Authors: Dulce Chacón
—Dice que no me despegue de ti, y que salgamos juntas a comunicar, que es muy importante que estemos juntas.
—¿Por qué?
—Eso no me lo ha dicho.
Y Elvira canta, más alegre que nunca, mientras se anuda un lazo en su cola de caballo, como le gusta a Paulino. Tiene un poco de fiebre que no se le quita, y hoy se alegra por ello, porque su abuelo la verá con rubor en las mejillas.
Elvira no sabe que en unos minutos verá a su hermano Paulino. Tampoco Paulino lo sabe.
Paulino camina ya hacia la prisión de Ventas acompañando a Felipe.
La mirada de Paulino recorre con avidez la extensa cola que se ha formado ante la puerta de la prisión. Busca a Pepita. Ni Paulino ni Felipe ni Amalia, la joven que acaba de llegar de un pueblo de Salamanca y milita en Solidaridad Obrera, sabían que era preciso llegar con tiempo para tener la oportunidad de entrar de los primeros y colocarse en las esquinas del locutorio, el mejor lugar para la visita, donde los familiares y las presas pueden escucharse mejor, aunque apenas lleguen a oírse.
La cola es más larga de lo que hubieran podido imaginar. Cada reclusa puede comunicar con cinco miembros de su familia como máximo. Hoy, al ser día de Navidad, casi todos los familiares vienen de cinco en cinco. Y todos desean entrar los primeros para alcanzar las esquinas.
Las presas entrarán al locutorio en turnos de diez, durante diez minutos. También ellas correrán a las esquinas.
Pepita ha llegado de las primeras, y don Javier, el abuelo de Elvira, y las tres hijas solteras de Reme, el hijo pequeño y el marido, pobre Benjamín. Benjamín no entrará al locutorio, porque ha venido su hijo mayor con su nieto, y Reme no conoce todavía al niño, y vienen desde León. Entre todos suman siete, y los siete no pueden entrar.
—Ay qué lástima, pero eso no puede ser. Usted entra conmigo, y el niño también que con este follón que hay aquí hoy, no nos van a pedir ni los papeles.
—¿Usted cree?
—Se lo digo yo.
El grupo entero ha formado un corro, y Pepita muestra a las hijas de Reme el vestido que le ha hecho a su hermana. No ha visto a Paulino, que se acerca a ella abriéndose paso entre la gente, apretando con la mano una carta que lleva en el bolsillo. No lo ha visto, pero lo verá pronto. Lo verá, cuando don Javier descubra en el joven que se acerca un enorme parecido con su nieto.
—¡No es posible!
No es posible, exclamará. No es posible. El abuelo lo mirará incrédulo. No es un parecido cualquiera. Sí, lo mirará y abrirá los ojos asombrados. Más. Más. No es un simple parecido.
No es un parecido.
Es su nieto Paulino el que se acerca. Y gritará sin poder evitarlo:
—¡Paulino, hijo!
Y extenderá los brazos hacia él. Paulino lo mirará, ahogando su sorpresa. Se agachará, para que su abuelo le tome la cara en las manos. Se abrazarán, sin dar tiempo a las lágrimas. El abuelo le dirá a su nieto que ya es un hombre, mientras lo aprieta con todas sus fuerzas, en tanto el nieto le pregunta si sabe algo de su madre y de su hermana.
—Elvirita está aquí.
—¿Aquí, dónde?
Paulino girará la cabeza a derecha y a izquierda. Buscará a su hermana con impaciencia entre el gentío que forma la cola.
—¿Dónde? ¿Dónde está?
—Dentro, hijo, Elvirita está dentro.
Don Javier señala la puerta de la prisión.
El dolor obliga a Paulino a buscar un punto de apoyo. Pepita los mira desconcertada. Poco a poco toma conciencia del peligro que corren los dos si alguien más observa aquel encuentro, e indica a la familia de Reme que rodeen al abuelo y al nieto.
—¿Y mi madre?
—Murió en el Campo de Los Almendros.
Busca apoyo, Paulino, y lo encuentra en el hombro de Benjamín.
—Quiero ver a Elvirita.
Pepita se coloca frente a él y le mira a los ojos.
—¿Dónde está Felipe?
—Allí atrás, con la chiqueta de Salamanca.
—Espérate aquí un momento, no te muevas de aquí, entraremos todos juntos.
Pepita fue a buscar a Felipe y a Amalia y, ante las quejas de los que aguardaban la cola, arrastró a la pareja.
—¿De dónde han salido esos dos?
—De mi casa, ¿le parece a usted? Éste es mi hermano, ¿se entera? Y está malo y no puede quedarse dos horas de plantón. Y ésta es su señora. ¿No ve que está malo? Y por eso me adelanto yo a coger sitio, señora, que llevo en la cola lo que va de tarde y para mí se me queda lo que he pasado por los dos, que me duele todo el cuerpo de sujetar el frío.
Los incorporó a su grupo, y organizó en un momento tres familias distintas, para que todos pudieran entrar:
—Tú eres mi marido, Paulino, y con mi marido y conmigo entra este inocente, que es nuestro hijo. Y no te preocupes, Paulino, que nuestro niño parece tontito pero no lo es.
Agarró al hijo pequeño de Reme de la mano, se colgó del brazo de Paulino y, señalando a Benjamín, le dijo a Felipe que era su suegro:
Y este hombre se llama Benjamín, y Benjamín entra contigo y con tu señora, Felipe, que para eso es tu suegro.
Sus ojos azulísimos se cruzaron con los ojos azulísimos del abuelo de Elvira, que esperaba a que Pepita dispusiera cómo y con quién debía entrar él.
—Usted, señor Javier, entrará solo, como siempre, para despistar. Y las tres hermanas entran con el que ha venido de León y con el niño, y son cinco.
Y abrieron las puertas.
Pepita explicó a La Veneno el parentesco de todos y de cada uno con tanta rapidez y tanta firmeza que a todos los dejaron pasar.
El entusiasmo de las presas recorre las galerías de la prisión con la noticia que acaba de vocear La Veneno. A partir de mañana, las reclusas podrán hacer labores de punto y de costura. Todos los días, excepto los domingos y las fiestas de guardar, se les entregará a cada una su labor cuando salgan al patio, y se recogerán por la noche. La directora acepta la petición que las reclusas hicieron en su día, las prendas que confeccionen podrán entregarlas a sus familiares.
La alegría de las reclusas se convertirá en excitación a medida que se acerque la hora de visita. Hortensia intentará sin éxito controlar sus esfínteres y a pesar de que le repugna ir al baño, acudirá en repetidas ocasiones tapándose la nariz con los dedos. Hace horas que han cortado el agua y de nuevo se han atascado los retretes.
La comadrona, Sole, la acompaña a todas partes.
—Yo haré punto de aguja.
Y mientras la espera, le cuenta que Victoria Kent ordenó construir la prisión de Ventas, y que estaba diseñada para albergar a quinientas reclusas. Se queja de la falta de espacio. Se queja de que doce petates ocupen el suelo de las celdas donde antes había una cama, un pequeño armario, una mesa y una silla. Se queja de que los pasillos y las escaleras se hayan convertido en dormitorios, y de que haya que saltar por encima de las que están acostadas para llegar a los retretes.
—Esto es una inmundicia. Así estamos como estamos. Once mil personas no pueden evacuar en tan pocos váteres.
A Hortensia no le interesa el motivo del estado lamentable de los aseos. No, en este momento no le interesa conocer las causas de la suciedad que las rodea, ni de las enfermedades que padecen por falta de higiene que Sole se empeña en enumerar:
—Tiña, tifus, piojos, chinches, disentería, esto es una indecencia.
No, no le interesa a Hortensia en este momento, porque se encuentra inquieta, piensa en Felipe y sólo quiere pensar en Felipe. Sólo en Felipe, su excitación le impide concentrarse en otra cosa. Ella sólo quiere recordar un beso. Un beso furtivo, el último que le arrancó a Felipe en Cerro Umbría. Un beso que a ella le pareció demasiado corto, y a él demasiado largo. El monte no es sitio para besos, le riñó. No es sitio para besos:
—Al monte se viene a pelear.
—Anda, no seas tonto.
—Déjame, Tensi, que nos pueden ver.
—¿Quién?
—Cualquiera.
Sin prisa. Ella quería un beso detenido en sus lenguas y él retiró su boca bruscamente, cuando apenas se habían rozado los labios. Se despidieron así. Así se besaron por última vez cuando Hortensia se fue a comprar víveres. Y antes de comenzar a bajar hacia El Llano, giró la cabeza y repitió que su marido era tonto.
—Eres tonto.
—Anda, vete ya. Y vuelve pronto, aquí mismo te espero.
Pero Hortensia no volvió. No volvió. Y ahora se pregunta de nuevo, como tantas veces lo ha hecho desde que la apresaran, cómo no se alarmó con el ladrido de los perros al llegar a la huerta. Felipe la esperaba, y ella no volvió. Los perros ladraban de una forma extraña, y ella no se dio cuenta. Sólo se fijó, como le habían indicado, en que la hortelana llevaba un pañuelo atado en la cabeza y se lo desató al verla llegar.
Los perros ladraban.
—¿Vende usted gallinas?
Los perros ladraban. La hortelana miró al suelo para contestar retorciendo el pañuelo entre los dedos:
—Sí.
La miró al vientre y echó a correr llevándose el pañuelo retorcido a los ojos.
Los perros ladraban.
Ella también tendría que haber corrido. Pero no corrió. Sintió el peligro en la carrera de la mujer, en el pañuelo que se llevaba a los ojos y en el ladrido de los perros. Pero no corrió. Contuvo la respiración. Las armas de los guardias civiles encañonaron su espalda. Y ella pensó en Felipe. Aquí mismo te espero, le había dicho. Un guardia civil ató sus manos y la empujó:
—Andando. Caldo de gallina te vamos a dar a ti. Unas buenas sopas, con muchos garbanzos.
Los otros reían.
Treinta y nueve días pasó en Gobernación. Treinta y nueve días y muchas palizas y muchas horas de rodillas pasó en Gobernación. Pero Hortensia no quiere pensar en eso. Se sienta en el retrete, se toca las rodillas y piensa en Felipe. Recuerda el primer beso. Fue en Córdoba. Se acuerda de Córdoba y de la boca de Felipe buscando la suya, y se toca las rodillas. Ya están casi curadas, aunque le da la sensación de que un garbanzo se ha quedado dentro. Sí. Hay un bulto muy duro debajo de la piel, y le duele. El médico le dijo que eran figuraciones suyas. Este médico no ve bien. Está viejo, y tiene legañas amarillas. Además es dentista, qué ha de saber él. Ella está en que la piel le ha crecido encima de un garbanzo. La curó una vez, sólo una vez, cuando llegó de Gobernación. No le preguntó qué le dolía, él sólo quería saber por qué la llevaron allí. Le dijo que en la cara no tenía nada, y ella no podía ni abrir los ojos de la hinchazón. Se toca las rodillas y recuerda. Alcohol. Alcohol le frotó el dentista en las heridas y fue peor que cuando le echaban vinagre allí, en el segundo piso de Gobernación. Había un crucifijo en la pared de aquel cuarto del segundo piso de Gobernación, y muchos garbanzos sobre una tabla con sal en el suelo. A las dos o a las tres de la mañana la subían siempre, y luego la bajaban entre dos, porque ella no podía ni mantenerse derecha. Treinta y nueve días. Treinta y nueve días sin hablar con nadie. En el calabozo de al lado había una presa que se pasaba las horas cantando. Manolita se llamaba, y cantaba Tomo y obligo, de Gardel. Sólo sabe que se llamaba Manolita.
—Anda, Manolita, vamos para arriba, a ver si allí nos cantas otro tango.
No supo más de ella, sólo que se llamaba Manolita. Cantaba muy bien, y un día ya no la oyó cantar más. Rabia. Rabia es lo único que ella sentía cuando le echaban vinagre en las heridas. Rabia. Sólo la rabia mantuvo sus labios apretados. Sólo la rabia los despegó para gritar el dolor en el vientre.
—No le pegues ahí, so bestia, ¿no ves que está preñada?
Este niño va a ser fuerte. Muy fuerte va a ser. Aguantó lo que había que aguantar. Ahora se mueve. Va a ser tan fuerte como su padre. Y tendrá el pelo rizado y negro, y las manos grandes, y la boca carnosa como la boca de su padre. Hortensia sale de los aseos llevándose la mano a la boca. La comadrona le sigue los pasos, y ella se acaricia los labios. Ella no esperaba que los besos fueran con la lengua.
Fue en Córdoba y ella llevaba dos trenzas.
—No te separes de mí.
Hortensia estaba junto a la puerta del locutorio, detrás de Reme y de Elvira, esperando a que salieran las diez presas que habían entrado en el primer turno de visita. La comadrona se acercó a su oído para decirle que no se separara de ella, después añadió:
—Vas a tener una visita muy especial esta tarde. Fíjate bien en el marido de mi hija.
—¿En el marido de tu hija?
—Sí, en el marido de mi hija.
Hizo hincapié al pronunciar la palabra marido, le guiñó un ojo, y volvió a hacer hincapié al volver a pronunciarla.
—En el marido de mi hija, y no grites al verlo. No le hables, sólo fíjate bien en él. Recuerda lo que te digo: no le hables, y no digas su nombre.
Hortensia no podía saber de quién le estaba hablando Sole, pero lo supo.
—¿El marido de tu hija es...?
—No digas su nombre.
—Pero ¿es..., es quien me estoy figurando que es?
—Sí. Está en la puerta del locutorio. No ha querido que te lo dijera antes por si no le dejaban entrar, pero ya está en la puerta, la paquetera acaba de pasarme esta nota, mira: «Tu hija ha entrado con su marido».
—Silencio, ¿no saben que en la cola no se habla?
Es Mercedes la que grita Silencio. Mercedes quiere aprender a gritar. La funcionaria con moño de plátano se dirige a Hortensia y a Sole:
—Ustedes dos, den un paso al frente.
Grita, porque después del suceso del dedo del niño Dios recibió una dura amonestación de la hermana María de los Serafines. Le dijo que era muy blanda con las internas, y que debía aprender a ponerse en su sitio si no quería perder su puesto.
—Se le están subiendo a la chepa, Mercedes, y si a usted se le suben a la chepa se nos suben a todas a la chepa. Tengo mis informadores, no crea que no sé lo de la cancioncita, sé lo que pasa en la prisión a todas horas y a usted se le están subiendo a la chepa. A todas horas, no lo olvide.
No lo olvida. Y Mercedes se acerca a Hortensia apuntándola con el dedo:
—¿Quiere que la castigue sin comunicar?
Hortensia quiere decir No. No, quiere decir, pero se le ha formado un nudo en la garganta que le impide hablar.
—¿Qué le pasa, no quiere contestar?
—Es que Hortensia no se encuentra bien.
Es Sole la que contesta.
—¿Y por eso tiene que hablar en la cola? Pues a lo mejor ya ha hablado bastante y no le hace falta entrar al locutorio a hablar más.