Authors: Dulce Chacón
—¿Así le dijiste?
—Menos lo de la bandera, tal cual.
—La bandera es al revés, el amarillo lo lleva en el medio.
—Qué más da.
—¿Y qué dijo él?
—Nada.
Se dio media vuelta y le ordenó a la guardia civila que estaba en control que subieran a Tomasa. Nada más verla, le echó ungüento en los sabañones de la cara, que estaban a punto de estallar como los de las manos, que ya los llevaba abiertos como bocas en grito, y dijo que esa mujer tenía avitaminosis, que le dieran bien de comer y la sacaran a que tomara el aire. La guardia civila fue a pedirle permiso a La Veneno, y volvió diciendo que La Veneno había dicho que la sacaran al patio diez minutos al día, pero que comer ya había comido bastante. Se ve que pensaba en el dedito.
Diez minutos de sol. Diez minutos le concedió la hermana María de los Serafines a Tomasa. Permitió que la sacaran al patio todas las mañanas, durante diez minutos, y siempre una hora antes de que bajaran las demás reclusas.
—Mañana la sacan al sol, y yo le daré puré con una sonda por la cerradura.
—Ten cuidado, no te vayan a ver.
—Descuida, nadie me verá.
Nadie vio a Sole llenar un bote con una ración doble del puré que le daban a las enfermas. Nadie la vio tomar una sonda de la enfermería. Y nadie sospechó que cuando dijo que el suelo de la galería de las celdas de castigo estaba muy sucio y se ofreció a fregarlo, ya había escondido la comida de Tomasa en el fondo del cubo de cinc que llevaba en la mano. Tres golpes dio en la puerta metálica. Por la cerradura coló su voz para pedirle a Tomasa que se acercara. Después introdujo un extremo de la sonda en el bote de puré y el otro lo deslizó por el orificio destinado a la llave. Y alzó el bote. Tomasa vio la punta de goma que asomaba, vio caer una gota. Se arrodilló, levantó la cara y acercó la boca. Y succionó, como un ternero se alimenta de la ubre de su madre.
Mañana, como hoy, y como todos los días que faltan para que termine el castigo de Tomasa, Sole fregará el suelo de la galería. Y Tomasa comenzará a ganar peso.
Cuando las funcionarias que custodian a Tomasa en su paseo matutino observen el cambio en su aspecto, comentarán entre ellas su extrañeza:
—Qué raro, ésta se está poniendo gorda.
—Pues es verdad.
Y será Sole la que, al oírlas, aumentará su confusión:
—No está gorda, está hinchada, por la avitaminosis.
Desde la ventana de la galería número dos derecha, Hortensia, Reme y Elvira la verán tomar el sol sentada en un banco, y comprobarán las noticias que les reporta Sole cada noche en las reuniones del Partido:
—El médico le hace una cura todos los días. Ya no tiene en la cara la bandera nacional.
—Entonces, está mejorando.
Tras el cristal, observarán a su compañera, acompañarán su soledad durante diez minutos y compartirán con ella desde lejos el alivio del sol. A diario, hasta que juzguen a Hortensia, se asomarán a la ventana las tres juntas.
—Parece que no le importa nada de lo que le pase, ¿verdad?
—Eso parece. No le importa un carajo lo que le pase, ni lo que le deje de pasar ni lo que le haya pasado.
Y le han debido de pasar cosas muy malas.
Elvira comentará los rumores que corren entre la reclusión. Y Hortensia y Reme se negarán a creer las acusaciones que señalan a Tomasa.
—Ella sería incapaz de matar a nadie.
—Además, no es de Castilblanco. Es de Los Santos de Maimona, un pueblo al lado de Zafra, me lo dijo a mí un día que le conté que yo estuve en Don Benito en el treinta y siete.
Elvira tampoco cree que sea cierto que Tomasa participara en la matanza, pero añade que las presas cuentan que Tomasa estaba en Castilblanco el último día de diciembre de mil novecientos treinta y uno, en la huelga que había convocado la Federación Nacional de Trabajadores de la Tierra. Y dicen las presas que todos los que estaban allí se armaron de cuchillos y de hoces y masacraron a los cuatro agentes de la Guardia Civil que intentaban disolver la manifestación. También dicen que los mutilaron y que las mujeres bailaron sobre los cadáveres de los guardias civiles.
Ninguna de ellas dará crédito a lo que Elvira acaba de contar. Las tres se indignarán mirando a Tomasa desde la ventana.
—Lo de Castilblanco será verdad, pero Tomasa, desde luego, no estuvo allí.
Después, cuando les llegue el turno de bajar al patio, se dirigirán sin hablar hacia el banco donde Tomasa se sienta a diario mirando hacia ellas, y harán labor de punto de agujas en el espacio que ella acaba de abandonar, negándose a creer los rumores que sitúan a Tomasa en Castilblanco.
No. Tomasa no estuvo en Castilblanco.
La mujer que va a morir ya conoce su condena. Acaba de regresar del juzgado número ocho. En la sala primera, ante un tribunal militar, ha tenido lugar la vista de su causa en procedimiento sumarísimo de urgencia. Hortensia escribe en su nuevo cuaderno azul. Estrena la primera hoja con un lápiz gastado que apenas sobresale de su pulgar. El peor dolor es no poder compartir el dolor. Hortensia aprieta contra el papel la punta de su lápiz mordisqueado, y escribe que sufriría menos si pudiera hablar con Felipe, si pudiera contarle que ha sido condenada a muerte junto a sus doce compañeras de expediente. Escribe con su mano derecha mientras con la izquierda sujeta el cuaderno y alisa el papel. La sombra de sus pendientes baila sobre los renglones que escribe. Procura no salirse de la línea marcada, pero no es fácil. Y recuerda el verano de mil novecientos treinta y siete, cuando aprendió a escribir. Le enseñó El Chaqueta Negra en la Casa Grande de Las Tres Cruces, cerca de Don Benito. Toda Extremadura estaba tomada, excepto la Bolsa de la Serena. Y ellos resistieron en la Casa Grande, y El Chaqueta Negra le enseñó a escribir en la pared. Los hombres dormían en el piso de arriba y por la mañana descargaban la vejiga desde la escalera. Fue Hortensia la que escribió en la pared con letras de molde recién aprendidas: EL QUE ORINE DESDE LA ESCALERA SERÁ CONSIDERADO CAMARADA CERDO. Y fue ella la que dejó constancia sobre el muro de que el batallón número cinco había llegado a la Casa Grande el día dieciocho de julio de mil novecientos treinta y siete, escribiendo en la pared el nombre de los milicianos que lo componían: Pedro Gómez, Aniceto Estévez, Carlos Peinado, Estrella López, Patricio Rovira, Eloy Menéndez. Doce nombres escribió en la pared. Porque ella sabía escribir. Primero había aprendido su firma, y después todas las letras. Felipe se reía de ella:
—Eso hay que aprenderlo de chica.
—Y de grande también se aprende. Ya verás cuando tenga un cuaderno.
—Yo te compraré los que tú quieras.
Y ella le pidió entonces que le comprara un cuaderno de tapas azules, como los que usaba Pepita en la escuela. Se acaricia los pendientes, y regresa al papel. Escribe que le gustaría estar con Felipe. Y que desea que la criatura llegue antes que la ratificación de la sentencia, porque sabe que va a morir y no quiere que su hijo muera con ella. Todas sus compañeras saben que Hortensia va a morir. Sole se lo comunica a Tomasa mientras introduce la sonda por la cerradura de su celda de aislamiento:
—Las han condenado a todas.
—¿A Hortensia también?
—También. Vienen las trece con La Pepa, que estaba hoy baratita.
—Trece, como las «rosas» del treinta y nueve.
Como las «rosas», sí.
Y Tomasa recuerda a Julita Conesa, alegre como un cascabel, a Blanquita Brissac tocando el armonio en la capilla de Ventas, y las pecas de Martina Barroso. Y acaricia en su bolsillo la cabecita negra que guarda desde la noche del cuatro de agosto de mil novecientos treinta y nueve. Pertenecía al cinturón de Joaquina. Tomasa quiso regalársela a Reme, porque Reme no tenía ninguna. Pero Reme no la aceptó.
—Guárdala tú.
—Bueno, la guardo yo pero es de las dos.
—Traga deprisa, Tomasa, que el puré no baja, y me van a pillar.
—Hoy no tengo ganas.
Sole retira la sonda, y Tomasa busca refugio en un rincón. Se sienta en el suelo abrazada a las rodillas, y se niega a llorar. Se niega, no conseguirán desmoralizarla. Ella no debe llorar, pero teme que no volverá a ver a Hortensia. Sabe, como saben todas las reclusas del pabellón número dos derecha, que el cumplimiento de la condena puede ejecutarse en unos días. Conocen el trámite. El auditor de guerra ratificará la sentencia, y se cumplirá cuando llegue el enterado del Generalísimo. Generalísimo, masculla Tomasa entre dientes abrazándose las rodillas con rabia. Generalito lo llamaban en África, al que fuera nombrado jefe del Gobierno del Estado y Generalísimo de los Ejércitos de Tierra, Mar y Aire, el día uno de octubre de mil novecientos treinta y seis. No perdió el tiempo en quitarse el nombre de Generalito. Dicen que no le tiembla la mano. Y dicen que el enterado de Las Trece Rosas llegó el día doce, cuando llevaban una semana bajo tierra. Nunca se sabe cuánto tarda en llegar. Y Tomasa acaricia la cabecita negra. Repártelas entre las mejores, hasta donde llegue, le dijo Joaquina a una compañera al deshacer los eslabones de su cinturón. Y la compañera repartió las cabecitas negras. Joaquina era muy guapa, tenía el pelo liso, los ojos negros, y grande la boca. Y a ella le dieron una cabecita de su cinturón. A ella. Ni dos días tardaron en fusilarlas. Un escarmiento, eso dijeron que buscaban. Y les cargaron en las costillas el atentado del comandante Isaac Gabaldón, que era también inspector de la policía militar de la Primera Región, y el encargado del Archivo de Masonería y Comunismo. En un coche iba con la hija, una niña de diecisiete años. La niña, el padre y el conductor murieron a balazos en la carretera de Extremadura, a la altura de Talavera, cuando se dirigían a Madrid. Tres muertos. Y quisieron veinte por uno. Sesenta jóvenes de las juventudes Socialistas Unificadas fueron juzgados y condenados por atentar contra el Movimiento Nacional Triunfante. Un escarmiento, y en dos días los llevaron a todos a la tapia. Hay presos que han vivido meses pendientes de su ejecución, y años, como ella. Ella estuvo más de dos años en la cárcel de mujeres de Olivenza con La Pepa colgándole del pescuezo, hasta que le llegó la conmutación de la pena y se la trajeron aquí. Quizá a Hortensia le pase lo misino, o no, eso nunca se sabe. Nada se sabe. Tampoco sabe nadie por qué juzgaron a Joaquina, porque Joaquina estaba en Ventas cuando pasó lo de Gabaldón. Estaba en Ventas con dos hermanas suyas, juzgadas y condenadas las tres por ser de las juventudes. Las tres estaban en Ventas, aunque nunca les dejaron estar juntas en la misma celda. Dos veces fue juzgada Joaquina. Dos veces condenada a muerte. De la primera condena se salvó, se la conmutaron por veinte años. Y en dos días, cumplieron la segunda. Dos días.
Unos años, unas semanas, unos meses, unos días.
Unos días, tal vez dos, tal vez tres.
Reme y Elvira permanecerán junto a Hortensia fingiendo calma. Elvira dará sus clases de alfabetización sólo cuando las dé Hortensia. Reme no irá al taller de costura para no dejar sola a su compañera ni un solo instante, y las tres dejarán de acudir a la ventana para ver a Tomasa.
Y Tomasa echará de menos sus cabezas pegadas al cristal.
—Mal fario, que seamos trece en el expediente, mal fario. Trece, el número de la mala sombra, y el de las menores.
Hortensia deja de escribir y se lleva el extremo del lápiz a la boca.
—No te hagas sangre pensando en eso, Hortensia.
Pero Reme no puede dejar de pensar en las trece menores, aunque le pida a Hortensia que no piense en ellas. Se las llevaron a la capilla en la medianoche del día siguiente al juicio, el cuatro de agosto. Ya podemos acostarnos, había dicho Anita después de esperar hasta las doce. Anita no se durmió, pero a Victoria y a Martina las tuvieron que despertar para llevárselas. Reme piensa en aquel cuatro de agosto. Recuerda la palidez de la funcionaria que fue a buscarlas, el susto que llevaba en el cuerpo tapado con la capa azul marino. Recuerda que Victoria comenzó a llorar cuando la despertaron. Abrazó a una compañera y lloró el desconsuelo de su madre, su hijo mayor acababa de morir en comisaría, y ella y Gregorio, los dos hijos que le quedaban, morirían al alba. Primero Juan, ahora Goyito y yo, repetía llorando.
Hortensia guarda el cuaderno y el lápiz debajo de su petate. Saca de su bolsa de labor un faldón y lo coloca sobre su vientre para mostrarlo a sus compañeras.
—Ya te queda muy poco.
—No te creas, hay que hacer muchas filas de punto de cruz, para que esté bien fruncidito. Mira.
La niña pelirroja mira el faldón, pero no se atreve a mirar a Hortensia. No la mira a los ojos desde que regresó del juzgado. No se atreve a mirarla. Y no sabe por qué. Quizá tema que Hortensia descubra su miedo a la muerte. O quizá teme descubrir la mirada de la muerte en los ojos de la mujer que va a morir. O tal vez sea pudor y no se atreve a mirarla simplemente por eso, por pudor. Retira la vista de la prenda infantil y se sienta de espaldas a Hortensia. Reme ha sacado también su bolsa de labor, y teje una mantilla blanca.
—Elvirita, hija, nos estamos quedando sin lana. Vete al economato y trae una madeja blanca, anda.
Mientras camina hacia el economato, Elvira se toca la cabeza. Pudor. Sí, siente pudor al mirar a Hortensia. Ella no tiene derecho a descubrir qué hay en sus ojos. Tampoco a Julita Conesa la miró a los ojos. Ni a Virtudes González. Ella no se atrevió a mirar a los ojos a ninguna de las trece menores. Camina mirando hacia el suelo. Los juicios rápidos son peligrosos, acaban siempre en condenas largas. Se alegra de que el suyo no se haya celebrado aún, y se toca la cabeza recordando a Virtudes González. También a ella le raparon el pelo, en la comisaría de Jorge Juan, antes de llevarla a Ventas. Su novio se llamaba Vicente. Él estaba en su mismo expediente, entre los sesenta condenados a muerte, y Virtudes tenía la esperanza de verlo ante el piquete de fusilamiento, quería despedirse de él. Pero no se lo permitieron. Tampoco Victoria pudo ver a su hermano Gregorio.
Con la madeja en la mano, Elvira regresa junto a sus compañeras y vuelve a sentarse de espaldas a Hortensia sin dejar de pensar en los sesenta jóvenes que habían pedido que los fusilaran juntos. Querían despedirse. Deseaban verse por última vez. A los varones los llevaron a las seis de la mañana al cementerio del Este, y murieron a las seis contra la tapia. A ellas las llevaron a las seis y media.