:
—Policía Especial.
Y querrá saber si ha recibido una carta de Francia. Pepita aún aprieta el sobre contra su pecho, y lo esconde a su espalda.
—Enséñenos esa carta.
No es miedo lo que siente Pepita. No es desesperación. En un instante, asume que su suerte está echada, la suerte negra que le anunció el que se llamaba Paulino. Mira a doña Celia, deja caer los brazos, y muestra la carta.
—Acompáñenos.
—¡Esperen!
Es doña Celia la que grita Esperen. Ha tirado la taza del desayuno al suelo. Y corre hacia los hombres que se llevan a Pepita tomándola cada uno por un brazo.
—Dejen que vaya a ponerse un abrigo.
Los ojos azulísimos dirigen de nuevo su mirada hacia doña Celia. Los hombres que se la llevan no detienen su marcha.
—Esperen, ¿no ven que va a cuerpo? No puede salir así a la calle, con el frío que hace.
Doña Celia sí siente miedo. Siente desesperación. Y se aferra a la idea de proteger a Pepita. Protegerla, aunque sólo sea del frío. Corre a la habitación de la joven. Busca su abrigo en el armario. Baja las escaleras deprisa. Alcanza a Pepita en la calle. Le abriga la espalda y le acaricia la cabeza.
—Gracias.
Gracias, le dice Pepita, girando el rostro hacia ella.
—Gracias, señora Celia.
Vuelve a mirar hacia adelante, aprieta la carta contra su pecho y siente en los hombros el peso del abrigo de su padre. Camina con paso firme. Camina sabiendo que Paulino está a salvo llamándose Jaime. Y que seguirá estando en Francia, a salvo, aunque ella no resista ni una sola patada.
Doña Celia la ve alejarse entre los hombres que se la llevan. Piensa que esa muchacha es muy frágil, y que ella debe hacer algo. Piensa. Y decide. Irá a pedir ayuda al doctor Ortega. Recurrirá a él. Don Fernando sabrá qué hacer. Y doña Celia se dirige hacia la casa del médico. Comienza a correr. Corre. Corre, y recuerda a su hija Almudena. Sin poder evitarlo, corre pensando en su hija, acordándose de la última vez que la vio. Iba caminando con paso firme, entre dos hombres.
La detención de Pepita resultará decisiva para don Fernando, que lleva una semana escogiendo las palabras que le dirá a su padre cuando le comunique que rechaza su oferta de trabajar como médico en la prisión de Ventas. Una semana le dio de plazo su padre para pensarlo.
—Mira, Fernando, tú eres médico, no un contable de tres al cuarto.
Una semana, que acaba de terminar. Pero después de la visita de doña Celia, ya no sirven las palabras que había elegido. Aceptará el cargo. Le dará a su padre esa satisfacción, pero exigirá a cambio que utilice su puesto de asesor médico en el Ministerio de Gobernación para liberar a Pepita.
Acudirá a ver a su padre sin perder un instante. Saldrá a la calle abrigado con su capa española, y su mujer, doña Amparo, lo verá cruzar desde la esquina de la calle Relatores con la de Magdalena, donde espera a que él salga de casa. Siempre acecha en la misma esquina cuando vuelve de la iglesia, sujetándose el velo de encaje con una mano y apretando el misal que lleva en la otra. Vigila, hasta que lo ve salir, y entonces abandona su escondite, sube la calle Relatores y entra en casa. Su marido lo sabe. Supo que se escondía de él una mañana que la vio agazaparse. El acto de ocultarse la delató. Aquella mañana don Fernando tenía una cita con su padre en su consulta privada, en la plaza de Tirso de Molina, de modo que dio una vuelta a la manzana para no descubrir a su esposa. Pero hoy tiene prisa. Hoy Pepita está en Gobernación y él tomará el camino más corto para ir a pedir ayuda a su padre. Caminará a paso ligero hacia la esquina donde espera doña Amparo. Pasará junto a ella sin detenerse. Un leve saludo. Una inclinación de cabeza, a la que doña Amparo responderá del mismo modo. Y seguirá su marcha hacia la plaza. Llegará a la consulta de su padre decidido a exigirle que intervenga para que Pepita salga de Gobernación; para que su padre saque de allí a la joven que estuvo al borde de un síncope cuando le llevó un mensaje de El Chaqueta Negra. Debe sacarla de allí, antes de que sea tarde para ella, y tarde para él. Pepita hablará, lo contará todo. Todo. Y él estará perdido. Ahora debe escoger con mayor razón las palabras que le dirá a su padre. Debe decidir, y apenas hay tiempo para hacerlo, Pepita estará ya en la sala de interrogatorios. El ha de escoger las palabras que le dirá a su padre, para no delatarse a sí mismo. Hablará, don Fernando, midiendo lo que calla. Y dirá lo justo para que su argumento sea poderoso, para que su interés en liberar a su sirvienta no levante sospechas. Ha de correr el riesgo necesario, sólo y nada más que el necesario, y ha de ser rápido. Sin perder un segundo. En apenas un segundo se puede pronunciar un nombre. Ha de convencer a su padre esa misma mañana, en ese mismo instante, para que la fragilidad de Pepita no suponga su propia destrucción.
—¿Recuerdas a Pepita, la muchacha de casa?
—Claro, la que sirvió la mesa en Navidad. Muy guapa.
Don Fernando no tomó asiento. No se quitó la capa española. Tan sólo se descubrió la cabeza y dejó su sombrero sobre la mesa del despacho de su padre.
—Acaban de llevársela a Gobernación. Si la sacas de allí ahora mismo, acepto el puesto en la cárcel de Ventas.
—Es guapa, muy guapa, sí. ¿Qué ha hecho?
—Nada. Ha recibido una carta de Francia, y se la han llevado sólo por eso.
—Entonces, la soltarán, no te preocupes.
—Sácala de allí. Si la sacas ahora mismo, acepto el puesto.
—Me decepcionas, Fernando. Deberías aceptar ese puesto por ti mismo, o por Amparo.
Las manos de don Fernando se aferraron a la mesa de despacho. Su padre sintió su nerviosismo. La congestión de su rostro le alarmó.
—Siéntate, muchacho, y quítate la capa o te va a dar algo.
—Es urgente, papá.
—Siéntate, y charlemos con calma.
—No he venido a charlar. He venido a aceptar el puesto y a pedirte un favor.
—¿Lo sabe Amparo?
—Amparo no tiene nada que ver.
—Ya me lo figuro. Pero si yo saco a esa chica de Gobernación, la sacas tú de tu casa. Le debes un respeto a tu mujer.
—Pero...
—No hay peros, la sacas hoy mismo y mañana empiezas en Ventas.
Don Fernando cogió su sombrero de la mesa.
—De acuerdo, vámonos ya.
—No es necesario que tú vayas, yo me ocuparé de todo cuando acabe la consulta.
—Quiero sacarla yo mismo de allí.
—Entiendo.
—Estamos a un paso de la Puerta del Sol, si nos vamos ahora, es posible que lleguemos a tiempo.
—¿A tiempo de qué?
—Papá.
En el tono de su voz, don Fernando quiso expresar lo evidente. Dijo Papá, por no decir Lo sabes perfectamente. Y el padre lo entendió.
—Vamos.
Vamos, dijo el médico que conocía el tratamiento que recibían los detenidos, y el estado en el que salían de Gobernación.
—Esta mujer está muerta.
—Eso me parece a mí.
La mujer está muerta, en efecto. Dos policías la arrastran por el suelo tirando de ella por las manos. La mujer está muerta, y Pepita mira su rostro, y reconoce en él a Carmina, la vendedora del puesto número veintiséis del mercado de la Cebada. La enlace de El Chaqueta Negra. La que colgaba la ropa del balcón está muerta. Dos hombres se la llevan ante los ojos espantados de Pepita, mientras otros dos la empujan a ella hacia la habitación que Carmina acaba de abandonar a rastras. Uno de los hombres que tira del cadáver no deja de mirar a Pepita.
—Bonitos los ojos que me tienes, ricura.
Los otros ríen la oportunidad para un piropo. La meten a empujones, del mismo modo que le han hecho subir las escaleras hasta el segundo piso. Y a empujones le ordenan que se siente. Ella sabe que va a desmayarse. Lo sabe, porque se le ha llenado la cabeza de espuma. Los dos hombres la dejan sentada en una silla en medio de la habitación que tiene un crucifijo colgado en la pared, y se alejan. Se asoman al pasillo y sin cerrar la puerta, uno de ellos pregunta a gritos:
—¿Se os ha muerto ésa?
Desde su silla, Pepita escucha que alguien responde.
El que arrastra a Carmina por su mano derecha es quien contesta:
—Ya lo creo.
Las palabras llegan nítidas a los oídos de Pepita, y las voces de los hombres se mezclan con la espuma.
—¿Y ésa es la que era tan dura?
—Ya lo ves.
Llegan nítidas, pero sus ojos han perdido ya de vista el crucifijo que cuelga de la pared.
—¿Cantó?
Ahora es el que lleva el cadáver de Carmina tirando de su mano izquierda el que responde, deteniéndose en mitad del pasillo, sin soltar la mano de Carmina: