La última astronave de la Tierra (9 page)

Read La última astronave de la Tierra Online

Authors: John Boyd

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: La última astronave de la Tierra
13.77Mb size Format: txt, pdf, ePub

Lizzie Borden cogió un hacha

y le dio cuarenta hachazos a su madre.

Cuando vio lo que había hecho

le dio cuarenta y uno a su padre.

Aunque la cancioncilla reflejaba un temor subconsciente: le asustaba lo que tenía que decirle a Helix el sábado.

¿Cómo ofrecía uno graciosamente a una chica el hacha con que asesinar a los antepasados de su espíritu?

Esa noche, jugando al ajedrez, Haldane sonsacó a su padre ciertos datos utilizando la sinceridad como máscara:

—Mientras leía la biografía de Fairweather me preguntaba cómo habría logrado unirse a una trabajadora.

—El rango tiene sus privilegios.

—Cuando tú te emparejaste, ¿a cuántas mujeres entrevistaste?

—A seis. Es lo habitual para un matemático de una especialidad. A mí siempre me gustaron las orientales, y, si hubiera tenido dinero para viajar hasta Pekín, tú serias eurasiático.

—¿Qué te hizo elegir a mi madre?

—Dijo que sabía jugar al ajedrez… pero no me distraigas. Creo que ya te he vencido.

El sábado hacía un tiempo infernal en San Francisco. Las Colinas Nob, Rusa y Telégrafo se perdían entre un banco de nubes, hundidas en ellas como rejas de arado en el negro fango. Una espesa cortina de lluvia cegaba la bahía, y Alcatraz estaba envuelta en la niebla.

Helix entró tan vibrante como un himno a la belleza intelectual, los libros bajo el brazo, las ideas brillando en sus ojos.

—El juicio de Fairweather se celebró en noviembre de 1850. Su compañera murió en febrero de aquel año. De acuerdo con el plan de apareamientos, ella debía tener unos cuarenta y tantos años, por tanto no murió de causa natural. Es posible, probable incluso, que lo que causara su muerte diera origen también al juicio. Fairweather debió hacer algo terrible aquel año, si es que ella se mató. ¿No estás de acuerdo en que es una posibilidad lógica que se matara?

—Una probabilidad lógica. Estaba unida a un hombre cuyas ideas no podía compartir, ya que hoy en día no existen ni quince hombres en todo el mundo capaces de comprender todas las derivaciones de sus teorías.

—¡Bien! Ahora nos queda la figura de Fairweather II, su hijo. Sólo se menciona su nacimiento y su ingreso en la profesión de las matemáticas. Y ya no vuelve a hablarse más de él, en ninguna parte. Sabemos que vivió hasta cumplidos los veinticuatro años, puesto que se le admitió en una profesión. En aquella época sus padres llevaban casados veintiocho años. Las estadísticas demuestran que la mayoría de las mujeres se matan entre los treinta y los treinta y seis, cuando el motivo del suicidio es la disolución marital. Luego hay más probabilidades de que no se matara por no comprender las ideas de su marido. Poco importaba, ya que éstas le habían dado a él (y por tanto también a ella) prestigio internacional. Debemos suponer que se suicidó por otra razón.

»¿Qué pudo haber hecho Fairweather para que su esposa se suicidara por ello y la Iglesia dictara un proceso de excomunión contra él? ¿Qué pudo haber hecho para originar en él tal remordimiento que llegara a lamer la bota que le golpeara? ¿Qué remordimiento pudo ser tan amplio y genuino como para que la Iglesia lo considerara penitencia digna, permitiendo de ese modo que el Papa León abriera de nuevo las puertas de la Iglesia al pecador arrepentido?

Se levantó del sofá y se apartó de Haldane, volviéndose luego a mirarle.

—La lógica sólo me deja una alternativa: filicidio. Fairweather asesinó a su propio hijo. Recuerda: «Haciendo acopio de toda mi gracia social, mezclaré la cicuta a tu gusto».

—¡Oh, Helix! —su voz era casi un gemido de protesta—. Estás tratando de encontrar motivos personales en la mente más impersonal y universal que ha existido jamás.

Ella agitó la cabeza.

—Tú has erigido un dios en tu mente. Juzgas a Fairweather capaz tan sólo de una conducta divina. Yo me enfrenté a la posibilidad de que el Estado practicara la censura. Ten tanto valor como yo, y enfréntate tú a los hechos de la lógica.

—Estoy de acuerdo contigo en esa información de que el Papa León era humanitario —dijo él—, pero la lógica se vuelve contra ti. Si Fairweather hubiera asesinado a su propio hijo, habría sido excomulgado.

—No, si hubiera habido una duda legal— y recalcó la palabra «legal»— que le habría ganado el apoyo de sociólogos y psicólogos. A éstos les preocupa la legalidad, mientras que la Iglesia se preocupa de la moralidad. Si él puso pirañas en la piscina sin decírselo a su hijo… ¿me sigues?

—Sí —asintió Haldane—, pero los sociólogos y psicólogos no se opondrían a la Iglesia por un simple legalismo.

—¿Que no? —preguntó ella enojada—. ¿Qué significaba para ellos la vida de un semiproletario? ¡Nada! Pero ¿qué significaba el modo en que murió para la Iglesia? ¡Todo!

»Ahora bien, supongamos que sociólogos y psicólogos se unieron para proteger no tanto a Fairweather I como para oponerse y acabar con la Iglesia. Supongamos que convirtieron el juicio de Fairweather en una cause célebre. ¿Qué habrían ganado?

Eso mismo había insinuado su padre, recordó Haldane, y con muchos más conocimientos que ella. Su interés se agudizó cuando Helix se acercó y tomó el libro de historia.

—He señalado el pasaje. Escucha: «En el cónclave de febrero de 1952, la redistribución de la autoridad dio a la Iglesia la autoridad espiritual completa sobre los que no profesaban la fe (recuerda que aún había unos cuantos budistas y judíos farisaicos en la primera mitad del siglo XIX), y todo el poder político quedó en manos del Departamento de Psicología, mientras que las funciones judiciales se entregaban al Departamento de Sociología». Este cambio fue probablemente resultado directo del juicio de Fairweather.

Haldane se echó atrás en el sofá. Helix había hecho una magnífica labor analítica, pero razonaba como una mujer, por intuición. Había establecido una teoría y buscado luego los hechos para que la apoyaran; en vez de dejar que los hechos llevaran a la teoría.

—Juzgado puramente por su trabajo —dijo Haldane—, Fairweather fue un gran humanitario. Y los humanitarios no asesinan.

—¡Humanitario! —Helix se acercó y se sentó en la otomana frente a él, como si le rogara que comprendiera su actitud—. Cuando éramos niños, tanto a ti como a mí se nos exigía que observáramos la llegada y salida de las naves de Infierno. Recuerda aquellas horribles naves grises que caían del cielo. Recuerda aquellos hombres del espacio caminando lentamente hacia las cámaras, con la mandíbula cuadrada y el cuerpo grueso, como escuerzos que surgieran del barro primitivo.

»¿Recuerdas a los Hermanos Grises, con sus capuchas, entonando los salmos mientras conducían a los muertos vivos por las planchas hacia la nave? ¿Recuerdas el golpetazo cuando se cerraba la última portilla como la puerta de una tumba? ¿Recuerdas esos felices momentos de nuestra infancia, Haldane?

»Aquellos ejercicios para condicionamos por el terror… aquellos shows de la televisión que teníamos que ver aunque por la noche nos despertáramos gritando; aquellas naves, aquellas tripulaciones… todas surgieron del cerebro de Fairweather. ¿Llamas a eso humanitarismo?

—Helix —dijo él—, tú lo miras todo desde el punto de vista de una muchacha sensible que sentía miedo. Ni siquiera de niño me asustó jamás mirar aquellas naves, porque no eran naves de Infierno para mí. Eran naves espaciales.

»Fairweather no las diseñó como transportes prisión. Se las dio a la humanidad como un puente a las estrellas, pero Las Parcas: Sociólogos, Psicólogos y la Iglesia, las hicieron volver de las estrellas. Cuando los ejecutivos prohibieron las pruebas espaciales, Fairweather hizo lo único que podía hacer: salvó las naves y los restos de sus tripulaciones.

»Esos repulsivos hombres del espacio son los hermanos de sangre de tus poetas románticos.

»El Acheron y el Estigia, siguiendo la desviación del tiempo entre nosotros y Arcturus, son el legado que Fairweather nos dejó. Si logramos alzarnos de nuevo a las alturas que alcanzaron nuestros antepasados, esas naves estarán esperando para llevarnos a las estrellas.

—Haldane, eres un chico extraño y maravilloso, pero no puedes ser objetivo acerca de Fairweather.

—No puedo ser objetivo acerca de nada… te admito esa tesis de que Fairweather tal vez asesinara a su hijo. ¿Eres tú capaz de igualar mi objetividad?

—Absolutamente.

Poco a poco fue acorralándola.

—¿Puedes contemplar objetivamente tu propia muerte?

—¡Tan objetivamente como cualquier hombre!

—Si yo te dijera que te amaba y que estaba dispuesto a morir por ese amor, tú, con tus conocimientos de los amantes, ¿creerías en mi sinceridad?

—Ése era uno de los mandamientos del culto de los amantes. Lo aceptaría en teoría, pero jamás te pediría que lo cumplieses.

—¿Tan generosa eres?

—Me gusta pensar que lo soy, pero jamás lo confesaría voluntariamente si no lo fuera.

Las respuestas de Helix la habían ido llevando hacia la trampa de los sofismas de Haldane, que ahora la cerró.

—Para repetir tus palabras, voy a pedirte que iguales tu generosidad con mi egoísmo, pues voy a ofrecerme voluntario para morir por ti, y te pido que escuches con esa objetividad que afirmas poseer.

Y Haldane se oyó a sí mismo exponer fríamente su plan para unirse y mezclar sus categorías. Por primera vez le detalló su teoría matemática de la estética aplicada a la literatura y, desde esta primera frase, Helix captó todas las derivaciones. Haldane lo comprendió al ver la ansiedad y la tristeza en los ojos de la muchacha. Aunque la mayor parte de sus frases eran puros términos matemáticos, ella le escuchaba en un silencio tan intenso que revelaba cuán bien le comprendía. Sólo en una ocasión, cuando le explicaba los pesos matemáticos dados a las partes de la dicción, le interrumpió ella con una pregunta que le sonó ronca en su garganta:

—¿Qué peso darías a los nominativos absolutos?

Haldane explicó y detalló los pasos que ella debla seguir para obtener su título de doctor en Filosofía a fin de fundir sus categorías en una nueva. Luego, al cabo de una hora y media, todo quedó dicho.

Helix apartó los ojos de su rostro y miró por la ventana hacia la bahía, ahora espléndida bajo un sol brillante.

—¡Oh, oscuro, oscuro, oscuro, entre el brillo de la luna! —Y se volvió a él con la triste resignación del rendimiento—: Yo deseaba abrir una puerta para ti, y una para mí. Quería traer a este planeta viejo y cansado el último amor apasionado. Pensé que nuestro amor podía florecer sólo por algún tiempo en el desierto. Pero había un tigre en el oasis.

»Desde hace mucho tiempo el clima de la tierra se ha ido enfriando más y más para nosotros los poetas. No es de extrañar que haya muerto la llama que nos caldeaba. ¡Oh!, yo no soy completamente inocente. Animé la llama de tu inspiración hacia mí, y ahora descubro que me estoy quemando también.

»Entonces, ¿debo apartarme de las cenizas de mis padres y los templos de mis dioses? Sí, porque no soy una loca que haga sufrir a su amor sólo para satisfacción de su propio orgullo.

»Y tú, si fallas, serás exiliado a Infierno. Si triunfas, algunos seres humanos serán deshumanizados.

—Pero, si triunfo, tú y yo viviremos y moriremos juntos.

—Puesto que yo te amo con toda la fuerza e intensidad de que mi alma es capaz, ésta no es una decisión que deba tomar mi razón. Se trata de mi ser. Acepto tu oferta.

Haldane no se levantó para darle un beso ceremonial. Se echó atrás en el asiento. Estaba cumplida la tarea, el pacto firmado y, en lo más íntimo de su decisión, creía ver un aura de despedida. Sentía lo que tal vez sintiera Colón al pasar las Columnas de Hércules, o lo que debió sentir Ivanovna cuando el globo coloreado de su tierra particular se iba alejando de ella: una impresión de determinación mezclada con temor.

Alzó el rostro hacia Helix.

—Hay un hecho que debo conocer. ¿Es posible que el fundador de una nueva categoría defina los requisitos genéticos? Lógicamente la respuesta es sí pero, si la respuesta es no, debemos maldecir de Dios y morir.

—¿Cómo averiguarlo?

—Se lo preguntaré a mi padre.

—Si él sospecha de este complot, lanzará un edicto verbal —avisó ella— y los últimos amantes del mundo jamás habrán experimentado el acto del amor.

Cuando ella hizo esta observación, Haldane se había sentido perdido en la confusión de sus pensamientos, pero más tarde, al acercarse la Navidad y estar separado de Helix durante las vacaciones, disponiendo de más tiempo para recordar y analizar sus observaciones, leyó en sus palabras una promesa y un deseo.

Desde su casa en Sausalito ella envió a Haldane III una respetuosa tarjeta de Navidad, con lo que el hijo de éste pudo conocer sus pensamientos. Después de haber comprado la oferta anual de ginebra para su padre, Haldane acabó con las compras de Navidad. La semana anterior a esa fiesta, así como la última del año, las pasó leyendo.

Leyó las obras completas de John Milton porque recordaba el odio que había habido en su frase: «¡Ese inmencionable John Milton!», y se preguntaba por qué despertaría tanto desprecio en ella el poeta. Le encantaron las frases sonoras en el lenguaje altisonante de aquella era, y en particular admiró el personaje de Lucifer en El Paraíso Perdido. ¡Aquél era un hombre! Sabía ahora que tal obra estaría prohibida por el Estado, pero se había escrito siglos antes de que Lincoln consiguiera la hegemonía política de las Naciones Unidas. Mucho antes de que pudiera acusársela de traición o desviacionismo, el poema había quedado establecido como un clásico, y Satán conservaba su condición de Príncipe de las Tinieblas.

Repasando las obras de Milton tropezó con este verso: «¡Oh, oscuro, oscuro, oscuro, entre el brillo de la luna!», y recordó que Helix lo había citado cuando se sintiera vacilante ante su sugerencia. Tuvo deseos de llamarla y preguntarle: «Si detestas al poeta, ¿por qué citas sus palabras?»

Las relaciones con su padre eran ahora muy, muy circunspectas. Se mostraba extraordinariamente obediente y respetuoso, jugando constantemente al ajedrez y perdiendo el diez por ciento de las partidas. Sólo el domingo después de Año Nuevo, su última noche en casa, sintió que había llegado el momento de cobrarse los dividendos de una conducta tan ejemplar.

Apoyado en el tablero de ajedrez le preguntó a su padre:

—Papá, los técnicos en genética ¿cruzan alguna vez las categorías?

Other books

I Will Not Run by Elizabeth Preston
One More Thing by B. J. Novak
Salem Moon by Scarlet Black
Any Man of Mine by Carolyne Aarsen
Sleeping Tiger by Rosamunde Pilcher
Goldy's Kitchen Cookbook by Diane Mott Davidson
Hard Case Crime: House Dick by Hunt, E. Howard
Darkness Follows by J.L. Drake