—No dejes que el sociólogo sepa que nunca tuviste miedo a las naves de Infierno. Esos tipos han consagrado todo su tiempo, energías y conocimientos a condicionarse para que sientas miedo. Y no aceptan amablemente la derrota.
Una vez hizo un comentario personal que despertó una serie de ideas en la mente de Haldane:
—Con tus conocimientos de la mecánica de Fairweather resultarías un buen mecánico en la sala de máquinas de una nave espacial. Nadie podría quitarte ese empleo.
A pesar de la amistad creciente entre ellos, Flaxon no hacía preguntas sobre Helix.
—Si les preguntara, sabrían de dónde proviene mi interés, y tú saldrías perjudicado. Además, el castigo de la muchacha estará determinado por el tuyo, aunque será más suave. Jamás se considera a las mujeres como parte agresora en un caso de mezcla de razas, ya que la ley opina que no tienen opinión.
Cada día, durante dos horas, Flaxon repasaba las notas que había preparado a partir del manuscrito de Haldane, y daba instrucciones a su cliente:
—Ahora, acerca de la chica. Al leer lo que escribiste sobre ella me sentí conmovido. Sin duda el retrato que pintas es auténtico. Desde luego es una descripción hermosa, tal vez cargada de prejuicios, y es atávica. Has conseguido que yo la vea como espero te vean a ti los ojos de los jurados.
»Por eso te aviso de algo fundamental: no insinúes siquiera al jurado que sentías por ella otra cosa que un deseo transitorio. Esto sí lo comprenderán. Y también comprenderían otras cosas, pero no en beneficio nuestro.
Flaxon estaba consagrado a no omitir nada sobre el ambiente y el nombre de Haldane IV.
Sin alterar los hechos básicos deseaba crear una imagen a fin de que Haldane apareciera ante el sacerdote como un joven de fuertes convicciones religiosas; ante el matemático, como un matemático brillante pero ortodoxo; ante el sociólogo, como un hombre socialmente rebosante de vida que había deseado eliminar una categoría molesta; y al psicólogo, un super-ego normal que había caído víctima de una libido extraordinaria.
Al cabo de cinco días él y Flaxon estuvieron de acuerdo, después de los ensayos, en que el protagonista ya estaba dispuesto para su actuación.
—Mañana serás entrevistado —dijo Flaxon—. Quemaré tu manuscrito esta noche, y vendré por la tarde a que me digas cómo fueron las entrevistas. Tú preocúpate del Jurado, y yo me cuidaré del juez. Y la mía es la parte más fácil.
Se estrecharon la mano y más tarde, tendido en la litera, Haldane experimentó la primera impresión de confianza que conociera en muchos meses. Fuera cual fuese el grado de clemencia que le concedieran, estaba convencido de que Flaxon lograría para él lo mejor que pudiera conseguirle cualquier abogado; y no es que buscara el nivel más alto de clemencia: se proponía elegir el trabajo inferior en la escala de prioridad.
En esa Primera Edad de Hielo de su descontento había discernido el fallo en la Fórmula de Simultaneidad de Fairweather, 2(LV) = S. Pero se había limitado a relegar ese descubrimiento al fondo de su mente, ya que sus asuntos mortales le apremiaban y sabía que ningún laboratorio en la Tierra le ofrecería utillaje para probar la teoría de Haldane, LV
2
= (-T). Pero había un laboratorio, no de esta tierra, disponible ahora.
Podía haber pensado que alguna deidad le había llevado a este fin de no haber llegado a la conclusión de que los molinos que molían despacio no eran los de los dioses.
LV
2
= (-T) borraría la mancha de la sangre de su padre, haría desaparecer la razón que le condenaba, ¡y acabaría con Las Parcas!
La Iglesia se sentiría agradecida por recibir en sus brazos al culpable más penitente desde la fundación del Santo Imperio de Israel, y los compañeros de universidad de Haldane O, nacido IV, se quedarían atónitos al descubrir que el Paul Bunyan de las salas de recreo, así conocido por ellos, había elegido la vida de celibato de un mecánico de la sala de máquinas láser de una nave espacial.
Como resultado de la investigación llevada a cabo por Haldane de la literatura del siglo XVIII, había adquirido cierto gusto por las historias de lujuria y violencia, y en ellas pensaba, a la mañana siguiente, cuando oyó una llamada en la puerta. Buscando el Sermón de la Montaña, dejó abierta la Biblia por él y fue a abrir la puerta.
Un anciano de casi ochenta años estaba en el corredor, con un gesto de cortesía en el rostro.
—¿Eres Haldane IV?
—Sí, señor.
—Lamento molestarle. Me llamo Gurlick V, M-5, y me han dicho que venga a hablar contigo. ¿Puedo entrar?
—Por supuesto, señor.
Haldane le hizo pasar y le ofreció la silla. Él se sentó en el borde de la litera mientras el viejo se dejaba caer en la silla diciendo:
—Esta es la primera vez que me obligan a actuar de jurado desde hace diez años. A propósito, conocí a tu padre. Él y yo trabajamos en un proyecto hace unos tres años.
—Murió el pasado enero —dijo Haldane.
—Ah, sí, qué pena. Era un buen hombre —el viejo miró al espacio en un esfuerzo visible por enfocar sus pensamientos—. Me han dicho que te enredaste con una joven de otra categoría.
—Sí, señor. También ella conocía a papá. —Mirando al viejo, Haldane se imaginó que de nada serviría ocultar sus teorías a Gurlick. Como mucho, le quedaban diez años de vida, y en esos años su mayor preocupación serían sus propias funciones físicas.
—El nombre de Gurlick me suena familiar señor, ¿enseñó alguna vez en California?
—Sí. Enseñé matemáticas teóricas.
—Probablemente he visto su nombre en el catálogo.
—Sí. Cuando supe que iba a formar parte de tu jurado llamé al Decano Brack. Éste dice que eres un mago, tanto en matemáticas teóricas como empíricas. La mayor parte de lo que yo hice en la otra línea fue crear un sistema para ganar al «tres en raya». Dime una cosa, hijo —su voz bajó a un susurro—: ¿Conoces bien el Efecto de Fairweather?
La primera reacción de Haldane ante la pregunta humilde y susurrada fue casi de pena. Tenía ante él a un matemático mucho más viejo que su padre pidiéndole una información que Haldane III había sido demasiado orgulloso para solicitar. Deseó abrazar al viejo por el valor de su humildad.
Pero se le ocurrió también que el anciano podía estar lanzándole una pregunta muy intencionada con el objeto de calibrar la categoría de su trabajo. Muy bien. Si era una pregunta para nota, deseaba que le dieran la más alta posible.
—Si —contestó.
—¿Qué quiere decir él por «menos tiempo»?
—Tiempo en exceso de simultaneidad.
—¡Define! —en el viejo matemático el pedagogo estaba alerta, y su voz se quebró cuando casi gritó la orden.
—La llamada barrera del tiempo impide una velocidad mayor que la de la simultaneidad, porque un sólido no puede ocupar dos lugares al mismo tiempo. Uno no puede salir de Nueva York y estar en San Francisco una hora antes de salir, excepto según el tiempo relativo de la Tierra, porque estaría en San Francisco al mismo tiempo que en Nueva York. No se pueden ocupar dos lugares a la vez.
—Haces que parezca sencillo.
—Mi comprensión no es cuestión de inteligencia —admitió modestamente Haldane—. Uno entiende a Fairweather mediante un truco de la mente. Hay que pensar en conceptos no humanos. Fairweather señala explícitamente la naturaleza de esta comprensión en su Salto de la desviación del tiempo; sin embargo, algunos matemáticos todavía no pueden captar sus ideas.
—¿Cómo podía aplicar conceptos no humanos a las cosas mecánicas, como las naves de Infierno? Responde a eso, jovencito.
—No lo hizo —dijo Haldane—. Las naves espaciales operan según el principio de Newton de que cada acción tiene una reacción. El concibió una cápsula láser en la que la luz convergía en un solo punto para dar impulso antes de que los rayos divergieran. El principio real es el mismo que se usaba en los aviones jet primitivos.
—Bien, que me cuelguen. No hay nada nuevo bajo el sol. Ojalá pudiera vivir un poco más para averiguar qué harán después.
—Si yo tuviera el don de la profecía… —empezó a decir Haldane, pero una lucecita de aviso se encendió en su mente.
Estaba bordeando la periferia de un concepto que había surgido en su intelecto como una aurora boreal en el más profundo invierno de su mente, y este hombre en particular no era tanto un jurado como un juez.
Por extraño que parezca, el viejo no le pidió que terminará la frase. En cambio, volvió los ojos azules y acuosos hacia la ventana y se rascó de un modo encantador y absurdamente humano. Aquellas manos frágiles y surcadas de venas tanteando en la entrepierna despertaron la compasión de Haldane. Si este viejo profesor era capaz de hacer preguntas de doble sentido a un estudiante, entonces Haldane era su propia abuela.
—Sí, últimamente he tenido bastantes problemas con los riñones. No creo que viva mucho más en este mundo, pero no puedo menos que preguntarme qué inventarán después.
Se hallaba tan precariamente equilibrado en el mismo borde de la eternidad que Haldane temió por él. Sin embargo, dentro de aquel cráneo envuelto en una piel apergaminada todavía latía la ingenua curiosidad de un niño o de un matemático.
—No me considero precisamente un profeta, señor, pero tal vez consigan romper la barrera de la luz. Uno no puede estar en San Francisco antes de salir de Nueva York, pero, claro, es que uno no tiene que estar en Nueva York.
—La gente siempre está corriendo de un lado a otro y con prisa… Hijo, se supone que yo he de averiguar cuáles son tus sentimientos acerca de la gente, si prefieres trabajar con un grupo o más bien solo; pero tengo que irme. Si el resultado este juicio no te favorece, ¿has pensado ya qué trabajo te gustaría hacer?
—No me importa colaborar con un grupo pequeño, y preferiría trabajar con los rayos láser.
—Ah, sí, eres pragmático. Lo recordaré… Bien, no quiero molestarle más. Me voy.
Se levantó lentamente y extendió la mano.
—Gracias por invitarme a entrar. He disfrutado mucho hablando contigo. ¿Puedes indicarme dónde está el lavabo, hijo?
Haldane le acompañó hasta la puerta y le indicó el lavabo, al otro lado del corredor. Cuando se alejaba a toda prisa, Gurlick aún le gritó:
—Recuerdos a tu padre, hijo.
Al regresar a su celda Haldane se sintió entristecido ante la decadencia de una mente que se disculpaba por haberle molestado, olvidando que él era un prisionero, y le daba recuerdos para un hombre que ya llevaba muerto más de tres meses.
La melancolía de Haldane se evaporó con la llegada del segundo entrevistador.
El Padre Kelly XL tenía un número imposible de dinastía, como resultado de una batalla sanguinaria por la preponderancia entre judíos e irlandeses dentro de la Iglesia. Cierto grupo de irlandeses pertenecientes al clero se había arrogado números que se remontaban a una época muy anterior al Hambre, basando su sistema de numeración en sus antepasados conocidos que fueran sacerdotes. Los judíos respondían a esto con sus antepasados, remontándose probablemente hasta Jesús. Por lo visto el Padre Kelly XL había decidido incluir algunos antepasados que fueran sacerdotes druidas.
Este número imposible encajaba con su personalidad. Era un hombre increíble.
Ni en todo el mundo del espectáculo había visto nunca Haldane un hombre más guapo. Su sotana negra y larga se ajustaba al cuerpo alto, de hombros amplios, con precisión militar. El pelo y las cejas, de un negro lustroso, destacaban el brillo del cuello blanco. La nariz fina y algo curvada parecía tan sensitiva que Haldane casi esperaba verla temblar. Tenía los labios muy finos, la mandíbula cuadrada, con una hendidura en el centro, y la palidez de la piel tal vez habría parecido señal de poca salud en otro, pero en el Padre Kelly XL era el fondo perfecto para los ojos y el cabello oscuros.
Estos ojos, muy hundidos y penetrantes, eran tan oscuros que el iris casi no se advertía. Se enfocaban con la fuerza de fanático o un hipnotizador, y eran, al mismo tiempo, el rasgo menos atractivo y el más fascinante de su rostro.
Si fuera posible que un hombre tan dotado de belleza tuviese un punto notable en particular, en el caso del Padre Kelly era el perfil. Visto de perfil sus rasgos parecían tallados por un artista, un escultor magistral que hubiera pasado años retocando la forma de la nariz y la línea de los labios.
Haldane le conocía bien. Había aparecido a menudo en la televisión local presidiendo los ritos fúnebres de actores famosos. Visto a través de la cámara era guapo. En persona, resultaba abrumador. Hacía que Haldane lamentara el tamaño de la celda.
Con una sonrisa cautivadora y esa mundanidad autoconsciente del hombre de Dios, las primeras palabras del Padre Kelly después de su presentación fueron:
—Hijo mío, me han dicho que perdiste la cabeza por unas faldas.
—Sí, Padre.
—Lo mismo le ocurrió a Adán. Y a ti. E incluso podría sucederme a mí —indicó a Haldane que se sentara en la litera, pero él siguió en pie y se acercó a mirar por la ventana.
No había más que ver que un patio interior. Los ojos de Flaxon ni siquiera habían captado lo que allí había, pero el Padre Kelly alzó los ojos al cielo y quedó como bañado en la luz del sol.
—Sí, hijo mío. Creo que podría haberle ocurrido incluso a Nuestro Bendito Salvador, ya que conocía a mujeres de las que hubiera podido decirse, con toda justicia, que la castidad era la menor de sus virtudes.
Era una observación bastante extraña en labios de un sacerdote, pero subrayaba «la amistosidad normal el Padre Kelly, y Haldane se relajó ligeramente. Si tenía una preferencia en cuestión de sacerdotes, ésta era por los tipos amistosos; aunque había descubierto que esa normalidad se exageraba a menudo hasta llegar a la anormalidad.»
—Ahora que lo menciona, padre, estoy seguro de que Jesús debió ser tan atractivo para las mujeres como para los hombres.
De pronto se volvió el sacerdote y miró directamente a Haldane, como si sus ojos clavaran al prisionero contra la pared.
—Hijo mío, ¿te arrepientes de tu pecado?
La piedad repentina de Kelly, después de su observación tan impía, cogió por sorpresa a Haldane, y sus sentimientos amistosos hacia el sacerdote quedaron borrados por la palabra «pecado».
—Padre, por supuesto que lo lamento… pero…
—Pero ¿qué, muchacho?
—No había pensado en ello como pecado. Sólo lo había visto como una ofensa civil.